Fracaso, catástrofe y disidencia / Fernando Renjifo. La República

En escena, los cuerpos de Claudia, Isaac y Alberto caminan, se detienen en el espacio muy cerca de nosotros, nos enseñan sus cuerpos desnudos. Lo hacen lentamente, sin apremio, como si no lo hicieran, como si aquel gesto hubiese perdido su fondo y emergiera ante nosotros el vacío de la sangre, sin su doble. El arte ha dedicado siglos a representarnos. Presiento que estamos cansados de ver nuestra superficie, muertos en la representación.

Alberto describe un cuadro del pintor alemán Anselm Kiefer: “un hombre tumbado boca arriba sobre la tierra cuarteada, bajo un inmenso cielo estrellado, como si las estrellas se le fueran a caer encima”. Esta imagen pareciera querer reestablecer una forma de estar en el mundo, y en consecuencia, de representarnos. ¿Cuál es esa forma? ¿Es la existencia inconmensurable la que se ha dejado atrapar por su imagen hasta convertirnos en un espacio liso dónde no nos reconocemos, en el que nos hemos perdido? Lo que sea que hayamos perdido duele y todavía no lo lloramos, nos comemos el postre.

Pienso en la fragilidad de una mirada, en lo fugaz de una respiración, en un beso. Pienso en la fuerza que hay que tener para estar a la altura de nuestra debilidad en vez de continuar esforzándonos en la debilidad de cultivar la fuerza. Cuerpo, progreso, potencia: utopías sociopolíticas que nos han llevado a la impotencia, al fracaso. Ahora no se trata de superar nuestras afectaciones para continuar, se trata de encontrarnos en el dolor que produce el encuentro con la exterioridad, con las fuerzas del mundo que hemos ayudado a crear. Reivindicar ese espacio no ya liso, sino doble, como afirma Deleuze, para ser un cuerpo que no cesa de ser sometido a los encuentros, para no perder esa relación esencial para la cual no hay palabras que la expliquen.

¿Es el fracaso un atributo del alma? ¿Ha llegado el momento de reivindicar esas dos palabras: fracaso y alma? ¿Nos recuperaremos? ¿Aprenderemos? ¿Nos abriremos a una sensibilidad elemental, a experimentar soportar lo insoportable sin representaciones?

Es aquí que los cuerpos que habitan la escena se desplazan sin construir imágenes rentables. Ellos dicen: no decir nada, ser inútiles, ser escasos, participar poco de este mundo. Sobre esa decisión que resiste a la representación surge la disidencia -a la acción rentable, a la emoción fácil, a la imagen digerible, al tiempo ficcional-.  Envuelto en un tono de serena radicalidad la composición es esencial, despojada. Aún así ese espacio disidente se vuelve provocativo con sus cuerpos afectivos, intensos, siempre en el umbral de las distancias y la otredad. Con esos cuerpos que se arrojan los unos a los otros a gestos expuestos se deshacen y confunden las jerarquías conservando sólo sus velocidades inciertas, devueltas a sí misma. Esos cuerpos en abierto combate eluden el adiestramiento y la disciplina desobedeciendo con lo que tienen más propio, su potencia en el acontecimiento vivo. ¿Acaso esos cuerpos deshacen su forma, su representación porque gozan de sí mismos, tal vez porque no carecen de nada? Esos cuerpos ponen en jaque nuestro modo de existencia, como el hecho de compartir una separación y un encuentro dado por la singularidad.

Llevar la acción hacia su propio quiebre, hacia su disolución podría llevar nuestro pensamiento a su extremo, a experimentar como dice Pál Pelbart, su haz de ideas, su dispendio, su disipación, eso que interrumpe la continuidad del tiempo, la acumulación material y el encadenamiento del poder, que no lleva a nada, que es una pérdida de sí y que por ello resiste a la servidumbre de la historia.

La pieza declara su impotencia. Sus presencias, para no servir, aceptan no hacer, aceptan estar ahí y después ausentarse, dispersarse. Una potencia impotente, asociación siempre lista para disociarse, dispersión siempre inminente. Presencias que ocupan efímeramente el espacio liso para volverlo su doble momentáneamente, y no obstante, no tener lugar alguno.  Mayo siglo XXI es un devenir sereno de seres que se buscan los unos a los otros en la intimidad de la catástrofe para encontrar su propia forma de resistir

Nuestra tristeza y fracaso nos hará felices y esa será nuestra venganza.

«Y fabricarás mundos con pocas palabras,

Y descubrirás el silencio entre las palabras,

Y descubrías el silencio de tu silencio,

Y el silencio del silencio de los otros,

Y el silencio en el ruido que dejan los astros al pasar.»

(Dibujo de Javier Lozano)

14 Visiones / Fernando Renjifo

El no ser es real y no hay otra cosa; el Ser es real y no hay nada más” (Las contemplaciones de los misterios, de Ibn Al’Arabi)

La poesía como práctica sensible, ya sea desde lo cotidiano como en el arte, ha sido un medio para enriquecer el espíritu del hombre, y en consecuencia, sustrato de una ética que puede mantener en equilibrio la relación entre lo colectivo y el individuo, entre lo privado y lo político, entre el cuerpo y lo social. Reivindicar su presencia  para potenciar la capacidad del espíritu, entendido como el componente sensible e intangible de los cuerpos, supone un acto político que resiste a su propia devaluación.

En la era de los medias, de la conectividad tecnologizada, del gran hermano, de las crisis económicas y el deterioro de la trama social ¿qué lugar ocupa la poesía? ¿Dónde se encuentra como práctica, como hecho no mediatizado por una editorial? ¿Seríamos capaces de reconocer un acto poético si lo viésemos? ¿Podríamos explicarlo? ¿Podríamos aplicarlo a nuestra cotidianeidad o se quedaría como un hecho aislado? ¿Yo puedo crear poesía, realizar un acto poético? ¿O es acaso prerrogativa de unos pocos? ¿Es mi intimidad una poética? ¿Mi dimensión pública puede ser considerad como un acto poético? ¿La poesía necesita mediadores o cada uno somos vehículo de ella? ¿La poesía se aprende? ¿Cómo? ¿Dónde comienza la poesía y dónde termina?

Es bien conocido el enunciado de Adorno “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Entre otras cosas,  quiere decir que hay un tiempo para la poesía. Que ese tiempo ha sido o será.  Quiere decir también que hay tiempos en los que el espíritu del hombre no ha tenido ni tendrá valor, que no tiene precio de compra y venta, por lo que no se comercian poesías ni espíritus. Quiere decir que lo que no es rentable en los mercados puede ser eliminado de lo social por su inutilidad. Quiere decir fragilidad y exterminio. Quiere decir que existe una relación en la que podemos tirar una línea y unir poesía, espiritualidad y sociedad con un gesto y su opuesto.

Todas esas preguntas y esos pensamientos tenía, mientras contemplaba el rostro proyectado de Ziad Chakaroun y escuchaba su voz que, cadenciosamente, relataba un diálogo de hermosa y enigmática poética, sobre el ser y el conocimiento. Esta invitación de Fernando Renjifo me llevó a un tiempo suspendido en la imagen de un desierto, un desierto metafísico, espacio prácticamente erradicado de nuestras occidentales posibilidades, recreado al interior de la caja negra de Pradillo, con delicadeza y sin desestimar la capacidad del espectador de entrar en ese espacio y tiempo.