Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera

Imagen: latido de células aisladas del corazón. Cortesía de Cristóbal Pera.

 

Este texto lo leí en Pradillo en el mes de diciembre de 2013 dentro del ciclo La música en la escena que construyeron Claudia Faci y el Colectivo maDam. Lo cuelgo ahora en el blog de Pradillo, porque lo considero el primer paso del proceso en el que ando metida y que desembocará en el estreno en Teatro Pradillo, en octubre de 2014, de la obra Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera. Me gustaría ir reflejando aquí lo que se va produciendo en este camino. Gracias a Claudia y a maDam.

SOY UNA OBSTINADA CÉLULA DEL CORAZÓN
Y NO DEJARÉ DE CONTRAERME HASTA QUE ME MUERA

PENSAMIENTOS DE UNA BAILARINA QUE COMPRENDIÓ EL RITMO
CUANDO MIRÓ UN CADÁVER

La desaparición del ritmo es la muerte. Yo me di cuenta de esto mirando un cadáver, mirando un cuerpo en el que el latido ya no existía. Desde que lo vi con mis ojos de bailarina romántica que nunca hizo caso al ritmo, le tengo mucho respeto. Desde que vi la ausencia de todo ritmo dibujado en el cadáver quiero acercarme al ritmo, quiero entenderlo y quiero entregarle mi cuerpo y mis movimientos para que los siga bañando en la vida.

Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón y no parar de contraerme con un ritmo sostenido.

Nunca le hice mucho caso al ritmo porque me lo enseñaron mal, me enseñaron a contarlo antes que a habitarlo. Los bailarines, bailábamos en frases de ocho tiempos, en las que al final todo debía equilibrarse. Era imposible dudar, era imposible el conflicto, era imposible, incluso, que se te fuera la olla de dominio y de placer, todo acababa con el numero 8. El ritmo era aquello que nos daba la sensación de controlar el tiempo, podíamos movernos y contar a la vez, contar el tiempo es lo mismo que matarlo, y contar a la vez que uno se mueve, además de ser infernal, es lo mismo que matar el movimiento y el tiempo a la vez. Y así pensé que el ritmo era el primer causante de las mentiras que nos enseñaban a hacer con el cuerpo al bailar, y lo desterré y no quise saber nada de él. Pero ahora como bailarina mayor quiero someterme a él, ahora que aumentan las debilidades de mi cuerpo quiero aprender a dejarme llevar por la continuidad de la vida.

Voy a preparar mi cuerpo para convertirme en una vieja fibrosa y obstinada como una célula del corazón. Obstinatus, me dice mi amigo Cristóbal Pera, significa: pertinaz, tenaz, contumaz, que sigue con empeño haciendo lo que lo hace, y que está decidida a vencer o morir. Yo, en mi obstinación, voy a preparar mi cuerpo para no tener que elegir entre vencer o morir, me voy a entrenar para vencer y morir a la vez, para que mi último latido sea una victoria, porque como decía D. Francisco de Quevedo morir vivo es la última cordura.

A veces pienso si el origen de la música es el canto o es el ritmo, y si el origen de la danza es el pulso o es el gesto. En el fondo son pensamientos que no me importan demasiado, pero me gustan porque me hacen darme cuenta de que cada vez que me acerco a mi oficio de bailarina me acerco  al tiempo y a su suceder en los latidos del corazón.

Desde hace algún tiempo (no mucho, quizá desde este otoño) siento un cansancio peculiar en el cuerpo: en los dientes, en los ojos, en mi pelo, en mi aspecto, en mis músculos. Un cansancio que me dice que la cosa va a ir así, que este es  un cansancio de alguien que ha vivido ya la plenitud de sus fuerzas. Y es complicado encontrar los argumentos para hacerlo visible, porque es complicado no querer ocultármelo a mí misma, y menos a quien venga a mirarme.

En el ritmo desaparece el pensamiento. Toda la sensibilidad se vuelve impulso, en él cada músculo escucha y responde. Los músculos sometidos al ritmo no juzgan sus actos y eso es estupendo. Sin embargo hay algo que se limpia en el cuerpo cuando bailas a ritmo, algo que vuelve los movimientos ciertos y precisos  y me pregunto si podríamos seguir el ritmo de nuestro corazón en una danza que no se volviera cierta y precisa; y me pregunto si se puede seguir el ritmo mientras que se duda; y si sería la duda más profunda el sentir que quizá no haya un paso a seguir después del último que hemos dado, y que por eso el ritmo al asegurar, la continuidad del siguiente paso,  borraría esa gran zozobra de no saber qué es lo que viene después, y que entonces duda y ritmo estarían reñidos y eso no me parece estupendo.

Existe un movimiento que empieza cuando se detienen nuestro corazón que empieza cuando uno se muere. Ese movimiento es vertiginoso, y es difícil de entender con nuestras ideas de movimiento. Es un movimiento que, no solo mueve las formas del cuerpo, sino que cambia su esencia, es un movimiento que huele, es un movimiento de una velocidad sin sonido, sin ritmo, de una velocidad suspendida. Un movimiento en el que he querido entrar con la cabeza, para transformar esas ganas de salir pitando que siento frente a la idea de lo muerto, en una comprensión tranquila de lo que ocurre cuando la vida se acaba. Por eso ahora trabajo sobre el latido. Para entender ese movimiento maravilloso y entender, así mismo, lo que produce su ausencia.

Me envía Cristóbal Pera la etimología de latir:
LATIR (Joan Corominas)

“Ladrar el perro en todo agudo o en forma entrecortada”, h. 1300, “dar latidos el corazón o las arterias”, 1490. Del verbo latino GLATTIRE con el significado de “lanzar ladridos agudos”.

DERIVADO: Latido, principios del siglo XIV

Soy una célula del corazón y soy la sangre que muevo con cada una de mis contracciones.

Yo lo vi, vi como detrás de la rigidez y del acartonamiento del cuerpo muerto se escondía el cambio de los cambios, un movimiento inexplicable. Los signos de la vida se alejan rapidísimo y transforman lo que era vivo en algo desconocido que cambia y cambia y cambia, y en todo este movimiento lo único que faltaba era el latido y el aire en el cuerpo.

Los ojos que ya estaban cerrados se le volvieron a abrir y me enseñaron que existe la nada.

Desde que miré el cadáver pienso que el amor y el ritmo son las formas más puras de conocimiento porque son ciegas e irracionales como todo lo que tenemos delante, la objetividad frente a lo que es misterioso, no sirve para una mierda y frente a lo que no es misterioso, tampoco. No quiero ser lúcida, la lucidez es terrible, no se puede ser lúcida y ser bailarina. No quiero ser lúcida, quiero ser obstinada como una célula del corazón y juntar en mi movimiento intermitente la victoria de mis latidos y la muerte de mis latidos, y así no tendré que imaginar ninguna de las dos, ni mi muerte, ni mi victoria. Y seguiré bailando.

El labio, primero de color azul y luego amarillento, se plegó más allá de donde podrían colocarse las palabras.

¿Tanto sujeta el corazón para que al detenerse aparezca el infinito?, ¿para que aparezca lo que no tiene forma ni explicación?. El corazón es el Atlas de los Atlas, el coloso de los colosos, por eso, después de haber sido el Gigante durante un tiempo, ahora quiero ser una célula obstinada del corazón y sujetar todo contrayéndome a ritmo.  Lo mejor de morirse es que no te toca ver ni oler tu propio cadáver.

Al mirar despacio el cadáver entendí porque nos inventamos a Dios, pero no entendí porqué nos habíamos inventado un Dios inmutable, inmóvil y eterno. No pensamos bien, los hombres nunca hemos pensado bien. Nos consolamos en la posibilidad de lo que no somos, pensamos que la inmovilidad es un bien superior y la inmovilidad es desesperante. Es una putada saber que uno es un futuro cadáver, pero, si se trata de engañar a la muerte yo me inventaría otro Dios,  un Dios lleno de sangre, húmedo y caliente, que latiera, que latiera sin parar, un Dios que me asegurara que después de muerta voy a seguir latiendo y voy a seguir bailando: Dios corazón, Dios latido, un Dios bailarín, cualquier cosa menos un Dios inmutable. Los Dioses del Olimpo soñaban con follar con los mortales, quizá porque teníamos un corazón que latía y cuando lates, a la fuerza tienes que follar mejor que alguien que no haya sentido dentro los golpes de la sangre.

Y todo esto es lo que se me va apareciendo después de mirar su cadáver, como si esa mirada fuera el punto de partida de un nuevo conocimiento.

Cuando bailo, algunas veces, no todas, puedo pensar en estas cosas de una manera carnal y a la vez sentirlas sin el vértigo que me dan ahora cuando os hablo.

El fisiólogo francés Xavier Bichat definía la vida como aquello que resiste a la muerte. Él seguro que habría mirado detenidamente muchos cadáveres, porque lo que hay después de la muerte del latido es la demostración palmaria de que el Sr. Bichat tenía razón, de que el corazón cose la vida con un ritmo obstinado, que la aprieta y que cuando se detiene comprendes la fuerza que tiene la muerte como estado. Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón para resistirme a la muerte y además hacerlo bailando.

Siempre había pensado que la percepción más pura del tiempo se producía cuando era capaz de frenarlo, cuando sentía en el cuerpo una duración suspendida, casi infinita. Pero ahora pienso que mi vida nada tiene que ver con la inmovilidad y menos con el infinito; y que si entrego mi cuerpo al ritmo, si escucho los golpes de los latidos entenderé mejor este tiempo loco, el que me empuja por dentro a la vez que me desparrama por fuera. Ahora pienso que voy a golpes y a contracciones como las células obstinadas del corazón y que mi vida no cae, ni por asomo, con la suavidad con la que cae la arena del reloj. John Berger decía que el alma es simplemente la percepción de otro tiempo. Y yo, al Sr. Berger le cambio la palabra percepción por la palabra invención y digo: el alma es la invención de otro tiempo, y la emparejo con la idea de la eternidad y de todo lo que nos hemos inventado para alejarnos del latir, y del cadáver.

Y al ver el cadáver también comprendí que la sabiduría es una mezcla de consciencia y de olvido. La consciencia de que vas para allá a quedarte inexplicablemente muerto, feo y frío y el olvido necesario para agarrarte a cada latido y pensar solo lo justo en esa imagen de tu cuerpo feo y frío. Y al ver el cadáver, me entraron ganas de bailar  porque al bailar (bien), como al follar (bien) hay algo que te dice que ese acto perfecto es efímero e irrepetible y, además, que es perfecto porque es efímero e irrepetible, y hueles entonces (por un instante) que perfección y eternidad son palabras antagónicas. Y que el precio a pagar por ese super polvo o por ese bailazo es tu cadáver feo y frío. Como decía mi amada Szymborska “Por tener cuerpo se paga con el cuerpo”.

¿Sabéis que un corazón fuera del cuerpo sigue latiendo si cuidas su equilibrio salino? ¿Hay algo más obstinado y más absurdo que olvidar que te has muerto?

Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón y no dejar de latir y de bailar hasta que me muera.