De reconocimiento

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En su autobiografía Without Stopping, Paul Bowles escribe que le resultaba repelente que la gente del ámbito de las artes y las letras tendiera a querer parecer distinta al resto de la sociedad. Él sin embargo tenía la convicción de que “el artista, siendo el enemigo de la sociedad, por su propio bien debe de permanecer tan invisible como le sea posible y ciertamente indistinguible del resto de la multitud”. Para Bowles el artista, el creador que tiende a asociar a su identidad una diferencia, una excepción que le concede visibilidad y da pistas al resto de los ciudadanos del tipo de actividad – creativa – que produce, en su desdén por la norma social, estaría reclamando un espacio de distinción dentro de ella.

Desde nuestro modo de ver la mistificación de la figura del artista y su separación en el seno de la sociedad como figura a la que se ha permitido el empleo de protocolos y tendencias extraordinarias ha generado una dinámica que deviene en perjuicio de la capacidad del arte para transformar realmente la cultura. La estética arty funciona como un modo de adscripción a la experiencia de lo contemporáneo del mismo modo que un fan llevando la camiseta de su grupo favorito; es una manera de reconocerse y distanciarse de la anacrónica masa a la que no le importa un bledo el arte ni la cultura contemporánea. De este modo el creativo, en lugar de intentar cambiar el estatus que le convierte en excepción, en rareza, lo asume como una posición de privilegio. Pero para el mercado no hay privilegios sino sectores de interés. Al igual que hay un sector de seguidores del fútbol también lo hay de seguidores de arte y cultura contemporánea; y aquí la fría maquinaria de la industria mediática no hace distinciones, a cada uno se le asigna un potencial de mercado. El individuo creativo, al mostrar su carácter excepcional en todas las facetas de su vida social no está yendo en contra del sistema sino que está trabajando para él como agente experimental.

El artista, atrapado en el rol de extravagancia que la sociedad le otorga, encuentra pocos resquicios desde donde ejercer una actividad profesional seria en la medida en que se asume que el trabajo del artista es la propia producción de rareza. Irremediablemente se ve obligado a responder a esta demanda social con grandes espectáculos: obras de arte impresionantes por la cantidad de recursos o tecnologías empleados en ellas pero cuya capacidad de cuestionamiento a menudo no pasa de la anécdota o el chiste.

El artista invisible, aquel que trabaja en contra de la lógica de identificación, visibilidad, novedad y espectáculo sencillamente no tiene cabida en el sistema de producción actual. Todo su potencial en una hipotética lucha de los derechos de los artistas como trabajadores culturales es anulado conscientemente por agentes museísticos e institucionales interesados en perpetuar la “clownización” del artista y su utilización como valiosa figura comodín. Como críticos, seguimos buscando sus rastros, capaces de darnos pistas más reales acerca del capital cultural existente que las que nos aportan los índices de audiencia y las cifras del sistema especulativo.

Réquiem del artista, David García Casado.
Vía Paloma Blanco Bravo.
D.

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