Historias de AC (1)

Esta es la historia de un archivo que surgió como una tentativa para afrontar la situación de aislamiento, inseguridad y privación de derechos durante la pandemia del 2020. El punto de partida fue seguramente un taller a distancia en un máster en artes escénicas. ¿En qué medida la construcción de un archivo podría servir para generar un espacio (público) de intercambios, afectos y reacciones frente a todo lo que estaba ocurriendo? Pero archivar implicaba también archivarse, quedar convertido en un documento, grabación, registro sonoro. Cómo revertir este efecto de fijación para crear un tejido vivo, era la otra cuestión. Y cómo hacerse cargo, en definitiva, de la acumulación que deja tras de sí el archivo: acumulación de imágenes, memorias, ocurrencias, conversaciones a distancia, acumulación de pasados que terminan amenazando, como diría Nietzsche, la posibilidad del presente y de la historia como motor de cambio abierto a lo imprevisto, al accidente.

El grupo que empezó trabajando en este archivo estaba ya formado y había una cierta dirección, lo que sirvió para darle un primer empujón. No obstante, la improbabilidad de aquella situación de confinamiento y del propio proyecto, le auguraba un futuro más bien incierto, como a la mayor parte de los proyectos que se pusieron en marcha entonces. E incierta fue, efectivamente, la andadura de AC, incierta, errática y difusa.

Máster Prácticas Escénica, UCLM 2019-2020.

Ahora no me voy a detener en aquella etapa, de la que puede encontrarse todavía bastante documentación, sino en lo que vino después. Los límites del archivo como también los del confinamiento y la propia pandemia se fueron desdibujando. El máster acabó y el grupo empezó a dispersarse; hubo incluso períodos en los que no fue más que una ficción cuya única realidad era el propio archivo. A veces se incorporaba gente nueva, desconocida, que sin saber bien de qué se trataba, lo llevaron adelante con ilusión, haciendo del proyecto su propia casa, pero duraban poco. Quizá la única constante fueron las dos iniciales AC. Todo lo demás fue un encadenamiento de saltos y fugas, cambios de tono y movimientos de dispersión que restaban credibilidad a una situación que como la de la pandemia cuyo mayor riesgo, como también su potencia, era la carga de irrealidad.

     

Máster Prácticas Escénicas, UCLM 2019-2020.

A una etapa posterior corresponde Historias de AC, la serie de la que forma parte este texto. Los trabajos de AC se organizaban en series; series abiertas que como estas Historias podrían estar rescribiéndose constantemente. Cada serie contenía potencialmente toda la realidad, el mundo entero de algún modo estaba contenido en ellas. Historias de AC era un archivo convertido en relato, un trabajo de documentación que llegaba desde un futuro cuya improbabilidad competía con la del presente. Se trataba de discutir en tercera persona y con la aparente objetividad que da el tiempo un proyecto de transformación social basado en fantasmas, virus, muertos, redes, bulos y trampas, que se ajustara a las nuevas condiciones de vida. Una especie de manual de emergencia para la nueva anormalidad que se trataba de hacer pasar por normalidad.

 A todos los españoles y españolas, y también a todos los no españoles ni españolas que tuvieron el sentido común de no comportarse de manera tan ejemplar durante la pandemia del 2020.

 Con esta dedicatoria se abrían las Historias; lo que evidentemente pareció una respuesta a los elogios al comportamiento ejemplar de la población por parte de los políticos, cuando, sin embargo, estaban teniendo una actitud paternalista y autoritaria que dejaba poca opción para cualquier cosa que no fuera obedecer. La democracia se tradujo en un Estado policial a base de multas, censura en los medios y otras medidas de represión que la propia ciudadanía no tardó en incorporar haciendo de policía de sus vecinos. El abuso por parte del Presidente del símil bélico comparando la pandemia con la guerra sirvió para justificar una política en el fondo no hacía sino aumentar la paranoia; aunque esto fuera justamente lo que se pretendía evitar insistiendo en la progresiva recuperación de esa “nueva normalidad”, un término que parecía antes una amenaza de lo que estaba por venir que un modo de tranquilizar a la población.

Por otro lado, las críticas al gobierno por falta de previsión y descontrol, tratando de buscar réditos políticos, no solo demostraba escasa responsabilidad con la situación que se estaba viviendo, sino que la propia responsabilidad en tanto que valor cívico quedaba como una salida de emergencia a la que los ciudadanos tenían que recurrir ante la insuficiencia de normas y leyes. Entre el exceso o la carencia de normas que regularan al detalle el comportamiento de la gente, la confianza en valores esenciales como el sentido común, el compromiso, la responsabilidad o la ética, o como se decía en otras épocas, en la mayoría de edad de la población, quedaba como una opción directamente excluida. ¿Cómo recuperar la tan traída y llevada confianza en las instituciones cuando no se tenía confianza en las personas?

La estrategia de AC parecía clara: poner en el centro a los fantasmas, todo aquello que hasta entonces había estado en los márgenes, contar con los que contaban menos, con los que estaban sin estar, a pesar de ser mayoría, con aquello y aquellos que tenía una presencia aparentemente menos activa. Consistía en transformar las ausencias, las distancias y limitaciones, más presentes que nunca, en potencias de juego y movimiento. El objetivo era evitar la reproducción de modelos anteriores basados en patrones de hiperactividad, saturación y sobrestimulación. En definitiva, no se trataba de hacer, o de seguir haciendo, sino sobre todo de dejar de hacer para que pasara y nos pasara lo que antes no podíamos dejar que pasara; dejar que pasara el tiempo y nosotros con él, que pasaran los otros, que pasara la historia como un otro movimiento, junto a las mareas, los movimientos de tierra o los ciclos lunares. La historia como un accidente más, inesperado, desconocido y tan lleno de riesgos como de posibilidades. Accidente / Historia (AH) fue justamente otra de las líneas de trabajo, que tendremos que recuperar en algún momento.

                  

El problema no estaba solamente el virus médico, que centraba todas las atenciones, sino el virus de la red, los archivos y las comunicaciones por internet, que fueron también inevitablemente los canales utilizados por la política. Un virus alimentaba al otro; el confinamiento en las casas invitaba al confinamiento en la red. Con el agravante de que este último se presentaba como un medio de salvar el primero. Pero esto fue un espejismo; a la distancia de seguridad impuesta por la prudencia o la paranoia, por los médicos o la policía, se le añadieron las distancias mediáticas.

Ambas parecían haber sido aceptadas voluntariamente por la población, pero ninguna distancia se mantiene sin una autoridad. De un virus, el más desconocido, se sabía que de algún modo se saldría, que al final terminó siendo de la misma manera que empezó, de un modo natural y desconocido, pero de los efectos que podría llegar a tener el virus mediático, cuya familiaridad y cercanía lo hacía si cabe más peligroso, se sabía aún menos. Pasada la etapa de encierro, los efectos empezaron a hacerse más visibles: el monitoreo de la población a tiempo real fue la rendición pública, con agradecimientos incluidos por su contribución a la salud mundial y la seguridad de las naciones, a las grandes compañías de almacenamiento de datos.

Cuando la historia falla, viene el archivo. Historias de AC era un archivo en forma de relato, un modo de afrontar lo que Derrida en los años noventa denominó el mal de archivo, lo que hoy se traduciría como compulsión de archivo, uso adictivo y obsesivo de las formas de registro y documentación. El archivo ha sido siempre un modo de salvarnos. Esto no es nuevo, hace años que nos convertimos en registradores de nuestras vidas y de las ajenas, pero cuando la cosa se pone fea la fiebre se dispara. Con el confinamiento, instituciones públicas y empresas privadas, particulares y colectivos se lanzaron a rescatar archivos del pasado y animar la creación de otros nuevos. El mundo se llenó de cápsulas de memoria lanzadas como botellas al mar. Los artistas también aportaron su granito de arena a este gesto revestido de un cierto halo solidaridad. Cuando la anormalidad se fue normalizando, la solidaridad comenzó a confundirse con el mercadeo. Pero al comienzo se trataba de encontrar otros modos de seguir haciendo juntos, de seguir sintiéndonos vivos y activos; la memoria compartida era una baza segura para sostener, en plan de emergencia nacional, una historia comatosa que hacía aguas por todos lados.

Uno de los actores imprescindibles de esta historia fue, sin duda, internet (de los que mejor librados salieron, junto con los perros). Un archivo no se reduce al trabajo de registro, hace falta además un dispositivo para gestionar las cápsulas-documento y hacerlas pública. De estas tareas se encargan las redes sociales y plataformas de comunicación. A nosotros nos basta con hacer el registro. Sin embargo, ese resto del que se ocupan esas grandes compañías, es el que le da al archivo su constitución característica y su valor como espacio público para unos, y económico para otros; aunque las fronteras entre estos dos ámbitos nunca estuvieron definidas. Esto convierte el medio público en un terreno por definición de trabajo, y viceversa: producir significa a menudo buscar los modos para hacerse más público.

El archivo hoy es internet. Este archivo, que constituye también buena parte de la esfera pública y la economía de nuestra era, define un lugar de confinamiento que termina siendo pervertido como oportunidad de trabajo; otro tipo de confinamiento dentro del confinamiento. Cualquier archivo es un lugar de encierro. Lo paradójico es que el primero, el mediático, se presente como una vía para salir del otro. Aunque la red era ya algo habitual, la situación de encierro impuesta por decreto Ley le dio un nuevo valor como lugar de atrincheramiento solidario y autoexplotación programada; lo que llevó a algún visionario a señalar a las grandes empresas de venta online como las causantes del virus.

El archivo es un espacio en el que se guardan documentos. Esta función de almacenaje es hoy quizá un lado menos visible de internet, pero su servicio no acaba con las aplicaciones de comunicación, hay por detrás un almacén de datos de dimensiones colosales. Con la promesa de otros mundos este lugar encantado atrapa. Si la imagen invoca al fantasma, el archivo es el reino de los fantasmas, un cementerio de muertos vivientes.

La comodidad de este servicio a domicilio no es, sin embargo, gratuita; aunque nadie tenga totalmente claro lo que está pagando, porque los términos de este contrato se están redefiniendo constantemente. Las redes pueden entenderse en un sentido literal como trampas para cazar. Esto no hay que tomarlo de un modo peyorativo; una trampa, sobre todo cuando se reconoce abiertamente su existencia, puede utilizarse de muchas maneras. La trampa puede ser una trampilla para comunicar mundos ajenos, un medio para maquinar revoluciones o simplemente una manera más de entramparse. Una trampa es un riesgo, pero también una oportunidad. Uno puede ser cazado, pero también puede cazar. El archivo tiene también este uso de compuerta que conecta universos ajenos, mundos secretos donde se traman conspiraciones improbables en las que se mezcla la realidad con la paranoia, el deseo con la economía o la política con la imaginación. Esos mundos viven al otro lado de la pantalla.

Ahora bien, volviendo a eso que llamamos con cierta ingenuidad realidad, es cierto que si la primera trampa, la de estar trabajando para Facebook, Twitter, Instagram, Tinder o Zoom, parece no preocuparnos mucho, menos nos va a preocupar la contraparte espiritual, a pesar de los efectos puedan ser mortales, como se pensaba en algunas culturas donde se prohibían las imágenes. Pero no estamos hablando ahora de supersticiones. El archivo nos mata, pero no porque nos deje congelados, convertidos en documentos que comparten el mismo destino que los virus, reproducirse sin control; el fantasma no es el que está dentro del archivo, este es solo el reflejo de quienes lo alimentan. El fantasma es el que hace el archivo.

 

La relación entre el archivo y la muerte viene de lejos. Sin embargo, no hace falta irse tan lejos, basta con entrar en un archivo físico y pasear entre sus estanterías repletas de documentos para sentir la presencia de toneladas de pasado embalsamado. Los pasillos de todos estos archivos físicos, si pudiéramos juntarlos en un único archivo mundial, no serían nada al lado de las galerías virtuales donde se acumula la información almacenada en internet. Si internet oliera a algo, olería a muertos. Aunque su brillante superficie despierte una sensación de eterna juventud, se trata de una constante operación estética que crea una ilusión de proximidad, contacto, comunidad, adoptada como paradigma de las teatralidades sociales.

Pero como dijo aquel, benditas sean las ilusiones; porque además el archivo no mata de repente; el proceso de embalsamamiento es largo y progresivo, un proceso de vida. Hacen falta muchas horas archivando y archivándonos para terminar siendo auténticos fantasmas. El destino de algunos pioneros en darle la vuelta al archivo, como Aby Waburg o Walter Benjamin, resulta en este sentido esclarecedor. Estos nombres se convirtieron en los gurús de la enciclopedia cultural y crítica del siglo XX a partir de los años ochenta, cuando la historia se internó en ese bucle de somnolencia programada del que nos despertó la pandemia. Sus trayectorias de vida evidencian los riesgos que tuvieron que asumir al poner el archivo contra el propio archivo, tratando de cazar la historia con su propia trampa. Pero al final los que fueron cazados fueron ellos. Ley de vida.

Warburg consiguió alargar sus actividades recurriendo al poder de supervivencia, como diría Didi-Hubermann, de los fantasmas que habitan los paneles del Atlas Mnemosyne. Desde que salió del hospital siquiátrico en Suiza donde permaneció cinco años, tras el final de la I Guerra Mundial, se le conocía como el regresado de Kreuzlingen. Tras el confinamiento en el hospital se volvió a confinar pero en su propio archivo, una labor infinita de ordenación de imágenes procedentes de todas las épocas y culturas.

También inacabado quedó el archivo de Benjamin, que se vio atrapado entre un mundo que estaba desapareciendo a marchas forzadas, objeto de su archivo, y la maquinaria militar que arrasó Europa durante la II Guerra Mundial. Al final la historia le alcanzó en la penúltima casilla antes de salir para Estados Unidos. A alguien que había dedicado su vida a archivar el pasado y activar las potencias que duermen en él, la zancadilla de la historia no le pilló desprevenido.

El diálogo continuado con los fantasmas termina convirtiendo a uno mismo en otro fantasma más. No se trata de una vocación, son los otros los que hacen de uno un regresado más incapaz de reconocerse en nadie a quien pueda tocar, en nada que no sea una imagen en una pantalla, un objeto o un recuerdo que llegan de otros mundos. La cuestión es cómo hacer de esa presencia fantasmal una potencia de vida, como convertir la muerte en una celebración inesperada, los fantasmas en una multitud capaz de poner patas arriba la aparente normalidad que se había conocido hasta entonces.

Un estudio de ergonomía llevado a cabo en grandes archivos de todo el mundo revela el progresivo deterioro de sus usuarios. La Biblioteca Nacional en Madrid formó parte de este estudio por contar con un público constante que la visita con asiduidad como si fuera su segunda casa. La evidencia de los resultados podría haber animado a algunos colectivos de trabajadores públicos a interponer demandas a la Administración por daños y perjuicios.

Porque efectivamente el problema no son los muertos, sino los vivos, y su tendencia compulsiva a morir como víctimas de sus propios virus. Esto es quizá lo que Derrida denominó Mal de archivo en aquella extraordinaria conferencia ofrecida en el seminario de la Société Internationale d’Histoire de la Psychiatrie et de la Psychanalyse en 1994. La búsqueda del padre del archivo desata una trama detectivesca que le lleva a interrogar no solo a Freud, sino al padre de Freud y de la propia cultura judía. Entre análisis y revelaciones uno de los puntos sin resolver es el sentido del título, que fue añadido después. Qué es exactamente el mal de archivo es un interrogante que se mantiene hasta hoy. El mal de archivo no nombraría una cualidad, sino un efecto, los efectos del propio archivo, lo que traducido hoy se podría formular como “Internet huele a muertos”.

Esta frase, difundida como un virus más, fue la última intervención de AC, el punto final de una serie de ejercicios de improbabilidad en los que se ofrecían datos igual de improbables sobre los efectos del uso de internet durante el confinamiento. Luego nunca más se supo. No solo desaparecieron como colectivo y como personas, sino que también se borraron sus huellas, incluido en internet. Si decidieron inmolarse como víctimas de su propio archivo, o alguien los hizo desaparecer; si fue parte de una performance o el final del proyecto por las divisiones internas, no lo sabemos. Los relatos del archivo, como eran estas Historias, tenían que ser también inevitablemente relatos de muertos y fantasmas, de redes y virus, tampas y ficciones.

         

 

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