Los huecos. FIT de Cádiz 2022

Esta escritura empieza de un modo imaginario en algún momento antes de llegar a Cádiz y acaba en algún momento posterior, después de haberla terminado. Entre medias quedan obras que he visto y otras que no he visto, que me han contado, de las que he oído hablar; quedan conversaciones, encuentros, presentaciones, resacas, paseos y silencios. Los huecos y el festival.

37 edición del Festival Iberoamericano de Cádiz (FIT), la tercera bajo la dirección de Isla Aguilar y Miguel Oyarzun, contando aquella que se hizo durante la pandemia. Una edición muy especial. Las circunstancias difíciles imprimen una cierta épica a lo que se hace. Pero esto solo ocurre cuando esas circunstancias están claramente identificadas. Normalmente las cosas no son tan claras.  Hoy, tres años después, la situación sigue siendo difícil, pero no por el virus, sino por una cierta oposición local bajo la bandera del teatro-teatro, el “teatro de siempre”, el teatro que conoció Cádiz durante los 35 años previos, en su mayoría bajo una única dirección. Este tipo de oposiciones hace extraños compañeros de cama poniendo del mismo lado a la gente del teatro y la política más conservadora. Es un conflicto que viene de lejos, lo conocemos bien. Durante algún tiempo pensé que se trataba de un problema teatral, de estar a favor o en contra de un tipo u otro de teatro, pero es más complejo que eso, porque va más allá del teatro. Ahí el teatro solo está jugando como un peón dentro de un tablero más amplio donde entran tradiciones, cuestiones identitarias, tejidos locales y cómo no intereses políticos y juegos de poder. Al final lo de menos es el teatro, pero esto es a fin de cuentas lo que también lo salva, no lo de hacer de espejo de costumbres o exposición de buenas intenciones, sino lo de dejarnos en pelotas, como en aquel retablo de las maravillas.

Hay momentos en que las cosas se desbordan. Ocurre cuando se fijan los límites y se toma conciencia de sus consecuencias. Ahí se activan mecanismos básicos de supervivencia. Entonces la escritura deja de ser solo escritura, y el teatro solo teatro, y el arte arte, y un festival solo un festival. Hoy incluso esos desbordamientos tienen nombre, por eso, desconfiando de experimentalismos cerraba Rancière su famoso ensayo “El espectador emancipado” (no el libro sino la reflexión frente a la academia de artistas), diciendo aquello de que la palabra tenía que volver a ser una palabra y la obra, una obra. Pero la necesidad de supervivencia es la misma, en el fondo se trata de seguir salvándonos de las definiciones.

Reviso notas que tomé en el tren yendo a Cádiz. Entre medias encuentro referencias a una conversación con Marta de San Miguel, la autora de Antes del salto. Llega un día en que los caballos de competición se detienen delante de la barrera, simplemente dejan de saltar. Pienso en los huecos, los vacíos, los saltos, los agujeros, los miedos. Pienso en Warburg saliendo del hospital después de tres años de internamiento sabiendo que a pesar de los médicos no iba a renunciar a sus agujeros, porque ya había encontrado el método. El método es el salto, dice su psiquiatra. Warburg no renuncia a las imágenes que había ido recogiendo, estudiando, ordenando y desordenando durante toda su vida, sino que aprende a pensar con ellas, convirtiendo sus miedos en aliados, aunque ni sus propios discípulos, todos ellos grandes nombres de la historia del arte, se enteraron de la jugada. O no quisieron enterarse.

Releo el programa del festival: identidades, género, desigualdad, migración, colonialismo, extractivismo, antropoceno, y pienso en las buenas causas de las que hablaba Barthes ya en los años 60 en defensa de una escritura que no quería ser un estilo sino un deseo, una práctica, una ética, un juego. “Me pregunto por qué tiene que haber una razón que justifique el salto, por qué no es suficiente el movimiento sin otra intención”, se interroga medio siglo después Marta San Miguel. ¿Es posible un teatro sin otra intención? ¿El teatro más allá de las intenciones?

Una de las producciones que pasaron por el Gran Teatro Falla, Cómo convertirse en piedra, de Manuela Infante. El título es ya una referencia directa al discurso en el que se encuadra, la crítica del antropoceno, que la directora y dramaturga chilena reivindica. En el coloquio posterior propone el teatro como un modo de hacer filosofía con la imaginación, insiste en que el teatro, o por lo menos su teatro, no tiene por qué entenderse todo, que ser oscuros no es privilegio exclusivo de intelectuales y artistas europeos. Se le olvida añadir que antes de nada tiene que sentirse, que sobre todo tiene que sentirse. La apuesta por un discurso claro, la confianza en las teorías, hace que se olvide que lo fundamental, lo otro, queda probablemente más allá, en un terreno más incierto, menos evidente, al que apunta ese no entender, que no es principio sino consecuencia.

El teatro empieza antes de que se haga la obra, que es el rito final para activar esa teatralidad, ponerla en funcionamiento y que surta efecto. Pero esa mirada está desde el principio operando, dice Janaina Leite, creadora e investigadora brasileña, en el coloquio después de Stabat Mater; comienza con los primeros encuentros, búsquedas, relaciones, estudios. Es ahí donde empieza a gestarse una forma de mirar que empieza a descubrir orificios que dan a otros mundos, algunos oscuros y terribles, otros luminosos, como la figura de la madre-virgen-puta en torno a la cual va tejiendo la investigación-obra-conferencia-ritual. Es entonces, cuando descubre una de estas miradas, que el actor porno elegido tras el casting para hacer finalmente la obra (en realidad la obra ya la había empezado a hacer el día que acudió al casting) decide abandonar el proceso. Esa mirada le hace sentir que está dejando de hacer pie. Le inquieta no estar comprendiendo lo que está pasando o lo que le podría pasar, y prefiere no embarcarse; igual cede sus imágenes con las escenas que se proyectan al final del trabajo en la que la madre hace de directora de una intensa sesión porno protagonizada por la hija. El equipo de rodaje, que es el equipo de la obra, hace de público, fundamental, pues es su presencia la que activa el rito. Los agujeros convocan la mirada y la mirada parece buscar los agujeros. Los agujeros del cuerpo y los agujeros de la cabeza. ¿Son los agujeros una buena causa para hacer teatro?

Alberto Cortés ahonda en ese hueco que abre el deseo, que ya había comenzado a explorar con El ardor. Marica, ensimismado, lúdico, encantador y romántico, en One night at the golden bar continúa afinando esa increíble maquinaria poética que despliega toda su potencia en escena. Una operación de cirugía, un agujero perfectamente construido, que el público agradeció. A mí me cansó. Cuando se dice esto parece que el problema está en la obra, y a veces es así, pero a menudo es más complicado. Últimamente me sorprendo tratando de justificar por qué me he salido de una obra. El problema no son las obras, sino los agujeros, también los agujeros de quien las ve, que no siempre se acopla con lo que ve. Mientras miro a Alberto, desde la primera fila de la sala de la Central Lechera, pienso en todo esto y en cuánto le quedará a la obra y recuerdo su Masacre en Nebraska, que había visto casualmente en Teatros de Canal, no conocía nada de él. Si en One night el viaje es hacia dentro, él consigo mismo compartiendo imágenes, fantasmas y deseos frente al público, convertido en otro objeto más de su deseo, en Nebraska la maquinaria se expande hacia fuera para atravesar la memoria de otros mundos y otros teatros. Ahí sí encontré huecos para perderme.

El precio es el secreto mejor guardado de las cosas, dice Canetti refiriéndose a la imposibilidad de llegar a saber el precio real de las cosas en los mercados en Marruecos, porque allí nada tiene un único precio, sino que varia en función de la procedencia del cliente, el color de la piel y la lengua que hable. Con el arte pasa igual, pero resulta menos romántico. ¿Cuál es el precio de las obras? ¿Por qué no se hace público? La economía no es otra de las buenas causas, sino LA causa, pero de ella no se habla cuando nos afecta directamente, al menos en público y en el medio artístico. Parece que no queda bien. En su lugar hablamos de la economía de los demás.

La obra de Malicho Vaca Reminiscencia es quizá junto con la de Alberto Cortés y el entrañable Ramper de Bienvenido, cada una por motivos distintos, de las que más gustaron durante el tiempo que estuve en el festival (curioso que no sea ninguna de ellas las que pasan ahora del FIT al Festival de Otoño de Madrid). Malicho estaba a solas en el escenario con su ordenador, también en el reducido espacio de la Central Lechera. Imagino que su presupuesto habrá sido mínimo al lado de lo que habrán costado las compañías que pasaron por el Gran Teatro Falla. Los grandes teatros y los pequeños teatros. ¿Qué significa grande más allá de un formato de producción y un presupuesto? Es difícil que una obra como esta no llegue a gustar. Reminiscencia se diluye en una corriente de vida, como si estuviéramos en casa de Malicho mientras nos comparte con ayuda de su ordenador y el geolocalizador sus recorridos por Santiago de Chile, el sitio en el que nació, la casa de los abuelos, donde pasó la pandemia, los sitios de las protestas recientes, los olvidos de la abuela. La memoria de las canciones, la memoria de los espacios. El teatro más allá del teatro.

Pero el secreto de Malicho es Malicho, no es el orden errático de memorias y recorridos, ni los azares que terminan cruzando los rastros de las revueltas con los olvidos de la abuela. En la escena, menos que en otros medios, las fórmulas no funcionan, aunque proliferen con facilidad. A los cuerpos les pesan las fórmulas, los lenguajes hechos, los métodos. La singularidad de lo que está vivo no admite copias, compartirla implica un salto al vacío. Es la oportunidad que ofrece la escena. La singularidad de Malicho es su modo de estar, hacer y contar, afectuoso y frágil, pero con una seguridad en su propia fragilidad, y eso es lo que el público se lleva, sin saberlo, la sensación de haber compartido algo pequeño pero grande, que no es solo la obra.

La tarea no es fácil, lo que pesa son las obras, la producción, los plazos, el escenario, lo que se asume como demanda del mercado, el ojo oscuro de la economía en el que las vidas corren el riesgo de quedar diluidas, convertidas en excusas, ganas, posibilidades de lo que podría ser. En ese caso es mejor no ocultar los hilvanes, porque no hay nada que ocultar. Llegamos hasta donde llegamos. Algo así se me imagina que hace Luz Arcas en Todas las santas. Este trabajo nace de esas ganas de hacer juntas, la coreógrafa, ahora en el papel de dramaturga-directora y dos intérpretes salvadoreñas, Egly Larreinaga y Alicia Chong, construir desde sus vidas, sus realidades, sus memorias. Me quedo con las tres preguntas que hace Egly a su madre, guerrillera en la época de las guerrillas, qué es la revolución, qué es la izquierda, qué es el amor. Agujeros, saltos y huecos, y las ficciones para sostenerlos. Las obras y la vida.

El teatro no excluye las buenas causas, necesita de ellas tanto como de la conciencia de su fracaso. Con las obras no se cambia el mundo. Pero que no se pueda hacer nada no quiere decir que no haya que hacer nada, dice Manuel Delgado, otro genio del teatro fuera del teatro. Eso lo tiene claro Regina José Galindo. Guatemala es un país de mierda y cada gobierno lo deja peor de lo que está. Y todas las obras que he hecho no han servido para mejorar nada. Pero seguirá haciéndolas, no porque vaya a cambiar nada, sino por supervivencia. El compromiso empieza con uno mismo, con el agujero, con el sinsentido. Lo demás son los discursos para explicar al mundo por qué hacemos lo que hacemos e intentar vender nuestro trabajo. Pero creer que sea lo que sea que uno hace es eso lo que se debe hacer y es suficiente, hace que que uno termine contento consigo mismo, y eso lo peor que te puede pasar, continua Delgado, la autocomplacencia te volverá tonto. Y en esto es igual si es una obra, un festival, una idea, o una vida.

Renata Carvalho denuncia la hipersexualización de la travesti y el deseo, y al mismo tiempo el rechazo, la marginación y la persecución de la que han sido objeto las travestis a lo largo de la historia. Pienso en la travesti como lugar desde el que seguir pensando la identidad del actor a lo largo de los siglos, antes de la modernidad. Los actores, celebrados en escena y perseguidos fuera de ella. La escena como refugio. Renata utiliza esa misma exotización encarnada en su cuerpo, un cuerpo expuesto como un arma para desnudar al público. El diálogo con el público, parte central de la obra, se convierte en un campo de juego, controversia y provocación. Qué bueno que pasen cosas en un festival. Olvidar que se está en un teatro sin dejar de estar en un teatro. Que el teatro sea otra cosa. Esa es su potencia, dejar de ser lo mismo que ya ha sido. Su historia podría hacerse a través de las peleas, reacciones y protestas, provocadas durante las obras. Desde las peleas en las corralas en el barroco hasta los teatros ocupados de los años 70. Hoy cuando eso ocurre se piensa que ha sido un desastre, que la obra no ha funcionado.

La noche de cierre del Festival se cruza la victoria de Lula en Brasil y un dj fundidor que se niega a escuchar a la gente para la que está pinchando. La gente termina asaltando el puesto del dj. La fiesta se viene arriba. Me pregunto si el dj no sería una venganza de una ciudad que no termina de tomarle el pulso al nuevo FIT. O el FIT no termina de tomárselo a la ciudad. El festival y sus huecos.

A la vuelta a Madrid me leo el libro de Marta San Miguel. Parte de la trama ocurre en Lisboa. Me encuentro con un poema: “No soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada, aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Grande Pessoa.

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