Kontxo, Prototipoak 2023 (el tiempo de después)

Ramón Williams, Museum Traces.

Revisa (reviso) este post tiempo después de que fuera editado. Pasados sus 15 minutos de gloria, ligados al momento de su publicación y el evento al que se refería, quizá su único sentido real ahora, en cuanto algo que todavía sigue vivo, que todavía sigue pasando, sea el tiempo que se va acumulando entre medias de aquel momento inicial, a raíz del Prototipoak en Bilbao,  y el momento actual, al igual que les pasaba a aquellas obras y experiencias a las que se refería (me refería), que continuarán también, como los objetos de aquella cápsula del tiempo, su viaje hacia el futuro. Esta escritura es un juego con el tiempo, como el taller del grupo japonés con el que abría (abría) aquella crónica.

De ahora en adelante silencio, decía (decía) entonces.

From now/here, silence es una conversación por medio únicamente de la escritura. El proyecto es del colectivo Orangcosong, que pasaron por la edición del 2023 del Prototipoak y seguirán en la próxima. Una mesa con papel continuo, los participantes alrededor, bolígrafos, rotuladores, lápices y una pregunta que abre el juego. ¿Cómo te llamas, de qué quieres hablar? El idioma puede variar y si alguien no entiende algo lo pregunta, por escrito, claro. La conversación va pasando por momentos distintos y el rollo de papel con las intervenciones, ideas, dibujos, signos y subrayados se va acumulando en el suelo.

Al final, cuando ya ha acabado, revisa (reviso) el rollo de papel con los restos de la conversación, y recuerda (recuerdo) las situaciones por las que fue pasando. Entre medias quedan los momentos de pérdida, complicidades, risas y esperas; miradas no tantas, porque es lo que se está escribiendo, siempre de uno en uno, y los modos de escribir los que centran las miradas. Si te pasas por las mesas donde tuvieron lugar las otras conversaciones, descubres otros temas, ritmos, composiciones.

Imagina (imagino) cómo les fue a los otros, de qué hablaron, lo que pudo pasar entre medias, si la conversación fue interesante o tediosa, si demasiado densa o hubo más juego. Lo que queda, en cualquier caso, son las palabras como resto y la escritura como tecnología del tiempo, más o menos como esta escritura/lectura, que sostiene también otro tiempo, pero distinto, más solitario, más denso o concentrado. En todo caso el momento de la escritura, y su otra cara la lectura, como un reflejo diferido de la primera, pasarán y los signos seguirán ahí, escondiendo más de lo que dicen.

El taller de Kochi y Osaka tuvo la eficacia de las cosas que sencillas y complejas al mismo tiempo. Pone en práctica una economía, es decir, unas formas de intercambio, ligadas a la escritura, que conjuga la sencillez de un gesto cotidiano como escribir una nota en un papel con la complejidad de hacer visible lo que pasa entre medias de ese gesto.

La aceleración de los ritmos hace presentes los tiempos/mundos que van quedando fuera. Es una reflexión que pasa por lo sensible, una reflexión estética, puesto que implica el tiempo y los modos de percepción, pero también política, porque se trata de señalar otros puntos de vista, posiciones, miradas. Las palabras crean la ilusión de una distancia, un medio de ponerse a salvo a través de un relato, juicio o reflexión. Nos hacen sentirnos dentro y fuera del tiempo. Pero esta distancia es ilusoria, una trampa asumida de forma colectiva. Cada cultura acepta las distancias necesarias para ordenar el tiempo y sobrevivir a la historia. Antes estas distancias se articulaban por medio de relatos orales, luego se apoyaron en la escritura como garantía del conocimiento, el derecho y la razón, y cundió la ilusión de que esas escrituras estaban por encima del tiempo. Luego vinieron las redes, que son también redes de tiempos, y las distancias saltaron por los aires y en su lugar surgió un presente inmediato por el que se cuelan todos los tiempos, lo actual como único escenario/pantalla posible. Buscar otros modos de replantear ese escenario, otros modos de presente y presencia es una inquietud compartida que recorrió también esta IV Bienal de nuevas formas artísticas Prototipoak en la antigua alhóndiga de Bilbao, Azkuna Zentroa, un edificio extraño que condensa también capas y tiempos que lo hacen parecer otra suerte de agujero negro.

Este texto llega quizá algo tarde. Pero en lugar de luchar contra esa sensación de no estar llegando a tiempo, decide hacerla suya, quedarse en el medio (del tiempo), suspendido en un ejercicio de escritura y reescritura que podría ser solo un modo de seguir no llegando, como los cuentos de las mil y una noches. El tiempo de después nunca acaba, potencialmente estaría pasando ya siempre. Sería infinito, pero ese infinito, tan pronto como lo imaginamos, ya pasó también.

Ahí le viene (me viene) a la cabeza el futuro perfecto también llamado futuro anterior, un tiempo verbal imposible, un futuro que ya ha acabado, que es también una invitación a habitar la paradoja de un tiempo imposible, un habrá (habré) escrito este texto que señala un tiempo por venir que ya ha pasado, pero por eso mismo nunca dejará de pasar.

Aunque, bien mirado, esta crónica tampoco llega tan tarde, piensa (pienso) al comprobar las fechas del evento a raíz de un mail del editor de Teatron preguntándome cómo va el texto. El Prototipoak fue apenas hace dos semanas, pensaba (pensaba) entonces, del 30 de mayo al 3 de junio. Tampoco era para tanto, aunque la impresión, es cierto, es de que habrá pasado mucho más tiempo cuando termine (termine) de reescribirlo, releerlo, actualizarlo, el suficiente para que el Prototipoak, este texto, quien lo escribe o quien pueda estar leyéndolo se sientan igualmente un poco fuera del tiempo, un poco fuera de la actualidad.

Se tranquiliza (me tranquilizo) pensando en aquello que dice Coccia de que solo fuera de su lugar propio podemos sentir las cosas. Al fin fuera de tiempo es donde estamos todo y todos la mayor parte del tiempo, todo lo que ya ha pasado o todavía no ha pasado. La aceleración funciona como una prodigiosa centrifugadora que lo expulsa todo hacia los márgenes, el pasado, lo que no se ve, lo que ya no cuenta. Para luchar contra el centrifugado se hizo una apuesta por el momento real de la experiencia, el cuerpo, la inmediatez, la acción cara a cara, tomar las riendas de nuestra “propia” historia, lo que en política se tradujo en la revolución, y en arte en la performance; y a pesar de que las promesas de unos y otros no se cumplieron, el ahora mismo y la necesidad de actualidad ganó por mayoría aplastante. Hoy ya no tenemos revoluciones, la performance se convirtió en lo contrario de lo que decía ser, pero la sensación de asfixia es la norma, incluso para quienes ya renunciaron a su cuota de actualidad, es decir, para la gran mayoría. Actualizarse al ritmo que se actualizan las aplicaciones informáticas, es decir, el mundo que cuenta, no es un frente sostenible.

Entonces se pregunta (me pregunto) por el tiempo de después como una estrategia para llegar a otro lugar, y nunca dejar de llegar. Se pregunta (me pregunto) qué queda de las cosas, de los proyectos, de las obras, las personas, cuando ya se han hecho. Una pregunta a la que llevaba (llevaba) tiempo dando vueltas, quizá influido por el Proyecto Atlas (de) las obras perdidas, de Beatriz Catani, que hacía (hacía) tiempo que acompañaba, y su botánica de los fantasmas. E imagina (imagino) hoy, casi tres años después, exactamente, dos años, once mese y veintisiete días del final de aquel Prototipoak, que las obras de aquella cuarta edición del Prototipoak siguieran allí vagando por los espacios en penumbras de la Alhóndiga.

Imagina (imagino), en el momento de esta nueva actualización de esta crónica infinita, que el nombre de Ayşe Erkmen siguiera allí repitiéndose a sí mismo en Myself on site impreso a todo lo largo de una cinta de embalar que envuelve una de las enormes columnas del atrio, el nombre de la artista como marca de un producto/acción cuya autoría exhibe su propia ausencia.

E imagina (imagino) que en los sótanos de este edificio, en una de las salas de exposiciones, según se entra a la izquierda, seguirán proyectándose las imágenes de aquella hermosa montaña de la película de Laira Lertxundi y aliados, 8 Topaketa, y que seguirán repitiéndose los juegos y lecturas en el campo y los sonidos de la campanita al comienzo de cada nueva proyección, perdidos todos ellos en un bucle de tiempo como los nombres de la artista turca, y que también a la entrada, pero a la derecha, en las paredes seguirán las marcas de carmín con las que se hicieron los dibujos de Ainhoa Lekerika interrogándonos sobre la posibilidad de unos besos pasados, ligados quizá a unos deseos y promesas, como se llamaba la obra, y que seguirán ahí también los restos del museo (Museum traces) de Ramón Williams, expuestos a lo largo de una suerte de pasillo improvisado, con las fotografías y los andamios, el yeso y los plásticos desvelando las huellas que dejan las obras cuando ya no están. ¿Sigue habiendo museo cuando no hay obras? ¿Exposición cuando no hay nada expuesto?

Y continúa (continúo) pensando que los hinojos de Fermín Jiménez, en esos hermosos tiestos de color rojo bajo la luz rosada de los neones, habrán crecido un poco más y que las tarrinas de helados con sabor a campo estarán todavía en los frigoríficos (las que quedaran del día de la inauguración), y piensa (pienso) en el silbio, aquella planta extinguida en la antigüedad, objeto de esta búsqueda/narrativa/delirio, que seguirá perdida en la historia y en sus documentos.

Fermín Jiménez Landa, Un helado sabor sendero.

Y vuelve (vuelvo) a recordar aquellos ladrillos, vigas de madera y restos de obra que Susana Velasco colocó cuidadosamente en círculo en la azotea mirando a las montañas que rodean la ciudad de donde creen que vienen y donde se encuentran aquellos asentamientos de migrantes durante tanto tiempo invisibilizados (Tierra de nadie), y las reproducciones en blanco y negro de fotografías de épocas pasadas, e imagina (imagino) cómo habrán sido los paseos por estas montañas, a las que ya no pudo (pude) asistir.

Y piensa (pienso) una vez más en aquella cápsula del tiempo, negra y cuadrada, de 60 x 60, como suelen ser estas cápsulas, con los objetos que los estudiantes del máster de la Alhóndiga seleccionaron para mandar al futuro; y se acuerda (me acuerdo) de aquellos libros devueltos a la biblioteca del centro por una mujer que los había encontrado en el despacho de su marido, ya fallecido, tras años perdiendo progresivamente la memoria, y entregados por la bibliotecaria para la cápsula para que continúen su viaje por este tiempo olvidado.

Y continúa (continúo) creyendo que, aunque solo algunos de estos proyectos continuaban después del Prototipoak, y que la mayoría estarán ya guardados, cuando no olvidados, en memorias digitales, carpetas y estanterías, en definitiva cualquier exposición, como cualquier espacio donde se guardan objetos, registros, documentos, es una cápsula de tiempo y como tal tiene una vocación de permanencia o viaje en el tiempo, como una botella lanzada al mar para que alguien como él, tú, yo, ello o ellos, se la encuentren por medio de un texto como este o de cualquier otro medio, miren en su interior y la vuelvan a lanzar al mar.

E imagina (imagino) que al interior de esa botella continúan resonando las conversaciones del colectivo mexicano Teatro Ojo con vecinos de Euskadi a los que se llama al azar, conversaciones que resuenan íntimas en la penumbra de una inmensa maquinaria teatral que tiene también algo de oscuro, Deus ex Machina, con sus 30 puestos de llamada perfectamente alineados, una enorme pantalla al fondo por la que corre el listado de las localidades a las que se está llamando y unas gradas para el público en el lado opuesto.

Teatro Ojo, Deus ex Machina.

Y piensa (pienso) en lo diferente que sería si estas llamadas no fueron objeto de registro y archivo, y solo se tratara de mantener unas conversaciones en directo, conversaciones sin un objetivo muy definido, conversaciones para sostener un tiempo, unos modos, unos silencios. Pero la puesta en escena del dispositivo nos hace sentir que se trata de algo más, que detrás de este deus ex machina late otro fin que pasa por  lo sensible, quizá también por ello más religioso, como advierte su nombre, en el sentido de re-ligare, de volver a ligarnos con ese tiempo de afuera. Y por eso también el artificio y el teatro de las máquinas y los archivos, porque eso le da otra temporalidad a esta nave/cápsula del tiempo en la que se superpone lo inmediato de las llamadas con un extraño deseo de permanencia que se siente en el latido de las voces.

¿En qué lugar le colocaba la escucha de aquellas conversaciones? Podía escucharlas desde la distancia de quien trata de llegar a un juicio, valoración, opinión sobre la obra en general o sobre la persona que estaba hablando, o simplemente irse con alguna información concreta. Una distancia que le pusiera a salvo. Pero la maquinaria, expuesta desde dentro y alojada en un espacio artístico, le advierte de lo falaz de esta distancia: aquel que habla podría ser cualquiera, podrías ser él mismo. La impresión de ausencia que dejan las voces, de distancia pero a la vez de cercanía, afecta los modos de escucha y presencia. La maquinaria activa una operación temporal, un viaje en el tiempo que dispersa la sensación de presente.

Quizá es por esto que una de aquellas voces, al ser preguntado por su palabra favorita en vasco, responde que kontxo, una palabra antigua, casi en desuso, explica, sin saber exactamente qué es lo que le gusta de ella, quizá su sonoridad, o el reflejo del tiempo en esa sonoridad, o un sentido de pertenencia a ese tiempo en fuga de algo que, como el silbio, se está perdiendo o se ha perdido ya. Kontxo es una expresión de sorpresa, sorpresa por algo que se nos escapa, que no entendemos o no esperábamos que ocurriera, algo que en definitiva tiene que ver con el extrañamiento entre tiempos y lógicas divergentes.

Vemos el tiempo reflejado en las cosas, piensa (pienso). El tiempo no son las cosas en sí, sino su reflejo (temporal) en la superficie de los cuerpos, las voces, las imágenes, que hacen de espejo de una luz que viene de algún momento del pasado y se proyecta como una posibilidad sobre el futuro. Esta potencia material, sensible, sonora, kontxo, kontxo, kontxo, que trae consigo resonancias de un tiempo que escapó a su presente, las convierte en jeroglíficos suspendidos en el tiempo del después. Las cosas consideradas artísticas, poéticas o simplemente bellas, potencialmente todas, lo son justamente por esta capacidad de reflejar el tiempo, un reflejo que activa los sentidos y nos hace percibir más intensamente; por ello pueden seguir recibiendo interpretaciones después de haber sido hechas, cuando ya han acabado, interpretaciones que tratan de actualizarlas, devolverles un presente que las sincronice con otras épocas y miradas. Estos discursos son parte también de las obras, pero a diferencia de estas, que insisten en el lado material y la experiencia sensible, los discursos envejecen peor, su necesidad de sentido se les vuelve en contra, y si sobreviven será antes por sus formas que por su fondo.

Mirados así, estos proyectos crean una temporalidad que pone en crisis el modelo lineal de la historia. Fuera de esta economía lineal las cosas destilan una temporalidad suspendida que percibimos como falta o vacío, un sentimiento extraño que nace de la incapacidad para poner palabras a otro tipo de funcionalidades y modos de estar. De ahí que nos cueste tanto explicar la utilidad del arte. Es cuando nos vemos interrogados por la aparente inutilidad de las cosas fuera de tiempo y lugar, sacadas de contexto, que sentimos que hay otros mundos -mundos circundantes decía Von Uexküll-, que le hacen (me hacen) pensar en aquello de las atmósferas, de las que le hablaba (me hablaba) Fernando Pérez, director de la Alhóndiga,  en una conversación que tuvieron (tuvimos) durante aquellos días. Fernando hacía parte del equipo curatorial junto con Rosa Casado, Maider López y Stéphane Noël, un modo colectivo y cambiante de acompañamiento y programación que se ha mantenido desde la primera edición. A estas atmósferas también cambiantes dedica un libro Gernot Böhme (le debía (le debía) la referencia a Fernando). Su  función es invocar estos mundos circundantes, como los que transitan por el atrio de la Alhóndiga, perfectamente ajenos unos a otros, y sobre todo al mundo del arte, pero con extraña normalidad.

Aquella insistencia en la inmediatez de la acción, el arte, la experiencia y la política, convertida en pieza clave de una maquinaria de producción, rendimiento y control, la otra cara de aquella deus ex machina, se replantea como un movimiento de dispersión en una infinidad de momentos que se resisten a su captura. No se trata de renunciar a la inmediatez de la experiencia, sino de hacerla resonar en lo que ya pasó y sigue pasando, o en lo que va a pasar, pero ya está ocurriendo. Quizá sea esta hoy la función de la cultura, le decía (me decía) el director de la Alhóndiga en aquella conversación, o eso creía (creía) entender, ofrecer experiencias de convivencia entre mundos extraños que se miran pero no se ven. La obra se transforma así en un gesto, una operación o un movimiento que no busca una interpretación, sino superficies, cuerpos, cosas y voces en los que seguir resonando, reflejándose y actuando en el tiempo de después. A esta posibilidad que se aloja en lo paradójico de estos futuros anteriores, tiempos imposibles que se superponen a escalas dispares, se refería Timothy Morton como condición para una coexistencia futura:

Si queremos un pensamiento distinto del presente –si queremos cambiar el presente-, entonces el pensamiento debe ser consciente de esa clase de futuro.

No es un futuro que nos permita progresar.

Este futuro es impensable. Y, sin embargo, aquí estamos, pensándolo.

Al coexistir, estamos pensando en la coexistencia futura. Previéndolo y aún más: dejando abierto lo imprevisible.

Pero un futuro así, el futuro abierto, se ha vuelto tabú.

Porque es real, aunque esté más allá de cualquier concepto.

Porque es raro.

El arte es pensamiento procedente del futuro.

Susana Velasco, Tierra de nadie.

 

 

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