La crítica diez y mil veces

Este texto comienza con el gusto, o en este caso el disgusto, y literalmente el desconcierto y la frustración de la crítica de El País por el montaje de Carlos Marquerie de Poeta en Nueva York. Es un sábado, 25 de mayo del 2024, lo sé por el periódico que voy hojeando. Estoy yendo en la línea 1 del metro a la Sala Réplika en Madrid para ver Canto mineral de Azkona y Toloza mientras abro las páginas al azar; doy con la crítica de teatro, Un ‘Poeta en Nueva York’ hermético, la firma Mercedes L. Caballero. El título podría parecer redundante, ya que el poemario al que se refiere es de por sí bastante hermético, sin embargo, aplicado ese calificativo al trabajo que Marquerie acaba de estrenar en las Naves del Español en Matadero, resulta bastante clarificador de por donde va: salvando un par de cosas, la crítica no deja títere con cabeza.

¿Son la imaginación y el deseo necesarios para la crítica? ¿O resultan más bien contrarios al rigor del análisis, la objetividad del juicio y la claridad de la exposición que se debe esperar de la crítica? ¿O son el rigor, la objetividad y la claridad excusas de un sistema para establecer con el mayor rigor, objetividad y claridad los límites entre lo que debe ser y lo que no debe ser, entre lo que vale y lo que no vale, un sistema que algunos califican como natural, otros lo explican por las categorías universal, otros lo identifican con el capitalismo y otros directamente con el patriarcado? El patriarcado como la forma más primitiva de poder, el esto es así porque es así, y tú, que no lo sabes, eres un ignorante, con todas las consecuencias que se puedan inferir de esa condición de inferioridad, entre las cuales no es la menos grave que te nieguen la capacidad de desear otros mundos, otras vidas. Los espacios para el conocimiento y la imaginación funcionan de manera inversamente proporcional; si consideramos, por ejemplo, tres mundos escénicos como el circo, el teatro y la ópera, la relación se hace evidente: cuantas más autoridades más constreñida queda la imaginación. Pero quizá lo natural, los universales, el capitalismo y el patriarcado sean tan solo formas distintas de nombrar lo mismo. Y, en todo caso, volviendo a nuestro asunto, ¿tiene razón Mercedes L. Caballero cuando concluye al final de su crítica que el Poeta en Nueva York de Marquerie es “plano, superficial y no traspasa”, o esa valoración es resultado de una impresión personal elevada a categoría de juicio, reforzado además por efecto del mismo medio en el que se publica?

Si el gusto que gusta mi gusto

gustase el gusto que gusta tu gusto

ya serían dos gustos, pero ay qué disgusto

si el gusto que gusta mi gusto

no gustase el gusto que gusta tu gusto.

Siempre me ha llamado la atención la rotundidad con la que la crítica, especialmente la crítica de los grandes medios, pone una obra a los altares o la despieza hasta dejarla irreconocible. En el modernismo, a principios del siglo XX, se decía que en una buena crítica no podían faltar tres adjetivos indescriptible, absoluto y sublime. Los términos medios no venden. Entiendo que una obra levante pasiones o nos deje indiferentes, entiendo que nos pueda encantar u horrorizar, lo que no entiendo es la facilidad con la que se esgrimen los argumentos para explicar lo que más difícil resulta explicar, el gusto, por qué a unas personas les encanta, les horroriza o simplemente no les dice nada una obra y a otras, finalmente muy parecidas a las primeras, todo lo contrario.

Pero confieso que entre las dos opciones, poner una obra por las nubes o ponerla a parir, la segunda me da una especie de morbo malsano. Cuando leo que una obra es terrible, me entran siempre ganas de verla, pienso que ahí seguramente hay algo, algo que más allá de estar bien o estar mal cabreó al crítico; lo contrario sin embargo no me funciona, se pone por las nubes un trabajo y luego te encuentras con un auténtico bodrio, cargado de buenas intenciones, pero bodrio; de estas hay muchas. Finalmente, alcancé a ver Poeta en Nueva York el último día, que acabó con un aplauso cerrado de una platea en gran parte puesta en pie. Supongo que la crítica en cuestión no entendería la reacción del público, así como otras lecturas que han definido el montaje como «una obra inmensa y vanguardista», como el público de aquella última función tampoco entendería su valoración de la obra.

No se trata aquí de acertar o no acertar, tener o no tener razón, como si la crítica/la razón fuera una escopeta de feria, tampoco de limitar la diversidad de miradas o censurar juicios negativos, sino del lugar desde el que se plantea la crítica y los modos de asumir un género de escritura cuya mayor virtud es la indeterminación, es decir, la dificultad para establecer con claridad, rigor y objetividad qué debe ser la crítica y para qué tiene que servir en cada momento, por ejemplo, ahora, en el siglo XXI.

Para ir desplegando ese lugar he recurrido a estas imágenes, creadas a modo de mantra como parte del proyecto La curación infinita. La crítica es efectivamente otra cosa de la que nos tenemos que curar, no solo de la crítica de los otros, sino sobre todo de la que llevamos dentro. Curarse no quiere decir aquí rechazar, poner distancia, borrar del mapa a los críticos, sino abrir los poros, dilatar, ensanchar, habitar la fisura.

La crítica es una pieza de un complejo engranaje, un eslabón fácil de manipular en el centro de esa potente maquinaria que llamamos opinión pública, en la que se conjuga placer y economía, conocimiento y experiencia, aprendizaje y pedagogía; un espacio, lo sabemos, lleno de trampas, pero son estas trampas las que le pueden seguir dando sentido a esta escritura.

Mercedes L. Caballero empieza su análisis preguntándose por “el desconcierto y la frustración final que se le queda a una en el paladar” cuando se encuentra con algo, podríamos añadir, que no era lo que esperaba. La crítica se presenta como un intento por dar respuesta a esa frustración, por explicarse a sí misma y al mundo su desconcierto. Es un buen comienzo: desconcierto y frustración son dos emociones potentes; la pena es que no se tomen como motor para ahondar en la escritura, sino como una emoción que hay que resolver, calmar, encontrándole una explicación justa; no se trata de dar vuelo a ese sentimiento, incendiarlo, celebrarlo y delirar, acercarse, en suma, a la raíz oscura, como diría Lorca, de aquello que nos ha afectado, sino de sacar el hacha y poner las cosas en su sitio. Una pena porque de otro modo en lugar de continuar calificando este Poeta en Nueva York como un “viaje que no acaba de despegar”, hubiera conseguida hacer despegar su crítica, o al menos lo hubiera intentado. Asimismo, en vez de concluir diciendo que el montaje era “plano, superficial y no traspasa”, se hubiera llegado quizá a una suerte de reconciliación con lo hermético no solo del trabajo de Marquerie, sino de la poesía de Lorca, del arte, de la historia de España, de El País, del grupo PRISA y en definitiva de la propia crítica. Importante aquí es no perder de vista los fantasmas, los habitantes del medio.

En la crítica siempre hay un tercero, que no es uno, sino muchos, entre ellos el propio medio en el que aparece. La reflexión de Mercedes L. Caballero no es solo su crítica, es también la de uno de los periódicos con mayor tirada a nivel nacional; un dato importante para este texto, porque de otro modo no solo no la hubiera leído ese sábado cuando salí de casa corriendo y agarré el periódico que estaba a mano, sino que seguramente ni siquiera se hubiera escrito, o al menos en todo caso no la hubiera escrito quien la escribió, a quien parece que no le aportó mucho no ya la obra, sino la propia escritura de una crítica reducida a un puntaje a la baja.

Referirse a la crítica como una escritura, un ejercicio o una práctica, supone reconocerla como un lugar de experiencia, como algo más que un medio que aspira a una cierta transparencia para transmitir una información o un juicio de valor, porque si algo no tiene la crítica y en general la escritura es transparencia, de ahí su obsesión por aparentarla. La crítica es el puente que se lanza entre dos puntos, un viaje entre la obra y las neuronas de quien escribe, la memoria colectiva y las vivencias personales, la plasticidad de las imágenes y la plasticidad de la razón, pero lo importante, y por esto nos referimos a ella como ejercicio, no es llegar al otro lado, sino desplegar un medio, insistir en el viaje, multiplicar caminos.

Sapiens, nos recuerda Agamben al comienzo de su ensayo sobre El gusto, es aquel que no solo sabe (sapere), sino que también saborea (sapore); lo primero tiene que ver con digerir, asimilar, entender, nombrar, ordenar; lo segundo, con dilatar, sentir, disfrutar, perderse, no saber, gozar. Utilizar el sentido del gusto para referirse a la percepción a través de los sentidos en general, expresa bien la dificultad para llegar al fondo de por qué a unas personas les gusta una cosa y a otras otra, Por qué, por ejemplo, hay gente a la que no le gusta el queso. ¿Puede haber alguien a quien de verdad no le guste el queso?

El gusto no se vale por sí mismo, exige una explicación que le preste una cierta coherencia. Después del me gustó o no me gustó, vienen los intentos para dar razón, argumentos, autoridad a ese gusto o disgusto, aunque por sí mismo no los necesitaría. Por eso resulta tan cansado que te pregunten nada más salir de una obra si te gustó, como si eso fuera tan  evidente. La crítica se presenta como un medio para autorizar o desautorizar el gusto de unos y otros, empezando por los del propio crítico como representante de una cierta clase, grupo, corriente; antes que abrir los sentidos y preparar al público para un modo de escucha, una manera de estar y viajar a través de la obra, parece empeñarse en fijar los sentidos, delimitar la lectura.

Pero saltar al medio no es solo una cuestión de gusto, sino también de ética, de cuidado y equilibrio para no perder ese pulso frágil entre lo que nos autoriza y lo que nos desautoriza, entre el gusto (o disgusto) que mueve a la escritura y el peso de las razones, entre exponer los juicios y celebrar los vacíos.

No preguntarme nada. He visto que las cosas cuando buscan su curso encuentran su vacío.

Poeta en Nueva York, 1929

La crítica es un modo de situarse en un medio que lleva ese difuso nombre de “esfera pública” que nadie sabe exactamente donde empieza y donde acaba. En ese medio, que no es ni la obra ni el crítico, radica su riesgo y su potencia, también su debilidad. En la apertura de ese medio (público) consiste la novedad de un tipo de escritura que nace como un instrumento para afianzar un poder que precisaba del apoyo de unos medios nuevos que había que crear, instrumentos para sostener una autoridad que no fuera ni la iglesia ni la nobleza, ni la que viene de Dios ni la sangre; ahí surge un imaginario y una posibilidad de sociedad formada por sujetos no solo de conocimiento (teóricos), sino también de experiencias (sensibles). Y para este nuevo ensayo de comunidad el teatro va a funcionar como un perfecto laboratorio de prueba y error, no de una obra, sino de ese nuevo medio público a través de la obra, o de la obra a través del público.

A diferencia de esos otros poderes, la crítica no viene acompañada por un dogma de fe, sino que es un tipo de escritura poroso que comparte genealogía con otros géneros como el ensayo en cuanto a una posición abierta que requiere una práctica y un modo de hacer que está constantemente actualizándose.

La crítica no se agota en el análisis de su objeto, empieza siempre antes a través de la interpretación de la propia obra, que funciona también como otra suerte de crítica puesta en práctica, que en el caso del trabajo de Marquerie apunta igualmente a la frustración ante una historia y un modo de entender el arte vía las vanguardias y la recuperación de la tradición barroca que podrían haber sido y no fueron; y los efectos de la crítica continúan después.

Es por esto que la frustración y el desconcierto de Mercedes L. Caballero no es solo el desconcierto y la frustración de la crítica de El País, sino la frustración y el desconcierto posiblemente del propio equipo de artistas y técnicos que hicieron la obra, de los lectores de la crítica, del teatro madrileño, de la política cultural de esta ciudad, de la historia de un país y en definitiva de toda una esfera pública que comparte ese sentimiento, aunque llegue a él por caminos distintos y responda a él también de maneras distintas.

Cuando llegué a la Sala Réplika pregunté a unos amigos si habían leído la crítica de El País y fue en ese momento, tratando también de entender mi desconcierto, cuando tuve un momento de revelación al recordar que a través del teatro de Carlos Marquerie se podría recolectar una antología de las peores críticas de la historia del teatro madrileño, empezando por aquella de Enrique Centeno a El hundimiento del Titanic, cuya referencia le debo al intempestivo archivo de Pablo Caruana, un montaje de principios de los 90 a partir del texto de Enzensberger, cuya crítica apareció con el título de “El hundimiento de la Pradillo”.

La Pradillo ciertamente no se hundió, lo único cierto de este tipo de críticas es el disgusto o desorientación de quien la escribe, y eso es quizá lo que me produce un cierto morbo, pensar que finalmente y aunque sea de un modo imprevisto las obras tienen su efecto, pese a que somos justamente los entendidos, armados con nuestras buenas razones, los que más nos resistimos a aceptar lo que escapa a estas razones. Hace 30 años Marquerie presentaba su trabajo en esa sala recién abierta, en los márgenes del mundillo teatral, que se llamaba La Pradillo, y su teatro no era reconocido como teatro, era más bien un híbrido, como el de todas y todos los que pasaban por aquel entonces por allí, de los que hoy continúan trabajando una mínima parte, a los demás los borró el sistema del medio, quizá también por falta de claridad. Hoy Marquerie está en las Naves del Español y su teatro, bendecido por la academia como posdramático tiene ya un lugar en la historia, pero eso sí, hay demasiadas cosas que no se entienden, como comienza diciendo la crítica de El País, o, lo que es lo mismo, no hay nada que entender, tal y como concluye.

Después de Canto minero, hubo un encuentro en el bar de Réplika con los artistas, cuando casi estaba concluyendo, Txalo Toloza se anima a decir una de esas verdades de Perogrullo que hace que por un momento todo vuelva a cobrar un cierto sentido, dice simplemente que se alegra de ser artista porque los artistas, a diferencia de los científicos, no tienen que demostrar lo que dicen; aunque sí tienen, podríamos añadir, que demostrar lo que hacen, lo que abre otro campo de investigación específico de las artes. ¿Te puede gustar algo sin entenderlo, solo por el modo como está hecho? ¿Se puede entender algo y que no te guste, solo por el modo como está hecho? Entre una cosa y otra se sitúa la crítica.

El gusto, del que el saber popular afirma que no hay nada escrito, es en realidad aquello sobre lo que no se deja de escribir, justamente por la imposibilidad de agotarlo. Esta paradoja se traslada al campo del arte, identificado, por un lado, con la libertad, la imaginación y la creatividad, y, por otro, saturado de prejuicios y dogmatismos.

Estar en el medio es un riesgo. Giordano Bruno, practicante de la hermética en el siglo XVI, nos ofrece algunas pistas acerca de este término. La hermética es una corriente de pensamiento que conjuga las artes de la memoria con la adivinación y la magia. A Giordano Bruno, que dijo ya hace cuatro siglos que el universo era infinito y que todo estaba en relación con todo, le queman vivo un 27 de febrero de 1600 en el Campo de Fiori en Roma. Aunque la acusación era por herejía, el pecado fue mezclar el conocimiento, que en aquel momento provenía de Dios, con la imaginación, el arte, la magia. Este fue un caso más de los muchos y muchas asesinadas por no estar ni en un lado ni en otro, sino en medio, hablando con los fantasmas. De estas cenizas nace la idea moderna de ciencia, que se irá trasladando del paraguas de la iglesia, que empezaba a tener goteras, al tejado de la economía. Una apuesta de ganadores; conocimiento sí, pero que sirva para algo.

Por ello la experiencia, que ya había sido reconocida como principio de conocimiento, y que no venía ya de ningún Dios, sino de uno mismo, garantía de nuestra condición como personas, individuos y sujetos libres, será aceptada, pero siempre y cuando pueda ser narrada, cuantificada, demostrada, traducida en números; números que desligados de la imaginación se convertirán en otra forma de inquisición. El precio que hubo que pagar fue la escisión de la imaginación, que quedó del lado del arte. Si eres artista, puedes imaginar.

Activar la imaginación en terrenos que no son estrictamente artísticos da problemas. A García Lorca no lo matan por hereje, sino por rojo, los mismos que tres siglos antes lo hubieran matado también, pero su pecado no fue tampoco la política, sino imaginar a través del cuerpo, o vivir el cuerpo a través de los sentidos.

Estar en el medio, no ser suficientemente claro, perder el rigor o la objetividad, termina molestando, por eso la crítica, cuando quiere quitarse del medio o quitar del medio a los demás tiene que echar cuentas, ponerse de un lado o de otro, identificar nombres y referencias, decir si estuvo bien o estuvo mal, situarse allí donde las cosas se pueden ordenar, contabilizar. Es así como salen las cuentas, la del conocimiento y las otras.

La crítica se mueve entre la impronta pedagógica heredada de la Ilustración, a la que se intenta rebajar la losa paternalista, y la maquinaria de producción en la que estamos inmersos, que es en realidad la parte que más nos afecta, pero la que menos nos interesa, el me gustó o no me gustó, las estrellitas, la visibilidad. Por eso, al final, lo que más terminamos salvando es el lado informativo de la crítica. Nos conformamos con eso, al menos que nos informe. Pero información sin imaginación se convierte en una forma de economía, sin riesgos ni vacíos.

La escasa autoridad del gusto por sí mismo hace que a menudo lo veamos enterrado bajo una montaña de términos abstrusos, pero en el fondo estamos hablando de eso, de cosas que nos gustan o no nos gustan, que nos afectan, nos alegran, nos sacan de nuestras casillas, nos trasladan, nos hace creer en lo que no somos o ser lo que creemos.

Este texto acaba con otro aplauso, otro aplauso cerrado, sostenido, con el público puesto en pie; es el final de la Consagración de la primavera de Israel Galván acompañado por dos excelentes pianistas. Impresionante. Fue en ese momento, con la emoción de ese aplauso, que este texto terminó de escribirse una vez más; igual que se había escrito antes mientras caminaba hacia la Sala Réplika y daba vueltas a lo que había leído en el metro; igual que volvió a escribirse al llegar y preguntar a Marta y Rubén qué les había parecido la crítica y darme cuenta que en realidad no era una crítica nueva, sino que era la misma crítica que también se volvía escribir una y otra vez; e igual que volvió a escribirse mientras veía Poeta en Nueva York en las Naves del Español y pensaba en esa línea extraña que separa lo que está bien, lo que no está bien y lo que no está; diez y mil veces podría volver a escribirse este texto, como se dice en lengua mapuche, marichiweu, porque volver a escribirse es una forma de reaccionar ante la frustración, de celebrar el desconcierto.

En verdad te puede gustar algo sin entenderlo, incluso y sobre todo sin entenderlo, lo que no quita que luego queramos ponerle nombre y buscarle explicaciones. Las alegrías no contadas son medias alegrías, dice la Celestina. Los herméticos relacionan ese instante fugaz cuando el conocimiento y lo sensible coinciden con el goce sexual, el conocimiento divino. Es entonces que uno se reconcilia con el mundo, del que tampoco entendemos mucho. Por eso es importante la crítica, para que siga habiendo un medio con el que seguir entre medias de la emoción y el conocimiento, la razón y los sentidos, hablando con los fantasmas cuando la obra ya pasó y de aquel momento, experiencia, origen solo quedan las sombras, la memoria y las ideas, la potencia del relato para hacernos revivir lo que pasó y lo que no pasó, allí donde estuvimos y no estuvimos.

 

 

 

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Kontxo, Prototipoak 2023 (el tiempo de después)

Ramón Williams, Museum Traces.

Revisa (reviso) este post tiempo después de que fuera editado. Pasados sus 15 minutos de gloria, ligados al momento de su publicación y el evento al que se refería, quizá su único sentido real ahora, en cuanto algo que todavía sigue vivo, que todavía sigue pasando, sea el tiempo que se va acumulando entre medias de aquel momento inicial, a raíz del Prototipoak en Bilbao,  y el momento actual, al igual que les pasaba a aquellas obras y experiencias a las que se refería (me refería), que continuarán también, como los objetos de aquella cápsula del tiempo, su viaje hacia el futuro. Esta escritura es un juego con el tiempo, como el taller del grupo japonés con el que abría (abría) aquella crónica.

De ahora en adelante silencio, decía (decía) entonces.

From now/here, silence es una conversación por medio únicamente de la escritura. El proyecto es del colectivo Orangcosong, que pasaron por la edición del 2023 del Prototipoak y seguirán en la próxima. Una mesa con papel continuo, los participantes alrededor, bolígrafos, rotuladores, lápices y una pregunta que abre el juego. ¿Cómo te llamas, de qué quieres hablar? El idioma puede variar y si alguien no entiende algo lo pregunta, por escrito, claro. La conversación va pasando por momentos distintos y el rollo de papel con las intervenciones, ideas, dibujos, signos y subrayados se va acumulando en el suelo.

Al final, cuando ya ha acabado, revisa (reviso) el rollo de papel con los restos de la conversación, y recuerda (recuerdo) las situaciones por las que fue pasando. Entre medias quedan los momentos de pérdida, complicidades, risas y esperas; miradas no tantas, porque es lo que se está escribiendo, siempre de uno en uno, y los modos de escribir los que centran las miradas. Si te pasas por las mesas donde tuvieron lugar las otras conversaciones, descubres otros temas, ritmos, composiciones.

Imagina (imagino) cómo les fue a los otros, de qué hablaron, lo que pudo pasar entre medias, si la conversación fue interesante o tediosa, si demasiado densa o hubo más juego. Lo que queda, en cualquier caso, son las palabras como resto y la escritura como tecnología del tiempo, más o menos como esta escritura/lectura, que sostiene también otro tiempo, pero distinto, más solitario, más denso o concentrado. En todo caso el momento de la escritura, y su otra cara la lectura, como un reflejo diferido de la primera, pasarán y los signos seguirán ahí, escondiendo más de lo que dicen.

El taller de Kochi y Osaka tuvo la eficacia de las cosas que sencillas y complejas al mismo tiempo. Pone en práctica una economía, es decir, unas formas de intercambio, ligadas a la escritura, que conjuga la sencillez de un gesto cotidiano como escribir una nota en un papel con la complejidad de hacer visible lo que pasa entre medias de ese gesto.

La aceleración de los ritmos hace presentes los tiempos/mundos que van quedando fuera. Es una reflexión que pasa por lo sensible, una reflexión estética, puesto que implica el tiempo y los modos de percepción, pero también política, porque se trata de señalar otros puntos de vista, posiciones, miradas. Las palabras crean la ilusión de una distancia, un medio de ponerse a salvo a través de un relato, juicio o reflexión. Nos hacen sentirnos dentro y fuera del tiempo. Pero esta distancia es ilusoria, una trampa asumida de forma colectiva. Cada cultura acepta las distancias necesarias para ordenar el tiempo y sobrevivir a la historia. Antes estas distancias se articulaban por medio de relatos orales, luego se apoyaron en la escritura como garantía del conocimiento, el derecho y la razón, y cundió la ilusión de que esas escrituras estaban por encima del tiempo. Luego vinieron las redes, que son también redes de tiempos, y las distancias saltaron por los aires y en su lugar surgió un presente inmediato por el que se cuelan todos los tiempos, lo actual como único escenario/pantalla posible. Buscar otros modos de replantear ese escenario, otros modos de presente y presencia es una inquietud compartida que recorrió también esta IV Bienal de nuevas formas artísticas Prototipoak en la antigua alhóndiga de Bilbao, Azkuna Zentroa, un edificio extraño que condensa también capas y tiempos que lo hacen parecer otra suerte de agujero negro.

Este texto llega quizá algo tarde. Pero en lugar de luchar contra esa sensación de no estar llegando a tiempo, decide hacerla suya, quedarse en el medio (del tiempo), suspendido en un ejercicio de escritura y reescritura que podría ser solo un modo de seguir no llegando, como los cuentos de las mil y una noches. El tiempo de después nunca acaba, potencialmente estaría pasando ya siempre. Sería infinito, pero ese infinito, tan pronto como lo imaginamos, ya pasó también.

Ahí le viene (me viene) a la cabeza el futuro perfecto también llamado futuro anterior, un tiempo verbal imposible, un futuro que ya ha acabado, que es también una invitación a habitar la paradoja de un tiempo imposible, un habrá (habré) escrito este texto que señala un tiempo por venir que ya ha pasado, pero por eso mismo nunca dejará de pasar.

Aunque, bien mirado, esta crónica tampoco llega tan tarde, piensa (pienso) al comprobar las fechas del evento a raíz de un mail del editor de Teatron preguntándome cómo va el texto. El Prototipoak fue apenas hace dos semanas, pensaba (pensaba) entonces, del 30 de mayo al 3 de junio. Tampoco era para tanto, aunque la impresión, es cierto, es de que habrá pasado mucho más tiempo cuando termine (termine) de reescribirlo, releerlo, actualizarlo, el suficiente para que el Prototipoak, este texto, quien lo escribe o quien pueda estar leyéndolo se sientan igualmente un poco fuera del tiempo, un poco fuera de la actualidad.

Se tranquiliza (me tranquilizo) pensando en aquello que dice Coccia de que solo fuera de su lugar propio podemos sentir las cosas. Al fin fuera de tiempo es donde estamos todo y todos la mayor parte del tiempo, todo lo que ya ha pasado o todavía no ha pasado. La aceleración funciona como una prodigiosa centrifugadora que lo expulsa todo hacia los márgenes, el pasado, lo que no se ve, lo que ya no cuenta. Para luchar contra el centrifugado se hizo una apuesta por el momento real de la experiencia, el cuerpo, la inmediatez, la acción cara a cara, tomar las riendas de nuestra “propia” historia, lo que en política se tradujo en la revolución, y en arte en la performance; y a pesar de que las promesas de unos y otros no se cumplieron, el ahora mismo y la necesidad de actualidad ganó por mayoría aplastante. Hoy ya no tenemos revoluciones, la performance se convirtió en lo contrario de lo que decía ser, pero la sensación de asfixia es la norma, incluso para quienes ya renunciaron a su cuota de actualidad, es decir, para la gran mayoría. Actualizarse al ritmo que se actualizan las aplicaciones informáticas, es decir, el mundo que cuenta, no es un frente sostenible.

Entonces se pregunta (me pregunto) por el tiempo de después como una estrategia para llegar a otro lugar, y nunca dejar de llegar. Se pregunta (me pregunto) qué queda de las cosas, de los proyectos, de las obras, las personas, cuando ya se han hecho. Una pregunta a la que llevaba (llevaba) tiempo dando vueltas, quizá influido por el Proyecto Atlas (de) las obras perdidas, de Beatriz Catani, que hacía (hacía) tiempo que acompañaba, y su botánica de los fantasmas. E imagina (imagino) hoy, casi tres años después, exactamente, dos años, once mese y veintisiete días del final de aquel Prototipoak, que las obras de aquella cuarta edición del Prototipoak siguieran allí vagando por los espacios en penumbras de la Alhóndiga.

Imagina (imagino), en el momento de esta nueva actualización de esta crónica infinita, que el nombre de Ayşe Erkmen siguiera allí repitiéndose a sí mismo en Myself on site impreso a todo lo largo de una cinta de embalar que envuelve una de las enormes columnas del atrio, el nombre de la artista como marca de un producto/acción cuya autoría exhibe su propia ausencia.

E imagina (imagino) que en los sótanos de este edificio, en una de las salas de exposiciones, según se entra a la izquierda, seguirán proyectándose las imágenes de aquella hermosa montaña de la película de Laira Lertxundi y aliados, 8 Topaketa, y que seguirán repitiéndose los juegos y lecturas en el campo y los sonidos de la campanita al comienzo de cada nueva proyección, perdidos todos ellos en un bucle de tiempo como los nombres de la artista turca, y que también a la entrada, pero a la derecha, en las paredes seguirán las marcas de carmín con las que se hicieron los dibujos de Ainhoa Lekerika interrogándonos sobre la posibilidad de unos besos pasados, ligados quizá a unos deseos y promesas, como se llamaba la obra, y que seguirán ahí también los restos del museo (Museum traces) de Ramón Williams, expuestos a lo largo de una suerte de pasillo improvisado, con las fotografías y los andamios, el yeso y los plásticos desvelando las huellas que dejan las obras cuando ya no están. ¿Sigue habiendo museo cuando no hay obras? ¿Exposición cuando no hay nada expuesto?

Y continúa (continúo) pensando que los hinojos de Fermín Jiménez, en esos hermosos tiestos de color rojo bajo la luz rosada de los neones, habrán crecido un poco más y que las tarrinas de helados con sabor a campo estarán todavía en los frigoríficos (las que quedaran del día de la inauguración), y piensa (pienso) en el silbio, aquella planta extinguida en la antigüedad, objeto de esta búsqueda/narrativa/delirio, que seguirá perdida en la historia y en sus documentos.

Fermín Jiménez Landa, Un helado sabor sendero.

Y vuelve (vuelvo) a recordar aquellos ladrillos, vigas de madera y restos de obra que Susana Velasco colocó cuidadosamente en círculo en la azotea mirando a las montañas que rodean la ciudad de donde creen que vienen y donde se encuentran aquellos asentamientos de migrantes durante tanto tiempo invisibilizados (Tierra de nadie), y las reproducciones en blanco y negro de fotografías de épocas pasadas, e imagina (imagino) cómo habrán sido los paseos por estas montañas, a las que ya no pudo (pude) asistir.

Y piensa (pienso) una vez más en aquella cápsula del tiempo, negra y cuadrada, de 60 x 60, como suelen ser estas cápsulas, con los objetos que los estudiantes del máster de la Alhóndiga seleccionaron para mandar al futuro; y se acuerda (me acuerdo) de aquellos libros devueltos a la biblioteca del centro por una mujer que los había encontrado en el despacho de su marido, ya fallecido, tras años perdiendo progresivamente la memoria, y entregados por la bibliotecaria para la cápsula para que continúen su viaje por este tiempo olvidado.

Y continúa (continúo) creyendo que, aunque solo algunos de estos proyectos continuaban después del Prototipoak, y que la mayoría estarán ya guardados, cuando no olvidados, en memorias digitales, carpetas y estanterías, en definitiva cualquier exposición, como cualquier espacio donde se guardan objetos, registros, documentos, es una cápsula de tiempo y como tal tiene una vocación de permanencia o viaje en el tiempo, como una botella lanzada al mar para que alguien como él, tú, yo, ello o ellos, se la encuentren por medio de un texto como este o de cualquier otro medio, miren en su interior y la vuelvan a lanzar al mar.

E imagina (imagino) que al interior de esa botella continúan resonando las conversaciones del colectivo mexicano Teatro Ojo con vecinos de Euskadi a los que se llama al azar, conversaciones que resuenan íntimas en la penumbra de una inmensa maquinaria teatral que tiene también algo de oscuro, Deus ex Machina, con sus 30 puestos de llamada perfectamente alineados, una enorme pantalla al fondo por la que corre el listado de las localidades a las que se está llamando y unas gradas para el público en el lado opuesto.

Teatro Ojo, Deus ex Machina.

Y piensa (pienso) en lo diferente que sería si estas llamadas no fueron objeto de registro y archivo, y solo se tratara de mantener unas conversaciones en directo, conversaciones sin un objetivo muy definido, conversaciones para sostener un tiempo, unos modos, unos silencios. Pero la puesta en escena del dispositivo nos hace sentir que se trata de algo más, que detrás de este deus ex machina late otro fin que pasa por  lo sensible, quizá también por ello más religioso, como advierte su nombre, en el sentido de re-ligare, de volver a ligarnos con ese tiempo de afuera. Y por eso también el artificio y el teatro de las máquinas y los archivos, porque eso le da otra temporalidad a esta nave/cápsula del tiempo en la que se superpone lo inmediato de las llamadas con un extraño deseo de permanencia que se siente en el latido de las voces.

¿En qué lugar le colocaba la escucha de aquellas conversaciones? Podía escucharlas desde la distancia de quien trata de llegar a un juicio, valoración, opinión sobre la obra en general o sobre la persona que estaba hablando, o simplemente irse con alguna información concreta. Una distancia que le pusiera a salvo. Pero la maquinaria, expuesta desde dentro y alojada en un espacio artístico, le advierte de lo falaz de esta distancia: aquel que habla podría ser cualquiera, podrías ser él mismo. La impresión de ausencia que dejan las voces, de distancia pero a la vez de cercanía, afecta los modos de escucha y presencia. La maquinaria activa una operación temporal, un viaje en el tiempo que dispersa la sensación de presente.

Quizá es por esto que una de aquellas voces, al ser preguntado por su palabra favorita en vasco, responde que kontxo, una palabra antigua, casi en desuso, explica, sin saber exactamente qué es lo que le gusta de ella, quizá su sonoridad, o el reflejo del tiempo en esa sonoridad, o un sentido de pertenencia a ese tiempo en fuga de algo que, como el silbio, se está perdiendo o se ha perdido ya. Kontxo es una expresión de sorpresa, sorpresa por algo que se nos escapa, que no entendemos o no esperábamos que ocurriera, algo que en definitiva tiene que ver con el extrañamiento entre tiempos y lógicas divergentes.

Vemos el tiempo reflejado en las cosas, piensa (pienso). El tiempo no son las cosas en sí, sino su reflejo (temporal) en la superficie de los cuerpos, las voces, las imágenes, que hacen de espejo de una luz que viene de algún momento del pasado y se proyecta como una posibilidad sobre el futuro. Esta potencia material, sensible, sonora, kontxo, kontxo, kontxo, que trae consigo resonancias de un tiempo que escapó a su presente, las convierte en jeroglíficos suspendidos en el tiempo del después. Las cosas consideradas artísticas, poéticas o simplemente bellas, potencialmente todas, lo son justamente por esta capacidad de reflejar el tiempo, un reflejo que activa los sentidos y nos hace percibir más intensamente; por ello pueden seguir recibiendo interpretaciones después de haber sido hechas, cuando ya han acabado, interpretaciones que tratan de actualizarlas, devolverles un presente que las sincronice con otras épocas y miradas. Estos discursos son parte también de las obras, pero a diferencia de estas, que insisten en el lado material y la experiencia sensible, los discursos envejecen peor, su necesidad de sentido se les vuelve en contra, y si sobreviven será antes por sus formas que por su fondo.

Mirados así, estos proyectos crean una temporalidad que pone en crisis el modelo lineal de la historia. Fuera de esta economía lineal las cosas destilan una temporalidad suspendida que percibimos como falta o vacío, un sentimiento extraño que nace de la incapacidad para poner palabras a otro tipo de funcionalidades y modos de estar. De ahí que nos cueste tanto explicar la utilidad del arte. Es cuando nos vemos interrogados por la aparente inutilidad de las cosas fuera de tiempo y lugar, sacadas de contexto, que sentimos que hay otros mundos -mundos circundantes decía Von Uexküll-, que le hacen (me hacen) pensar en aquello de las atmósferas, de las que le hablaba (me hablaba) Fernando Pérez, director de la Alhóndiga,  en una conversación que tuvieron (tuvimos) durante aquellos días. Fernando hacía parte del equipo curatorial junto con Rosa Casado, Maider López y Stéphane Noël, un modo colectivo y cambiante de acompañamiento y programación que se ha mantenido desde la primera edición. A estas atmósferas también cambiantes dedica un libro Gernot Böhme (le debía (le debía) la referencia a Fernando). Su  función es invocar estos mundos circundantes, como los que transitan por el atrio de la Alhóndiga, perfectamente ajenos unos a otros, y sobre todo al mundo del arte, pero con extraña normalidad.

Aquella insistencia en la inmediatez de la acción, el arte, la experiencia y la política, convertida en pieza clave de una maquinaria de producción, rendimiento y control, la otra cara de aquella deus ex machina, se replantea como un movimiento de dispersión en una infinidad de momentos que se resisten a su captura. No se trata de renunciar a la inmediatez de la experiencia, sino de hacerla resonar en lo que ya pasó y sigue pasando, o en lo que va a pasar, pero ya está ocurriendo. Quizá sea esta hoy la función de la cultura, le decía (me decía) el director de la Alhóndiga en aquella conversación, o eso creía (creía) entender, ofrecer experiencias de convivencia entre mundos extraños que se miran pero no se ven. La obra se transforma así en un gesto, una operación o un movimiento que no busca una interpretación, sino superficies, cuerpos, cosas y voces en los que seguir resonando, reflejándose y actuando en el tiempo de después. A esta posibilidad que se aloja en lo paradójico de estos futuros anteriores, tiempos imposibles que se superponen a escalas dispares, se refería Timothy Morton como condición para una coexistencia futura:

Si queremos un pensamiento distinto del presente –si queremos cambiar el presente-, entonces el pensamiento debe ser consciente de esa clase de futuro.

No es un futuro que nos permita progresar.

Este futuro es impensable. Y, sin embargo, aquí estamos, pensándolo.

Al coexistir, estamos pensando en la coexistencia futura. Previéndolo y aún más: dejando abierto lo imprevisible.

Pero un futuro así, el futuro abierto, se ha vuelto tabú.

Porque es real, aunque esté más allá de cualquier concepto.

Porque es raro.

El arte es pensamiento procedente del futuro.

Susana Velasco, Tierra de nadie.

 

 

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El coro y la tragedia

Tal vez seas parte de un coro, o trates de mantenerte a distancia de todos los coro, o ni siquiera sepas qué es un coro, o quizá pienses que la felicidad solo puede existir dentro de un coro, o al revés, que el coro es el infierno. Es con esta duda que empieza esta historia.

El escenario en penumbras. Mallas de plástico que cuelgan del techo, como las que se utilizan en las obras. Laberinto de luces. Un grupo numeroso de gente entra, de uno en uno. (Es el coro, no parecen profesionales.) Sus voces surgiendo del fondo de la escena, a oscuras. Una presencia extraña, ¿mujer, hombre?, pasiva, ajena, madre, guía, vidente. El artista, actor, genio, desmemoriado, solo, atormentado. Y su gran obra, la novena sinfonía de Beethoven, cuyos movimientos ordenan el relato del final de una vida.

Estas son algunas imágenes que me vienen a la cabeza una semana después de ver el estreno de El coro. ¿Para que sirve la tragedia?, de Juan Navarro, en la Antic de Barcelona. Parece un trabajo ya hecho, acabado, construido, a falta de algunos retoques, pero se trata en realidad de un proyecto que está empezando, un proceso de búsqueda y experimentación con  ese actor marginal y colectivo que son los coros, que irá cambiando en función de con quiénes, cómo y dónde se haga.

Me preguntaba sobre las posibilidades de este entramado de voces y cuerpos, oscuridades, actores y no actores, grupo e individuo. Qué hacer para que cada uno de estos mundos tenga un lugar propio, es decir, impropio, fuera de una posición marcada por una estructura u orden dramático. Quizá porque sentía que cada uno de ellos en su diversidad podía/quería ir más lejos, las oscuridades ser más oscuras, el laberinto más laberinto, el coro más coro y el artista más artista, esto es, menos artista. Que todo estuviera más desplegado, disperso, ajeno y extraño.

La tragedia ha sido un campo de discusión recurrente en la cultura occidental, en arte, en filosofía, en psicología. Tenemos pasión por la tragedia. La historia nos dice que la heredamos de la antigüedad clásica, pero se trata en verdad de una reconstrucción, entre lo que pudieron ser las tragedias griegas y su recuperación a partir del siglo XVIII median más de 2000 años. La tragedia, la que hemos inventado, se empezó a cocinar a fuego lento desde que decidimos que la historia y las historias debían tener un sentido cierto, ir de un punto a otro, tener una dirección clara. Que las cosas no tengan un sentido claro nos irrita, por eso despertó tanto interés un género que sirve para sublimar estéticamente una frustración colectiva convertida en celebración de nuestras propias cagadas históricas.

Lo interesante de esta aproximación es que pone por delante al coro, no parte de los héroes, el desarrollo o los motivos de la tragedia, sino de esa figura aparentemente marginal en cierto modo incómoda que es el coro. Un grupo/personaje que simboliza el sentido común, la voz del pueblo/ciudadanos/público hecha presente a través del canto y que además no son profesionales, como ocurría también en la Grecia antigua, donde era gente que lo hacía por afición antes que por oficio; una impronta que le llega también al teatro, cuyo origen tiene igualmente que ver con el coro, con ese impulso por encontrarnos para cantar y bailar, que son formas básicas de celebrarnos como grupo y crear un sentido de pertenencia que nos consuele de lo que somos como sociedad.

Claro que a esta relación coro-tragedia también le podemos dar la vuelta y pensar la tragedia como una aproximación a esta dimensión colectiva, anónima, encarnada en el coro, en vez de poner a este en función de la tragedia, donde terminará ocupando una posición secundaria como comentario o subrayado de la acción principal. En los comienzos, cuando las tragedias debían ser espectáculos de máscaras, cantos y bailes para grandes públicos, el coro era un elemento fundamental, pero cuando se recupera en la modernidad, desde una conciencia más intelectual y filosófica, irá perdiendo importancia hasta casi desaparecer. El coro, sin embargo, funciona por sí solo, constituye en sí mismo un escenario, no necesita de la tragedia para tener sentido ni de ninguna otra escena en la que se sabe extraño. ¿Por qué traerlo entonces a este territorio oscuro?

 

 

Le pedí a Juan que le preguntara a la gente del coro, la coral Ègara, qué imagen, momento o sensación se les había quedado después de la obra. Alguien envió el vídeo con el momento de los aplausos; la recompensa emocional por el viaje realizado. Otra persona hablaba de la sensación de andar descalza encima de la sal (que le tiran al comienzo al artista como castigo quizá por separarse del grupo) y la sensación de desnudez, de desvalimiento, que esto le producía. Y el director, Jordi Lalanza, recuperaba las bromas y alegrías con el trinken, que aparece en la letra del famoso himno final, y los momentos compartidos por fuera del escenario. Es el cuerpo y sus emociones, lo que nos queda al final.

Con la llegada de la modernidad se discutió mucho sobre la posibilidad de la tragedia una vez que se había perdido la fe en los dioses. No se planteó como una cuestión de emociones, de cuerpos, sino de fe, o de ideas. Es parte de la arrogancia pero también la ingenuidad de una época que se sabe superior pensando que los antiguos creían en sus dioses más que los modernos en los suyos, cuando la cuestión no es haber perdido la fe en los dioses, sino en el teatro (o en las emociones producidas por el teatro), es decir, en las ficciones, la imaginación, los juegos, los mitos como forma de mover no solo las ideas, sino los cuerpos, las emociones. Si la antigüedad hubiera creído realmente en sus dioses no hubiera necesitado esta compleja maquinaria de producción de imaginarios que es el teatro.

Estos imaginarios están ligados a unas ciertas emociones. Aristóteles decía que la función de la tragedia era provocar miedo y compasión. Hoy las emociones características de nuestro tiempo no son ya el miedo y la compasión, sino la culpa y la vergüenza (reducidas además al ámbito de lo individual y la psicología), quizá por haber dejado de sentir las primeras.

El efecto de la tragedia no radica en el desenlace, que ya conocemos, sino en el modo de llegar hasta ahí, el desarrollo paso a paso de un mecanismo que llevará inevitablemente a ese final. La perversión está en la maquinaria, que queda expuesta abiertamente, girando sobre sí misma. La tragedia no consiste en que algo pase una vez, sino en que ese algo se repita, convirtiéndose en lo mismo, que vuelve una y otra vez. Como los sueños, o las pesadillas. Esto nos horroriza y nos consuela. Freud decía que incluso en las pesadillas encontramos un cierto placer. Se produce un efecto hipnótico relacionado con algún tipo de ceguera, que no es ya la ceguera del coro por su condición colectiva, sino la del héroe/individuo por haberse separado del grupo.

Es así, con esta distancia, encarnada por el coreuta, el coreógrafo, el primer actor/persona/personaje, que empieza el teatro, que es también el teatro de la historia. La tragedia tiene que ver con el hecho de ser uno y muchos al mismo tiempo, estar solo y acompañado. Entre medias se juega una cierta promesa de autonomía. Es el héroe y la víctima de una suma que no cuadra. Personaje trágico y fantoche. El resultado de 1+n es siempre incierto, y por eso hace falta una víctima propiciatoria, que en la Grecia antigua era una cabra, que da nombre a la tragedia, que originalmente eran las fiestas/cantos que se hacían coincidiendo con este sacrificio. Algo así a lo que podía ser antes el día de la matanza en los pueblos, pero con siglos de estéticas y teorías encima. En este caso el trágos, macho cabrío, chivo expiatorio, es Juan/Beethoven y sus cantos y bailes, ingenuos y atormentados.

No hay tragedia sin culpa, o culpa sin tragedia, al menos en la actualidad. En la Antic, en Barcelona, en El coro. ¿Para qué sirve la tragedia?, de Juan/Beethoven, la culpa es por haber querido ser artista en Cataluña o en Viena (siempre hay una aristocracia); ser artista que es un modo de ser también persona, en sentido civil, con derechos, pero persona también en sentido etimológico de personaje, máscara, ficción, contradictoria e insegura, niño y artista. Pero esto solo ocurre en esa edad que llamamos infancia, que es cuando se es artista o persona sin ni siquiera saberlo, o bien de viejitas y viejitos, cuando ya se han olvidado de lo que fuimos, o ya no importa, y ahí podemos permitirnos nuevamente ser como infantes elefantes faltos e infinitos. Como se nos recuerda en algún momento de la obra: la imaginación no se apaga con la edad, como nos hacen creer. El tiempo pasa de un modo diferente cuando se está en los márgenes, o directamente fuera del mundo, entonces deja de ser algo que se pueda medir, de ahí esa frase repetida a modo de mantra a lo largo del trabajo: Die Zeit gehört uns / El tiempo nos pertenece.

Es al tomar conciencia de lo que debemos ser, cuando se ha acabado ese tiempo infinito que nos pertenece por naturaleza, que hay que dejar de ser artista y empezar una vida en serio, o seguir siendo artista pero dándose de alta en el registro de trabajadores autónomos, y en todo caso olvidarse uno de sus propios delirios, miedos y contradicciones para asumir los que le vienen dado en el paquete.

Así comienza Juan/Beethoven su gran obra teatral, no por grande, sino por teatral, desopilante, excesiva, apretada, con una confesión en primera persona a sus 54 años, de que él no es un artista de verdad, o si es un artista pero tiene que ganarse la vida con ello, es decir, no es artista de esos que han tenido éxito y pueden vivir de su obra sin preocuparse del dinero; de ahí le viene la culpa (esto que estamos viendo, nos advierte, lo ha hecho por dinero, y se adivina que no por mucho), y de ahí también la necesidad de expiación.

En medio quedan los zapatos que los intérpretes del coro se fueron quitando al entrar en escena al comienzo. Una montaña de zapatos que parecen recordar a algún tipo de accidente, expolio, falta o vacío, que es sobre todo el vacío que deja el coro desplazado del centro del escenario para irse al fondo, a las sombras, y dejar el medio a los actores individuales. Esos zapatos son las huellas de ese desplazamiento. Es un punto de partida. ¿Será desde ahí que hay que recuperar la potencia de ese cuerpo colectivo sobre el que se recorta cualquier vida individual? Juan Navarro conoce bien la potencia festiva del teatro; no hace mucho estábamos en esta misma sala recuperando momentos de aquellas Fiestas populares del 2005, que no dejaba de ser otro modo chusma y verbenero de responder a esta misma pregunta  ¿para qué sirve la tragedia?, solo que ahora se le da otra respuesta, más directa, quizá efectivamente más trágica, también más precaria, más oscura, como si la celebración ya se hubiera acabado o la edad, componente fundamental de la tragedia, no nos dejara ya recordar cómo se hacían, y solo quedara la ausencia de aquellos cuerpos, ahora ciegos, tratando de orientarse en un laberinto de oscuridades.

Para quien conoce su trabajo, hay dos elementos que llaman la atención de esta pieza, la música coral y la construcción dramática. No son mundos ajenos a su obra, que siempre ha utilizado tanto la música como el teatro, pero sí el modo como se presentan, insistiendo en lo sonoro antes que en lo visual y envolviéndolo todo en una ficción/personaje que ordena la trama de principio a fin. En el centro quedan las voces y el teatro, o el teatro de las voces, y la voluntad de sumergirse a ciegas en ese submundo de memorias pegadas a la piel. Voces que oímos cuando ya no vemos o no queremos ver más. Es así que al final, cuando ya todo ha acabado, Tiresias, que ha hecho de interlocutora pasiva del compositor, la madre distante, abstraída, a lo largo de los cuatro movimientos de esta sinfonía grotesca, coge su bastón, se levanta y le cuenta al público que no ve, o no ve al menos como vemos los demás, que ella ve o escucha de otra manera, invitándole a cerrar los ojos y compartir su ceguera. Es otro lugar desde el que sostener la escena/la historia y celebrarnos como grupo y sociedad, desde una oscuridad compartida.

Puede parecer pesimista acabar estas notas con esta referencia a las oscuridades, que nos hacen pensar en desorientación, fragilidad, en no saber, en la falta de sentido. Sin embargo, también la oscuridad también está presente en los momentos de búsqueda, de juego o placer. Cerramos los ojos cuando besamos, cuando tenemos un orgasmo, cuando queremos concentrarnos en algo o simplemente cuando jugábamos a la gallina ciega, que Goya, contemporáneo de Beethoven, inmortalizó en aquel cuadro. Ambos acabaron sordos. La oscuridad no miente, que decía Bataille.

Ilustraciones de Carlota Bustos.

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Los huecos. FIT de Cádiz 2022

Esta escritura empieza de un modo imaginario en algún momento antes de llegar a Cádiz y acaba en algún momento posterior, después de haberla terminado. Entre medias quedan obras que he visto y otras que no he visto, que me han contado, de las que he oído hablar; quedan conversaciones, encuentros, presentaciones, resacas, paseos y silencios. Los huecos y el festival.

37 edición del Festival Iberoamericano de Cádiz (FIT), la tercera bajo la dirección de Isla Aguilar y Miguel Oyarzun, contando aquella que se hizo durante la pandemia. Una edición muy especial. Las circunstancias difíciles imprimen una cierta épica a lo que se hace. Pero esto solo ocurre cuando esas circunstancias están claramente identificadas. Normalmente las cosas no son tan claras.  Hoy, tres años después, la situación sigue siendo difícil, pero no por el virus, sino por una cierta oposición local bajo la bandera del teatro-teatro, el “teatro de siempre”, el teatro que conoció Cádiz durante los 35 años previos, en su mayoría bajo una única dirección. Este tipo de oposiciones hace extraños compañeros de cama poniendo del mismo lado a la gente del teatro y la política más conservadora. Es un conflicto que viene de lejos, lo conocemos bien. Durante algún tiempo pensé que se trataba de un problema teatral, de estar a favor o en contra de un tipo u otro de teatro, pero es más complejo que eso, porque va más allá del teatro. Ahí el teatro solo está jugando como un peón dentro de un tablero más amplio donde entran tradiciones, cuestiones identitarias, tejidos locales y cómo no intereses políticos y juegos de poder. Al final lo de menos es el teatro, pero esto es a fin de cuentas lo que también lo salva, no lo de hacer de espejo de costumbres o exposición de buenas intenciones, sino lo de dejarnos en pelotas, como en aquel retablo de las maravillas.

Hay momentos en que las cosas se desbordan. Ocurre cuando se fijan los límites y se toma conciencia de sus consecuencias. Ahí se activan mecanismos básicos de supervivencia. Entonces la escritura deja de ser solo escritura, y el teatro solo teatro, y el arte arte, y un festival solo un festival. Hoy incluso esos desbordamientos tienen nombre, por eso, desconfiando de experimentalismos cerraba Rancière su famoso ensayo “El espectador emancipado” (no el libro sino la reflexión frente a la academia de artistas), diciendo aquello de que la palabra tenía que volver a ser una palabra y la obra, una obra. Pero la necesidad de supervivencia es la misma, en el fondo se trata de seguir salvándonos de las definiciones.

Reviso notas que tomé en el tren yendo a Cádiz. Entre medias encuentro referencias a una conversación con Marta de San Miguel, la autora de Antes del salto. Llega un día en que los caballos de competición se detienen delante de la barrera, simplemente dejan de saltar. Pienso en los huecos, los vacíos, los saltos, los agujeros, los miedos. Pienso en Warburg saliendo del hospital después de tres años de internamiento sabiendo que a pesar de los médicos no iba a renunciar a sus agujeros, porque ya había encontrado el método. El método es el salto, dice su psiquiatra. Warburg no renuncia a las imágenes que había ido recogiendo, estudiando, ordenando y desordenando durante toda su vida, sino que aprende a pensar con ellas, convirtiendo sus miedos en aliados, aunque ni sus propios discípulos, todos ellos grandes nombres de la historia del arte, se enteraron de la jugada. O no quisieron enterarse.

Releo el programa del festival: identidades, género, desigualdad, migración, colonialismo, extractivismo, antropoceno, y pienso en las buenas causas de las que hablaba Barthes ya en los años 60 en defensa de una escritura que no quería ser un estilo sino un deseo, una práctica, una ética, un juego. “Me pregunto por qué tiene que haber una razón que justifique el salto, por qué no es suficiente el movimiento sin otra intención”, se interroga medio siglo después Marta San Miguel. ¿Es posible un teatro sin otra intención? ¿El teatro más allá de las intenciones?

Una de las producciones que pasaron por el Gran Teatro Falla, Cómo convertirse en piedra, de Manuela Infante. El título es ya una referencia directa al discurso en el que se encuadra, la crítica del antropoceno, que la directora y dramaturga chilena reivindica. En el coloquio posterior propone el teatro como un modo de hacer filosofía con la imaginación, insiste en que el teatro, o por lo menos su teatro, no tiene por qué entenderse todo, que ser oscuros no es privilegio exclusivo de intelectuales y artistas europeos. Se le olvida añadir que antes de nada tiene que sentirse, que sobre todo tiene que sentirse. La apuesta por un discurso claro, la confianza en las teorías, hace que se olvide que lo fundamental, lo otro, queda probablemente más allá, en un terreno más incierto, menos evidente, al que apunta ese no entender, que no es principio sino consecuencia.

El teatro empieza antes de que se haga la obra, que es el rito final para activar esa teatralidad, ponerla en funcionamiento y que surta efecto. Pero esa mirada está desde el principio operando, dice Janaina Leite, creadora e investigadora brasileña, en el coloquio después de Stabat Mater; comienza con los primeros encuentros, búsquedas, relaciones, estudios. Es ahí donde empieza a gestarse una forma de mirar que empieza a descubrir orificios que dan a otros mundos, algunos oscuros y terribles, otros luminosos, como la figura de la madre-virgen-puta en torno a la cual va tejiendo la investigación-obra-conferencia-ritual. Es entonces, cuando descubre una de estas miradas, que el actor porno elegido tras el casting para hacer finalmente la obra (en realidad la obra ya la había empezado a hacer el día que acudió al casting) decide abandonar el proceso. Esa mirada le hace sentir que está dejando de hacer pie. Le inquieta no estar comprendiendo lo que está pasando o lo que le podría pasar, y prefiere no embarcarse; igual cede sus imágenes con las escenas que se proyectan al final del trabajo en la que la madre hace de directora de una intensa sesión porno protagonizada por la hija. El equipo de rodaje, que es el equipo de la obra, hace de público, fundamental, pues es su presencia la que activa el rito. Los agujeros convocan la mirada y la mirada parece buscar los agujeros. Los agujeros del cuerpo y los agujeros de la cabeza. ¿Son los agujeros una buena causa para hacer teatro?

Alberto Cortés ahonda en ese hueco que abre el deseo, que ya había comenzado a explorar con El ardor. Marica, ensimismado, lúdico, encantador y romántico, en One night at the golden bar continúa afinando esa increíble maquinaria poética que despliega toda su potencia en escena. Una operación de cirugía, un agujero perfectamente construido, que el público agradeció. A mí me cansó. Cuando se dice esto parece que el problema está en la obra, y a veces es así, pero a menudo es más complicado. Últimamente me sorprendo tratando de justificar por qué me he salido de una obra. El problema no son las obras, sino los agujeros, también los agujeros de quien las ve, que no siempre se acopla con lo que ve. Mientras miro a Alberto, desde la primera fila de la sala de la Central Lechera, pienso en todo esto y en cuánto le quedará a la obra y recuerdo su Masacre en Nebraska, que había visto casualmente en Teatros de Canal, no conocía nada de él. Si en One night el viaje es hacia dentro, él consigo mismo compartiendo imágenes, fantasmas y deseos frente al público, convertido en otro objeto más de su deseo, en Nebraska la maquinaria se expande hacia fuera para atravesar la memoria de otros mundos y otros teatros. Ahí sí encontré huecos para perderme.

El precio es el secreto mejor guardado de las cosas, dice Canetti refiriéndose a la imposibilidad de llegar a saber el precio real de las cosas en los mercados en Marruecos, porque allí nada tiene un único precio, sino que varia en función de la procedencia del cliente, el color de la piel y la lengua que hable. Con el arte pasa igual, pero resulta menos romántico. ¿Cuál es el precio de las obras? ¿Por qué no se hace público? La economía no es otra de las buenas causas, sino LA causa, pero de ella no se habla cuando nos afecta directamente, al menos en público y en el medio artístico. Parece que no queda bien. En su lugar hablamos de la economía de los demás.

La obra de Malicho Vaca Reminiscencia es quizá junto con la de Alberto Cortés y el entrañable Ramper de Bienvenido, cada una por motivos distintos, de las que más gustaron durante el tiempo que estuve en el festival (curioso que no sea ninguna de ellas las que pasan ahora del FIT al Festival de Otoño de Madrid). Malicho estaba a solas en el escenario con su ordenador, también en el reducido espacio de la Central Lechera. Imagino que su presupuesto habrá sido mínimo al lado de lo que habrán costado las compañías que pasaron por el Gran Teatro Falla. Los grandes teatros y los pequeños teatros. ¿Qué significa grande más allá de un formato de producción y un presupuesto? Es difícil que una obra como esta no llegue a gustar. Reminiscencia se diluye en una corriente de vida, como si estuviéramos en casa de Malicho mientras nos comparte con ayuda de su ordenador y el geolocalizador sus recorridos por Santiago de Chile, el sitio en el que nació, la casa de los abuelos, donde pasó la pandemia, los sitios de las protestas recientes, los olvidos de la abuela. La memoria de las canciones, la memoria de los espacios. El teatro más allá del teatro.

Pero el secreto de Malicho es Malicho, no es el orden errático de memorias y recorridos, ni los azares que terminan cruzando los rastros de las revueltas con los olvidos de la abuela. En la escena, menos que en otros medios, las fórmulas no funcionan, aunque proliferen con facilidad. A los cuerpos les pesan las fórmulas, los lenguajes hechos, los métodos. La singularidad de lo que está vivo no admite copias, compartirla implica un salto al vacío. Es la oportunidad que ofrece la escena. La singularidad de Malicho es su modo de estar, hacer y contar, afectuoso y frágil, pero con una seguridad en su propia fragilidad, y eso es lo que el público se lleva, sin saberlo, la sensación de haber compartido algo pequeño pero grande, que no es solo la obra.

La tarea no es fácil, lo que pesa son las obras, la producción, los plazos, el escenario, lo que se asume como demanda del mercado, el ojo oscuro de la economía en el que las vidas corren el riesgo de quedar diluidas, convertidas en excusas, ganas, posibilidades de lo que podría ser. En ese caso es mejor no ocultar los hilvanes, porque no hay nada que ocultar. Llegamos hasta donde llegamos. Algo así se me imagina que hace Luz Arcas en Todas las santas. Este trabajo nace de esas ganas de hacer juntas, la coreógrafa, ahora en el papel de dramaturga-directora y dos intérpretes salvadoreñas, Egly Larreinaga y Alicia Chong, construir desde sus vidas, sus realidades, sus memorias. Me quedo con las tres preguntas que hace Egly a su madre, guerrillera en la época de las guerrillas, qué es la revolución, qué es la izquierda, qué es el amor. Agujeros, saltos y huecos, y las ficciones para sostenerlos. Las obras y la vida.

El teatro no excluye las buenas causas, necesita de ellas tanto como de la conciencia de su fracaso. Con las obras no se cambia el mundo. Pero que no se pueda hacer nada no quiere decir que no haya que hacer nada, dice Manuel Delgado, otro genio del teatro fuera del teatro. Eso lo tiene claro Regina José Galindo. Guatemala es un país de mierda y cada gobierno lo deja peor de lo que está. Y todas las obras que he hecho no han servido para mejorar nada. Pero seguirá haciéndolas, no porque vaya a cambiar nada, sino por supervivencia. El compromiso empieza con uno mismo, con el agujero, con el sinsentido. Lo demás son los discursos para explicar al mundo por qué hacemos lo que hacemos e intentar vender nuestro trabajo. Pero creer que sea lo que sea que uno hace es eso lo que se debe hacer y es suficiente, hace que que uno termine contento consigo mismo, y eso lo peor que te puede pasar, continua Delgado, la autocomplacencia te volverá tonto. Y en esto es igual si es una obra, un festival, una idea, o una vida.

Renata Carvalho denuncia la hipersexualización de la travesti y el deseo, y al mismo tiempo el rechazo, la marginación y la persecución de la que han sido objeto las travestis a lo largo de la historia. Pienso en la travesti como lugar desde el que seguir pensando la identidad del actor a lo largo de los siglos, antes de la modernidad. Los actores, celebrados en escena y perseguidos fuera de ella. La escena como refugio. Renata utiliza esa misma exotización encarnada en su cuerpo, un cuerpo expuesto como un arma para desnudar al público. El diálogo con el público, parte central de la obra, se convierte en un campo de juego, controversia y provocación. Qué bueno que pasen cosas en un festival. Olvidar que se está en un teatro sin dejar de estar en un teatro. Que el teatro sea otra cosa. Esa es su potencia, dejar de ser lo mismo que ya ha sido. Su historia podría hacerse a través de las peleas, reacciones y protestas, provocadas durante las obras. Desde las peleas en las corralas en el barroco hasta los teatros ocupados de los años 70. Hoy cuando eso ocurre se piensa que ha sido un desastre, que la obra no ha funcionado.

La noche de cierre del Festival se cruza la victoria de Lula en Brasil y un dj fundidor que se niega a escuchar a la gente para la que está pinchando. La gente termina asaltando el puesto del dj. La fiesta se viene arriba. Me pregunto si el dj no sería una venganza de una ciudad que no termina de tomarle el pulso al nuevo FIT. O el FIT no termina de tomárselo a la ciudad. El festival y sus huecos.

A la vuelta a Madrid me leo el libro de Marta San Miguel. Parte de la trama ocurre en Lisboa. Me encuentro con un poema: “No soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada, aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Grande Pessoa.

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85 deseos

Deseo.- Movimiento afectivo hacia algo que se apetece.

Los días 11, 12 y 13 de febrero del 2021 estuvimos en L´Antic haciendo Se alquila # 5. Barcelona. A lo largo de tres días pedimos deseos al público. Estos deseos han convertido el archivo de acciones en el que consiste este proyecto en un archivo de deseos, entendidas como acciones por realizar. Un archivo de deseos es un archivo vivo.

Un deseo puede ser algo muy trascendental, pero también puede ser un capricho, una ocurrencia, un desvarío, en todo caso tiene algo de salto al vacío, una posibilidad incierta de movimiento, un estímulo, un impulso para seguir a partir únicamente de las ganas, sin saber bien cómo. Hacer público un deseo es como dar un órdago a la realidad, porque sí, simplemente porque hay ganas; es como quedarse sentado en el suelo con los pies colgando. No pasa nada pero ha pasado algo, como si se abriera un hueco en el tiempo, un agujero en la historia, la posibilidad incierta de algo improbable que se hace presente simplemente por nombrarlo. La libertad no constituye el cumplimiento de los deseos, sino el reconocimiento de su importancia, dice John Berger. El deseo no implica la posesión de algo, sino su transformación.

Queremos agradecer a todas y todos los que dejaron sus deseos.

 

       

 

  1. Que se salve y continúe para siempre el Antic Teatre de Barcelona, y todo el universo que hace el Antic Teatre. Larga vida a Antic Teatre!

 

  1. Mi deseo es encontrarme con mi niño que vive en Itaparica. Y no es broma.

 

  1. Deseo abrazar sin preguntar cuánto dinero gana la otra persona.

 

  1. Larga vida y prosperidad! (no económica, de calidad de VIDA).

 

  1. Nunca dejar de jugar como una niña y plantar muchos árboles.

 

  1. Deseo seguir deseando… Pero como este deseo va al archivo Se Alquila. Deseo que bailemos mucho juntos.

 

  1. Quiero ser.

 

  1. Anar al espai exterior.

 

  1. Un bar abierto 24 horas/7 días y olé!!! (ah y con SOL)

 

  1. Bocadillo de tortilla.

 

  1. Una cena en una terraza de un bar.

 

  1. Deseo ver más actos de humanidad espontáneos, más compasión por personas ajenas a nosotros.

 

  1. Deseo que no perdamos nunca la capacidad de compartir.

 

  1. Desayunar.

 

  1. Saltar a corda como quan era petita.

 

  1. Un baile colectivo.

 

  1. Tocar-se més la pell.

 

  1. Bailar, muchas personas juntas, en un bosque. Que se nos haga de día.

 

  1. Re un dia pesrem un tauro amb un arpo.

 

  1. Que me suba a mí la droga que acaba de consumir la persona que tengo delante. Qué envidia!

 

  1. Bañarme en el mar.

 

  1. Bailar y sudar durante muchas horas acompañado de gente conocida y desconocida.

 

  1. Crear muchos fraudes.

 

  1. Deseo seguir deseando.

 

  1. Reencontrar la relación última con mi pareja. ¿Reencontrarla con mi padre?

 

  1. Que todos los seres se sienten queridos.

 

  1. Gritar muy fuerte “hasta el coño”.

 

  1. Conjuro de desaparición.

 

  1. Ver verde.

 

  1. Recuperar la creativitat.

 

  1. Llevar a un niño de la mano.

 

  1. Comer bananas en la laguna de Furnas. A comer.

 

  1. Que vengáis mañana a mi fiesta de cumpleaños al terminar la función. C/ Margarit, 45,

 

  1. Quiero besar a una jirafa.

 

  1. Mi familia, unidos, felices, sp con nuevos horizontes y alejados de la mediocridad.

 

  1. Cuánta inhumanidad has de ver para despertar tu humanidad?

 

  1. Que toda esta mala energía vuelva a su origen y mi dignidad resurja y esté a salvo.

 

  1. Quiero ser.

 

  1. Vull dormir moltes hores seguides.

 

  1. Desitjo que algú es banyi al mar, despullat, de nit, a l´hivern.

 

  1. Deseo ir a un concierto multitudinario.

 

  1. Deseo la conexión para con mi emoción.

 

  1. Desaparecer a ojos de la gente.

 

  1. Truca a aquest número é diga-li a la persona: “La Maria t´estima”.

 

  1. Nadar con delfines.

 

  1. Desintoxicarme de la heroína sin tener que renunciar al éxtasis.

 

  1. Anar a un concert! (de veritat).

 

  1. Terminar mi tesis doctoral sobre filosofía/teoría del teatro.

 

  1. Tener las ganas.

 

  1. Pues creo que no deseo nada, creo que el camino me ofrece frutos entre las piedras y flores entre los cardos. Deseo… seguir viendo las piedras, flores, cardos.. Frutos!

 

  1. Estabilitzar-me i poder vivre amb la(es) meva(es) parella(es)

 

  1. Intimidad con alguien, traducido en acción: compartir una anécdota, intimidad, o un buen masaje en el cuello.

 

  1. Que la salud descubra a la verdad.

 

  1. Deseo subir al Kilimanjaro.

 

  1. Deseo que se erradique el coronavirus y volvamos a la normalidad.

 

  1. Poder ser de nuevo publico normal. Sin la puta mascarilla y poder tocar y besar al de al lado.

 

  1. Encender un fuego y quemar en él todos los restos de estos días de espectáculo.

 

  1. Mi deseo es recapacitar más sobre las consecuencias de mis actos.

 

  1. Deseo que antes de follar me coman el culo.

 

  1. Deseo no volver a ver un espectáculo como este.

 

  1. Aprender un idioma.

 

  1. Deseo ver a mi mamita.

 

  1. TE DESEO.

 

  1. Deseo estar a tu lado.

 

  1. Deseo que el resto de mi vida siga siendo divertida.

 

  1. Deseo recuperar el deseo / Deseo tener el archivo de deseos (más bien recuperarlo) / deseo volver a escuchar la canción del oso (ja ja ja).

 

  1. Que se besen.

 

  1. Deseo besar. Deseo pintar mi cuerpo con una barra de labios.

 

  1. Deseo la realidad que cristalice. Deseo como todo el turbamiento pare. La suerte con su rueda pare y que la vida lleve viento. Masticar, respirar y tomar. Volar arriba de pies y dando vuelta en el espacio. Quiero amar y que me amen. Quiero pero quiero lo que no terminar y lo que nunca va a terminar. Terminar. Todo. Seguir con pequeños paso pero firmes.

 

  1. No dejar de amar nunca.

 

  1. Devuélveme la salud.

 

  1. Comer con mi abuela.

 

  1. Caminar todo el día por los bosques, las montañas durante muchos días seguidos y que en el camino haya muchos encuentros y despedidas que no tienen consciencia de serlo.

 

  1. Deseo archivar mi deseo de encontrar aquello que me realizara y que encuentro en obras como esta; una crítica, una escenificación de la misera existencia, de la obra de Klein, de la pronunciación de Benjamin Walter. A salud del tiempo.

 

  1. Comerse los miedos.

 

  1. Deseo que llegue el futuro prometido, donde me han dicho que todo está bien. Donde todos sintamos paz.

 

  1. Deseo, desear que los deseos no se apaguen y brillen.

 

  1. Le deseo la muerte a los polis (sobre todo a los que desahucian)

 

  1. Yo solo quiero que me amen! Y que me llueva dinero!

 

  1. Deseo cumplir tus deseos!!

 

  1. Conseguir contactar con David Lynch

 

  1. Deseo que conozcas a alguien inesperado

 

  1. Fondre´m amb l´espai, sentir-me part d´alguna cosa. Somniar molt i mirar molt els arbres. Capbussar-me al mar.

 

  1. Tothom és públic? El teatre com a gest polític. L´art de  t´enduus posat.

 

  1. Venir a pintar muchas pancartas, pero que Cornago se calle.

 

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Gestionar ausencias / Bailar los muertos II. FIT de Cádiz 2020

Ahora que el derecho a la movilidad está restringido en tres cuartas partes del mundo, quizá sea un buen momento para reflexionar sobre las ausencias como una forma de presencia, o lo que es lo mismo, sobre las presencias como un modo de ausencia. Ahora que el virus nos ha recordado que la frontera entre estar y no estar es tan incierta, quizá sea un buen momento para reflexionar sobre los cuerpos y los vacíos, los medios, la economía y los recursos.

Latente, el proyecto de Teatro Ojo presentado en forma de vídeo/instalación, disponible en la web del Festival, está dividido en 7 imágenes que avanzan a un ritmo de intensidad creciente, como una especie de rapsodia fúnebre del mundo civilizado. La tercera imagen se detiene en los detalles del plano de un barco del siglo XVIII, el Brookes, usado para el transporte de esclavos de la costa oeste de África a Norteamérica. El dibujo da cuenta de la minuciosa organización de los cuerpos hacinados en las bodegas de la nave. Reducidos a mercancía los cuerpos se confunden con la máquina.

A modo de ensayo audiovisual, el trabajo se presenta como “apuntes y especulaciones para un proyecto teatral por venir”, como si fuera algo que no estuviera acabado del todo, a pesar de que todo el montaje, como si fuera un instrumento de precisión para interrogarse, está cuidadosamente elaborado. El tipo de composición puede recordar a los montajes de Harum Farocki en Como ves, pero también al archivo benjaminiano, en el que las relaciones lógicas saltan por los aires para entrar en una órbita misteriosa, a veces fascinante, a veces siniestra. El ritmo intenso mantiene la escucha alerta, como si imágenes, conceptos y relatos fueran parte de un jeroglífico cuya solución se fuera desvelar en algún momento. Pero lo podríamos estar mirando en bucle, una y otra vez, de forma hipnótica, y el secreto seguiría ahí.

El ensayo profundiza en distintos escenarios del colonialismo, de los colonialismos antiguos y los modernos, los que ocurrían en las afueras del imperio y los que ocurren ahora en el corazón del  imperio. Es la otra cara de un sistema económico y una mentalidad que llega hasta nuestros días. En el siglo XVIII el comercio de esclavos era un negocio floreciente, como hoy puede serlo a otras escalas el desplazamiento forzado de personas.

Los dibujos de este barco fueron ampliamente difundidos en su época. El que sean fruto de un encargo del propio movimiento abolicionista como parte de una campaña contra la esclavitud no les resta verdad, pero ayuda a explicar lo impactante del resultado. Entonces no podían imaginar que tres siglos más tarde la esclavitud estaría prohibida por la ley, pero continuaría existiendo bajo otras formas de un modo igualmente sistémico como parte de un sistema más complejo y menos evidente. Abolir la esclavitud puede parecer hasta un objetivo más abarcable que acabar en la actualidad con los movimientos forzados de población. Hoy habría que prohibir una manera de pensar y de estar en el mundo. ¿Pero no era eso lo que sostenía la esclavitud?

Los recursos son los medios y los medios son los cuerpos. Además de la tierra, el aire, el agua, las plantas, la memoria, la historia, las inteligencias o las experiencias compartidas, que decía Dewey, medios son sobre todo los cuerpos. No podemos considerar un medio al margen de los otros, por eso les llamamos medios y no fines. El principio de esta economía, que es en realidad un modo de pensar, es en todo caso el aprovechamiento de estos hasta su agotamiento. Como si consumirlos fuera el único modo de disfrutar de ellos, de disfrutar de la tierra, del aire, del agua, las inteligencias y los cuerpos.

 

Por aquel entonces, antes de la Gran Guerra, cuando ocurrieron los hechos de los que se informa en estas páginas, todavía importaba si un hombre vivía o moría. Cuando uno era retirado de la multitud de los terrestres, no llegaba otro enseguida para ocupar su lugar y borrar la memoria del difunto, sino que quedaba un hueco donde este faltaba, y los testigos de su desaparición, tanto los cercanos como los lejanos, callaban cuando veían ese hueco. Si el fuego barría una casa de la calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo. Los albañiles trabajaban despacio y pensativos, y los vecinos más próximos, al igual que los transeúntes ocasionales, recordaban, cuando contemplaban el solar vacío, la estructura y las paredes de la casa desaparecida. Así era entonces. Todo lo que crecía necesitaba mucho tiempo para crecer. Y todo lo que desaparecía necesitaba mucho tiempo para ser olvidado. Pero todo lo que una vez había existido dejaba su huella, y se vivía de los recuerdos igual que hoy en día se vive de la capacidad de olvidar rápida y deliberadamente.

J.R.

 

No hay que extrañar que en una cultura en la cual el que no produce no cuenta, las ausencias, sean borradas con rapidez. Si algo positivo puede traer la pandemia es que ha colocado las ausencias en primera línea. Antes los ausentes eran los otros, ahora somos también nos otros. El mundo se ha hecho extraño. No es que no lo fuera antes, es que no lo veíamos. El virus nos ha recordado que todo puede dejar de ser, que todos estamos dentro y fuera de la historia.

Latente es una partitura de cuerpos, mercancías y máquinas, una danza, como dicen ellos, oscura que nos atrae por lo que oculta. Con estos hilos se teje un ensayo de ideas transformadas en imágenes e imágenes que son conceptos: desmantelar, bodega, oculto, negro, latir, ladrar, latente, mercancía, encantamiento. Detrás hay una compleja maquinaria intelectual sostenida por el mismo vacío que da vida a este ejercicio de invocación de los que no están. “La durabilidad del mundo depende de nuestra capacidad de resucitar sujetos y cosas aparentemente muertas”, se escucha en el vídeo, y esa es también la función del teatro, a decir de Héctor Bourges en el coloquio posterior, también incluido en la grabación del FIT. Son esos huecos entre medias de los cuerpos reducidos a objetos o de las máquinas destripadas como organismos fantasmales, los que se proyectan hacia fuera convertidos en preguntas sobre lo que no vemos aunque lo tenemos delante, lo que sentimos aunque no podemos nombrarlo.

 

Los muertos son la imaginación de los vivos.

 

Quizá sea efectivamente la capacidad de la maquinaria teatral de trabajar con un sentimiento de deuda y pérdida la que pueda resultar más actual en los tiempos que corren. El teatro se ha discutido y rescatado desde distintos lados: la historia que cuenta, el texto, la puesta en escena, el actor, la acción y el que más atención ha recibido últimamente, el público. Focalizar la atención en cualquiera de ellos hace que terminemos perdiendo de vista el resto, cuando la potencia de la teatralidad reside en el tejido de relaciones inciertas entre una heterogeneidad de elementos entendidos como variables de una ecuación imposible de resolver. De esta inadecuación, y de los huecos que deja, surgen los fantasmas: cuerpos sin historia, máquinas que simulan mecanismos vivos, actores sin vida, imágenes huecas, voces sin rostro. Resolverla es un triste ejercicio de autoengaño forzando la correspondencia entre personaje y actor, cuerpo e imagen, relato y experiencia, cuando el secreto reside en las brechas. No se trata de hacer historias, sino de desarmarlas, lo que quizá sea otro modo de hacerlas, pero bajo el signo de la duda.

La partitura de Teatro Ojo, tras incluir en su danza episodios más recientes de esclavitud, otros modos de cuerpos-mercancía, personas congelados en las bodegas ahora de un avión o asfixiadas en las tripas de un camión, toma como motivo central a Mame Mbaye, el mantero senegalés que murió en el barrio de Lavapiés de un paro cardíaco en Madrid huyendo de la policía. La imagen en bucle de mesas y sillas estrellándose contra los escudos de la policía en medio de una revuelta en la Calle Mesón de Paredes es la expresión rotunda de la fortaleza de una maquinaria de exclusiones e inclusiones, que es también un sistema de producción de presencias y ausencias, de cosas que cuentan y cosas que no cuentan. ¿Acaso no es este el objeto del teatro?

Como medio por antonomasia para invocar fantasmas han funcionado siempre las voces y los sonidos, una lógica táctil y envolvente alejada de la perspectiva visual y patriarcal que ha servido para organizar los modos representación en Occidente, transformando el espacio en una cuestión de cálculos y medidas. En Latente es una voz metálica, una voz de máquina, la que preside este ejercicio de desvelamientos, una voz impersonal que nos confronta con el interior oscuro de estos sistemas de representación.

Para La pandemia en germinal, presentada igualmente en el FIT, Marcelo Expósito recurre también al plano sonoro, ahora ya con ausencia total de imágenes visuales, para dar cuenta de los meses de confinamiento a través de conversaciones y reflexiones sobre lo que ocurrió durante este tiempo. Su Elegía global de la pandemia, como subtitula el trabajo, pareciera dialogar con esa otra elegía del colonialismo de Teatro Ojo. Tiempos de elegías, composiciones donde se lamentan muertes, separaciones, ausencias. El trabajo de Marcelo Expósito es una grabación sonora dividida en tres capítulos donde se entretejen voces, referencias y pensamientos, suyos propios y de otras personas, intelectuales, activistas y agentes culturales a los que entrevistó durante estos meses. La voz del autor hace de guía, conduciendo al público por este mundo de voces y ruidos. El público está sentado en las gradas de un teatro a oscuras confrontado con un escenario en el que se adivinan varias filas de sillas vacías. Son dos horas de grabación con numerosas referencias cuidadosamente tejidos al hilo de una reflexión de fondo en la que la capa intelectual termina pesando más que el trabajo material con los sonidos y las imágenes.

La pandemia se presenta como la etapa final de una época neoliberal que se abrió con otra pandemia, la del sida. La tercera parte, quizá la que más perdura en la memoria del espectador por la crudeza de lo que narra, es una descripción literal, segundo a segundo, del vídeo donde quedó registrado la muerte en directo de George Floyd asfixiado por la rodilla de un policía cuando trataban de detenerle como sospechoso por haber pagado con un billete falso de 20 dólares. Latidos que cesan, cuerpos que se asfixian, ritmos que persisten, son el mantra de una realidad cambiante en la que nada es lo que parece.

El ritmo es también el medio de la Societat Doctor Alonso para enfrentarse a las ausencias invocadas por los huesos. Estos presiden materialmente el escenario, donde son arrojados al comienzo, formando una pequeña montaña como si fuera la mercancía de un mantero vendiendo lo último que le queda, huesos falsificados. Y los huesos hablaron consiste en hacer hablar a los huesos, no en sentido figurado, sino en hacerlos sonar literalmente. De ese espacio rítmico se encarga Nilo Gallego, un maestro en hacer que las cosas suenen. Este trabajo con los ritmos y las voces se extiende a las conversaciones, bailes, canciones, poemas e imágenes. Una de las escenas finales, antes de entonar a capella ese antológico cutre, todo es cutre mantenido en bucle hasta que el público abandona la sala, hay literalmente un baile de muertos y huesos, como sombras chinas de una danza macabra.

El ritmo es una forma ancestral de transmitir saberes. Cuando se inventó la escritura el conocimiento y la autoridad pasaron a los textos; pero antes el que mandaba, cantaba; también cantaban los otros como un modo de participar de ese saber/poder, pero hoy solo cantan los otros. El ritmo como otros lenguajes sensoriales quedó relegado como formas ilegítimas de saber, conocimientos sin genealogía, saberes ausentes. A estos se refiere lo del conocimiento práctico y la investigación a través de las artes, de lo que tanto se habla aunque no sepamos bien cómo nombrarlos. Cuando hoy se habla de ritmo lo primero en lo que se piensa es en los ritmos de trabajo, ritmos que nos superan, nos asfixian, marcando el paso de esa danza secreta de cuerpos y mercancías de la que hablaban los de Teatro Ojo.

Tras la obra los espectadores compartieron la emoción que les había producido el trabajo: fosas, desapariciones, huesos, desenterramientos, memoria, ocultaciones, ofreciendo distintas interpretaciones. En torno a estos temas existe un imaginario potente; discursos, representaciones y posiciones ya establecidas. Casi al cierre del coloquio, el micrófono pasó por las manos de Nilo, que aprovechó para añadir un pequeño detalle: se lo habían pasado muy bien preparando la obra. Dicho así a bote pronto la declaración quedó un poco en el aire, lo que le obligó a extenderse un poco diciendo lo mismo pero con más palabras. Fue como el punctum, del que hablaba Barthes para referirse a esos pequeños detalles que desde los márgenes revelan el sentido oculto de una fotografía. Aunque a bote pronto aquello de pasárselo bien parece que no aporta mucho al debate sobre los desaparecidos, que lógicamente había tenido un tono más trascendental, el inciso sirvió para llamar la atención sobre algo que nos podíamos estar perdiendo. La línea divisoria es sutil y se escapa a menudo: podemos hablar de los fines o de los medios, del lugar al que hemos llegado o del modo de hacer un camino y usar unos medios; pero es importante no perder de vista este cambio de perspectiva. Para ahondar en la idea de Nilo, Sofía Asencio, directora y dramaturga del grupo, aclaró que se habían centrado en la parte material y sonora de los huesos. Los huesos tal cual. Que habían convivido con ellos, y hasta con sus gusanos, tratando de esquivar tópicos y discursos establecidos. Y que habían querido hacer una obra blandita, quizá como contraste con la dureza de los huesos y del tema. Esto no quiere decir que hubieran escurrido el bulto, dejándolo a cargo de un arqueólogo forense de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que en esta ocasión no pudo venir pero lo escuchamos en audio (momento conferencia). Esta toma de distancia es otro modo de colocarse frente a un tema desde un lugar más incierto por un lado, pero más cierto, material y concreto por otro. Aclarar ese punto no contradice las interpretaciones del público. Hablar del modo como se trabaja, que es el terreno por definición de la actividad artística, no significa darle una interpretación, sino al contrario, abrir huecos a una y muchas interpretaciones. El arte es una apuesta por lo que se puede tocar, oler o escuchar.

La distancia entre como los artistas se relacionan con su trabajo a un nivel más íntimo y dan cuenta de él, a veces solo cuando no les queda otro remedio, y como se recibe e interpreta desde fuera suele resulta llamativa. Un lugar no excluye el otra, pero da qué pensar que en un momento en el que se está tratando de romper con el mito romántico del genio creador proponiendo otros modos de socializar la actividad artística, hablar del trabajo con los materiales a un nivel más concreto, sin demasiadas mixtificaciones, siga estando a menudo limitado al ámbito cotidiano de los creadores, mientras que de cara a su discusión y recepción pública lo que siga predominando sea el discurso teórico y las interpretaciones sesudas. Daría la impresión de que en el balance que podemos hacer de ese giro hacia fuera, el lado más intelectual y abstracto, a menudo legitimado con un contenido político, no tanto en la forma, pero en el fondo, es el que va ganando y por goleada. Quizá habría que repensar esta relación, no para negar las potencias del pensamiento, sino para ponerlas en valor desde lugares más inmediatos, desde el sitio en el que estamos personas, objetos, sonidos, relaciones e imágenes cuando somos solo solo personas, objetos, sonidos, relaciones o imágenes, porque es ahí cuando estos se cargan con sus sombras y ausencias, con sus historias no contadas, fantasías y deseos. Son las bodegas de los medios, que los mantienen en movimiento, vulnerables y sin hacer.

Confiar en las imágenes, los ruidos, la sonoridad de las palabras o la fragilidad de los cuerpos significa insistir en el vacío que les da vida más allá de cualquier interpretación que legitime su valor. Es un viaje a ninguna parte, un lugar de paso desde el que continuar para otro sitio. Pero nunca un destino final. Por eso los de Teatro Ojo insisten en este como en otros trabajos en su condición de materiales para hacer luego otra cosa, que tampoco saben si se hará o no se hará, lo que sí saben es que lo que han llamado Latente, por llamarlo de algún modo, está sin acabar, no porque no esté suficientemente elaborado, sino porque lo vivo está incompleto, por eso está vivo.

(Este texto, que habla de ausencias, está pensado y tramado con Carlota Bustos.)

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Gestionar ausencias / Bailar los muertos I. FIT de Cádiz 2020

Me invitan como corresponsal de Teatrón al FIT de Cádiz. El corresponsal es un sustituto de mí, o yo soy un sustituto del corresponsal. Da lo mismo, es una oportunidad para darle otro uso a la mascarilla. Y de paso para darme otro uso a mí mismo. Una máscara es mejor que una mascarilla. Sirve para más cosas. Si le echáramos imaginación podíamos aprovechar estos tiempos para hacer otro gran teatro del mundo en tiempo real, una obra duracional por momentos trágica, por momentos carnavalesca, otras veces simplemente anodina, triste. Nos creemos los papeles pero no confiamos en el juego. No se trata de quitarnos caretas, sino de darles todas sus posibilidades. Somos actores, somos fantasmas. La capacidad más potente para afrontar lo incierto es la imaginación, que sin embargo es lo primero que se excluye en las situaciones de emergencia.

Cuando nos vemos con el agua al cuello, no se confía en la imaginación sino en las autoridades, y se convierten los teatros, centros culturales y museos en púlpitos para convencer a los convencidos. Ponemos la cultura a precio de saldo. Hoy la autoridad es la ciencia, esto es, la ciencia utilizada para hacer política. Pero ya sabemos que la imaginación fue hace siglos desterrada a las antípodas de lo científico, del conocimiento legítimo. Se habla de conocimiento artístico y queda muy bonito, pero quién ha visto a un artista formando parte de un comité de expertos para afrontar la pandemia. Sin embargo, sería tan necesario ensayar otras formas de comunicar y gestionar lo que estamos viviendo más allá de cifras, leyes y prohibiciones. ¿A quién se le ocurrió rescatar el término «toque de queda» para referirse al confinamiento nocturno? La especie humana aparenta una gran seguridad en sí misma, a veces es un mecanismo psicológico, otras, simple arrogancia. En el fondo tiene miedo. No confía en sus propios recursos. John Dewey decía que el mayor recurso de una sociedad era su capacidad para compartir experiencias. ¿Y cómo se comparten experiencias?

 

Los muertos son la imaginación de los vivos.

 

Acepto encantado la invitación del FIT previa consulta al oráculo del Maestro Ramos en un chiringuito de playa en Barcelona. El oráculo me dijo que lo único importante era ser feliz. No me lo dijo así exactamente, creo que tenía un tono más combativo: nuestra venganza será ser felices, más o menos. Pero eso de la venganza suena cansado, así que nos quedamos con la otra parte y nos fuimos a Cádiz.

Lo primero que nos viene a la cabeza al hablar de ausencias es por el lado afectivo, lo que nos hace más vulnerables. Pero también tienen un lado político cuando estas ausencias fueron provocadas por algún tipo de violencia social -¿hay alguna violencia que no sea social?-. A estos dos ámbitos, las emociones y la política, si fuera posible separarlos, hay que sumarle ahora un tercero, la economía. Nunca pensamos que echaríamos de menos hasta a los turistas.

Resultado de todas estas ausencias, afectivas, políticas, económicas, son los huecos de los que estamos hechos, que se expresan en formas de estar sin estar, modos de presencia menos evidentes que nos confunden con los medios haciéndonos invisibles. Reducir los modos de ausencia/presencia a una única de estas posibilidades para resolverla a través de la terapia, las redes, el zoom o la vida vegana, es lo que hacemos para salir airosos de una situación que nos supera. Lo paradójico es que está bien que nos supere. Es parte del juego. Tiene que ver con lo que está vivo, sin terminar, incompleto. Podríamos identificar personas, lugares u objetos por los vacíos que convocan, no por cómo se presentan, sino por cómo dejan de presentarse. De este modo, la potencia, pero también la vulnerabilidad de lo ausente se reflejaría en la potencia, pero también la vulnerabilidad de lo presente.

 

Deberíamos preguntarnos si la fuente de tantos errores o, peor aún, la fuente de tantos embustes, tiene sus raíces en esa trinidad modernista de “legibilidad-visibilidad-inteligibilidad

H.L.

 

El virus ha colocado sobre la mesa el principal productor de vacíos y desplazamientos, la economía, puesta ahora del revés, como una tortuga o más bien un cocodrilo pateando al aire. La dificultad para mantener las cadenas de producción, por mucho internet que le pongamos, está mostrando las tripas de la economía, en el sentido literal de los modos de administrarnos. Dentro hay un vacío oscuro. Es como ese juguete que el niño destripa para ver qué hay dentro, que decían los de Teatro Ojo, de lo que hablaremos más adelante, o Baudelaire o Benjamin o vete a saber quién, lo que tenemos claro es que si la economía se para, nos caemos. Pero, ojo, no hay que confundir economía de la producción con economía de los medios; lo que necesitamos es esto último, tiene que ver con las formas de intercambio, lo que hace que a menudo se asimile con las formas de producción. Pero no son lo mismo los medios que los resultados. El virus ha hecho que la gestión de una actividad pública tenga que empezar contando con la posibilidad de no ocurrir, o de ocurrir de otros modos.  Empezar contando con la gente y las circunstancias que podrán darse, que son también las que podrían no darse, y conjugarlo todo en modo potencial: la realidad no es solo lo que pasa, sino lo que podría estar pasando. Que algo suceda empieza a parecerse a un podría haber sucedido, o podrá suceder, o sucedió, pero no nos enteramos, o el modo más frecuente: nos lo contaron pero no ocurrió nada.

Este abanico de posibilidades debió ser inevitablemente una de las premisas de la nueva dirección de esta 35 edición del Festival Internacional de Teatro Iberoamericano de Cádiz, a cargo de Isla Aguilar y Miguel Oyarzun. Todo tenía que estar pensado desde el comienzo para poder ocurrir de un modo u otro, en presencia, en las redes, en modo expandido, para poder pasar incluso sin pasar. Me decía Isla que cada día más de Festival que se consigue abrir un teatro es un milagro, como si el hecho de juntarnos fuera por sí solo el acontecimiento, lo cual además es cierto. La producción de un evento público se ha convertido en una maquinaria para gestionar ausencias. Nunca fue de otro modo, pero ahora lo tenemos más claro. Para algo debía servir el virus. Que las cosas sean inciertas no tiene que ser algo negativo, más bien al contrario, depende de los modos. Además el FIT tiene a su favor la maquinaria teatral, una máquina por definición de invocar ausencias.

Cuando empezaron los confinamientos saltó el grito de alarma por la supervivencia del teatro y las artes vivas. Hay algo de demagógico en el mito de las presencias como índice de lo real. Para que haya teatro no se necesitan solamente presencias, sino antes que eso se necesitan vacíos, faltas y huecos. Cierto que si no nos podemos encontrar, el hueco va a terminar siendo tan grande que nos va a hacer desaparecer del todo, como el agua que se precipita sumida en un remolino por el desagüe del lavabo. El éxito del término artes vivas se explica por la conciencia creciente de vivir en medio de ese remolino que lo convierte todo en un cementerio de cuerpos y pantallas, de instituciones sin vida y objetos sin pasado que tratamos de reanimar a base de teorías y discursos, pero estas no consiguen sino maquillar al muerto dejándolo aún más tieso, cuando lo que el muerto quiere es que nos dejemos de afeites y nos vayamos de fiesta.

El virus nos recuerda que para estar en un sitio no basta con acudir a un lugar, que una presencia por sí sola no garantiza nada. Eso es lo que nos dicen los muertos. Hacerse presente implica poner en riesgo la propia presencia, poner en juego las ausencias que hacen que una persona, un encuentro, un lugar o un momento sean también lugares inciertos, no para reconocernos sino más bien para desconocernos (los reconocimientos sientan mucho mejor cuando vienen después). La pandemia avisa que el mundo es más frágil de lo que creíamos y que todo en lo que no nos permitíamos creer es más cierto de lo que parecía.

A partir de ahí toca imaginar. Imaginar quiere decir dar la vuelta a las cosas, conjugar la realidad en modo potencial, no lo que es sino lo que podría estar siendo. Pensar hoy el teatro y en general lo público significa hacer funambulismo en la cuerda floja de lo que está a punto de dejar de pasar. Situarnos en ese umbral entre el ya no y el todavía no, es poner las ausencias de nuestro lado, asumir el riesgo, también el placer y el derecho, de dejar de estar, de ausentarnos para sacar a bailar a nuestros muertos, no solo a aquellos de los que conocemos sus nombres, sino también a los otros. Nuestros muertos son los que nos faltan, los vacíos que invocamos para seguir vivos, inciertos, incompletos.

El punto de encuentro del FIT estaba situado en el Espacio de Cultura Contemporánea de Cádiz (ECCO), un edificio espléndido frente al Atlántico desde el que se veían unas impresionantes puestas de sol. En el patio interior al aire libre tenían lugar los encuentros, conversaciones y debates. Como parte de esta estrategia de producción a niveles distintos, la web del Festival funciona como un archivo expandido alimentado con los registros de lo que va pasando. Además de los trabajos que integran la curaduría de Shantí Vera «Respirar el paradigma», del que forma parte Latente (de lo que hablaré en el siguiente texto), el archivo incluye la grabación de los debates sobre redes, plataformas y agentes culturales, coordinados por Isabel Ferreira y Eduardo Bonito, y las conversaciones transoceánicas, que lleva Marcelo Expósito. A esto se le suma el Epílogo, que tendrá lugar on line una vez acabado el Festival, con proyectos como Brasil secuestrado, el Festival Fiver de danza y medios o Escenas del confinamiento, donde se presentará un vídeo a partir de la obra  de Beatriz Catani Siete momentos de cualquier manera, que comienza con la siguiente cita de no se sabe quién a modo de invocación, mantra o profecía:

 

Los muertos son la imaginación de los vivos.

 

A este archivo solo le faltarían las puestas de sol. Un proyecto expandido e inmersivo que ocurría -o ocurriría- cada día a la misma hora al término de los debates según salías del edificio con la cabeza ya saturada de palabras. Además apenas tenía producción: varias sillas al otro lado de la calle junto al Parque Genovés mirando al mar y una cámara, dibujante o cronista que da fe del momento, no de la puesta de sol, sino de las miradas (del público) que sostienen un paisaje detenido, rostros teñidos de luz.

El primer debate al que asistí estaba dedicado “Prácticas inspiradoras de gestión cultural en Iberoamericana”, que tomaba el título de un proyecto de mapeo de las artes vivas en la región, financiado por el GREC, y que como luego pude comprobar incluye una amplia variedad de plataformas, compañías y centros a niveles muy distintos. El resultado está disponible on line en versión pdf, aunque el objetivo es que siga creciendo.

La impresión que tuve al escuchar esta mesa, revisar el léxico que se repartió y hojear después el documento que resultó de todo el proyecto no era nueva. Actualmente contamos ya con una especie de biblia de buenas prácticas que nos tenemos además bien aprendida, términos y discursos que se repiten con frecuencia, lo que hace que terminen funcionando como un modo de legitimación de esos lugares de los que se está hablando. Antes que una manera para crear movimiento, cuestionar y descolocar, todo este vocabulario termina siendo una forma de identificarnos y autorizarnos, que al final más que mostrar oculta. Nombrar las cosas es necesario, pero también hay qué pensar lo que se pierde por el camino, y esto está relacionado también con los modos de negociar presencias y ausencias, de poner en juego los proyectos y sus sombras. Detrás de estas presentaciones se intuyen paisajes humanos interesantes, pero esto solo se intuye. Dice Souza de Santos que la relación entre la teoría y la práctica, o entre los discursos y la experiencia es una relación fantasmal. Habría que aprovechar esta epidemia de ausencias para repensar los modos también de hablar de los proyectos. Quizá todo debería estar más atravesado por las propias prácticas  para que esta término fetén no se convierta en un simple discurso , sobre todo cuando sabemos que la inmensa minoría de los que estamos ahí ya conocemos la biblia y la invocamos con fe cada vez que tenemos que pedir una subvención o vender un proyecto, pero es que además intuimos que quienes no la conozcan, oyendo estos modos de hablar que hacen todo suene a casi lo mismo no sentirían mucha curiosidad por conocer lo que hay detrás.

Recuerdo que después del debate (y de la puesta de sol), de camino a la Tía Norica, donde iba a ser lo de los huesos (esto viene luego), Vasco Neves, del Festival Citemor en Portugal, que se habrá visto tantas veces en este tipo de encuentros de gestores, programadores, agentes culturales, etc., me confesaba que nunca había sabido cómo resolver este papel hasta el punto de terminar renunciando a participar en ellos. El asunto no es fácil, ya lo sabemos. Gestionar presencias es también gestionar ausencias, modos de decir y no decir. Al final se trata de cómo hacer uso de la condición pública.

El vínculo de las prácticas artísticas con las ausencias viene dado por su condición de medio público entre otros medios igualmente públicos. Lo que tienen en común todos ellos es que son recursos para tejer esos umbrales inciertos donde convivir con nuestras sombras. A partir de ahí podríamos revisar las formas de hacer uso de estos medios en distintas propuestas del FIT, de hacer uso de la palabra o de la calle, de la memoria, la historia o los cuerpos, discutiendo si se desestabilizan discursos ya establecidos para abrir espacio a ese umbral incierto de lo que está pasando en un momento concreto, aquí y ahora; de esto van las artes vivas, de las palabras que están sonando y resonando, como en las excavaciones de El desenterrador (Societat Doctor Alonso); de la calle por la que estamos andando en los recorridos de la mano de Robert Walser (Marc Caellas), José Martí (Abel González Melo), de la ciudad de Cádiz (Emilio Rivas) o de un libro al azar que te llevas de una biblioteca pública (Lola Arias); de la memoria recuperada de la revolución cubana que hicieron los abuelos de los intérpretes que la están recuperando (Rimini Protokoll), o de la rotura de un presa con residuos tóxicos en Brasil (Silke Huysmans), por citar solo algunos ejemplos, hasta dejar esas memorias interrumpidas, calles y lugares, palabras y relatos suspendidos sin otra autoridad que la que les da el hecho de estar ocurriendo ahí en ese momento.

 

Que el mundo sea, que cualquier cosa pueda aparecer y tener rostro, que existan la exterioridad, y el desocultamiento, como la determinación y el límite de cada cosa: esto es el bien.

G.A.

 

Biblioteca Pública de Cádiz, donde comenzaba el recorrido de Formas de caminar con un libro en la mano, de Lola Arias.

(Este texto, que habla de ausencias, está pensado y tramado con Carlota Bustos.)

Publicado en Prácticas artísticas, Sin categoría | Comentarios desactivados en Gestionar ausencias / Bailar los muertos I. FIT de Cádiz 2020

Historias de AC (3)

 

Accidente (del lat. accidens, -entis)

  1. Suceso eventual que altera el orden regular de las cosas.
  2. Suceso eventual o acción de que resulta daño involuntario para las personas o las cosas
  3. Indisposición o enfermedad generalmente grave y que sobreviene repentinamente.
  4. Síntoma grave que se presenta inopinadamente durante una enfermedad, sin ser de los que la caracterizan.
  5. Irregularidad del terreno.
  6. Pasión o movimiento del ánimo.
  7. Cualidad o estado que aparece en algo, sin que sea parte de su esencia o naturaleza.

(Diccionario Real Academia de la Lengua)

Las Historias de AC  pasaron sin pena ni gloria.  Añadir más improbabilidades donde todo lo improbable ya se había dado no aportaba mucho. La mayor parte de su difusión, aparte de alguna de presentación «performativa»  y un artículo académico, se hizo a través de Teatron, una plataforma que tras la época de las epidemias se reflotó como una potente productora de artes vivas y muertas online. Pero el problema no fue el medio, ni siquiera el tipo de posts, excesivamente extensos y barrocos para épocas de carestía, sino el momento que se eligió para rescatar estos materiales. Probablemente, quitando la Biblia y la II Guerra Mundial, ningún otro fenómeno había desencadenado tantos estudios, debates, homenajes, corrientes y modas como aquella primera pandemia vivida en tiempo real por todo el mundo. Donde antes se hablaba de la posmodernidad ahora se había instalado el mundo pos-covid, un terreno abonado tanto para utopías y extremismos, ficciones y demagogia. Entretanto, la tantas veces citada modernidad parecía haber pasado esta vez sí a la historia.

El sector cultural también hizo su agosto: juegos online, series, películas, festivales de música, gastronomía y terapias pos-C. El confinamiento se convirtió en modelo de nuevas formas de curaduría y gestión de eventos. El género estrella fueron las exposiciones clausuradas y los proyectos en confinamiento, en los que el público interactuaba durante varios días con auténticos asintomáticos de distintas partes del mundo.

Diez años después del primer brote de aquella gripe, el asunto estaba agotado. Se había pasado del hartazgo a la indiferencia. La sucesión de epidemias de distinto signo había hecho que se normalizaran, como se decía entonces; pero lo que se normalizó no fue la vida, que nunca fue normal, sino los virus. El mundo convivía con estos como se convive con el cáncer, el sida, la especulación inmobiliaria, los terremotos o la ultraderecha. Esto podría explicar la tibia recepción de estas Historias. Pero la pregunta no era esa, sino por qué abrir estas Historias con un tema como el de su recepción, que sin duda tenía dentro de este proyecto un lugar bastante secundario.

    

Esta es la pregunta que me hacía mientras revisaba estas imágenes, de la serie Acontecimiento/Historia, recuperadas de aquel Archivo del Confinamiento. AC no fue un proyecto en el sentido en que se entiende este término, sino un conjunto de ideas dispersas, ocurrencias, apunte y líneas de trabajo que nunca se terminaron de desarrollar, la típica idea de la que no se deja de hablar pero nunca se hace; su recepción, por tanto, no era más que otra ficción-por-venir, otro proyecto a futuro. Pero estas ideas, a pesar de no llegar a realizarse, no dejaron de estar ahí, como si su sentido fuera el mantener viva su posibilidad de ser sin llegar a ser, alimentar una ilusión que no quería ser otra cosa que una ilusión, una capacidad de multiplicación de túneles, trampas y pasadizos, de activación de potencias absolutamente impotentes. Se trataba, en definitiva, de un ejercicio de supervivencia, solitario y solidario como decían ellos, un ejercicio continuado de exhibición de la inoperancia que terminó desapareciendo al superar este estadio intermedio de no-obras para transformarse en unas formas de vida. Unas formas de vida que pudieron darse gracias a unas formas de no trabajo que solo la pandemia con sus cuarentenas hizo posible. En el espejo de lo más improbable descubrieron lo más cierto.

   

Muchas de las cosas más genuinas que pasaron esos años fueron, efectivamente, un modo de aprender a convivir con el accidente, no solo el del coronavirus, sino de los virus en general, los médicos y los digitales, convivir con dioses, redes y fantasmas que la nueva situación había hecho más visibles que nunca. La experiencia extrema del confinamiento, no solo del confinamiento real, sino de la sensación sicológica de saber que era una situación compartida a nivel mundial, hizo más evidentes las viejas caretas sociales, también por ello más inoperantes, como juguetes en un lugar que no le corresponden. Con los bastidores del mundo viniéndose abajo, los de AC creyeron tener un momento de revelación cósmica cuando llegaron a la idea de que a un accidente había que responderle con otro accidente de mayor o igual contundencia.

   

A esta idea llegaron después de un tiempo estudiando al perezoso, una especie de mamíferos que habita en las selvas tropicales y que existía ya en el Pleistoceno en formato gigante. El perezoso les sirvió como referencia porque vivía constantemente expuesto al peligro de que se partiera la rama de las que se colgaban (cuando pudieron subirse a las ramas), y que sin embargo habían sobrevivido al Pleistoceno y habían entrado con éxito en el Holoceno, que se convirtió en el famoso Antropoceno, el momento en que aparece el homo sapiens, raza a la que el perezoso le tenían mucha estima, pero a la que también creían que sobrevivirían, si antes estos no acababan con todo.

Los accidentes forman parte de la historia, no solo de la historia de los perezosos, sino de la historia en general, del mismo modo que los accidentes geográficos forman parte del paisaje, los domésticos de las rutinas de la casa o los de tráfico de los medios de comunicación. La historia es la respuesta en forma de relato al vacío provocado por el accidente. Un intento por tapar un agujero, por encontrar un sentido a lo que no estaba previsto, por superar el trauma. La historia incluye el accidente como elemento originario, o dicho de otra manera: es la propia historia la que forma parte del accidente.

Hay una historia porque hay finales desde las que se cuenta. El final, en términos biológicos, es la muerte, que es lo que nos saca de la historia, pero paradójicamente es la muerte también lo que hace que no seamos nada más que historia. No debemos pensar únicamente en la muerte de un ser vivo, cualquier otra forma de desaparición, de un lugar, un idioma, una técnica o una profesión, es también un accidente que marca el principio de otra historia. Si decimos que la historia viene con los muertos, es porque el accidente por antonomasia es la muerte, el punto a partir del cual se mira atrás para encontrar un sentido a todo lo demás.

Esta relación también funciona al revés pero en sentido inverso: cuando los muertos se ocultan, se crea la ilusión de poder prescindir de la historia, de que esta se ha detenido o hasta de que se ha acabado, como se decía en los años ochenta. Es una ilusión recurrente. Borges la trasladó al tiempo mítico de un imperio chino en el que el emperador Qin Shi Huang trató de detener no solo la historia sino también su muerte construyendo una muralla. Igualmente mandó quemar todos los libros de historia, pero esto quizá hoy, con el mundo digital, ya no sería necesario, se decía el perezoso, mientras continuaba su meditación en su acostumbrado duermevela.

Internet había cumplido con creces la función de la muralla, detener la historia, que es lo que pretendían los políticos ocultando los cadáveres de la pandemia para evitar que la historia les pasara por encima: la creación de una muralla en torno a hospitales, morgues y cementerios. Fotos no. Nunca los muertos fueron tan irreales como en aquel momento. Las cifras duelen menos que las imágenes y las imágenes menos que los cuerpos. Pero no hay que subestimar la capacidad de supervivencia no solo de las imágenes, como decía Warburg, sino sobre todo de los cuerpos que ya no están, un tema recurrente en AC.

Que los muertos por causas políticas, económicas o de forma violenta, tengan más visibilidad mediática, no niega que cualquier muerto, como cualquier final, tiene detrás una historia política. Lo de la «muerte natural» era un relato más para desviar la mirada de aquello que no se podía entender, que no era la naturaleza con mayúsculas, sino la imposibilidad de considerarla al margen de la política. Dicho de otro modo, el problema no era el mundo sino las limitaciones de los sapiens para relacionarse con él y consigo mismo como parte de ese mundo. Visto así, la idea de muerte natural parecía resultado de esa relación amor odio que tenían con la naturaleza y con ellos mismos, que tan pronto pasaba de la idealización más absoluta y el cuidado extremo al rechazo y la autodestrucción.

      

Lo que provocó el primer accidente no fue, sin embargo, una muralla, ni tampoco internet, sino la tentación, que el mito bíblico asocia al conocimiento, la moral, el cuerpo y la serpiente. La tentación precipitó a los humanos barranca abajo. No la tentación por el conocimiento, ni por la comida en cualquiera de sus sentidos eróticos como nos hace pensar el mito, sino la tentación de identificar el deseo con el cuerpo de la mujer, es decir, una tentación básicamente de dominación. Al perezoso le enternecía la ingenuidad de esta raza, capaz de ponerle a todo cara, nombre y fábula para convencerse ellos mismos de lo que no era sino un cuento para dejar de mirar lo que no querían ver. Todavía después de la II Guerra Mundial, como contaba Hannah Arendt, en una Alemania arrasada por la guerra, se señalaba al pecado original y la expulsión del paraíso, y no a los nazis, como causa de aquel desastre, como si se tratara del castigo de algún dios furioso. El perezoso, sin embargo, antes que estos viejos relatos de culpas y miedos, prefería la astrología, algo que recién había aprendido leyendo a Olga Tokarczuk:

La astrología clásica tradicional de Ptolomeo dice que la culpa es de Saturno. Que en sus aspectos poco armónicos tiene el poder de crear personas mezquinas, ruines, solitarias y lloronas. Son infames, cobardes, sinvergüenzas, tétricos, intrigan todo el tiempo, son unos chismosos, se despreocupan de su cuerpo. Quieren permanentemente más de lo que tiene y no hay nada que les guste.

Es cierto, como se continuaba diciendo en el libro, que los males también pueden venir por errores en la educación o por la lucha de clases, incluso por un mal aprendizaje de los hábitos de higiene personal, o por una madre adicta o un padre autoritario; por haber sufrido acoso sexual durante la infancia, porque no le dieron pecho o porque vio demasiada televisión, o por la falta de litio y magnesio en la dieta o por la caída de la Bolsa. Pero el perezoso, igual que la escritora polaca, se quedaba con la historia de Saturno, que le parecía estar cuando menos a la altura del paraíso, Dios y la serpiente.

Saturno era la pieza que le faltaba para su filosofía del accidente. Los humanos habían dado más importancia al acontecimiento que al accidente. Primero empezaron con la acción y cuando esta les falló pasaron al acontecimiento, que rodearon de una cierta áurea divina. Un acontecimiento era un precipitado de circunstancias que se traducía en una suerte de epifanía. El accidente, sin embargo, remitía a una genealogía más terrenal y por ello quizá más imperfecta. A diferencia del acontecimiento, que simplemente sucedía, el accidente cargaba con toda una genealogía de responsabilidades, culpas, castigos y miedos. Aunque los dos estaban más allá del control humano, el accidente tenía que ver con algún tipo de irregularidad, imprevisto, desarreglo o pasión desmedida que ponía en crisis la normalidad, el gran tótem de los humanos, mientras que el acontecimiento solamente la interrumpía de manera temporal. Este preguntaba sin señalar, como un signo que viniera de otro lugar, pero el accidente acusaba directamente, mirándote cara a cara: ¿se podía haber evitado?, ¿de quién ha sido la culpa?, ¿por qué te ha tocado justo a ti?, ¿he hecho algo mal?

El perezoso lo tenía claro. Orgulloso de una especie que había sobrevivido a millones de accidente desde los tiempos de los dinosaurios, el que existiera una palabra para nombrar lo que no sucede como estaba previsto, le parecía un síntoma de arrogancia léxica además de un gesto de insolidaridad planetaria.

Esto le resultaba extraño, porque los accidentes obligaban justamente a una buena dosis de humildad, aunque en el caso de los humanos esta no durase mucho. Pasado el momento inicial de confusión, miedo y fragilidad, los sapiens volvían a las andadas con sus ínfulas de macho que necesita creerse con el control de todo. No se trataba, por supuesto, de la humildad como rasgo de la naturaleza con mayúsculas, que no entiende de humildades ni arrogancias, sino de la humildad como condición de la naturaleza social, la humildad de los cargos políticos y los puestos de poder, la humildad del empresario o el policía, la humildad de los profesionales y los especialistas, del arquitecto, el artista o el catedrático.

La preparación para el accidente era la clave de la supervivencia. Y para ello los sueños eran una de las herramientas fundamentales, porque tanto los accidentes como los sueños abren momentos de vacío que señalan nuevas posibilidades de futuro. En el Manual para la práctica del accidente (MPA), del que existían numerosas versiones porque no dejaba de cambiar, se detallaba paso a paso cómo llevar a cabo esta preparación. Su línea central de trabajo consistía en responder a un accidente a través de otro accidente, y no con la búsqueda desesperada de una nueva normalidad.

La incapacidad de reconocer esta aparente normalidad como un sueño o un accidente  había hecho caer a los humanos en un error de principiantes, se decía el perezoso viniéndose arriba. A un accidente no se responde con una nueva normalidad, en todo caso con una nueva cotidianidad. Por la conexión entre los accidentes y los sueños había quien lo utilizaba también como cura para el insomnio, que no en vano era otro tipo más de accidente. Se puede integrar el insomnio, por ejemplo, dentro de una cotidianidad, pero nunca reconocerlo como parte de ninguna normalidad. Esto era un principio fundamental para el perezoso, para quien no dormir era una suerte de herejía.

La historia en sí misma era el accidente con el que los humanos trataban de explicarse ese otro accidente que les dejó sin paraíso. No darse cuenta de que la historia y la aparente normalidad que sostiene es un accidente más era el principio de una acumulación de errores que si no había acabado con los homo sapiens no era por lo de sapiens, sino porque a pesar de todo estos tenían que seguir durmiendo, soñando, imaginando otros mundos… y esto les había ido salvando. A esto contribuyeron los periodos de confinamiento, como si fuera una mano que les echaba la naturaleza para que estuvieran  más quietecitos.

Mladen Stilinovic, Artist´s at work, 1976.

El otro puntal del Manual para la práctica del accidente era la fiesta. El accidente abre un tiempo de desahogo emocional, de pérdida de control y celebración de lo más frágil e incierto. Que el mundo por un instante parezca detenerse es un regalo, como fue el confinamiento para mucha gente, al menos al comienzo. El accidente, el sueño, la fiesta marcan momentos de suspensión en los que la  historia queda entre paréntesis. Pasa también con las muertes, celebradas como fiestas en muchas culturas que aun conservan una cierta familiaridad con el accidente.

Basta con pensar en el último gran duelo festivo en España antes del confinamiento, la muerte de Franco. El hecho de que muriera en su cama, lejos de convertirlo en un suceso natural, fomentó el lado público de la celebración. Pero el que no lo matara nadie, no le quita el carácter accidental de todo lo que representaba, al contrario, hizo que el accidente fuera mayor aún.

Entre el acontecimiento y el accidente está la posibilidad de la acción, la otra gran apuesta de los sapiens dentro de su proyecto de emancipación. El perezoso no tenía más remedio que reconocer que la idea de acción le inquietaba. La acción es el nombre de una ilusión por controlar un entorno en beneficio de un sujeto. La ecuación, que parece tan clara, había dado sin embargo resultados inciertos. Por suerte o por desgracia entre el acontecimiento y la acción está el accidente, suspiraba aliviado, el resultado imprevisto de una acción fallida.

Amante de Goethe a pesar de todo, el perezoso no dudaba de la pasión como fuerza de vida que mueve a Fausto e incluso a él mismo, pero considera esa pasión desde otro lado. La pasión, para el perezoso, es algo que se apodera de cada cual y se padece, pero no en el sentido negativo. Es un padecimiento donde el dolor se confunde con el placer, el gusto inexplicable de entregarse uno mismo, poniéndose en manos de otro. Es ahí donde la acción se reconcilia con lo incierto y lo festivo, y por tanto también con el accidente.

La performance, de la que el perezoso era fan incondicional, sobre todo de las expandidas, había llevado al extremo este principio de la acción, poniendo de manifiesto la convivencia entre estos dos polos activo y pasivo, que los sapiens se empeñan en tener como irreconciliables, cuando en realidad no se puede dar uno sin el otro. El performer no solo realiza la acción, sino que la padece, invitando a los asistentes a que la padezcan con él, de ahí también lo aburridas (también en el buen sentido) que podían llegar a ser.

En este punto de la reflexión al perezoso le gustaba recitar a Bergson en portugués como si fuera una letra cantada por una campesina de un pueblo de Portugal, de donde por algún trauma colonial imaginaba que venían sus ancestros. El poema de Bergson sobre la acción se transformaba en un canto a la ausencia y la nada.

É incontestável que toda ação humana tem como ponto de partida uma insatisfação e, por isso, um sentimento de ausência.

Não agiríamos se não nos propuséssemos um objetivo, e só procuramos uma coisa porque nos sentimos privados dela.

Nossa ação procede assim de “nada” para “alguma coisa” e é de sua essência bordar “alguma coisa” sobre o canevás do “nada”.

En este margen entre algo y nada es donde la acción, el accidente, la historia y los sueños se confunden. El sueño y los accidentes se configuran sobre la nada, un tejido irreal en el que lo único que se siente es la posibilidad de lo imprevisto, de un error, olvido o fallo de cálculo, que puede pasar en cualquier momento.

Si has llegado hasta este punto en la lectura del post, habrás pensado quizás que este texto es también el resultado de un fallo de cálculo, como las historias que cuenta. Aunque quizá esté demasiado elaborado para ser fallo. Es cierto. Es un accidente meditado, tejido sin prisas. El perezoso tiene tiempo incluso para demorarse en la caída. Antes de moverse prueba con su hocico la consistencia de la siguiente rama. La lentitud es causa mayor de accidentes. Lo sabemos bien. Ser tan lento hace que todo termine fracasando. La Universidad de Jena tuvo que donar el zoológico de Duisburgo, en el corazón de Alemania, el perezoso que habían comprado con el fin de estudiar sus movimientos. Después de varios meses el perezoso dio al traste con la investigación. No se movía.

El Libro del perezoso abunda en sueños, imágenes y reflexiones que se realizan de un modo performativo, le gustaba pensar al perezoso, porque el propio libro no era más que una performance en forma de sueño, una acción suspendida en el tiempo. Su sentido y forma se materializan en tanto que idea no realizada, una acción que insiste y consiste en su propia irrealidad. Esto facilitó la proliferación de libros del perezoso, no todos auténticos, claro, como El sueño del perezoso, La pereza de los libros, Le droit a la paresse, The Praise of Laziness o The Little Book of Laziness, algunos directamente copiados de otros que ya existían, como los de Paul Lafargue, Mladen Stilinovic o Homer Simpson.

Ya antes del coronavirus se había descubierto el valor del sueño como refugio de socialización en una época en la que cada vez había menos tiempo para todo lo que no fuera trabajar. El mundo moderno debe ser la cultura, entre todas las que ha habido a lo largo de la historia, no solo que menos tiempo dedique a no hacer nada, sino que el mero hecho de no hacer nada esté mal visto. El virus del tiempo, cronovirus, fue la antesala de este otro virus. Pero el confinamiento de las relaciones al ámbito de los sueños suponía también un espacio de posibilidades para la imaginación social.

Siguiendo la pista de estos libros del perezoso, di con alguien que había tenido contacto con este proyecto a través de aquel máster en artes del que  hablé al comienzo y que conservaba todavía uno de estos volúmenes, Soñar es lo único que no me da pereza. El problema es que vivía en Lima. De todos modos, cuando por fin conseguí su mail, todo lo que obtuve como respuesta fue un texto que curiosamente yo había utilizado a menudo para mis trabajos.

El sueño es una de las pocas experiencias que quedan en la que –lo sepamos o no- nos abandonamos al cuidado de los otros. A pesar de lo solitario y privado que parezca el sueño, no está desvinculado de cierta retícula interhumana de confianza y apoyo mutuo, por dañados que estén estos vínculos.

En la despersonalización del sueño, el durmiente habita un mundo común, una actuación compartida de la retirada de la praxis 24/7 con su calamitosa nulidad.

A pesar de su degradación, el sueño es la vuelta a nuestras vidas de una espera, de una pausa.

Entre todas estas meditaciones las seis Meditaciones de Descartes ocupaban un espacio central, no porque fueran el comienzo de la filosofía de Occidente y en general de su concepción de la ciencia, el yo y razón, sino porque su origen estaba en tres sueños que había tenido Descartes de joven, concretamente el 10 de noviembre de 1619, según cuenta su biógrafo. Cansado de los libros, aquel joven buscaba algo de lo que pudiera estar totalmente seguro entre las experiencias de la vida, una búsqueda que le llevó a viajar, hacer la guerra e incluso teatro, hasta que una noche tuvo una revelación a través de un sueño. Que la historia del conocimiento científico tuviera su principio en un sueño le hacía albergar al perezoso aún ciertas esperanzas sobre la posibilidad de que los humanos sobrevivieran también al Antropoceno, aunque lo veía difícil, porque cómo podrían sobrevivir a ellos mismos?

  

Esta parte del archivo, bajo el rótulo de AH (Accidente/Historia), era probablemente el trabajo más enigmático, quizá por ello también más ingenuo. La investigación se apoyaba en la teoría del grado cero del sentido, que fue continuación del grado cero del encuentro, inspirado en las famosas colas del supermercado. El grado cero del encuentro les había llevado a una profunda reflexión sobre las virtudes y trampas de los encuentros online, lo que provocó una crisis que marcó la desaparición del grupo. El grado cero del sentido fue la antesala de este proceso de disolución, sin embargo no se trataba, como creyeron algunos, de la negación del sentido en pro de algún tipo de nihilismo, como el primero tampoco era la negación del encuentro, sino al contrario, suponía la posibilidad de replantearlo desde su autoliquidación.

El impacto del accidente succiona el sentido, lo que provoca una cámara de vacío. De este vacío nace, como dice Bergson, la necesidad de la acción cargada con la potencia del fallo, que es lo que la hace humana. El accidente origina un hongo hermenéutico, en cuyo centro se oye ese momento de detención característico de los accidentes y de los sueños, un silencio denso que nos pregunta.

Campo de batalla de Verdún, I Guerra Mundial, 100 años después.

Los accidentes se están produciendo constantemente, aunque solo se perciben cuando alcanzan cierta frecuencia de onda. Pero aun sin percibirlos, convivimos con ellos. El vacío que dejan es la potencia que hay que aprovechar para generar un nuevo accidente antes de que se normalice el desastre.

La otra reacción frente al accidente, además de la historia, es el arte, más cargado de posibilidades que la acción, a juicio del perezoso, que no entendía por qué en los comités de expertos cuando los estados de alarma nunca hubiera personas con formación artística. Un atraso que evidenciaba la poca fe que tenían en este campo. Entender el arte como algo relacionado con la belleza o la anti-belleza lo relegaba a un segundo plano. El arte, insistía el perezoso ya un tanto sobrado, era un modo profundamente complejo y contradictorio de provocar un accidente, cuyo sentido se trataba de buscar como reacción a un accidente previo, el accidente de la historia; el arte era una trampa para escapar a otra trampa, un truco para sobrevivir. El arte es un modo de vida que los sapiens no terminaban de entender, por eso a veces lo idealizaban y otras lo demonizaban, a veces veían a los artistas como dioses y otras como farsantes que vivían del cuento, o gente con medios que no quería trabajar.

Dora García, The Joycean Society, 2013.

Finnegan´s Wake, una obra escrita a lo largo de 17 años, es uno de los accidentes literarios característicos del siglo XX. Su autor es otro ejemplo más de alguien que no lo tuvo fácil en vida si tenemos en cuenta en lo que iba a convertirse después de muerto. Publicada el mismo año en el que comienza la II Guerra Mundial, su última novela provoca un vacío de sentido cuyo único peligro sería convertirlo en norma literaria, como terminaría pasando. Cualquier accidente corre este riesgo. Para mantener su potencia es necesario actualizar el propio accidente desde la experiencia, sin llegar a reducirlo  a lo que nunca fue, un relato, una imagen o un monumento. ¿En qué momento el rostro de un muerto se convierte en retrato o una experiencia en historia? Normalizar los efectos del accidente significa dejar pasar la oportunidad que ofrecen, archivando la historia y desoyendo su memoria. El que existiera una sociedad que desde hacía décadas se juntara para leer la novela de Joyce, tratando de agotar en vano los posibles sentidos de unas cuantas líneas, que es todo lo que alcanzaban a leer en cada sesión, era un modo de mantener vivo el accidente y seguir habitando el hongo.

En otro orden de cosas, el turismo constituía el ejemplo perfecto de hongo económico capaz de fundir cualquier otra realidad por traumática que fuera; aunque a diferencia del arte, el turismo no trataba de revivirla para devolverle un lugar incierto, a pesar de su promesa constante de ofrecer una nueva experiencias, sino de enmarcarla y rentabilizarla:

  

Fue a raíz de la serie AH que se planteó la segunda colaboración con AC. Yo estaba trabajando entonces en otro proyecto, cuyas siglas eran también AC. Al Contado era la versión online de Se Alquila, un trabajo que estaba haciendo con Juan Navarro cuando estalló lo del virus. Este otro AC era la respuesta a las nuevas condiciones de producción a distancia que se estaban imponiendo por todo el mundo. En su planteamiento había ciertas coincidencias con las ideas de AC, como la insistencia en la anormalidad de lo que empezó a parecer normal, como el hecho de hacerlo todo online y encima cobrando la mitad. Al Contado era, retomando las tesis de AC, un accidente virtual como respuesta al accidente que hacía que no pudiéramos desplazarnos para hacerlo en vivo. El hecho de no poder hacerlo en vivo era en sí mismo el accidente. Sin embargo, esto no pareció interesarles tanto como la coincidencia en las siglas, que veían como una señal clara de algo importante.

Lo que finalmente me terminaron proponiendo fue un proceso de intercambio vía mail de lo que denominaban capitales oníricos . El objetivo era llegar a un nuevo proceso de acumulación originaria de capitales, similar al que había tenido lugar desde el siglo XV, que pudiera revertir la expropiación de nosotros mismos como nuevos trabajadores del mundo poscovid, haciéndonos dueño al menos de nuestros sueños y pesadillas. La empresa no era fácil. El intercambio se empezó haciendo sobre una versión antigua en letra gótica del volumen segundo de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, cuyo título había sido convertido en El mundo como lugar.

  

El perezoso trataba de actualizar sus reflexiones para adaptarlas a la triste situación que estaban viviendo los sapiens, con los que se solidarizaba a pesar de todo, tal era su interés por el tema de los accidentes. El que los humanos fueran, según sabía por las tradiciones gnósticas, resultado de un accidente, producto del cálculo errado de unos demiurgos caprichosos, le parecía una tesis llena de posibilidades. Que aquellos muñequitos fabricados con tierra y agua no consiguieran sostenerse en pie sin la ayuda de Dios, había sido un fallo de cálculo, evidentemente. Pero si Dios se reconocía como un accidente con el que se respondía a otro accidente, los humanos podrían todavía reconducir su historia. Claro que en lugar de hacer esto, se habían dedicado a multiplicar los dioses, dando lugar a una variedad de gamas, colores y modelos. La apuesta por Saturno y los sueños era un modo de replantear esta situación, pensaba el perezoso, y un gesto solidario para con los sapiens.

Sin embargo, en el fondo el perezoso tenía mala conciencia. Tanto fijarse en los humanos  le había contagiado el virus de las culpabilidades. El perezoso sabía que, como los personajes de Tokarczuk, pertenecía a ese grupo de seres que el mundo considera inservibles, que no han hecho nada trascendental, no producen pensamientos importantes ni objetos necesarios ni alimentos; no cultivan la tierra ni hacen que prospere la economía. La culpa de este tipo de seres ya no era de Saturno, sino de Venus cuando se encontraba extraviado fuera de su signo, según se explicaba en aquel libro. Se forma entonces lo que la autora denominaba el Venus Perezoso, que provocaba un extraño tipo de vagancia:

Los afectados por él ven que las oportunidades en la vida pasan de largo ante ellos, por quedarse dormidos, por no querer ir, por llegar con retraso, por no tener cuidado. Tienen una predisposición al sibaritismo, a pasar la vida en un leve estado de duermevela, a dispersarse en los pequeños placeres, a sentir aversión hacia el esfuerzo y la falta absoluta de una predisposición a la competencia. Pierden todo el día, dejan cartas sin abrir, posponen sus asuntos, descartan todos los proyectos. Sienten deprecio hacia cualquier tipo de poder y rechazan todo tipo de obediencia y sometimiento, pues solo desean proseguir tranquilamente su propio camino. No se puede sacar ningún provecho de este tipo de gente.

Olga Tokarczuk, Sobre los huesos de los muertos, 2009.

                    

 

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Historias de AC (2)

AC nació y murió, como tantos otros proyectos de aquel momento, con el confinamiento, aunque en este caso esto estaba previsto. Desde el principio asumieron que todo lo que está vivo está naciendo y muriendo constantemente, y que las historias como los nacimientos y las muertes, no ocurren una sola vez para siempre, sino que se están rehaciendo constantemente. Siempre es solo lo que está ocurriendo todo el tiempo. Por eso nunca se preocuparon tampoco por fijar su propia historia.

Las siglas remitían a distintas identidades que no aclaraban mucho. El punto de partida sería algo así como Archives of Confinements, una plataforma de denuncia de casos de violación de derechos humanos durante el confinamiento, pero AC sería solo la rama ibérica de la propia AC, a la que le quisieron dar un giro local jugando con el nombre de Artistes Confitades, una iniciativa que se situaría en algún lugar impreciso entre el activismo de género y el contexto catalán. Sin embargo, esta primera plataforma internacional demostró ser una ficción. Su verdadero origen parecía estar más bien en aquel curso de máster. Pero este proyecto de Archivo del Confinamiento como herramienta para sostener el encierro habría ido adquiriendo un sesgo más político sobre el que no se llegó a un acuerdo. Ahí comenzaron una serie de ramificaciones que no duraron mucho como Aceleración Continúa, que cruzaba el ruidismo y la poesía como forma de terapia , o Arquitecturas Contemporáneas, dedicadas a las nuevas formas de urbanismo para ciudades fantasma. En todo caso, el núcleo central se vio en pocos días desbordado por la gestión de denuncias de los derechos fundamentales durante la pandemia solo en España. Esto les hizo dar un nuevo golpe de timón hacia la performance y las intervenciones urbanas online, que creyeron más acorde con su precariedad de medios e ideas.

La serie AA, Autoritarismo / Autoridades, puede entenderse como una reacción a la instrumentalización de la ciencia y de los científicos como lugares de poder, un proyecto en el que llegué a participar. Aprovechando el Día del Libro propuse un uso más performativo del libro Resistir en la era de los medios, despiezándolo como quien va quitando hojas a una alcachofa. Antes me aseguré de que el volumen estuviera en los fondos de la Biblioteca Nacional, en donde lo encontré como parte de los depósitos que tiene en Alcalá de Henares, 250 km. de estanterías.

   

AA tomó como bandera el Manifiesto por una desaceleración de la ciencia que Isabelle Stengers había publicado unos años antes. En él se recogía la diferencia que hacía Bruno Latour entre cuestiones de hecho (matter of fact) y cuestiones de interés (matter of interest). Mientras que las primeras se utilizan como argumento de autoridad para dejar las discusiones científicas en mano únicamente de los expertos, las segundas abren el campo señalando otros interlocutores que, sin bien no son expertos, se encuentran directamente afectados por las decisiones de los primeros, lo que justifica la necesidad de darles también voz. Los virus, evidentemente, no eran solo una cuestión de hechos, sino también de interés; dicho de otra manera, no era una cuestión exclusivamente de ciencia, sino también de ética y humanidad.

Los archivos de creación atentaban contra la autoridad del documento dejándolo suspendida sobre un interrogante. Sin embargo, el abuso de decretos y prohibiciones en la gestión de la pandemia terminó haciendo superfluo el trabajo de archivo. El tono autoritario que se impuso revelaba la escasa confianza que había en la ciudadanía, por más que no se dejase de apelar, por otro lado, a su responsabilidad y comportamiento ejemplar, pero siempre desde la condescendencia con la que un padre espera que los hijos le obedezcan.

Que el Ayuntamiento de Madrid retirase los columpios de los parques infantiles unos días antes de que los niños pudieran salir a la calle durante una hora al día después de más de cuatro semanas de encierro demostraba por un lado la relación de confianza entre los políticos y la ciudadanía, y por otro  acercaba el archivo a una revista satírica, haciendo del humor una herramienta fundamental para afrontar aquellos tiempos.

Continuando con esta deriva estuvo también el proyecto de los monumentos públicos a los perros y perras de España por su éxito en la gestión de los derechos elementales durante el confinamiento. Se les agradecía así también la solidaridad mostrada con los humanos, que podían salir también a la calle acompañados de sus perr@s. Con esta serie de intervenciones el Archivo dio por cerrada esta etapa, y las siglas del proyecto se fueron diluyendo en un abanico de posibilidades cuya versión más verosímil podría ser la de Archivos Compulsivos.

A partir de ahí se sucedieron diversas series para asaltar la realidad del día a día, que comenzó con la campaña confinamiento con / confinamiento sin.

Esto fue el principio de una serie de intervenciones en las manifestaciones icónicas de la pandemia, como los aplausos de las ocho, que presentaron como performances colectivas. No se trataba, como se creyó al principio, de atribuirse la autoría de estos fenómenos, sino de darles la vuelta con el fin de abrirlos. Se brindaba así la oportunidad, explicaban en una autoentrevista, de que sus participantes se reconciliaran durante el tiempo que duraban los aplausos con la fragilidad, incertidumbre y capacidad de extrañamiento que caracteriza la condición humana y su poder de reinventarse como sociedad utilizando la imaginación.  Estos otros aplausos (los performativos) no serían para agradecer nada, sino para compartir de forma colectiva esta incertidumbre y al mismo tiempo fe acerca de los otros sentidos que pudiera tener aquel ritual, además de los ya sabidos, sobre todo a medida que el encierro se prolongaba y la irrealidad del momento se hacía más presente. En algunos barrios más conservadores los aplausos se acompañaba con el himno nacional, con lo que la potencia estética del momento se acentuaba cobrando tintes políticos de raíces antropológicas.

Pero como la performance de AC y los aplausos a los sanitarios coincidían en tiempo y forma resultaba imposible desvincular las dos versiones. Tanto de estas intervenciones como de los monumentos a los perr@s y de otras que siguieron no quedan registro, aparte de algunas ilustraciones realizadas ya para este trabajo.

    

Dibujos de Carlota Bustos

El grado cero del encuentro, uno de los proyectos en los que invirtieron mayor esfuerzo, es un encuentro de personas que son como fantasmas.  Un nivel bajo de presencia hacía que estas adquirieran una dimensión incierta. Todo el colectivo creyó descubrir un potencial extraordinario en este grado cero, que fue seguramente una de sus jugadas más improbables. Este proyecto era un modo de solidarizarse con las largas colas de gente cuidadosamente espaciada esperando con una actitud ejemplar su turno para entrar a comprar en los grandes supermercados, cuando en un mercado a secas o tiendas de más reducidas apenas había que esperar. Este trabajo fue cuidadosamente elaborado, recurriendo a distintas fuentes como el Situacionismo de Debord o el postestructuralismo de Barthes y su degré zero de l´ecriture, del que la idea parecía un plagio directo. La coincidencia de estas referencias a finales de los años cuarenta en Francia les sirvió para marcar el comienzo de una nueva historia del arte en la que las colas en los supermercados sería una de sus expresiones más complejas.

A pesar de que esta serie de improbabilidades, como denominaron sus intervenciones, no alcanzaron demasiada repercusión, contenían ya las claves de lo que iba a ser su actividad posterior, que comenzó con la aplicación de la teoría del grado cero a los encuentros por internet. Este teoría aludía a un tipo de reuniones muy específico entre personas que no tienen nada que ver y entre las que difícilmente va a pasar algo que no esté dentro de lo previsto, como pueden ser los encuentros con los antiguos compañeros del colegio cincuenta años después o las reuniones familiares. AC descubrió que ahí se escondía una potencia totalmente revolucionaria.

Esto no pillo de sorpresa a las plataformas y usuarios digitales, pues era el secreto compartido que alimentaba las redes sociales. El problema era el efecto de archivo. Y este fue su segundo gran descubrimiento. El hecho de que estas plataformas funcionaran como enormes archivos digitales neutralizaba la potencia de estos encuentros, generando una sustancia química que producía la ilusión de haber hecho realmente algo provocando una ligera sensación de alivio. La pandemia potenció este espejismo y las consecuencias de la resaca: el mal de archivo se tradujo en un bajón existencial que impedía hacer cualquier otra cosa que no fuera continuar arrastrándose detrás de una pantalla. Al mal del encierro se le respondió con el mal de archivo. Incluso si se trataba de ejercicios de respiración, tai-chi o meditación, todo pasó a formar parte de alguna suerte de archivo virtual del confinamiento, un archivo que en realidad había comenzado a gestarse mucho antes de la llegada del virus; pero solo ahora se hizo tan patente. Hordas de fantasmas celebraban su existencia enviando cápsulas de memoria a otros tantos fantasmas que respondían a su vez con nuevas cápsulas. Un mundo encapsulado terminó poniendo fin al virus, no por estar encerrados, sino porque no quedaba nadie por contagiarse.

Pero esto se reveló pronto como otra invención (injustamente relegada a fake news). Ni las cápsulas terminaron con el virus, ni el mundo estuvo nunca confinado en un archivo, como se puso de manifiesto cuando las redes comenzaron a sufrir una fuga masiva de usuarios a otras redes aparentemente inexistentes. Estas redes estaban en los cuerpos de sus usuarios y se compartían a través de ondas magnéticas emitidas cuando se erotizaban. Mientras más caliente estaba uno, mayor ancho de banda. Operaban con una única clave sonora que imitaba los chillidos de un cerdo cuando lo estaban degollando iiiiiii, un método atribuido, según los ufólogos y otros expertos en cosas raras, a un grupo de alienígenas denominado Paramando. ¿Quién podía competir con eso?

Si AC reconoció el potencial de estos encuentros-cero, con seguridad sabían también de la necesidad de apostar por la vida incluso en sus formas de presencia más diluidas, sin por ello renunciar a su posibilidad erótica. Fue Bataille, cuyos textos utilizaron a menudo, quien vinculó estos dos extremos al definir el erotismo como una aprobación de la vida hasta en la muerte. Su intervención más legendaria Internet huele a muertos se podía entender de muchas maneras, aunque en aquel momento solo se tomó como una provocación fuera de lugar; nadie pensó en el erotismo de los fantasmas, como mucho se llegó a relacionar con el consumo de pornografía en internet, que sufrió también los efectos del archivo, que tras un momento inicial de excitación terminaba acabando con la libido. ¿Qué posibilidad de erotismo quedaba en la red? ¿Y de todos modos, a quién le interesaba hablar de muertos con las morgues desbordadas? Sin embargo, no contar con los que aparentemente ya no están, con los que tienen otro tipo de presencia, los que no cuentan como medios de producción, los que no hablan en los medios, terminaría llevando a reproducir los mismos errores: una economía basada en la supervivencia de los más fuertes.

El fascismo consiste en someterlo todo a algún tipo de utilidad que reduce al hombre a un material humano, decía también Bataille. Internet era efectivamente el reino de las utilidades, y por ello de las rentabilidades. Este es su principio y su autoridad, el secreto que sostenía el archivo. A su lado los expertos no eran sino actores de segunda.

Quizá fue esta la trampilla por la que desaparecieron los de AC, porque las trampas con los muertos y los arcanos no se saldan nunca; o quizá fue simplemente por darse cuenta de que ninguna historia tiene un principio ni en los años cuarenta ni en ningún otro momento, y que el principio de todas las historias es en realidad una trampa, un secreto o un salto.

De este modo, como un salto inesperado describía Ludwig Binswanger, el psiquiatra que trató a Warburg, la manera de pensar de los maníacos. Una fuga nerviosa de ideas. Este era el método, la forma de aprender y desaprender. “Cuando el salto es festivo, es una danza (es sabido la importancia que Warburg le concedía). Cuando no lo es, es una decadencia, una caída, un torbellino con ‘gritos y accesos gesticulantes violentos’ (Didi-Huberman, 426). Desde que salió de Kreuzlingen, Warburg escribió de forma compulsiva tratando de llegar al fondo del archivo, que había convertido en una herramienta de saberes inciertos, migraciones y resistencia.

En su último manuscrito apenas aparecen escritas algunas palabras dispersas al comienzo de veinte folios en blanco: fuga, destino, Nietzsche, conclusión… y en la primera, a modo de título: Método. Algunos meses antes de su muerte en 1929 había escrito que la historia solo se podía entender como una historia de fantasmas para adultos, eine Gespenstergeschichte für ganz Erwachsene. Y el teatro, el teatro de las imágenes, del archivo y la memoria, tenía mucho que decir sobre esto.

      

Hospital de campaña en IFEMA, Madrid, marzo 2020. / Teatro Ojo, Lo que viene. Teatro El Galeón, México DF, 2012.

Cfr. Didi-Huberman, Georges, La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg [2002], trad. Juan Calatrava, Madrid, Abada, 2013.

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Historias de AC (1)

Esta es la historia de un archivo que surgió como una tentativa para afrontar la situación de aislamiento, inseguridad y privación de derechos durante la pandemia del 2020. El punto de partida fue seguramente un taller a distancia en un máster en artes escénicas. ¿En qué medida la construcción de un archivo podría servir para generar un espacio (público) de intercambios, afectos y reacciones frente a todo lo que estaba ocurriendo? Pero archivar implicaba también archivarse, quedar convertido en un documento, grabación, registro sonoro. Cómo revertir este efecto de fijación para crear un tejido vivo, era la otra cuestión. Y cómo hacerse cargo, en definitiva, de la acumulación que deja tras de sí el archivo: acumulación de imágenes, memorias, ocurrencias, conversaciones a distancia, acumulación de pasados que terminan amenazando, como diría Nietzsche, la posibilidad del presente y de la historia como motor de cambio abierto a lo imprevisto, al accidente.

El grupo que empezó trabajando en este archivo estaba ya formado y había una cierta dirección, lo que sirvió para darle un primer empujón. No obstante, la improbabilidad de aquella situación de confinamiento y del propio proyecto, le auguraba un futuro más bien incierto, como a la mayor parte de los proyectos que se pusieron en marcha entonces. E incierta fue, efectivamente, la andadura de AC, incierta, errática y difusa.

Máster Prácticas Escénica, UCLM 2019-2020.

Ahora no me voy a detener en aquella etapa, de la que puede encontrarse todavía bastante documentación, sino en lo que vino después. Los límites del archivo como también los del confinamiento y la propia pandemia se fueron desdibujando. El máster acabó y el grupo empezó a dispersarse; hubo incluso períodos en los que no fue más que una ficción cuya única realidad era el propio archivo. A veces se incorporaba gente nueva, desconocida, que sin saber bien de qué se trataba, lo llevaron adelante con ilusión, haciendo del proyecto su propia casa, pero duraban poco. Quizá la única constante fueron las dos iniciales AC. Todo lo demás fue un encadenamiento de saltos y fugas, cambios de tono y movimientos de dispersión que restaban credibilidad a una situación que como la de la pandemia cuyo mayor riesgo, como también su potencia, era la carga de irrealidad.

     

Máster Prácticas Escénicas, UCLM 2019-2020.

A una etapa posterior corresponde Historias de AC, la serie de la que forma parte este texto. Los trabajos de AC se organizaban en series; series abiertas que como estas Historias podrían estar rescribiéndose constantemente. Cada serie contenía potencialmente toda la realidad, el mundo entero de algún modo estaba contenido en ellas. Historias de AC era un archivo convertido en relato, un trabajo de documentación que llegaba desde un futuro cuya improbabilidad competía con la del presente. Se trataba de discutir en tercera persona y con la aparente objetividad que da el tiempo un proyecto de transformación social basado en fantasmas, virus, muertos, redes, bulos y trampas, que se ajustara a las nuevas condiciones de vida. Una especie de manual de emergencia para la nueva anormalidad que se trataba de hacer pasar por normalidad.

 A todos los españoles y españolas, y también a todos los no españoles ni españolas que tuvieron el sentido común de no comportarse de manera tan ejemplar durante la pandemia del 2020.

 Con esta dedicatoria se abrían las Historias; lo que evidentemente pareció una respuesta a los elogios al comportamiento ejemplar de la población por parte de los políticos, cuando, sin embargo, estaban teniendo una actitud paternalista y autoritaria que dejaba poca opción para cualquier cosa que no fuera obedecer. La democracia se tradujo en un Estado policial a base de multas, censura en los medios y otras medidas de represión que la propia ciudadanía no tardó en incorporar haciendo de policía de sus vecinos. El abuso por parte del Presidente del símil bélico comparando la pandemia con la guerra sirvió para justificar una política en el fondo no hacía sino aumentar la paranoia; aunque esto fuera justamente lo que se pretendía evitar insistiendo en la progresiva recuperación de esa “nueva normalidad”, un término que parecía antes una amenaza de lo que estaba por venir que un modo de tranquilizar a la población.

Por otro lado, las críticas al gobierno por falta de previsión y descontrol, tratando de buscar réditos políticos, no solo demostraba escasa responsabilidad con la situación que se estaba viviendo, sino que la propia responsabilidad en tanto que valor cívico quedaba como una salida de emergencia a la que los ciudadanos tenían que recurrir ante la insuficiencia de normas y leyes. Entre el exceso o la carencia de normas que regularan al detalle el comportamiento de la gente, la confianza en valores esenciales como el sentido común, el compromiso, la responsabilidad o la ética, o como se decía en otras épocas, en la mayoría de edad de la población, quedaba como una opción directamente excluida. ¿Cómo recuperar la tan traída y llevada confianza en las instituciones cuando no se tenía confianza en las personas?

La estrategia de AC parecía clara: poner en el centro a los fantasmas, todo aquello que hasta entonces había estado en los márgenes, contar con los que contaban menos, con los que estaban sin estar, a pesar de ser mayoría, con aquello y aquellos que tenía una presencia aparentemente menos activa. Consistía en transformar las ausencias, las distancias y limitaciones, más presentes que nunca, en potencias de juego y movimiento. El objetivo era evitar la reproducción de modelos anteriores basados en patrones de hiperactividad, saturación y sobrestimulación. En definitiva, no se trataba de hacer, o de seguir haciendo, sino sobre todo de dejar de hacer para que pasara y nos pasara lo que antes no podíamos dejar que pasara; dejar que pasara el tiempo y nosotros con él, que pasaran los otros, que pasara la historia como un otro movimiento, junto a las mareas, los movimientos de tierra o los ciclos lunares. La historia como un accidente más, inesperado, desconocido y tan lleno de riesgos como de posibilidades. Accidente / Historia (AH) fue justamente otra de las líneas de trabajo, que tendremos que recuperar en algún momento.

                  

El problema no estaba solamente el virus médico, que centraba todas las atenciones, sino el virus de la red, los archivos y las comunicaciones por internet, que fueron también inevitablemente los canales utilizados por la política. Un virus alimentaba al otro; el confinamiento en las casas invitaba al confinamiento en la red. Con el agravante de que este último se presentaba como un medio de salvar el primero. Pero esto fue un espejismo; a la distancia de seguridad impuesta por la prudencia o la paranoia, por los médicos o la policía, se le añadieron las distancias mediáticas.

Ambas parecían haber sido aceptadas voluntariamente por la población, pero ninguna distancia se mantiene sin una autoridad. De un virus, el más desconocido, se sabía que de algún modo se saldría, que al final terminó siendo de la misma manera que empezó, de un modo natural y desconocido, pero de los efectos que podría llegar a tener el virus mediático, cuya familiaridad y cercanía lo hacía si cabe más peligroso, se sabía aún menos. Pasada la etapa de encierro, los efectos empezaron a hacerse más visibles: el monitoreo de la población a tiempo real fue la rendición pública, con agradecimientos incluidos por su contribución a la salud mundial y la seguridad de las naciones, a las grandes compañías de almacenamiento de datos.

Cuando la historia falla, viene el archivo. Historias de AC era un archivo en forma de relato, un modo de afrontar lo que Derrida en los años noventa denominó el mal de archivo, lo que hoy se traduciría como compulsión de archivo, uso adictivo y obsesivo de las formas de registro y documentación. El archivo ha sido siempre un modo de salvarnos. Esto no es nuevo, hace años que nos convertimos en registradores de nuestras vidas y de las ajenas, pero cuando la cosa se pone fea la fiebre se dispara. Con el confinamiento, instituciones públicas y empresas privadas, particulares y colectivos se lanzaron a rescatar archivos del pasado y animar la creación de otros nuevos. El mundo se llenó de cápsulas de memoria lanzadas como botellas al mar. Los artistas también aportaron su granito de arena a este gesto revestido de un cierto halo solidaridad. Cuando la anormalidad se fue normalizando, la solidaridad comenzó a confundirse con el mercadeo. Pero al comienzo se trataba de encontrar otros modos de seguir haciendo juntos, de seguir sintiéndonos vivos y activos; la memoria compartida era una baza segura para sostener, en plan de emergencia nacional, una historia comatosa que hacía aguas por todos lados.

Uno de los actores imprescindibles de esta historia fue, sin duda, internet (de los que mejor librados salieron, junto con los perros). Un archivo no se reduce al trabajo de registro, hace falta además un dispositivo para gestionar las cápsulas-documento y hacerlas pública. De estas tareas se encargan las redes sociales y plataformas de comunicación. A nosotros nos basta con hacer el registro. Sin embargo, ese resto del que se ocupan esas grandes compañías, es el que le da al archivo su constitución característica y su valor como espacio público para unos, y económico para otros; aunque las fronteras entre estos dos ámbitos nunca estuvieron definidas. Esto convierte el medio público en un terreno por definición de trabajo, y viceversa: producir significa a menudo buscar los modos para hacerse más público.

El archivo hoy es internet. Este archivo, que constituye también buena parte de la esfera pública y la economía de nuestra era, define un lugar de confinamiento que termina siendo pervertido como oportunidad de trabajo; otro tipo de confinamiento dentro del confinamiento. Cualquier archivo es un lugar de encierro. Lo paradójico es que el primero, el mediático, se presente como una vía para salir del otro. Aunque la red era ya algo habitual, la situación de encierro impuesta por decreto Ley le dio un nuevo valor como lugar de atrincheramiento solidario y autoexplotación programada; lo que llevó a algún visionario a señalar a las grandes empresas de venta online como las causantes del virus.

El archivo es un espacio en el que se guardan documentos. Esta función de almacenaje es hoy quizá un lado menos visible de internet, pero su servicio no acaba con las aplicaciones de comunicación, hay por detrás un almacén de datos de dimensiones colosales. Con la promesa de otros mundos este lugar encantado atrapa. Si la imagen invoca al fantasma, el archivo es el reino de los fantasmas, un cementerio de muertos vivientes.

La comodidad de este servicio a domicilio no es, sin embargo, gratuita; aunque nadie tenga totalmente claro lo que está pagando, porque los términos de este contrato se están redefiniendo constantemente. Las redes pueden entenderse en un sentido literal como trampas para cazar. Esto no hay que tomarlo de un modo peyorativo; una trampa, sobre todo cuando se reconoce abiertamente su existencia, puede utilizarse de muchas maneras. La trampa puede ser una trampilla para comunicar mundos ajenos, un medio para maquinar revoluciones o simplemente una manera más de entramparse. Una trampa es un riesgo, pero también una oportunidad. Uno puede ser cazado, pero también puede cazar. El archivo tiene también este uso de compuerta que conecta universos ajenos, mundos secretos donde se traman conspiraciones improbables en las que se mezcla la realidad con la paranoia, el deseo con la economía o la política con la imaginación. Esos mundos viven al otro lado de la pantalla.

Ahora bien, volviendo a eso que llamamos con cierta ingenuidad realidad, es cierto que si la primera trampa, la de estar trabajando para Facebook, Twitter, Instagram, Tinder o Zoom, parece no preocuparnos mucho, menos nos va a preocupar la contraparte espiritual, a pesar de los efectos puedan ser mortales, como se pensaba en algunas culturas donde se prohibían las imágenes. Pero no estamos hablando ahora de supersticiones. El archivo nos mata, pero no porque nos deje congelados, convertidos en documentos que comparten el mismo destino que los virus, reproducirse sin control; el fantasma no es el que está dentro del archivo, este es solo el reflejo de quienes lo alimentan. El fantasma es el que hace el archivo.

 

La relación entre el archivo y la muerte viene de lejos. Sin embargo, no hace falta irse tan lejos, basta con entrar en un archivo físico y pasear entre sus estanterías repletas de documentos para sentir la presencia de toneladas de pasado embalsamado. Los pasillos de todos estos archivos físicos, si pudiéramos juntarlos en un único archivo mundial, no serían nada al lado de las galerías virtuales donde se acumula la información almacenada en internet. Si internet oliera a algo, olería a muertos. Aunque su brillante superficie despierte una sensación de eterna juventud, se trata de una constante operación estética que crea una ilusión de proximidad, contacto, comunidad, adoptada como paradigma de las teatralidades sociales.

Pero como dijo aquel, benditas sean las ilusiones; porque además el archivo no mata de repente; el proceso de embalsamamiento es largo y progresivo, un proceso de vida. Hacen falta muchas horas archivando y archivándonos para terminar siendo auténticos fantasmas. El destino de algunos pioneros en darle la vuelta al archivo, como Aby Waburg o Walter Benjamin, resulta en este sentido esclarecedor. Estos nombres se convirtieron en los gurús de la enciclopedia cultural y crítica del siglo XX a partir de los años ochenta, cuando la historia se internó en ese bucle de somnolencia programada del que nos despertó la pandemia. Sus trayectorias de vida evidencian los riesgos que tuvieron que asumir al poner el archivo contra el propio archivo, tratando de cazar la historia con su propia trampa. Pero al final los que fueron cazados fueron ellos. Ley de vida.

Warburg consiguió alargar sus actividades recurriendo al poder de supervivencia, como diría Didi-Hubermann, de los fantasmas que habitan los paneles del Atlas Mnemosyne. Desde que salió del hospital siquiátrico en Suiza donde permaneció cinco años, tras el final de la I Guerra Mundial, se le conocía como el regresado de Kreuzlingen. Tras el confinamiento en el hospital se volvió a confinar pero en su propio archivo, una labor infinita de ordenación de imágenes procedentes de todas las épocas y culturas.

También inacabado quedó el archivo de Benjamin, que se vio atrapado entre un mundo que estaba desapareciendo a marchas forzadas, objeto de su archivo, y la maquinaria militar que arrasó Europa durante la II Guerra Mundial. Al final la historia le alcanzó en la penúltima casilla antes de salir para Estados Unidos. A alguien que había dedicado su vida a archivar el pasado y activar las potencias que duermen en él, la zancadilla de la historia no le pilló desprevenido.

El diálogo continuado con los fantasmas termina convirtiendo a uno mismo en otro fantasma más. No se trata de una vocación, son los otros los que hacen de uno un regresado más incapaz de reconocerse en nadie a quien pueda tocar, en nada que no sea una imagen en una pantalla, un objeto o un recuerdo que llegan de otros mundos. La cuestión es cómo hacer de esa presencia fantasmal una potencia de vida, como convertir la muerte en una celebración inesperada, los fantasmas en una multitud capaz de poner patas arriba la aparente normalidad que se había conocido hasta entonces.

Un estudio de ergonomía llevado a cabo en grandes archivos de todo el mundo revela el progresivo deterioro de sus usuarios. La Biblioteca Nacional en Madrid formó parte de este estudio por contar con un público constante que la visita con asiduidad como si fuera su segunda casa. La evidencia de los resultados podría haber animado a algunos colectivos de trabajadores públicos a interponer demandas a la Administración por daños y perjuicios.

Porque efectivamente el problema no son los muertos, sino los vivos, y su tendencia compulsiva a morir como víctimas de sus propios virus. Esto es quizá lo que Derrida denominó Mal de archivo en aquella extraordinaria conferencia ofrecida en el seminario de la Société Internationale d’Histoire de la Psychiatrie et de la Psychanalyse en 1994. La búsqueda del padre del archivo desata una trama detectivesca que le lleva a interrogar no solo a Freud, sino al padre de Freud y de la propia cultura judía. Entre análisis y revelaciones uno de los puntos sin resolver es el sentido del título, que fue añadido después. Qué es exactamente el mal de archivo es un interrogante que se mantiene hasta hoy. El mal de archivo no nombraría una cualidad, sino un efecto, los efectos del propio archivo, lo que traducido hoy se podría formular como “Internet huele a muertos”.

Esta frase, difundida como un virus más, fue la última intervención de AC, el punto final de una serie de ejercicios de improbabilidad en los que se ofrecían datos igual de improbables sobre los efectos del uso de internet durante el confinamiento. Luego nunca más se supo. No solo desaparecieron como colectivo y como personas, sino que también se borraron sus huellas, incluido en internet. Si decidieron inmolarse como víctimas de su propio archivo, o alguien los hizo desaparecer; si fue parte de una performance o el final del proyecto por las divisiones internas, no lo sabemos. Los relatos del archivo, como eran estas Historias, tenían que ser también inevitablemente relatos de muertos y fantasmas, de redes y virus, tampas y ficciones.

         

 

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