DNA (segunda parte): Eduardo Fukushima

Desde Pamplona, a las nueve y media de la mañana emprendo el viaje a Lesaka, a una hora de Pamplona en dirección a Irún. Acompañado de una improvisada fotógrafa, armada con un móvil, que me hará de guía, cuyos orígenes familiares se remontan a estas tierras a donde nos dirigimos, conduzco un coche que el festival DNA ha puesto a mi disposición para que vaya al encuentro del coreógrafo brasileño Eduardo Fukushima y su equipo, que llevan unas semanas de residencia en la Casa de cultura de ese hermoso pueblo navarro, invitados por el festival, rodeado de bellos paisajes y salvaje naturaleza, en un enclave mágico famoso por las brujas que lo poblaban antaño. Atravesamos el espectacular paisaje circulando suavemente por las carreteras navarras. Al cruzar un túnel, en un espectacular giro dramático que no sé a quién agradecer, aparecen las brumas, la lluvia y las nubes bajas que ocultan parte de los verdísimos montes. Ya en Lesaka, después de aparcar el coche, cruzamos un puente sobre el riachuelo que atraviesa el pueblo y penetramos en la Casa de cultura empujando la puerta.

Embalse de Domiko en Lesaka

La puerta que da acceso al teatro donde trabajan Fukushima y los suyos también está abierta, como nos cuentan luego que lo ha estado durante los días que llevan viviendo en Lesaka, para que cualquiera pudiese entrar a ver lo que allí se está tramando (aunque desafortunadamente nadie del pueblo parece haber hecho uso de esa posibilidad, quizá aún no sea tarde para que algún maestro de Lesaka decida llevar allí a sus alumnos). El domingo 21 de mayo, el segundo día del festival, Fukushima presentó su pieza Homem Torto en el Baluarte de Pamplona. Ahora trabaja junto a su equipo en un proceso creativo llamado Titulo em suspensão que presentará al público, dentro de la programación del DNA, el sábado que viene, en este mismo espacio de Lesaka.

Fotos: Oihane Chamorro

Titulo em suspensão tiene su origen en una invitación del artista colombiano Mateo López para acompañar una escultura interactiva expuesta en la Galería Luisa Strina de Sao Paulo, el año pasado. Allí Fukushima comenzó este trabajo apoyándose en el paralelismo entre el color del suelo y el del cielo de Sao Paulo, con la ayuda de la voz de Júlia Rocha, quien le acompaña en esta residencia como asistente coreográfica. El trabajo siguió desarrollándose luego en Alemania, junto al músico francés Rodolphe Alexis, quien ahora también acompaña a Fukushima en esta residencia. En Alemania, el equipo realizó grabaciones sonoras de la voz de Júlia Rocha y de sonidos provenientes de la naturaleza que rodeaba el espacio de residencia. Esos son los materiales sonoros que Rodolphe Alexis utiliza ahora como materia prima para la composición musical, un paisaje sonoro que acompaña el nuevo rumbo de este trabajo, cohesionado e imbricado con el movimiento de Fukushima pero compuesto siempre un paso por detrás de la coreografía y a su servicio. Paradójicamente, como resalta Fukushima en un momento de nuestra charla, ha tenido que viajar a Europa desde su Brasil natal, un país de exuberantes paisajes, para encontrarse con la naturaleza. Por partida doble: primero en Alemania y luego en este selvático enclave navarro. Claro que, aunque brasileño, Fukushima, como tantos otros compatriotas de orígenes japoneses, nació en São Paulo, una megalópolis donde encontrarse con la naturaleza no es precisamente algo sencillo. Es más fácil encontrarse con un helicóptero.

Después de recibirnos y saludarnos afectuosamente en la entrada del teatro junto a Carolina Goulart, quien se encarga de la producción, Fukushima nos pide diez minutos para prepararse y vuelve al teatro. Cuando Júlia Rocha nos invite a entrar Fukushima ya estará en el suelo del escenario, en un costado, vestido para actuar, con una enorme peluca, metido en su papel, en actitud recogida y contemplativa. Júlia nos invita a acompañarle en el escenario, donde también se encuentra la mesa de sonido y luces, y nos propone sentarnos tranquilamente donde mejor nos parezca. No hay sillas. No hay cojines. Deambulamos por un escenario desnudo con suelo negro, elegimos un lugar, nos sentamos en el suelo y nos ponemos tan cómodos como las espartanas condiciones lo permiten. Esa austeridad no es casual, Eduardo Fukushima nos contará más tarde que ha pensado en el papel del público y en las condiciones de contemplación y escucha. Nos invita a que hagamos uso de nuestra libertad y a que nos creemos nuestro propio espacio cómodo a partir de una situación que, a priori, no es la más idónea para esa comodidad. A mi acompañante y a mí, la verdad, no nos importa tirarnos por el suelo. Más bien, nos apetece.

La luz ilumina el espacio central. Cuatro altavoces que rodean el escenario comienzan a introducirnos en una banda sonora sugerente que sabe a naturaleza sin ocultar su artificio, la intervención humana, la composición. El tratamiento del sonido es cuadrofónico, no estéreo. Los cuatro altavoces no están aquí por capricho sino para aprovechar una composición acusmática en cuatro pistas. Se agradece, en esta disposición espacial, por lo coherente de la propuesta, por la sutileza de su elaboración, por el movimiento que genera el desplazamiento virtual de la fuente de sonido por el espacio y por lo poco habitual que es encontrarse en escena con este tipo de tratamientos sonoros que van más allá del habitual y estándar estéreo. Poco a poco, mientras una luz tenue ayuda a que nos abramos a la escucha de este delicado trabajo sonoro, también nos acostumbramos al ambiente de penumbra que reina en el vientre de un teatro que sabemos en mitad de un espacio exterior mágico. Y comenzamos a abrir nuestra mirada a los pequeños movimientos con los que parece que Fukushima despierta de su letargo.

Fukushima viste algo que recuerda a un kimono pero que no acaba de ser ni eso ni el hábito de un monje, aunque el cuello con el que en algún momento llegará a taparse parte de la cara me trae esa analogía como el recuerdo invertido de una capucha. Poco a poco aparecerán de sus mangas unos delgados palos. Esos palos, que Fukushima ha mandado fabricar para la ocasión, serán prácticamente los únicos objetos visibles que se permitirá en escena. Sutilmente se convertirán en protagonistas que irán modificando su significado, y el significado de los movimientos y la presencia de Fukushima, a medida que se desarrolle la pieza. A diferencia de sus trabajos anteriores, esta vez, en escena, el coreógrafo no es él mismo, no es autobiográfico, sino que marca distancias y se aleja de sí mismo (algo que el vestuario, la peluca y, quizá los palos, contribuyen a remarcar) para emprender un viaje, sosegado y contemplativo (hasta que estalla en un frenesí tembloroso y sonoro), más bien quizás con la mirada puesta en el exterior. Un viaje que a veces tiene el aroma de reducción de ciertas técnicas orientales en las que Fukushima se ha educado.

Pero lo curioso es cómo la calidad de movimiento y las herramientas y recursos de Fukushima, brasileño, de 33 años, a pesar de desconocerse mútuamente, me recordó en numerosas ocasiones (no de una manera literal) a diferentes trabajos que desarrollaron hace más o menos diez años, en diferentes momentos, un puñado de coreógrafos en Barcelona más o menos relacionados entre sí: desde Rosa Muñoz a Carmelo Salazar pasando por Sergi Fäustino o Carme Torrent. Un tipo de coreografía que hace tiempo que ya no es habitual ver ni en Barcelona ni en el resto del Estado español, porque la nueva hornada de coreógrafos ahora están en otras cosas o quizá porque la mayoría de esos coreógrafos han desaparecido prácticamente de escena, en unos últimos años ciertamente movidos. Igual que Fukushima tuvo que venir a Europa para encontrarse con la naturaleza, yo tuve que ver ayer el trabajo de un brasileño para encontrarme con el recuerdo de cierto tipo de creaciones que, quizás, a través de ciertas remotas conexiones y algunos referentes comunes, siga desarrollándose en otras partes del mundo.

Este trabajo (que, como Fukushima mismo nos dijo, no acabará de fijarse plenamente hasta que se presente una veintena de veces) es un trabajo de esos en los que, si uno entra y conecta, permite agudizar la mirada, el oído y el resto de nuestros sentidos y, por eso, al salir de nuevo a eso que llamamos realidad, eso que nos espera ahí fuera, quizá suframos la ilusión de que todo es nuevo y diferente a como lo habíamos dejado antes. Y quizá, si nosotros ya no somos los mismos, eso no sea ninguna ilusión.

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