Lo vulgar

Imágenes: Joel Beltran

Me encuentro en la sala de ensayo de un teatro público-privado de la ciudad condal, estoy sentada en una silla, mis pies descansan sobre un linóleum color verde pardo y me rodean cuatro paredes decapadas de color beis. La verdad es que no sé muy bien que hago aquí. Un colectivo joven de artistas multidisciplinares me ha convocado para charlar de las pesquisas de la creación escénica delante de una audiencia. Junto a mí, sentadas en otras sillas, hay otras cinco artistas escénicas o, como a mí me gusta llamarnos, otras cinco trabajadoras de las artes escénicas. El colectivo organizador nos lanza preguntas a una y a otra sobre cómo configuramos nuestras metodologías de trabajo y demás historias y nosotras contestamos. Hoy, aunque es impropio de mí, decido hablar aplicando un tono balsámico, es decir, decido hablar depurando, bloqueando y drenando cualquier tipo de conflicto. Estoy cansada, es tarde, vengo de otro curro y la cosa me parece el típico circo de artistas-futuros-gestores-culturales, así que como no tengo ganas de ser la toca ovarios de turno no digo lo que realmente pienso, en lugar de eso, respondo una pregunta tras otra haciendo uso de metáforas, florituras retóricas, lugares comunes y analogías cutres mientras evito trazar algún tipo de sentido, pues si hablara desde la voluntad de apelar a un sentido, me tendría que comprometer realmente con lo que digo, y la verdad es que no nos están pagando ni un euro por esta chapa.

Cuando la movida en cuestión está por acabar, entre el público oyente se alzan algunos brazos. Es entonces cuando un tío con gafas que parece madrileño y al que llamaremos como tal desde ahora, pronuncia unas palabras que tienen el demoledor efecto de un rompe-conjuros.

<<Pero… ¿qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica?>>. No lo puedo evitar y se me rompe la pose típicamente aristocrática-barcelonesa, una forma de estar aparentemente desinteresada por la parte del rostro pero rígidamente cerrada por la parte del ano. Noto cómo se me despierta la lengua, cómo se me libera la estrechez del culo, doblo la espalda hacia delante y abro mis piernotas primero para apoyar la mano cual camionera despechada y después para soltar un <<a tomar por saco>> que cause buen efecto. El caso es que me cabreo o actúo un poco el cabreo (con una actriz nunca se sabe) y matizo <<estoy cansada, ¿qué quieres que hagamos? pues romantizar, hombre, romantizar>>, eso le digo al madrileño en cuestión. No sueno muy elegante, más bien sueno como una persona vulgar que es exactamente lo que soy. Roto el sortilegio, decido irme tranquilamente a mi casa cuando todo termina. Echando a caminar, al rato… siento un pensamiento levemente punzante… <<Sería una traidora de clase muy al uso si no fuera primero de todo una cínica de pacotilla>>. Las gallinas que salen por las que entran, me digo. Noto ahora un pequeño bulto en el esternón, <<será la culpa>>, me digo. No debería haberme enfadado, me digo, <<el madrileño tenía razón>>.

De hecho, la única pregunta importante de la charla sólo puede ser esa <<Pero…¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica?>>. Una nunca espera encontrarse a un materialista en una sala de ensayo. La conciencia es un ente difícil de burlar, si la intentas esquivar suele reaparecer con la fuerza titánica de la vergüenza.

Ahora, en casa, recuerdo y escribo. Escribo en mi ordenador ASSUS VivoBook que tiene ya más de 8 años. Uso un programa Open Office libre. También uso la escritura como redención. En tanto que soy una cristiana-mierdo-marxista, me es tan necesaria la redención en una historia como un buen conflicto dialéctico. Hablando de mezclas mesiánicas, se me aparece la cita de Benjamin en la cabeza como si se tratara de un papelito en una galleta de la suerte:


<<Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de peligro>>


El recuerdo de esa charla organizada por un colectivo de jóvenes artistas multidisciplinares relumbra en el instante de peligro. Articulo ese pasado no como verdaderamente ha sido, más bien trato de adueñarme del recuerdo en el reconocimiento de la escritura. Si lo hago es para hacerle frente a la ideología dominante. Escribo una historia y me posiciono drásticamente en ella. ¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica? Debo adueñarme del recuerdo. Es ridículo darle credibilidad al término creación, esa palabra totémica en la nomenclatura cultural escénica. Como si la creación fuera razón suficiente de una realización escénica de cualquier tipo. Como si existiera teología alguna en la práctica pagana de las técnicas teatrales, como si nuestro colectivo de des-gremiados tuviera la naturaleza de un taller renacentista de Florencia, su estatus, su brillo, su renombre, su conexión con Dios. Los histriones, las juglaresas, las saltimbanquis no creamos como protodioses protoburgueses en los talleres para la gran maquinaria artística de la modernidad. Este atajo de perdidos, de plebeyos, de cortesanas arruinadas y de gente fea y bajita, sabemos más de carretas y de caminos y de plazas y de corrales y, en definitiva, de actuar en el marco de una puerta, que de techos moteados con estrellas doradas y perspectivas centrales de Vicenza. Y a eso voy. ¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica? Pues para la mayoría hay garajes, plazas, fiestas de aniversario, campings repletos de alemanes, barras de bar, clases de teatro para niños pijos, callejoncitos, patios, comedores de pisos de estudiantes, centros cívicos, salas privadas al 70/30 y, ya cuando el relato meritocrático te lo permite, un par de teatros públicos y luego a la ruina. Pues bien. Me adueño del recuerdo, articulo una historia en la que hay horas y horas de trabajo jamás remunerado, una gran cantidad de energía y de imaginación movilizada para sortear la falta absoluta de capital y de posibles, una gran capacidad para arrodillarse y perder todo tipo de soberbia a la hora de acceder a los espacios que nos permitan ensayar, una paciencia remarcable para aguantar la infantilización institucional, una entereza muy particular para aguantar la violencia burocrática y para poner buena cara al gremio más imbécil de todos, el gremio de los programadores, esa gente con gusto de borrego festivalero que viaja gratis por el país viendo teatro que nunca programará. ¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica? Hay lo que es: lo hay todo.

Las condiciones materiales moldean mi práctica, como moldean la práctica de todo cristo, mi corazón, mi forma de amar, de odiar y de encuerpar lo escénico también lo moldean las condiciones materiales. Estas me obligan a ser gloriosa cuando sobrevivo, pero también me obligan a recelar, a recelar como una perra y a pulir mi trabajo vinculándolo inevitablemente a la realidad y al sentido de lo que hay, de lo que se toca, de lo que se siente, de lo que vemos, de lo que vendemos y compramos, de lo que no podemos tirar, de lo que nos cuesta, de lo que nos duele, de lo que debemos guardar, de lo que vamos a tener que dejar de pensar, de las pocas horas que tenemos, de lo que vamos a dejar de desear, porque no se puede, para pensar en otra cosa, desear otra cosa, que sí se pueda, y conformarse con hacer uso de una abstracción hecha chiste, de un cuento hecho escenario, de una peluca de mala calidad hecha joyería, de una broma para justificar la presencia. Conformarse. Joderse. Aguantarse. Me debo a las condiciones materiales, sus posibilidades son mi estética y esa es la propuesta de mi metodología, desde ella construyo una tribuna de papel maché en la que enaltecerme unas horas y hacer la contrapartida a las patronas. ¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica? Pues que unos tienen el capital y a otros se les extrae la fuerza de trabajo, y lo que parece un intercambio entre espacios y »artistas» siempre, siempre es un enriquecimiento por parte de los equipos, del particular, de la empresa, y una precarización por parte de las trabajadoras que nos sometemos a las leyes del entusiasmo, a la romántica pasión vocacional por el teatro.

Con el colectivo del que formo parte seguimos sin podernos sostener económicamente (bueno, eso es obvio), parece ser que, por muchísimos motivos complicadísimos de comprender, no merecemos el buen trato de los teatros públicos, los teatros de los contribuyentes, los únicos teatros que pagan al juglar con la dignidad de un sueldo de ciudadano. Y por ello, por no gozar del gusto general de los teatros públicos, nuestras condiciones materiales nos llevan nuevamente a las carretas y a los caminitos y a los garajes y a los espacios ambiguos de lo privado. Experimentando, por ello, contradictoriamente, una elitización que no deseamos, un ostracismo que nunca quisimos.

Solo veo una posibilidad real que dé sentido a esta soberana explotación. Expropiar los medios de producción a la vieja usanza. Esa es la redención de la historia que inauguro para mi historia en el instante de peligro. Ocupar las salas de ensayo de los teatros mixtos público-privados. ¿Las salas privadas? Colectivizarlas. Como las públicas. Colectivizarlas. Colectivizar todos los medios, devolver el valor a los usos, dejar de producir plusvalía, pues los teatros son de quien los llena o de quien los mantiene vivos. Sería fantástico, de verdad, sería un acto de una gran belleza. Pero será que estamos demasiado ocupados en lamentarnos… será eso.

Acabo de escribir y me río por debajo de la nariz. ¿Seríamos capaces de recuperar lo que es de todas? Es eso o seguir romantizando, mistificando, poniendo cara desinteresada y ano estrecho, y yo… estoy ya tan cansada de todo eso… cada día me cuesta más olvidarme de lo vulgar que soy, cada día me cuesta más olvidarme de lo vulgar…

Núria Corominas

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