vulnerasti cor meum

vulnerasti cor meum – Carmen Aldama – Surge Madrid 2023

Entre otras continuidades de contrarios, lo bello encierra la de lo instantáneo y lo eterno.

Simone Weil, La gravedad y la gracia

Llego enfrente del Teatro de las Aguas cinco minutos antes de la hora acordada. De pie, me quito los auriculares y espero. Retrocedo ante lo que persigo – encontrarme con ella – ahora solo me queda estar aquí. Con la pausa, empiezo a mirar y a entender que hoy estoy en esta calle. 

Pasados los minutos, Carmen me abre la puerta y, a partir de este momento, la realidad y la imaginación empiezan a mezclarse. Nos abrazamos. Una distancia corta, un contacto lejano. Es ella la que tengo enfrente, y a la vez es otra, lo noto. Me fijo en el maquillaje que lleva, unas líneas rojas encima de sus párpados. Me fijaré también el día en el que nos reúna a todas al final del proceso y nos hable de Rayito el Payasito. El eyeliner esculpe en su cara una imagen presente de Rayito, el señor que cuando ella era pequeña pedía en la calle, con la cara pintada de blanco y los ojos de rojo. Pero yo, en este primer encuentro, todavía no sé estas cosas.

La joven me guía hasta una sala de teatro en obras y me sienta en una butaca desde la cual veo parte de un escenario lleno de polvo. Detrás de mí, un obrero pinta el suelo mientras suenan canciones pop de un reproductor bluetooth apoyado en una butaca. Ella no está. Me pregunto, ¿cómo le ha convencido para que haga esta acción durante los cinco primeros minutos de pieza, todos los días? Todo se entrecruza, Carmen hace creer a la que mira que todo está orquestado. Nada más que la realidad siendo observada. Una ficción: alguien mirando desde una distancia. Ella trabaja con esta cuestión durante todo el viaje, articula un palimpsesto que superpone fragmentos de lo que fue, de lo que es, y de lo que imaginamos que podría llegar a ser.

Salimos a las calles del Madrid de las aguas. Paseamos en silencio, excepto en los momentos en los que ella quiere hablar, y entonces conversamos calmadamente. Las calles empiezan a impregnarse de una memoria que jamás olvido cuando ahora, en el devenir cotidiano de la ciudad, paseo por ellas, me lanzo por sus pendientes, doblo las esquinas mozárabes. 

Cada cierto tiempo, entre el viento que acompaña el paseo, la joven se detiene, chasquea los dedos de la mano frente a mí
y se abre el paisaje
el tiempo es otro
todo flota 
el cuadro en movimiento se ha amistado con la joven
para ser enmarcado en ese preciso momento
llevo falda y las manos en los bolsillos
no quiero helarme
ella me lleva calle abajo
resigue paredes con la mirada y con el tacto
mis gemelos persiguen sus manos por la ciudad
antigua
el agua que brota de las fuentes
antigua
un constante devenir entre el sonido aleatorio y el intencionado.

Vamos a la Iglesia de San Pedro. Por primera vez en el paseo me deja sola, me da instrucciones para mirar dentro de la iglesia y me abandona. Yo entro y me santiguo delante del Cristo de las Aguas. No soy creyente pero
me pregunto adónde va el amor
ahora
y no lo sé
y santiguarme tiene sentido, porque Carmen ya me ha convertido en otra. Conversábamos en el pasado sobre las epifanías; sobre la capacidad de sorprenderse mirando lo pequeño, y creo que es una cuestión que ella tiene muy presente a la hora de construir recorridos. Ante la imagen, dejar de tratar de interpretarla, sino mirarla hasta que brote de ella la luz. Durante este primer paseo, Carmen cosecha una expectativa en el cuerpo de sus acompañantes, mediante un ojo que se va sorprendiendo, poco a poco, de lo que le rodea, y una acaba el paseo deseando, inconscientemente, un nuevo encuentro. 

Me apresura para salir de la iglesia, y afuera nos espera un repique de campanas, allá arriba. El tiempo me hace sentir afortunada, pienso, qué bien que suenen las campanas y yo esté aquí, ahora, para escucharlas. La arquitectura permite habitar la experiencia de un mundo del que no somos espectadoras, sino al que pertenecemos indistintamente, y Carmen nos anima a encontrarnos con el mundo, a ser-en-el-mundo, a través, curiosamente, de esa mirada y esa distancia con las cosas. La mirada, no obstante, es una mirada desplazada, se aleja de la relación arrolladora de la ciudad contemporánea con la vista y el consumo, y es propuesta como una subversión del tiempo y como una extensión del tacto. Frente a lo frenético, parece que Carmen se pregunta; ¿puedo desgarrar el tiempo, puede entrar la eternidad a través de la mirada?

Con un último chasquido nos despedimos. La Travesía del Almendro desciende ante nosotras, los peatones se entrecruzan, los tacones repiquetean contra el empedrado, el cielo se ufana en empujar al viento y en hacer brillar los edificios. Por un momento siento que habito otra época que la presente. Como cuando dices tu nombre, o lo piensas, y no lo reconoces. Así me siento ante el paisaje final.

Cuando la vuelvo a ver, estoy rodeada de gente, de otras que, al igual que yo, y tan diferentemente, han acompañado a Carmen estos días. Ella aparece con su eyeliner Rayito el Payasito y una carta para leernos; “¿Qué diferencia a Rayito el Payasito de Romeo Castelucci? La distancia desde donde los miramos”.

Paseamos por las calles y llegamos a la colegiata de San Isidro. Allí nos esperan, nos conducen a una de las torres de la iglesia, subimos hasta un primer nivel desde el que vemos y oímos las campanas de la otra torre. En Madrid se hace de noche y las luces tintan el paisaje. Las que estamos allí parecemos preguntarnos, ¿estamos bendecidas?

Subimos más hasta encontrarnos, allá arriba, con cuatro campanas inmensas y un grupo de campaneros dispuestos a hacerlas sonar. Todo parece un regalo. Empiezan a tocar y voltear las campanas, las superficies vibran con fuerza, los cuerpos se iluminan. El tiempo vuelve a ser otro y mi cuerpo desaparece ante el paisaje. Uno de los campaneros nos explica que una de ellas es del s.XVI, y pronuncia esta hermosa frase: “Estáis escuchando el mismo sonido que se escuchó hace tantos siglos. Es un sonido vivo.” Un sonido que consigue atravesar lo que no existe, que se torna bello al hacer resonar el pasado. Por la campana ha entrado la eternidad.

Llega la noche, culmina el paseo y nos marchamos con el temblor pegado, con el ojo vibrando. Las lágrimas son una campana, las campanas son orejas gigantes y prodigios de una arquitectura sostenida por encima de nosotras. Carmen ha conseguido algo que muchas deseamos siempre; poder habitar un tiempo desparramado, perder la ilusión de que nos pertenece, dejar que nos asombre y no hacernos cargo de él. Que me permita desaparecer, por un instante, en este mundo. 

Mil gracias, Carmen. Gracias también por encontrarte con las que te han acompañado en el viaje; los Campaneros de Madrid, Nilo Gallego con el sonido, y Roma como ciudad que vio nacer esta preciosa investigación que el tiempo nos trajo a Madrid, y que ahora vuelve a pertenecer al pasado como instante y al futuro como eternidad.

Aurora García Agud

Fotografías de Patrícia Nieto

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