No sé en qué momento hice la elección definitiva pero sin duda fue en esa época de la vida de duración indeterminada que se denomina adolescencia.
Hasta entonces los diccionarios y los mapas pesaban lo mismo en la balanza. Sentía el mismo interés por esas dos formas de codificar el mundo.
Poco a poco empecé a experimentar la mentira intrínseca que habita en cada palabra dicha o incluso escrita. La imposibilidad permanente de encontrar la palabra justa para una emoción nueva. La palabra gritada porque a tono normal no cumple su función. También los te-querré-siempre tan efímeros, como su nombre indica. Cómo resumía algún poeta con su “las palabras, entonces, no sirven”. En fin, nada que no os haya pasado a cualquiera de vosotras un montón de veces.
Los mapas fueron ganando territorio y finalmente se inclinó la balanza, a fin de cuentas ningún mapa me había traicionado nunca.
A partir de esa elección mi colección de atlas, planos, cartas náuticas, mapamundis y cualquier objeto que reflejara simbólicamente un territorio comenzó a crecer. Llegué a tener hasta una bola del mundo en forma de lámpara, esa cosa tan aparentemente pueril, que aúna dos de mis grandes pasiones: la luz y los mapas.
Mucho tiempo después ese afán coleccionista me llevo a ser propietario del único ejemplar de un raro manuscrito titulado “Mapa para viajar a cualquier sitio”, del que fue autor mi hijo a la interesante edad de cinco años. Sin ninguna duda, uno de mis preferidos de los que conservo.
Sospecho que parte de la desconfianza sobre las palabras ha provenido del uso que se hace de ellas, no tanto de la sucesión de letras más o menos cacofónica o su significado. Quizá por eso nunca me he desprendido del diccionario etimológico. Por aquello de ir al origen, a la raíz, de ahí viene lo de radical.
Uno nace limpio, con esa mirada de los bebes que parece que en su cerebro se contiene toda sabiduría, la belleza y la pureza del mundo y después pasa lo que pasa, empezamos a socializar y ya sabéis las consecuencias.
Antes de salir de casa busco la preposición “sobre” en el diccionario etimológico. Parece ser que viene del latín “super”, que significa algo así como encima. Vamos, lo que todos sospechábamos. Parece que “uper” es una raíz indoeuropea que en griego antiguo daría “hiper”. Super e Hiper. Dos palabras que nos remiten en estos días a la cesta de la compra.
La verdad es que las preposiciones, para ser palabras, son bastante honestas. Como simplemente son nexos no imprimen demasiado carácter y producen poca confusión. Relacionan cosas entre sí. Una especie de mediadoras. Además casi todas están predestinadas a figurar en las indicaciones de los mapas, con lo que les tengo un cierto cariño.
Sobre un barco cruzo la ría para ir a Vigo. Voy a ver una obra que se titula “Sobre”. Por lo que sé es un paso más en un proceso de trabajo largo en el que he sido testigo de algunos momentos y me he perdido otros. No sé si es un resumen, una ampliación o un giro sobre lo que ya he visto, pero voy hambriento.
Esta vez, al entrar al teatro no vamos al fondo, a la black-box habitual. Nos quedamos en el ambigú, para esta ocasión repintado de blanco, paredes y techo. En el suelo un linóleo, también blanco. A lo ancho una fila de butacas por lado. En lo estrecho, por un lado el control técnico y al otra la única pared sólida sobre la que está proyectada, en grande, la palabra SOBRE.
El horizonte de los espectadores son otros espectadores.
Tres golpes de un gong disfrazado de plato de batería y empezamos.
Tras unos segundos llegan dos, cubiertos por una tela reflectante. Arrastran una caja de la que va saliendo humo a chorros intermitentes. Recorren el espacio parándose delante de nosotros, el público, en varias ocasiones. No nos ven, parece que nos olieran. Nuestros miedos, nuestras expectativas, nuestras esperanzas. No hay certezas. En mi cabeza, un poco de confusión.
Se quitan el embozo y se muestran. Son unos niños. Una niña y un niño. Y se dirigen a nosotros. “Estamos, estamos”. ¿Nos están preguntando si estamos preparados? Sigue una parrafada de presentación de la que solamente me queda resonando la palabra “Europa”.
Me sitúo en un espacio concreto, empiezo a crear el mapa en mi cabeza.
Comienzan los juegos. En seguida te das cuenta que los niños vienen con sobredosis de chocolate y gominolas. Juegos absurdos. Castigo para el perdedor del juego absurdo. Un duelo a garrotazos pasado por la centrifugadora de un diseñador de videojuegos. Invitan al público a participar de los castigos. A mí me da pudor. No sólo porque no creo en el castigo, también porque no entiendo el mecanismo que lleva a ser merecedor de un castigo. Parece aleatorio, o random, que sería más propio del lenguaje de videojuego y me viene a la cabeza en ese momento.
Los niños siguen jugando. Ajenos a nuestras miradas, aunque a veces pienso que las buscan. A estas alturas algunos de nosotros ya hemos intuido que estos niños pertenecen a una nueva especie de homos que habitan la próspera Europa. Una nueva involución a partir de lo que algún día se denominó “sapiens sapiens”.
El cansancio hace mella a medida que avanzan los juegos. Ya sabes cómo va a terminar eso. En realidad tenían que haberse ido a dormir hace bastante tiempo, pero el exceso de azúcar los hace hiperactivos. Risas flojas y llantos al acecho. Algo va a acabar mal.
Hay juegos con chapas. Chapas de cervezas, chapas de refrescos. Las hacen saltar dentro de calderos de metal. Como un palo de lluvia urbano que esboza sonidos industriales. El juego de la rana, tratar de encestar en la boca del otro. Se lanzan una a una, se tiran a puñados. Van sembrando, como si fueran semillas metálicas destinadas a no crecer en un suelo estéril.
El campo sembrado de cadáveres empieza a dibujar un paisaje conocido. Europa de nuevo resonando en mi cabeza. Los desechos esparcidos aleatoriamente, el juguete que es útil sólo un momento y pasa a engrosar la categoría de basura. El interés, la atención que va de un lugar a otro sin detenerse. Caminar apestando la tierra. Ampliando el territorio. Colonizando nuevos lugares.
El foco se desplaza. Ahora están subiendo a un árbol metálico y con una forma muy parecida a una escalera. Sigue el enfrentamiento. Los antiguamente conocidos como sabios sabios retornan a las ramas de las que me han dicho que bajaron hace millones de años.
Mi cabeza los abandona y se va a mis propios juegos infantiles, subido al gran roble de la casa de mis padres…
Mientras estoy en mi mundo pasado sucede algo que no detecto. La niña ha desaparecido. Estamos en la habitación de él, que se prepara para dormir. Se quita la ropa y la va ordenando. Creo que entramos en el territorio de los sueños. Del sueño y de los sueños. Hay ecos de caverna. Voces que vienen de muy lejos. Voces que te arrastran y te llevan adentro del saco.
Y en el sueño se vuelven a encontrar, la niña y el niño. Imágenes oníricas con globos negros, con globos que se inflan y se desinflan. Pelucas. Como si los niños soñaran con ser mayores, ese gran error. Alcanzo a entender una pérdida de la inocencia progresiva. Incluso intuyo una cierta connotación sexual en alguno de los gestos.
Quizá sea cosa mía porque me vuelvo a perder en mis sueños infantiles, cuando soñaba con ser mayor…
Cuando despierto nuevamente de mi ensoñación estamos en otra habitación. Hemos pasado de pantalla. Es como un ritual. Como un funeral contemporáneo. Laico. Una letanía de textos se desgranan. A un ritmo lento. Uno detrás de otro. Dos micrófonos. Cuerpos relajados. Voces neutras, sin intención. Textos crudos. Lanzados al vacío.
Frases que me acarician.
“Sobre esa gota que me acompaña / sobre esa gota que mide lo que entiendo por tiempo.”
Frases que arropan.
Frases que golpean en el hígado.
“Sobre cuerpos rotos / sobre memorias traslúcidas / sobre deseos ajenos.”
Frases que besan los labios.
Frases bofetada.
Frases que abrazan.
Frases masaje.
Frases que besan el lóbulo de la oreja.
“Sobre la fuerza de lo débil / Sobre conocer la montaña. / Sobre conocer el bosque. /Sobre conocer el desierto.”
Frases cosquillas.
Empiezo a pensarlo como si fueran una soprano y un tenor en un recitativo de una ópera desconocida.
Frases coscorrón.
“Sobre nacer como objeto de mercado / sobre constituirse en sujeto de mercado.”
Frases que llevan mi mano haciendo círculos sobre tu ombligo.
Frases que escriben con saliva tu nombre en la espalda.
Frases que escriben mi nombre en mi espalda.
No, mejor, como si fuera todo el Hilliard Ensamble interpretando una canción de Perotinus.
Frases que acunan.
Frases que te acunan.
“Sobre imaginar a qué se refiere cada uno, cuando dice nosotros / sobre nosotros / sobre imaginar.”
Frases que te expulsan del paraíso.
Frases para acompañar una vida.
Frases para definir una vida.
“Sobre la densidad de los cuerpos colonizados. / Sobre la belleza de los cuerpos libres.”
Escribo esto días después de volver a casa, mientras fumo en la ventana de mi cocina. Y nuevamente siento que me fallan las palabras. Que me traicionan, que no llegan a abarcar todo lo que intento decir. Y siento la ansiedad clásica. Cuando mi cabeza va más rápido que mis manos. Cuando la cabeza va más rápido que la vida.
Ahora pienso que me gustaría volver a verlo. Tengo la sensación de que me he perdido muchas cosas, que no he entendido algunas y que he distorsionado otras.
Me autoengaño diciéndome que, a fin de cuentas, entender está sobrevalorado. Y que lo importante son las emociones. Lo sentido, que también es lo vivido.
Y recuerdo que he sonreído, casi reído, casi llorado. Que me sentí golpeado y acunado. He sentido que me retorcían el brazo por un momento y también que me comían la boca. Que durante una hora he salido de eso que se llama zona de confort y me he dejado arrastrar a otros lugares, algunos incomodos, otros acogedores. Algunos propios, otros extraños.
Y vuelvo a confirmar que esto es lo que le pido a este tipo de cosas que englobo dentro del arte. Ser atravesado. Abrir la posibilidad de ser transformado. Y también confirmo una vez más mi adicción. Me llamo Antoine, soy adicto y no quiero curarme.
“Sobre [14 propuestas temáticas por si tú también te aburres]” es una obra del colectivo Ensalle. Entre otras cosas esta gente son los (i)responsables del Teatro Ensalle que tantas alegrías me da desde hace más de 20 años. Son los anfitriones y propiciadores de que un montón de trabajos de compañías y artistas honradas tengan visibilidad y de dar un poco de luz a la escena en esta hermosa tierra llena de nieblas y tinieblas.
Pero no quiero hablar hoy de sus horas de oficina, que bastante tienen ellos.
Quiero hablaros de una forma de trabajar para la escena.
Quiero contaros que, entre otras cosas, organizan unos encuentros que se llaman “Canchales”. El canchal, según me han contado, es una indicación geográfica. Otra cosa a figurar en nuestros mapas. Un lugar, un derrumbe de piedras, un cruce, un punto de encuentro dónde los pastores se juntan y charlan de sus cosas de pastores.
Ensalle, cada cierto tiempo, se transforma en un canchal a cubierto de inclemencias meteorológicas tales como la cobardía, la vergüenza, el compadreo o la censura.
Encuentros de una o dos semanas que finaliza con una muestra del proceso de trabajo. Por decirlo de alguna manera durante el canchal se ordeña la leche y se añade el cuajo. En la muestra se separa el suero y se da de beber al público. Se quedan con esos grumos que prensan adecuadamente. Con el tiempo, y la maduración en la cueva con humedad controlada, dará lugar a buenos quesos.
En el proceso de “Sobre” participaron en diferentes canchales dos de mis debilidades de los últimos tiempos: mis camaradas de “Terrorismo de Autor” y Juan Navarro. Qué más se puede desear.
Por si fuera poco, utilizan el privilegio que se han ganado a pulso de no cerrar una obra a las primeras de cambio y repartir fotocopias del dossier. Siguen dando vueltas de tuerca y profundizando en el trabajo. Las veces que sea necesario. La intención de no hacer un producto siempre está ahí.
La banda en esta ocasión tomó el aspecto de trío eléctrico con Artús a la guitarra, Raquel al bajo y Pedro a la batería. Pero parece que han manejado este repertorio con otras formaciones que incluyen el cuarteto de cuerdas con el maestro Navarro al violoncello o un conjunto de mariachis interpretando narcocorridos. En cualquier formato, entre la penumbra y la oscuridad, siempre Jaume por ahí.
Muchas veces tuve la tentación de dibujar mapas del tesoro, pero nunca llegué a hacerlo. Por falta de pericia o inseguridad. Por pereza, quizá.
Esto que he trazado hoy, con los recuerdos de lo que sucedió hace unos días, o tal vez con lo que no sucedió pero soñé, es un intento de mapa del tesoro. Así lo creo.
Os ofrezco algunas pistas para encontrarlo. Algunas serán pistas falsas que lleven a lugares inciertos. Algún camino sin salida habrá porque los laberintos se cuelan en los mapas casi sin querer. Pero también hay alguna indicación nítida y certera. Alguna coordenada fiable.
No dejéis de ir a buscarlo. En vuestras cabezas y en vuestros pies está el llegar hasta él. Llegar hasta él, dejarse invadir y disfrutarlo. Un tesoro.
Antoine Forgeron
Fotografías de Elena Vázquez Ledo