Una idea (doblemente) inacabada

En casa hace mucho años que no hay televisor. Creo que desde que los pequeños crecieron y perdieron el interés por ver dibujos animados a cualquier hora. Cada uno tenía ya su pantalla particular al mundo donde escoger programación personalizada. Como nunca fuimos de la liturgia de compartir sofá y caja tonta no hubo ningún drama cuando aquella tele de tubo dejó de funcionar, tal vez aburrida del poco caso que le hacíamos. 
Desde hace años mi sustituto de la televisión es la ventana de la cocina. Desde ella se ve un buen pedazo de la ría. La película es cada día diferente. He visto enormes temporales de tres horas de duración sin perderme ni un solo rayo ni una ráfaga de viento. Me han programado días de sol inclemente en que era necesario poner sábanas mojadas colgadas para intentar aportar un poco de frescor y en los que el color de las sábanas teñían toda la realidad. He contemplado barcos de pesca que cuando le daba el sol en los cascos reflejaban el rojo más hermoso que he visto nunca. He visto bajar y subir mareas, coreografías de gaviotas surfeando las corrientes de aire. He visto películas de todos los géneros y calidades desde esa ventana.

El viernes voy al Teatro Ensalle. Voy siempre que estoy por aquí desde hace muchos años. Sin importar quién esté ese día en el teatro. Si lo conozco o no, si tengo referencias o no. Confío completamente en la programación que allí nos regalan. Siempre hay algo que lo justifica. Nunca falla. Una certeza. 

Mientras fumo el último cigarro intento vaciar la mente. Es un ritual, como el de mear antes de entrar en la sala. Vaciar la vejiga y vaciar la cabeza después de llenar los pulmones de nicotina. Rutinas. 

Entramos y en el centro de la sala negra hay una ventana blanca. Parece un televisor. Y efectivamente, en seguida me doy cuenta que lo que vamos a ver es una película.
Lo primero es la aparición de un tapón metálico de botella de vino. Desciende desde las alturas del peine. Entonces comienza la coreografía del tapón que se mueve ocupando todo el espacio. Hay algo circense. De acróbata con traje de lentejuelas plateadas seguida por dos cañones de luz. No sé cuánto dura, pero me sitúa en un lugar que me interesa. Ya no hay nada de fuera en mi cabeza. Muchos años pensando en cómo conseguir que alguien que viene del millón de estímulos que hay en cualquier calle de cualquier ciudad los deje atrás y pueda centrase en lo que nos van a contar, y ahora lo consigue un simple tapón de botella, como los que tengo en casa, bailando en el vacío. Creando pequeñas sombras, girando como un derviche metalizado y sin alma.
Después ya va todo seguido. Sin interrupción. Una buena cantidad de secuencias. Desde unas manos limpiando azulejos con estropajos, que en cuanto enfocas ves que son paquetes de salchichas, hasta el intercambio de objetos cotidianos que van de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
El telón de fondo va cambiando a un ritmo constante. Primero colores. Después entran las texturas. Combinaciones. Estampados. Lisos. Brillantes. Opacos. La variedad de horizontes. El contexto. El encuadre. El punto de fuga variando constantemente preciso e implacable.
A veces incluso hay subtítulos. Palabras sueltas y también un texto largo que llena toda la pantalla y nos cuenta una historia.

Pero sobre todo lo que me lleva es el ritmo. Algo hipnótico. Que se apodera. Y, claro, el sonido. Sin darte cuenta descubres que estás moviéndote al compás de la música, si es que se le puede decir así: música. Qué importante la banda sonora, también en la vida.
Y hay comida. La hay envasada y la hay fresca. Y hay productos de limpieza. También una sierra. Hasta un espejo en el que puedes verte reflejado si quieres. Objetos cotidianos que cobran otro significado descontextualizados. Las cosas que nuestras manos cogen todos los días, allí, en primer plano, parecen más grandes, como esos artistas que en el escenario se hacen inmensos y luego los encuentras en el bar del teatro y piensas: bueno, no es para tanto.
Y aparecen muchos “personajes” en la pantalla, aunque sea parcialmente. Caracterizados. Guantes de trabajo y guantes de vestir. Guantes de limpiar. Manos desnudas. Brazos vestidos y brazos desnudos. Brazos musculosos y brazos elegantes.
Y de repente lo que piensas que puede ser una cocina o un baño se convierte en una pecera y ves los objetos flotando en el agua ingrávidos.
Sobre todo, el ritmo que te va llevando, que te va meciendo. Las repeticiones que construyen ese ritmo que te atrapa y no te suelta.
Y de repente el cuerpo humano va tomando protagonismo, poco a poco. Hasta que un cuerpo completo invade y ocupa todo el espacio. Hermoso. Sensual.
Pero, claro, con él llega el caos.
Todo se llena, crece desmesuradamente, se abarrota. Aire encapsulado incluido.
Lo que hasta entonces era armonioso se convierte en desorden. Todo se ocupa y se rompe, incluida la cuarta pared. Se tropiezan los cuerpos, intentan ocupar el mismo espacio reducido.
Ahora sabemos que el tapón del principio era de esa botella que ha soltado todas las burbujas y embriaga el aire, el espacio se vuelve alcohólico.
Todo lo demás sería spoiler, mejor ir y vivirlo.

Pues esta es la película que vi el viernes. Otros lo llamarán teatro de objetos o danza, pero no os dejéis engañar. Además, en cualquier caso, a quién le importan las definiciones.

En Una idea inacabada (qué título tan sugerente, propone de alguna manera completar, implicarse) trabaja un puñado de gente de larga trayectoria en esto de la escena que a mí me gusta. Todos bajo el paraguas de Taller Placer (otro acierto de nombre). Desde Vicente Arlandis, que me ha hecho gozar desde los primeros trabajos de Losquequedan, hasta Adolfo García, con el que he tenido la suerte de compartir cabina en demasiadas pocas ocasiones. Un puñado de gente que me da la impresión de que, sobre todo, disfrutan de su trabajo. ¿Y qué hay más importante que eso?

Han pasado ya unos pocos días desde el viernes. En realidad ahora pienso que no sé si lo viví o lo soñé. No sé si lo que cuento sucedió en realidad o me lo he inventado.
Da igual.
La película de hoy es muy diferente. Llueve muy suave, hay un fondo gris donde un montón de nubes bailan al ritmo de las gotas que se acumulan y se precipitan desde el tejadillo. Es una peli en blanco y negro, parece antigua. Está bonito. Tranquilo. Relajante. Empiezo a sospechar que el director de fotografía de la peli de hoy puede ser el mismísimo Caravaggio…

Antoine Forgeron

Fotografías de Raúl Sánchez-La Mutant y Federico Caraduje

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