Locura sanadora en Delirious Night 

La semana pasada regresamos a la Sala Roja de los Teatros del Canal. Como parte del Festival Madrid en Danza, asistimos a la única función programada de Delirious Night, la más reciente creación de Mette Ingvartsen, estrenada pocos días antes en el Cultuurcentrum De Factorij de Zaventem (Bélgica), dentro del Kunstenfestivaldesarts. 

Nos sumergimos durante una hora en el desenfreno que parecía tener lugar en un gran parque o en un garaje: andamios, tarimas y una iluminación en colores enfocando directamente hacia el patio de butacas. Desde el primer momento -cuando les bailarines entran desde el público marcando el compás con palmadas sobre sus torsos y brazos- se activa el delirio. Entramos en el ritual. Poco después, las voces a coro llaman al éxtasis colectivo. 

Aceptamos la invitación.

A través de máscaras, cuerpos semidesnudos, repeticiones y gestos compulsivos, me siento transportada a otro tiempo. Un tiempo que, guiado por la composición musical de Will Guthrie -un groove hipnótico que persigue la sensación de trance-, respira un aire industrial, marginal, de una época pasada. La celebración avanza sin una lógica lineal: se suceden estados de excitación, colapsos, regresos, risas estridentes, frases coreadas como mantras. Es fiesta y es grito. Evasión y deseo de ruptura, de revolución.

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Los rostros de les bailarines se deforman, desencajados, para luego cubrirse de nuevo con las máscaras, que borran todas las diferencias individuales y permiten aún más esa liberación del yo. Se diluyen en una identidad colectiva. Da la impresión de que Mette Ingvartsen busca, con cada ruptura escénica, sacarnos de la continuidad, romper el hilo, introducir el contraste. Su interés parece centrarse en capturar ese movimiento delirante e incontrolado, sin sentido, en habitar un estado escénico donde los cuerpos estén constantemente fuera de sí, en un tránsito permanente hacia el exceso.

Se escuchan algunas risas dispersas entre el público. Es uno de los momentos en que la estructura que venía sosteniéndose colapsa, en que las figuras se disgregan, y, como espectadores, intuimos que la fiesta no se detiene, sino que se desborda aún más. Mette nos lleva a ese punto en el que hay que rendirse a la intensidad de la noche, en el que el éxtasis se contagia como una ola colectiva. 

Poco después de asistir, leo una entrevista a la coreógrafa. Describe la pieza con tres palabras: curative theatrical madness. Me intriga la idea de curative, de “curar”, y su vínculo con la locura. En Delirious night, la locura tiene un efecto reparador; no necesariamente en un sentido clínico, sino como una cura simbólica, emocional, social. La danza acompaña a esa locura ofreciendo un espacio para habitarla, sostenerla, compartirla sin correcciones.

Quizás sea esa la intención: crear un entorno donde el cuerpo deja de obedecer y el movimiento ya no responde a una lógica formal y estética, sino a una urgencia que es física, histórica, social y emocional.

El delirio -o la locura- no se presenta aquí como un desvío, sino como una forma de verdad. Y si, desde la locura, hablamos de patologías, éstas no son individuales, sino que nacen de las crisis contemporáneas. Guerras, pandemias, desigualdades que atraviesan los cuerpos en escena y también nosotres, como público. Pienso que se propone una danza del exceso como forma de resistencia compartida en medio de una guerra que se agota constantemente en sí misma.

Delirious Night retoma esa genealogía, ya presente en The Dancing Public, otra pieza de la coreógrafa danesa, estrenada en 2021. En ella se inspira en las llamadas “manías danzantes” de la Edad Media: erupciones de movimiento que surgían espontáneamente en contextos de angustia social -plagas, hambrunas, agitaciones políticas-. Bailes excesivos, implacables, incontrolables. Como si el cuerpo no pudiera soportar más y, entonces, solo quedara la opción de bailar. Como si la única respuesta posible fuera perderse en el movimiento.

Otra escena de inspiración para Ingvartsen es Le bal des folles, de finales del siglo XIX. La escritora Victoria Mas lo recrea en su novela El baile de las locas (2019), en la que describe aquella danza anual celebrada en el hospital de la Salpêtrière. En ella, se invitaba a la burguesía parisina a socializar con las pacientes del hospital, en su mayoría mujeres diagnosticadas con “histeria” por no encajar en los modelos sociales de obediencia femenina: 

“Si alguien entrara en esa sala de baile sin conocer las circunstancias, esa noche tomaría por locos y excéntricos a quienes se supone que no lo están.”

Tanto Le bal como las manías danzantes medievales surgieron en contextos de máxima presión social. Funcionaban al mismo tiempo como espectáculo, como instrumento de opresión y como expresión de un deseo profundo de fuga. 

Ingvartsen no reproduce literalmente estas historias, sino que las toma como impulso coreográfico: el delirio como forma legítima de existencia; la danza como trance interminable; la evasión mediante movimientos y gestos que desafían lo normativo y rompen con las estructuras impuestas. 

Desde nuestras butacas, deseamos ver esos cuerpos que, de pie o por los suelos, se liberan de las cadenas que cargan durante el día. Figuras atravesadas por emociones fuertes, que se contagian a través del cuerpo e invitan a sumarse: promueven la identificación con una comunidad insatisfecha que quiere volver a sentir su potencia, en tiempos en los que habitar nuestros cuerpos como si fueran máquinas ajenas parece lo normal. Queremos que la música esté altísima, que los estrobos nos deslumbren, que el ritmo nos haga temblar. Queremos sentir que lo que sucede en escena también nos pertenece, porque es parte de nuestra lucha. 

Deseamos ver afirmarse a un sujeto colectivo, un “nosotros” que canalice las pasiones políticas por medio de la danza delirante, a través de la noche. Danzar para no ser devorados por la maquinaria invisible que reduce cuerpos a piezas útiles o inútiles dependiendo de sus capacidades y su obediencia.

¿Hasta dónde llega el delirio? ¿Hasta dónde nuestro deseo de revolución puede empujarnos a movernos sin control? ¿Podemos unir en una danza los fragmentos rotos de la historia por la que luchamos? ¿Podemos, desde la escena, expresar la transformación política que anhelamos? 

Pienso que, si Ingvartsen recupera Le bal des folles de La Salpêtrière, la danza de Kölbigk de 1021 o la tarantella italiana como rituales colectivos de sanación, no es solo para mirar al pasado, sino para preguntarse -y preguntarnos- qué gestos, movimientos o estrategias dejaremos como huellas para quienes, más adelante, quieran entender las crisis de nuestro tiempo. El delirio compartido, el trance colectivo que atraviesa cuerpos y épocas como forma de memoria futura. 

Irene Mahugo Amaro

Imágenes de Bea Borgers

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