Cosas siendo cosas a pesar de mí

En el escenario en penumbra se abre un agujero. Nos apiñamos poco a poco en las butacas centrales y entre todxs creamos una isla de vacío todo alrededor. Lxs visitantes nos reunimos enfrente a ese hueco que flota, brillante, a la espera de que empiece el espectáculo. Hay algo de ternura que parece llegar de alguna memoria, la memoria de algún momento en que nos juntamos para que nos contaran un cuento, o para ver un teatro de marionetas. También hay algo de alegría, una expectativa de que algo va a pasar, y que va a estar bien. Aunque quizá este optimismo viniese del hecho de que era sábado y por fin había parado de llover por un momento en Vigo. Al salir iríamos a tomar algo, a cenar algo, a reírnos un poco. Supongo que tenía varios motivos para estar contento.

Se apagan las luces y empieza el espectáculo. En ese pequeño escenario de baldosas blancas aparece un objeto. Se mueve repetitivamente El movimiento dura, y aún dura un poco más. Me parece mágico. La música me gusta. Estoy dentrísimo. Luego, poco a poco empiezan a pasar cosas, una detrás de otra, una detrás de otra. Una. Detrás. De. Otra. Aparecen manos portando y moviendo objetos sencillos y reconocibles, vulgares. Nada de especial en apariencia, aunque es cierto que la estética tan cuidada y el buen trato dado a los objetos hacían que la escena fuese cualquier cosa menos banal. Y con el pasar del tiempo, y el flujo de un objeto a otro, y a otro, y a otro, ese contemplar se me fue desparramando. El contemplar fue dando paso al ver. Vi una tela roja. Vi un cartón de leche. Vi un paquete de salchichas. Que subía, y bajaba, se alineaba con otros paquetes de salchichas, hacían una diagonal, paquetes de salchichas ejecutando una coreografía que me pareció divertida, leve. Sin embargo, y a pesar de lo amable de la escena, me sorprendí a mí mismo deseando que esas salchichas fueran otra cosa; alguna parte de mí entendió su movimiento coreografiado como un vehículo para llevar a esas salchichas hacia otro estado, no sé si más sublime, pero otro. Aquello era claramente una estrategia, una promesa de que esas salchichas podrían llegar a ser otra cosa. Y ahí me encontré, a por todas, con fe en las herramientas de la escena y su poder: estaba cerca de ver a esas salchichas de otra manera, como nunca las había visto, una mirada nueva hacia un objeto tan banal, me acercaba  a una realidad a la que nunca había llegado por la falta de contemplación profunda y sentida, por dar por hecho que sabía lo que una salchicha era. Cuestionando mi mirada, automatizada, atrapada, alienada, pobre, que escapa a lo importante de las cosas alrededor, a lo esencial. Ahí estaba, accediendo a una nueva mirada, tirando del hilo, siguiendo las pistas… Peeeeeeeeero nada de eso pasó. El paquete de salchichas siguió siendo un paquete de salchichas. De hecho, cuanto más tiempo pasaba, cuanto más bailaban esas salchichas, más resbalaba todo lo que yo le añadía, todo lo que yo le imponía a ese objeto. Los objetos acababan por escurrirse para quedarse desnudos, secos, como ropa tendida. Eran cosas, siendo cosas, a pesar de mí y de mi deseo de que fueran otra cosa. Que también digo yo, ¿por qué necesitaba que un paquete de salchichas fuera otra cosa que no un paquete de salchichas? Esta intención mía me parece ahora ridícula, pero lo cierto es que, por un momento, algo automático dentro de mí buscó eso.

El tiempo fue pasando, un objeto siguió a otro, y a otro, y a otro. En algún momento unos objetos se asociaban con otros, sólo por el hecho de estar juntos. Pero en realidad, una vez más era yo quien los relacionaba: ellos estaban allí. Estando. Moviéndose o no. Era yo quien los asociaba, y volvía a activarse el mismo mecanismo: seguía las pistas en busca de una lectura más compleja, aquello tenía que ser más complejo, debía de serlo, parecía serlo. Pero otros objetos aparecían, la relación entre ellos se distanciaba, parecían no tener nada que ver unos con otros. Y volvía a ver cosas, sólo cosas. Y me rendí. No fue una acción voluntaria sino un dejarse hacer, un dejarse seducir por las cosas que aparecían, bien tratadas, muy bonitas, con su propia duración. Una duración que no sólo me permitía verlas, sino que daba entidad a esos objetos. Esa duración me decía: “Soy algo, y no necesito necesariamente tu mirada, pero sí este espacio y este tiempo. Me pertenecen”.

Y ya está. Un paquete de arroz se me mostró así, como un paquete de arroz. El paquete de arroz no me necesitaba, no necesitaba mi historia, ni mi memoria, ni mi deseo. Era a pesar de mí. Y no quisiera ponerme muy intenso pero lo cierto es que sentir esto me trajo algo que no sabría muy bien cómo explicar pero que tiene algo que ver con cierta tranquilidad, con sacarme de en medio, una confianza en que todo está ahí, pasando, todo el rato. Y la confirmación de que lo que yo quiera volcar de mí en las cosas, aunque pueda en algún momento afectarlas (por lo pegajosas que pueden llegar a ser), en realidad no importan nada. A las cosas les doy igual. “La naturaleza os ignora. El viento, las tormentas, el calor. Toda esa maravilla os ignora. El calor siente una indiferencia absoluta por vuestra puta vida y por vuestra puta muerte. Aunque encontraran vuestros cadáveres descuartizados en la orilla del río. Para el río no estáis vivos ni muertos. No sois nada para el río. A la lluvia no le conmueven vuestras jodidas alegrías, ni vuestras jodidas fatigas, ni vuestros jodidos dolores”, Lo decía Angélica en La Casa de la Fuerza.

Se me vino a la cabeza en algún momento Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley. Lo leí hace mucho tiempo, tanto que apenas lo recuerdo. Pero se me quedó grabada una imagen: la de un ramo de flores. El autor hablaba de cómo, en su estado, alterado, conseguía ver en esas flores algo que nunca antes había visto, algo sublime, esencial, verdadero. Y sé que esto se contradice con lo que decía al principio… ya, pero bueno, yo qué sé. Por qué no. El caso es que en algún momento pensé: esa cosa no va al encuentro de eso sublime que quiero ver en ella, es nada más y nada menos que una cosa, esa cosa. Pero al mismo tiempo, en un doble tirabuzón carpado, aquello se convirtió en algo muy especial por el mismo motivo: porque esa cosa era inevitablemente esa cosa. Eran cosas, a pesar de mí. Y me pareció hermoso y me dio esperanza.

Fran Martínez

Fotografías de Raúl Sánchez-La Mutant y Federico Caraduje

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