Ese relato-no-relato-algo-lineal-pero-tampoco

Idoia Zabaleta en «Pupa, pupita, pupila. Un masaje de la visión». Foto: Rubén Vilanova

Salgo del Teatro Pradillo algo después del mediodía. Salgo emocionada, conmovida, necesitaba algo así. Va a ser muy difícil ponerle palabras a esto.

Abro el Whatsapp, son las 13:18, escribo a DaCutie: It has been soooooo nice. Like a storytelling massage dreamy adventure caretaking relaxing trip. Cambio de chat, le hago un audio a Blanca en el que entre otras cosas le digo: “Pupa, pupita, pupila. Un masaje de la visión” de Idoia Zabaleta tiene todo que ver contigo […] está el blink blink y está el exceso y está la poesía y está el cuidado y está el humor y está el acompañar.

No es habitual ir a un teatro a esas horas, tampoco lo es ir a recibir un masaje de la visión. He llegado a las doce menos cinco pensando que estaría sola, que en el teatro estaríamos únicamente Idoia y yo, pero me encuentro con una chica en el hall. Poco después salen las
performers/masajistas a buscarnos, Leticia Morales e Idoia Zabaleta, y nos invitan a pasar a la sala. Van vestidas de negro, con un lado del pelo, que ambas tienen casi blanco, recogido. En ese mismo lado, un pendiente dorado y espectacular. Una vez dentro nos quitamos los zapatos, las gafas y todo aquello que nos pueda resultar incómodo a la hora de tumbarnos. Al fondo a la izquierda hay un rincón iluminado con dos sets de masaje iguales. En cada set hay una camilla cubierta con una tela estampada, una silla negra colocada a la cabeza de la camilla que desde lejos pasa desapercibida y una mesita mucho más baja cubierta también con una tela. Sobre la mesita, varias cosas coloridas que desde donde estoy no puedo ver y una lámpara que parece una bola de luz. Es agradable, tengo la sensación de que quiero observar en detalle todo lo que hay, pero me he quitado las gafas y no veo. Me las vuelvo a poner un segundo y tampoco es suficiente, no alcanzo a distinguir todos los objetos en la distancia. Por ahora, esto es para mí una escena bonita al fondo
del escenario.

Caminamos hacia el rincón y nos piden que nos tumbemos sobre las camillas invitándonos a cerrar los ojos. “Pupa, pupita, pupila” es un masaje y es una obra de teatro, que por ello no deja de ser masaje, ni obra de teatro. “Pupa, pupita, pupila” sucede en nuestros párpados, esto es lo que nos dicen. Nos invitan a que entreguemos los párpados para que estos sean el escenario, el telón, la pantalla. Se genera en mí la expectativa de las imágenes, me pregunto cómo serán los relatos que harán que la pieza suceda. Todo comienza con las olas del Pacífico y una voz, ojos, ojos, ojos, ojos, ojos, ojos…

Cuando me tumbaba he visto las sillas y sé que esto es un masaje, así que no consigo despegarme de la expectativa del tacto, deseo el tacto. Por un momento pienso que quizás el masaje sea a través de los sonidos y la palabra. Poco después, sin poder preverlo, unos dedos se deslizan repetidamente entre mis ojos y sus cuencas. Entonces empiezan a sucederse las escenas y acontecimientos. Cuando, tras las dos primeras escenas, el color de mis párpados cambia, me digo a mí misma que no lo puedo olvidar, que esto es un pequeño goce que tiene que estar en el relato de lo que estoy viviendo. Al principio veía un color negro de luz amarilla y brillante, después era algo mate, más denso y anaranjado. La verdad es que aún no sabía de los viajes que me esperaban y de todo lo que iba a disfrutar y querer recordar.

Tengo una idea, pero quizás no exacta, de cuántas escenas componen la pieza porque intento durante un rato ir almacenando los títulos de cada una, pero después abandono la tarea. Me debato todo el tiempo entre dejarme llevar, intentar capturar para su recuerdo el mayor número de sensaciones y pensamientos posibles, visualizar las imágenes que sus cuerpos componen en la coreografía hacia los nuestros y degustar los múltiples mundos, conocidos y no, que se despliegan ante mí.

En “Pupa, pupita, pupila” se diluyen para mí los límites entre masaje, obra de teatro, novela, poesía, aventuras, cuentacuentos, viaje, alucinación, sueño, tacto, olfato, visión, imaginación, calma, excitación, ilusión, profundo pesar, juego de palabras… y todo estando tumbada e inmóvil bajo un par de mantas.

Consigo enunciar tres pensamientos concretos: el recuerdo de las horas de recreo en el instituto cuando entre amigas nos hacíamos cosquillas en la cara (¿cuándo dejamos de hacerlo?), las vidas de algunos grandes pensadores y escritores que siendo niños enfermizos viajaban a otros mundos a través de novelas, y las ganas de volver a leer “La isla del tesoro”. Una vez transitado el viaje y habiendo llegado a puerto, estas ideas parecen referencias obvias de la pieza. Los momentos que han confirmado las intuiciones e imágenes que se iban generando en mí no me han hecho perder el interés, sino sentirme conectada con ese relato-no-relato-algo-lineal-pero-tampoco que de una manera sencilla, fina y guasona me ha trasportado a lugares que no sé dónde están y a los que algún día me gustaría volver.

En cuanto a las sensaciones, resulta difícil ponerlas por escrito, pero recuerdo una leve sonrisa constante, una fascinación por las maneras bellas en las que se puede deformar el entorno con un puñado de objetos, algunos olores, admiración por las palabras y una lágrima.

Ángela Millano

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