Rineke Dijkstra es una fotógrafa de Países Bajos que se caracteriza por sus fotografías de personas sobre fondos anodinos, a veces incluso blancos. Las sesiones son de larga duración (a veces tres, cuatro horas) y los sujetos fotografiados son sometidos a una brutal espera en condiciones desfavorables o aburridas, además de obligados a repetir movimientos que describen aquello que son (bailarines, raveros, nadadoras, modelos) hasta la extenuación. La noche del pasado lunes, tras no presenciar, sino vivir durante cuatro horas en la obra Opus I de Ben Attia, olvidada casi por completo la realidad que supuestamente existía fuera de la obra, caminé hasta la playa frente al puerto de Algeciras, ciudad donde Ben Attia y María Moncada han concebido y criado la sala Box Levante. Vi el puerto como un coloso gigante gestionando el mar, lo que iba y venía, aquello que está lejos y cerca, aquello Otro que es lo mismo. Parpadeaban las luces del puerto en secuencias que para mí solo consisten en iluminar, pero que para los barcos y las grúas son códigos, dicen: alto, llegada, cargamento, emergencia, salida, correcto, peligro. Opus I también es un código, un código trasmitido en silencio y a voces, vivido y entendido con el cuerpo, quizás ininteligible solo cuando ha anidado en tu cuerpo y eclosiona en ti su lógica. Todo en la vida del mundo y en la vida del ser más minúsculo consiste en entender el código, y en ejecutarlo para que otras puedan responder a la vez que aprenderlo. En el código uno sobrevive en su vida y después de su vida: sobrevive cuando el que aprendió de nosotros reproduce el código para los demás. Nos perpetúa y nos diluye en el tiempo. El código, como el rito, consta de partes, de ritmos y de un lenguaje no verbal que comunica a las demás informaciones que tampoco tienen que ser entendidas racionalmente. Quizás la diferencia entre código y rito se resuma a que el rito es un código que no intenta comunicar nada, sino mantenerse incomunicable, aprendido solo por observación, repetición, necesidad. El rito tiene, entre otras muchas cosas (la mayoría imposibles de describir usando el lenguaje de todo lo demás) una característica importante: el control del tiempo. Ya sea porque se destruye o se dilata, o porque se moldea a voluntad del sujeto que guía el fenómeno que ocurre entre los iniciados y los que van a iniciarse, el rito suspende el tiempo y lo convierte en un material inmersivo y volátil en el que pasan siglos y apenas un segundo, todo simultáneamente. El rito no es solo la duración del tiempo, sino su longitud, la distancia que se recorre al pasar el tiempo mismo, el espacio que se cruza entre un minuto y otro. Naranja, rojo, azul, blanco. Amarillo. Las luces del puerto siguen sus discursos y yo vuelvo en mí porque un olor industrial interrumpe cualquier pensamiento. El olor, también parte del rito, es algo profundamente inmersivo, detonador más veloz de la memoria y la experiencia, algo que aturde y despierta al mismo tiempo, que separa el aire de lo cotidiano del olor profundo de lo que solo pasa a veces.
Tengo frío allí en la orilla, un frío del que no me puedo abrigar. Pienso entonces, de nuevo, en las famosas nadadoras fotografiadas por Dijkstra, ateridas de frío en la playa, vapuleadas por el viento y la intemperie: es justo en el instante de mayor cansancio cuando la fotógrafa las inmortaliza, tan fuera de sí que ya ni siquiera saben posar, solo irremediablemente ser. Algo parecido consigue Opus I, que tras tres horas de puesta en escena reúne a los espectadores en una mesa y los enfrenta a presenciarse, a sí mismos y a los demás, compartiendo una cena extraña con extraños como si todo aquello fuese inevitable. Sentada en la mesa con los desconocidos a los que ahora me une las imágenes que vimos, supe que todos habíamos olvidado nuestra condición de espectadores. Algunos reían de los nervios, otros se enfadaban, otros sufrían una total indiferencia que incendiaba a otros, todos de repente actores que actuaban como si la escena en la que trabajaban fuese una extraña mesa. Cada uno de los ya no espectadores vivía una representación personal, si acaso estaba dispuesto a tomarla. Una espectadora dijo que no podía permitirse entrar en la propuesta porque no tenía la energía necesaria para enfrentar lo que podía desplegarse dentro de ella. Un hombre grita de fondo y una mujer es forzada en su casa y en su duelo. A mí me llevó al miedo con el que a veces me sentaba en la mesa en la infancia, o en los pisos de estudiantes en los que hombres me amaron de las peores formas posibles. También a los gritos que yo he proferido, a veces, casi todas, injustos. Frente al rito, el grito, lo que carente de ritualidad y código se hace entender por cualquiera: un contrapeso a lo hermético, el sobresalto necesario para que el cuerpo no se adormezca y se mantenga despierto y absorbiendo las imágenes.
Esta reseña, como se puede apreciar cerca del final del texto, no existe. Dijo Ben Attia, tras concluir la última representación de Opus I de las tres que han tenido lugar en Algeciras dentro del marco de Festival Iberoamericano de Teatro, que no contásemos nada de lo acontecido. Que, como todo rito iniciático, debe mantenerse en el silencio reservado al secreto de lo divino. Entonces tiré mis notas y decidí escribir desde ese punto que localizo tras el estómago, en lo más negro de uno, que procesa aquello que no tiene lenguaje. Solo puedo describir lo que pasó desde el código que ahora conozco: amarillo, lavar, el olor, el olor, el olor para el no olor, el río, naranja, cadáver, profeta, pescado, verde, el ángel, lo que uno quiso ser y lo que pudo, el que supera el miedo a la muerte enterrándose a sí mismo, o el que se da cuenta de que ese miedo no es una distancia que se pueda recorrer sino con la vida en sí (perder el miedo es llegar al miedo). Un jardín en el cielo, la miel. La sensación de que quizás el paraíso existe y lo único imaginario es el infierno que creamos nosotros mismos. A veces para uso personal, a veces, las peores, colectivo.
Los que se hayan iniciado en el rito comprenderán mis palabras. Los demás, están invitados a hacerlo: en esta mesa hay siempre sitio para uno más.
Mayte Gómez Molina