Solala. Un tríptico de Amalia Fernández

¡Atención!, este artículo describe parte de la obra por lo que podría hacer spoiler

Hace poco escuché una anécdota sobre una conversación entre Meg Stuart y Pina Bausch, en la cual Meg Stuart le cuestionaba a Pina la pertinencia de poner en escena a señores con traje y a mujeres con vestido por lo que supone representar esos roles de género tan definidos. A lo que la alemana le respondió algo parecido a esto: “hay un momento en la carrera de una artista que tiene que decidir entre representar el mundo tal y como este es o representar el mundo cómo le gustaría que fuera”. Claro que no hace falta decir cuál había sido la decisión de Pina.

Sin embargo, yo creo que esta dicotomía algo reduccionista no habla por todas las artistas y las hay como Amalia Fernández que se salen de esta regla. Simplemente, están bien situadas, hablan en primera persona sin ninguna pretensión pero no necesitan ni basarse en un viejo mundo que cae por su propio peso ni hacer una revolución estética en cada obra.

En su último trabajo escénico, Solala, Amalia nos presenta un tríptico de difícil encaje entre sí y por eso encaja perfectamente, porque son tres piezas que sólo artistas con un gran recorrido y gusto podrían crear y, además, hacerlas encajar.

Tal y como ella presenta la pieza y en el mismo orden, voy a intentar desgranar cada una de ellas por separado. Yo la vi en La Caldera, en Barcelona dentro de la programación de Dansa Metropolitana, en una doble sesión compartida con Laila Tafur. Recuerdo entrar en La Caldera cerca de las 20 horas y salir pasadas las 23h. No querías chocolate…

Primera parte. Familia 

Amalia está sentada en un lateral del escenario junto a dos personas más que parecen dos técnicos. Con un micrófono de diadema puesto nos habla y la escuchamos a través de los monitores. Lo primero que nos cuenta es que la primera fotografía de la historia fue tomada en 1826. En esas primeras fotografías, que sólo las clases más pudientes se podían permitir, los tiempos de exposición eran tan largos que incluso existían estructuras para que las personas fotografiadas pudieran reposar sus cuerpos. A veces duraban hasta quince minutos de exposición. Poco a poco, un tipo de fotografía se puso de moda, la de fotografiar a los muertos. Esto facilitaba la labor del fotógrafo que podía estar tranquilo debido a que estas personas no se iban a mover, comenta Amalia entre risas del público. Porque entonces, las fotografías se hacían para el futuro. Para que en un futuro las personas que todavía estén vivas puedan traer al presente momentos compartidos con aquellas que se fueron. 

Tras esta introducción se proyecta sobre un ciclorama una fotografía tomada en 1978. La instantánea se había tomado para formalizar un carné de familia numerosa. Con un tono distanciado y todavía sentada desde la mesa técnica, Amalia comienza a describir la fotografía, primero en términos de composición y, después, especulando sobre las intenciones del fotógrafo. Se jacta de un posible TOC del fotógrafo por cómo había decidido colocar a cada miembro de la familia dentro de la fotografía. El objetivo del fotógrafo era que la composición fuera armoniosa. Amalia nos cuenta cada detalle: los niños con gafas, todos en una misma fila; las cabezas de los padres que tapan ligeramente la cara de dos de los niños pequeños; las hermanas mayores, ambas a los lados de la foto y peinadas con la misma coleta y, por si no fuera poco, en primer término, una ascensión en altura de izquierda a derecha de los más pequeños de la estirpe. 

La fotografía, en blanco y negro, es de familia de Amalia. Es una fotografía en la que aparecen ella, sus padres y sus nueve hermanos y hermanas. Después de una primera descripción, fría, distante y técnica, comienza a desmenuzar la historia familiar. Eventos, hechos y anécdotas. Las relaciones intrafamiliares. El pequeño arco dramático/biográfico de cada persona de la foto. Poco a poco, nos va conduciendo a un lugar, el hogar familiar. A lo cotidiano, a lo aparentemente banal, a lo mundano. Sin embargo el relato es afectivo, porque todas tenemos una familia, signifique lo que signifique esta palabra para cada cual.

Por ejemplo, nos explica la incoherencia de sus padres al vestir a dos de sus hermanos con la misma ropa. O posteriormente, otra estrategia que emplea es enunciar una serie de hechos en forma de estadística: “cinco de estas personas son padres, cinco de estas personas tienen pareja pero no todas las que tienen hijos tienen pareja, una de estas personas es funcionaria, una de estas personas está jubilada, dos de estas personas no se hablan entre sí, una de estas personas tiene siete pisos en propiedad…”. Con la enumeración de estos datos se produce una identificación porque alguno de ellos podría coincidir al de la propia historia familiar. En definitiva, son lugares comunes.

En un momento dado, ya de pie y dentro del escenario, empapa por momentos con su sombra la pantalla al tapar parcialmente la proyección. Su silueta se coloca al lado de la de sus familiares. Tras esta primera fotografía nos muestra otras. Todas ellas responden a lo mismo: son las fotografías realizadas para los carnets de familia numerosa.

La segunda fotografía es la misma, no obstante, los padres se habían visto obligados a borrar con un rotulador negro al hermano mayor que entonces tenía más de 21 años y ya no computaba para tal efecto administrativo. El mismo hermano que ocupaba el centro de la instantánea.

En la tercera foto, esta en colores sepia, reparamos en los cambios físicos que cada familiar ha sufrido: la bebé ya no es una bebé y ahora mira a la cámara sonriente, los hermanos pequeños están algo crecidos y en los padres se puede observar el paso del tiempo en los trazos que dejan las arrugas en sus rostros o el cabello menos frondoso del padre en comparación con la primera imagen. En esta ocasión, la mayoría muestra un aire relajado o sonriente. Dice Amalia que es la fotografía que más le gusta de todas, por la tranquilidad que le transmite. 

La cuarta y la quinta fotografía son a color. En la cuarta ya reconocemos perfectamente a la joven Amalia. En la última, ni siquiera está ella y sólo están los hermanos más pequeños. La estética ha cambiado mucho desde la primera, pero no es fácil de situar en el tiempo. Por las ropas que visten parece que sean mediados de los noventa. Ahora sí, sus padres algo envejecidos muestran semblantes cansados. La mirada del padre, profunda, como ocultando un peso. Como quien no ha vivido la vida deseada, comenta Amalia. El gesto de la madre es el de una persona ausente, que está allí pero en el fondo no está. Porque su madre también había vivido la vida no deseada: la de una ama de casa que no le gustaba cocinar ni limpiar y ni tan siquiera le gustaban los niños. No obstante, le había tocado tomar el camino que a la mayoría de mujeres coetáneas se les había impuesto. 

De todas, esta es la foto más triste para Amalia. Y a pesar de esto, Amalia realiza un gesto sencillo pero profundo y sencillo a la vez: se desnuda a lado de la proyección y cantando una canción a capela se desliza por el ciclorama fundiendo su cuerpo con los cuerpos proyectados de sus padres y hermanos. El cuerpo de Amalia deviene en material fotosensible sobre el cual se inscribe cada píxel. Con esta acción Amalia no está recordando a sus familiares, los está encarnando. Desplaza la temporalidad lineal, condensando el pasado de la imagen y el presente de su acción en un espacio temporal difícil de situar.

Tras este momento tan tierno como frágil, Amalia vuelve a la foto anterior, aquella de colores sepia, la cual es intervenida con una especie de Paint, haciendo con esta lo que todas hemos hecho de pequeñas con las fotos de los libros del instituto, o con revistas: ponerle cuernos a una persona, borrarle los dientes dejando apenas una paleta, dibujando encima un gorro de cumpleaños, o dibujándole a alguien un parche de pirata. Mientras, ella cuenta que esa foto podría pertenecer a la Navidad por la alegría que transmite y porque en su familia la Navidad era un momento muy importante. Era una festividad en el que sus padres y hermanas y hermanos se lo pasaban en grande, entre otras cosas, por la afición de cantar juntas. Su padre, con un pasado mejicano truncado, le daba por las rancheras, pero también había villancicos y otras canciones. Y cuando menos te lo esperas, de repente, alrededor de quince personas del público se adentran en el escenario para cantar con ella una canción que ella recuerda con mucho cariño cantar junto a su familia y que dice así: “salí de Granada un día, camino de Santa Fe, por el camino encontré un letrero que decía: salí de Granada un día, camino de Santa Fe, por el camino encontré, un letrero que decía…”. 

Poco a poco el coro sale del escenario, le dicen adiós con la mano a Amalia y se van de la sala, pero continúan cantando esta canción pegadiza. A medida que se alejan, la distancia de sus voces provoca un eco de nostalgia, porque de la misma manera que coges confianza y cariño a la familia de Amalia, ocurre lo mismo con el villancico. Amalia permanece allí plantada en el centro del escenario, con la misma mirada de la madre en la última foto: presente y ausente al mismo tiempo. La luz se desvanece poco a poco y en la platea se produce una respiración al unísono que sirve para relajar y soltar la contención de un público emocionado. 

PRIMER DESCANSO

¿Acaso esto no forma parte de la pieza? ¿No es esto también dramaturgia? Las responsables de la sala nos invitan a salir para tomar algo o ir al servicio durante aproximadamente quince minutos para cambiar el set. En esta pausa comentamos la ternura de Amalia y su generosidad de poner eso ahí de manera tan honesta a la vez que divertida. Mientras, yo me ocupo de registrar el canto de las coristas. Gracias María, Mía y Olga por vuestras voces:

Segunda parte. Bailar el problema

A lo primero que alude esta pieza es a ese texto de Bojana Cvejić, Coreografiar problemas. Pero al inicio de esta segunda parte se nos invita más que a bailar los problemas, a deshacerlos. Dianelis Diéguez y otro bailarín de salsa a quien no tengo el gusto de conocer nos invitan a bailar unos sencillos pasos de salsa como quien se mete en una clase multitudinaria de gimnasio. De pronto, me veo al lado de Mila con quien había venido a La Caldera dándolo todo. Antes de complejizar demasiado el asunto, entonces sí, bailar se convirtiese en un problema (al menos para los más arrítmicos), y nos invitan a entrar de nuevo en la sala. El dúo de salsa entre Dianelis y su acompañante se desliza hasta el  escenario y ya sentados en nuestras butacas observamos cómo improvisan algunos compases. 

Cuando ellos se van de la escena, Amalia, de nuevo en la mesa lateral de la técnica, nos comunica su relación con la salsa a través de un circuito cerrado de vídeo en la que ella mete dentro de plano unos folios impresos con frases y nosotras desde la butaca podemos leerlos proyectados. 

Nos explica que su relación con la salsa ha cambiado con el tiempo y que lo que se ha vuelto importante es la relación afectiva que se ha generado con las diferentes personas con quien comparte esta afición. Porque la salsa para Amalia había comenzado por ser una afición hasta que se torna un conflicto. La mayoría de estas personas son bailarines de salsa que conoce en un viaje a Cuba. Y tras comunicarnos esto, ya no es la voz escrita de Amalia la que toma el discurso, sino las voces y testimonios grabados de diferentes personas cubanas que nos explican sus problemas cotidianos, de sus dificultades y de las decisiones vitales tomadas en los últimos años tras los diversos acontecimientos que sufre Cuba, un país anquilosado a unos ideales difíciles de alcanzar dentro del capitalismo global. 

Los testimonios de unos y otros se suceden. Las voces son anónimas y los relatos personales están deslavazados para con los otros. Pero poco a poco componen un mismo hilo narrativo que sucede de nuevo en la proyección. Una vez más se utiliza un circuito cerrado de vídeo. La formalización ahora es muy diferente, se trata de un lienzo que se dibuja en directo y a través de diferentes técnicas pictóricas, en el trazo, en los materiales o en las pinturas se completa visualmente la información sonora. El resultado es una especie de collage, compuesto por pequeñas viñetas que corresponden a cada historia personal contada. Se trata de un retrato de una Cuba llena de tensiones políticas, institucionales o administrativas. 

Los problemas que aquí se bailan son los problemas típicos que ya hemos escuchado en varias ocasiones sobre la isla: la pobreza material, la dificultad de la disidencia política, la dependencia de una isla que vive un bloqueo, las alianzas con otros países, la inflación o el servicio militar obligatorio, por mencionar algunos. Pero no todo son dramas. Hay otros lugares comunes que nos resuenan: la educación pública, la excelente preparación del personal sanitario o la presencia de la música como vertebrador social y, seguramente, anestesiante para muchas personas con dificultades. Por otra parte, algunos de los problemas que se relatan son globales, que en Europa también conocemos de cerca o los hemos vivido en nuestras carnes. Las voces son cubanas porque nos lo ha enunciado Amalia, pero también creo que podría ser el relato de bailarines de salsa de l’Hospitalet, de Vallecas o de Ferrol.

En este sentido, la pieza nos resuelve poco, aunque nos acerca de nuevo a un problema que aunque lejano, acabas por comprender y empatizar. Empatizas con esas voces sin rostro. 

Cuando llegamos al último relato, observamos el lienzo que ha pasado de ser blanco a estar lleno de colores y formas. Un retrato polifónico construido a base de retales. Una especie de patchwork de experiencias. Las experiencias de las amistades de Amalia a los que llega a través de la salsa.

Para finalizar, volvemos a ver en escena al mismo dúo de salsa en acción. Hay algo que se ha transformado, y no tiene nada que ver con su ejecución, sino con los relatos contados. De repente, ya no puedes mirar ese baile que asocias a lo festivo, a lo lúdico y a lo social con los mismos ojos. Ahora más bien, ves unos cuerpos en movimiento afectados por los relatos personales de las voces anónimas. Sin embargo, sin querer ser utilitarista, ¿no es la danza una forma de celebrar la vida con todas sus complejidades? Con sus alegrías, sus triunfos, sus fracasos y también sus conflictos. En dúo, en grupo o en solitario.

SEGUNDO DESCANSO

Las reacciones de las que allí estamos ahora es diferente. Algunas estamos cansadas después de las horas transcurridas si sumamos la pieza de Laila y las dos de Amalia. Lo cierto es que había cierta perplejidad, pero también expectación. Tras este giro entre la primera y la segunda pieza había una tercera oportunidad para que Amalia nos sorprendiera de nuevo. Se podía oler en el ambiente: y ahora, ¿qué vendrá?

Tercera parte. cajadecuadraditos-squarebox 

Ahora vemos a Amalia ya en escena desde el inicio. El vestuario es austero: un vestido negro largo como de otra época y en los pies una especie de manoletinas con algo de tacón del mismo color. Y colgando de su cuello, una caja con una cuerda. 

Suena You were meant for, una de las canciones que Gene Kelly canta en Singing in the rain, y Amalia ejecuta un lip sync. A su vez desarrolla una sencilla coreografía en la que hace coincidir algunos pasos con los pulsos fuertes de la canción y no recuerdo si la coreografía corresponde a la bailada en la película. Lo que seguro añade es que va sacando de esa caja unos cuadraditos de punto que esparce por el suelo del escenario hasta que vacía la caja.

Acaba la canción, se sienta y Amalia relata que esos cuadros de punto los ha cosido ella misma porque le sirve para relajarse y descansar, pero sobre todo por puro entretenimiento. También, que la llevan acompañando un tiempo, en el que tras varias mudanzas, siempre se los ha llevado con ella aunque no sirvan para nada. Poco a poco escuchamos de fondo una base de rap y, como si nada, Amalia se sube a la silla en la que estaba sentada y de pie comienza a rapear. En este original y divertido rap con el que nos deja con el culo torcido a algunas, narra el origen y la historia de vida de los cuadraditos. Se escuchan algunas carcajadas en la platea. A ver, no nos engañemos, el salero que tiene Amalia es difícilmente superable, y de cada cinco palabras que suelta, con cuatro te dan ganas de reír. Si a esto le sumas que lo hace rapeando, pues…

Con este rap acaba el tríptico. Y en el público nos miramos sonrientes y aliviados. Aliviados por la mezcolanza de sentimientos y sensibilidades que provoca cada pieza. Pero también porque tras más de tres horas en La Caldera, irte con algo ligero facilita la digestión. Por mí parte, que Amalia continúe haciendo ganchillo por entretenimiento, pero que también haga piezas para que el público pueda seguir disfrutándolas.

Javier Hedrosa

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