Dificultad del viento

Esta obra la he vivido en tres momentos. El primero, al verla: nunca una pieza se me ha hecho más corta. No me lo podía creer. Del comienzo hasta el final, una ligereza arrolladora como yo no he visto otra. La cosa empieza suave, omne principium est debile, con seis taburetes de piano y una chica de pie en delantal, que se pone a bailar. Auténtico kitchen dance, bailoteo tontorrón y jovial de mientras se hacen las lentejas, al más puro estilo confinamiento: danza con aroma a galletas al horno y a reír por no llorar, a sol dando en el alféizar; la de quien se rebaña a sí misma como a un yogur, enjoying herself, y el jazz. Por si eso no bastara, tengo sentado delante a Xosé Manuel Beiras, que luce, como siempre, un pelazo casi irreal. La cosa ya va oliendo fuerte a libertad inesperada.

Les bailarines se suceden, enganchan sus danzas entre sí, el último paso de la una se vuelve el primer paso del otro: como un engranaje de energía, o una cadena de relevos, al bailar un piano que empieza a sonar, sin duda, a jingle navideño. La danzante cocinera deja, así, paso a una especie de ser tallado en mármol con mocasines que digo no puede ser, ¿será posible que sea el mismo efebo, imposiblemente guapo, que yace derrumbado, cual Faetón en vaqueros, en la portada de Testo Yonki (Anagrama, 2020), ese que tanta gente asume que es el propio Preciado? Sí, lo es. Esto va de bien en aún mejor.

Se suceden más bailantes. La ropa está off, todo es de otra talla, de otro corte, nada está hecho a medida y, sin embargo, lo llevan bien, te lo defienden: poderío. Se ha vuelto esto un desfile regalado, se mueven lento, se mecen, van de un lado al otro sin prisa pero reaparecen de bambalina casi al instante, transformades. O sea que bailan lento pero se cambian rápido, que la pieza va a dos velocidades entre lo que ves y lo que no: es literalmente un viaje en el tiempo, digo ¿a cuándo, a dónde? Hay mucho dejarse ir sin dejar de sostenerse, un release enhiesto, como cuando un griego baila un zeibekiko, que parece que se caen pero el alma los aguanta. Aquí mueven las extremidades más que el torso, que es la fórmula de la elegancia, como los aristócratas que andan siempre como mostrándose desde un balcón. A mí me recuerda, más que a nada, al waacking, y de repente suena un «ha». 

El «ha» es una caja, o sea, una percusión de media frecuencia, con ataque súbito y decay lento, como una palmada seca («Strike a pose!»), que pioneros del vogue y la música Ballroom como Vjuan Allure, Masters at work o MikeQ convirtieron en la seña más icónica y reconocible del movimiento, y la que lo distingue propiamente del resto del House. Son casi intercambiables: no ves ball en que no suene el «ha» y ay de ti como uses el «ha» y no sea por y para la comunidad. El caso es que el vogue es un «yo existo» absoluto, y suena igual. 

Pero aquí se oye en jazz, y es difícil no entenderlo como el desafío desenfadado de quien se permite brillar de un modo que aunque sea el suyo lo entienden los demás. Y según suena un piano imparable y como roto por las esquinas, que parece rechazar su propio molde al dejarse afirmar por la música, les ves y bailan con mucha posibilidad, con mucho «¿y si?» que se siente de caramelo sin empalagar, con una lírica suavísima que se les resbala por los huesos encontrando el equilibrio entre lo caótico y lo majestuoso, como si Aquiles fuera mitad Kazuo Ohno mitad una persona al azar. Y antes de que te des cuenta se ha acabado la pieza y no puede ser que ya haya pasado casi una hora. «Brilliant…!» oigo a mi espalda, según suena la última nota, resoplado de inmediato y con firmeza. Éxito total. 

El segundo momento lo viví después, al salir, y no fue agradable. Nunca he visto pieza menos polémica, nunca he visto una declaración menos modesta de unanimidad sencilla; esto no te puede no gustar. Y es tan extremo eso, tan gustoso e irrefutable, y para nada complaciente, que te da un escalofrío, o dos. Un estudio de The Economist me confirma que Zúrich es, literalmente, la ciudad más cara del mundo, empatando con Singapur. Y hay algo que no me encaja en esta pléyade de gente bellísima, y no lo digo por ser exquisitamente normativa (que más de un par hay), sino por el verdadero desarreglo con el que alcanzan la perfección al bailar, que es lo mejor que te puede pasar. Hay una falta tan total de complejos, tal serenidad al componer y al realizar, por parte de una élite artística traída desde el confín más pudiente del planeta, que se siente, bueno, fuera de lugar.

Por supuesto, piensas «Pero es que un elenco multiracial, multietario e internacional bailando con una excelencia tan simple y con una gracia tan real es aún, y hasta dentro de mucho, algo que toca hacer y vitorear»; también piensas que ya hay muchas otras cosas que te parecen bien pero te sientan mal, aunque las goces. Aun así no puedo ni quiero evitar preguntarme si acaso algo necesario puede ser irrefutable, que cómo puede ser que las formas más normales de belleza, en las manos adecuadas, den lugar a algo nuevo y mejor, o hasta qué punto pueden ocurrir cosas en el centro, y en lo alto, de la campana de Gauss por la que cierta gente resbala como por un tobogán.

Esta pieza es genial, eso es indudable. De lo que sospecho es de que esa genialidad me llegue, una vez más, ultramarina y aderezada por los núcleos culturales más inmensamente ricos de la Tierra; porque no sé qué me inquieta más, la irresistible seducción duty free de una obra así de brillante, o el hecho de que, lo pretenda o no, evangelice en forma y contenido, en madurez y en pertinencia, siguiendo un flujo que aún parece de una sola dirección. Lo que me preocupa es, justamente, que no es ningún fraude. Lo que me escama es quién, cómo (y cuándo), desde dónde y hacia dónde, y con qué, da en el centro tan exacto de la diana una y otra y otra vez.

El tercer momento es el de escribir esto y lo comparto contigo, que me lees: hay gente, de cuyo trabajo no se escribe, que lo hace sobre el de alguien que no le va a leer. En una entrevista ya de anciano, en 1957, le preguntaron a Louis-Ferdinand Céline cuáles serían sus últimas palabras si las tuviera. Él al instante respondió quejándose de la vulgaridad de la pesadez, «Il-y-a très peu de légèreté chez l’homme, il est lourd, il est extraordinaire de lourdeur». Vicente Arlandis tituló una obra «Cuerpo gozoso se eleva ligero». Yo pienso que qué cristiana es la insistencia de la belleza por ser ligera, y que si supiese pintar la pintaría con la cara de la niña más pequeña –pero más valiente– del pueblo porfiando en escalar hasta lo alto del castell: toda la danza que me gusta y me interesa muestra algo de cielo en el cuerpo, pero no porque lo abandone, sino porque logra volar con él. 

Y viendo a Trajal Harrell (que, por cierto, no salió al escenario) y al Schauspielhaus Zürich Dance Ensemble hacer lo que hacen y bailar como bailan, se me quedan el gusto y el interés tan inmensos, y tan fugitivos, de a quien se le posa un vencejo en la ventana, o de quien llama corriendo a su amigo, asomado a la otra borda, jurando que por la suya acaba de ver un delfín. Una felicidad profunda pero un poco oxidada, como a la vez clara y ocre, que se parece a la que da enseñar a hacer cosas que tú, por enseñarlas, dejas de estar haciendo. O sea que hay un poquito de descarte en este batir de alas, como un amor que mata un poco. Pero como quiero vivir y también quiero amar, me quedo de esto con que aún queda mucho, pero mucho, por bailar. Y por disfrutar tantísimo de lo bailado: ese «¿y si?» es también mío. Arriba los corazones. 

Mar Valyra

Imágenes de Reto Schmid

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