No-one is an island

Cada medio parece esconder los sueños de su época, sus expectativas y deseos de emancipación; así fue con el libro, la fotografía, la radio, el cine, la televisión y ahora con el medio digital. Pero con sus sueños vienen también las pesadillas. En la realidad virtual se cifran hoy estos extremos. No-one is an island, un trabajo de Juan Navarro con Ferdy Esparza e Ignasi Duarte, se produjo en el marco del Méq, un festival de artes digitales dirigido por Daniel Romero, quien también colabora en este proyecto, con sede en el teatro de Montpellier hth, que asume también la producción de esta obra. La muestra está dedicada a explorar la dimensión escénica de las artes digitales, dos mundos aparentemente contrarios que terminan paradójicamente confluyendo, pero en qué lugar y de qué manera. Experiencias sonoras y atmósferas visuales se presentan como un reencuentro con la tribu a través de una aceleración hacia un futuro sobre la que evidentemente hemos perdido el control, o preferimos pensar que lo hemos perdido. Es parte de la poética de estos mundos: disolución de los sujetos, autonomía de los medios. Cada medio soñó también con poder funcionar con independencia del hombre, cansado quizá este de tener que hacerse cargo de sus propios desastres. Los medios son un alivio. La escena, sin embargo, sigue planteando la misma pregunta: ¿hay alguien ahí?, ¿quiénes estamos?, ¿qué estamos haciendo? Estas y otras frases similares aparecen escritas a modo de pintadas indescifrables en los muros de un paisaje virtual por el que camina una niña.

No-one is an island muestra este viaje a través de los ojos de esta niña, Emma Baraize, a la que, como si de un rito iniciático se tratara, le colocan las gafas con las que entrar en la irrealidad de este entorno virtual. Sonidos vocales, frecuencias sonoras y ritmos en bucle anticipan el momento. Dos seres extraños cubiertos con pajas secas al frente de varios micrófonos suspendidos reciben al público con sonidos que vienen de lejos. Un pequeño invernadero con plantas funciona como el lugar secreto de la ceremonia. A ese lugar es conducida la niña para su preparación, que el público sigue a través de proyecciones. El invernadero ocupa un lugar singular en la historia del teatro como fábrica de invenciones oscuras. Es un sitio húmedo y secreto que se alimenta con la tierra, hojas verdes y frutos. Uno de estos seres fantásticos, Núria Lloansi, acompaña a la niña en este viaje, como un Virgilio llevando a Dante por los infiernos.

Pero en No-one is an island las resonancias clásicas acaban ahí, tampoco se trata de una exploración por el inconsciente freudiano, en todo caso dialoga con los arquetipos con los que Jung describiera los imaginarios colectivos, un terreno común a todos los seres y épocas del mundo. El viaje de la niña es distinto en cada ocasión, pero cualquiera podría estar en su lugar. Esa niña es la infancia de una humanidad que tiene el lugar de los sueños como su último reducto de sociabilidad no condicionada, la última posibilidad de habitar paisajes fantásticos y arquitecturas fantasmales teñidos a parte iguales por la melancolía y el deseo, la crueldad y la inocencia. Formas vegetales, apariciones animales y geometrías proteiformes conviven en un territorio en el que ya no queda nadie, pero en el que estamos todos, porque en No-one is an island todos estamos ya muertos. Como le dicen a la niña, es como si todos nos conociéramos ya desde siempre, porque de algún modo nunca dejamos de estar en este lugar inventado por nuestras cabezas, un lugar íntimo y extraño, el lugar de los sueños, y las pesadillas, el último rincón de nuestras cabezas para estar con los demás, con los extraños y lo extraño, de un modo no previsto, el último espacio también para ensayar otras formas de creación. Como afirma Jonathan Crary en su apología del sueño frente al capitalismo: “en la despersonalización del sueño, el durmiente habita un mundo común, una actuación compartida de la retirada de la praxis 24/7 con su calamitosa nulidad”.

En algún momento de la obra se empiezan a oír de forma intermitente golpes secos que llegan a la escena confundiéndose con los sonidos vocales y las frecuencias graves; pero estos ruidos son distintos, cortos y secos, parecen venir de otro sitio, no están producidos ni por un sintetizador digital ni por la voz humana. Al final se desvela su origen, provienen de una acción violenta que está teniendo lugar dentro del invernadero, ese lugar secreto cuyo interior permanece oculto para el público. Ese es el lugar que le sigue quedando a la acción, un ámbito húmedo y terroso donde las ideas pueden seguir siendo algo más que ideas, cuerpos inciertos que todavía sudan y lloran. Estos sonidos, y su lugar de proveniencia, son uno de los pocos elementos disruptivos que atraviesan este mundo de ficción desde un sitio próximo y extraño desestabilizándolo. El lugar de la acción, que deslumbró al siglo XX, aparece ahora protegido en el ámbito secreto del que nacen los sueños, y las pesadillas, el espacio de la ceremonia y la reproducción, el contacto físico, la caricia, la transgresión y la violencia. En una obra en la que todo queda disuelto digitalmente, liberado de sus anclajes con el mundo, este rincón mínimo, a modo de espacio infiltrado en un universo irreal, parece hablarnos de otra época y otras posibilidades, un tiempo de los orígenes preguntándose cómo seguir, por dónde salir, cómo estar en un mar de imágenes que se reproducen de forma automática. El recorrido de la niña podía hacernos pensar en algún vídeo-juego si no fuera porque la capacidad de interacción de la niña con el medio se reduce a su pura presencia, su deambular sin una meta fija y sus propias manos que provistas de un dispositivo técnico le permiten mover algunos objetos, por lo demás, es en el propio paisaje en movimiento, saturado de vegetación y geometrías, en el que recae una misteriosa capacidad de actuación que nos envuelve.

Cuando surge un medio nuevo siempre se plantea la misma pregunta: cómo utilizarlo, qué se puede hacer con él; no solo para qué sirve, sino para qué nos puede servir más allá de las utilidades para las que ha sido programado. Qué hacer con el medio para que se convierta en el medio de otra cosa, o dicho de otro modo, dónde queda la posibilidad de la creación, de lo imprevisto y la pérdida en un entorno donde todo ha sido previamente programado, acondicionado, previsto. El cruce entre la escena y las artes digitales, que en ocasiones corre el riesgo de quedar reducido a una exhibición de las habilidades técnicas del aparato, recupera esta pregunta a nivel colectivo. ¿Para qué nos puede servir la realidad virtual? No en el sentido de buscarle una rentabilidad lógica, sino de confrontarla con sus límites, bucear en su locura. La escena no es un espacio para las utilidades de manual. Conecta antes con el abuso que con el uso. La acción nunca fue un medio nuevo, sino el medio de los medios, un modo de utilizar, de pensar y situarnos de otras maneras frente al entorno. El aparato, convertido ahora en una compleja red de códigos y frases de programación, de dígitos y líneas, nos deslumbra tanto como el mundo que genera. Todos los aparatos tuvieron algo de fascinante, como si escondieran un secreto o una promesa. Mundos encantados que nos permitieron volver a ser niños, trastear con la primera cámara de fotografiar, la primera radio, el primer aparato de televisor, el primer ordenador o dispositivo móvil. Juguetes para adultos. Los medios, en la medida en que no dejan de reinventarse, tratan de conservar esa emoción de la primera vez, de un territorio virgen, un mundo que en el fondo somos nosotros mismos con nuestros deseos infantiles de poner en crisis las posibilidades de nuestro entorno, de ponerlo patas arriba, de saltarse las reglas. Hay una dimensión poética en todo esto. Los medios son también un lugar para soñar. ¿Cómo explicar tantas noches solitarias delante de una pantalla de ordenador? El sitio que ocupan en el centro de la escena esas extrañas gafas expresan este interrogante y al mismo tiempo esta fascinación por una atmósfera que tiene algo de irreal y de monstruoso, nos atrae y nos da miedo. Porque la pregunta que nos hace la máquina no ofrece una posibilidad frente a la que optar con libertad —nadie está fuera del medio, esta es su promesa y su amenaza—. Cada medio es un destino histórico, ¿poético, político, económico? Aunque uno decida no ponerse las gafas, las gafas están ahí, no-one is an island.

El trabajo de Juan Navarro y su equipo tiene algo de todo esto. Te sientes atraído, pero al mismo tiempo te inquieta. Es poético, pero no deja de conectarnos con lo monstruoso. Seduce y cuestiona. El estreno acabó con un aplauso cerrado, pero más de uno se fue con las dudas en el cuerpo. ¿Qué estamos haciendo aquí? Esto es lo que hay, parece decirnos una obra en la que el viaje por lo virtual se impone con ese carácter inevitable que tiene todo ritual. El medio digital no deja de constituirse como otro tipo de ritual. Este es el lugar que nos queda, ceremonias para celebrar nuestra desaparición como especie. Y esta respuesta nos inquieta… o nos seduce.

No-one is an island es el comienzo de un proceso de investigación sobre la realidad virtual, un trabajo que irá adoptando formatos distintos en espacios y contextos de producción diversos, de donde irán surgiendo otras respuestas a todas estas preguntas. El proyecto abre para sus creadores, algunos de ellos, como Juan Navarro, verdaderos pioneros del teatro de acción, una puerta a un país de las maravillas donde, como en el relato clásico, nada es lo que parece. Detrás de cada paisaje se esconde un abismo, detrás de cada imagen un pasadizo y detrás de cada figura un momento de perplejidad. Detrás de este vacío, estamos todos. Es también una cuestión biológica. Todo ha sido previamente programado, incluido el cuerpo, y sin embargo siempre está todo por hacer. Cada medio, como cada época y cada edad, plantea nuevos horizontes.

Dentro de este mundo irreal el yo y el tú se confunden en un paisaje cambiante de sensaciones en el que el nosotros es apenas las ruinas de un pasado que no sabemos cómo sostener. Un sentimiento de fracaso, pero también de belleza, de cansancio y al mismo tiempo de ganas de seguir, se dejan sentir a lo largo de este viaje que puede conducir a cualquier lugar. Proteger esta posibilidad, no la de un lugar cualquiera, sino la de cualquier lugar como posibilidad de lo maravilloso, es de lo que, en definitiva, nos habla, con amor este no-one is an island.

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