Los paisajes del Bloom

Y  alguna vez ocurre.

Cesare Pavese

Al girar la esquina azul del restaurante Mer du Nord, su olor a sopa de pescado y navajas, en el número 34 de la calle Sainte-Catherine, los hornos de la pastelería Charli hacen, quizás, los mejores cruasanes que haya probado. Mientras tanto, el Kunsten Festival des Arts 2017 se despliega durante mayo por Bruselas. Una ciudad que se abre entera para celebrar y ser celebrada en teatros, galerías, centros de arte, librerías o escuelas a través de performances, exposiciones, workshops, obras de teatro, de danza, conferencias… Al comerse un croissant de Charli cualquiera puede pensar que, aunque compartan nombre y forma con otros aparentes, su naturaleza no es la misma, o por lo menos la diferencia de grado es tal, que cuestionan casi todos cruasanes que se haya tragado antes. Como para saber cómo es algo, primero tenemos que saber a qué no se parece, sobra la comparación de muchas realidades con la voluptuosa programación regular de los teatros belgas o el Kunstenfestivaldesarts, una fiesta que horada, siembra, ensambla y posibilita preguntas que, de momento, sólo podemos hacernos por Ryanair.

Si como quien dice “no se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio”, el cartel del Kunsten, alejándose de los juegos de seducción que solemos consumir, de la puesta en valor de lo que anuncia, la imagen que puede verse por toda Bruselas está compuesta por cada número de los veintitrés días que dura el festival, el mes y el año. Negro sobre blanco, no necesita vender nada. Que son las obras, parece que nos dice. Como si para saber qué es el festival realmente, tuviéramos que acercar la cara a los trabajos para soplar, por si acaso despertamos las llamas. Luego, claro, serán las obras, donde “cada ojo negocie consigo mismo”. En todo caso, una austeridad sintética en tiempos de Instagram de un festival que consigue índices de ocupación y diversidad de públicos por los que suspiraría cualquier institución. Pero también, puede que un ejercicio de coherencia con las voluntades que han confeccionado una programación que Christophe Salgmuylder, su director, defiende en parte como respuesta a las palabras de un tipo el día de su toma de posesión del poder, que no de nuestra capacidad de imaginar y producir otros posibles.

Palabras que pretenden definir un mundo, lo que sus límites (nos) encierra, en el que si fuera por cómo lo representan y relatan, sólo nos quedaría hacer lo mismo que al entrar en la primera sala de The Absent Museum, la exposición que acompaña al festival en Wiels, donde nos recibe la obra Pixel-Collage de Thomas Hirschhorn, y ver las imágenes de cuerpos mutilados en atentados: cerrar los ojos. O, como hacían los vigilantes del museo: mirar el móvil. ¿Cómo abrir los ojos de nuevo? ¿Cómo levantar la mirada de las simulaciones? ¿Hacia dónde? ¿Por qué intentarlo? Es decir, ¿en qué clase de mundos queremos hacernos estas preguntas? Lo que es casi lo mismo: ¿qué mundos queremos representar y contarnos? Cuestiones siempre latentes a toda práctica o contexto dedicado a la producción de significado, de subjetividad, el gran arma, y que el Kunstenfestivaldesarts 2017 ha querido lanzar desde trabajos centrados en la experiencia sensorial, la empatía, la voz o las fronteras con el otro, campos abiertos donde poder recuperar el sentido, pero de una forma que recuerda a otras palabras, las que rescataba Laurence Rassel para presentar el noveno número de la revista Concreta:

Importa cómo las historias cuentan historias
Importa cómo los pensamientos piensan pensamientos
Importa cómo los mundos mundan los mundos

(Donna Haraway con Marilyn Strathern)

Historias, pensamientos y mundos que, cuando se activan como unívocamente políticos, pueden caer en la trampa de relatos que no dan más de sí, retóricas sin porosidad, y que al seguir insistiendo en ellas, creadores y públicos, productores y consumidores, no hagamos más que alimentar una máquina que ha demostrado que así continuará inmune su curso. Pienso, por ejemplo, en Faust de Anne Imhof, recién premiada con el León de Oro de la Bienal de Venecia. En que empeñados en representar a enemigos reconocibles de relatos pasados, campos cerrados, no conseguimos señalar la peligrosidad del mundo de hoy. Peligroso a todas las dimensiones, peligroso por su volatilidad, porque el enemigo se parece demasiado a cualquiera, pero sobre todo peligroso porque no permite identificar al peor de ellos, nosotros mismos, cuando somos incapaces para plantear nuevas soluciones, y llegar al “Bloom”, a eso que Tiqqun llamaba el “punto de partida de otra politización posible”, según Amador Fernández-Savater, “veneno y antídoto.  El fondo donde se puede tomar de nuevo impulso”. Y para ello, siguiendo con Amador, haya que “despolitizarse para politizarse. En ese desplazamiento, en esta experiencia de autotransformación que hace vacilar la definición y el estatuto de la política, ¿cómo orientarse? ¿Cómo persistir en la propia brecha y fabricar desde ella una nueva piel, una nueva sensibilidad que responda ya a otras solicitaciones de lo real?”.

Solicitaciones o emergencias que podrían empezar a formularse desde el enunciado que Paz Rojo, Diego Agulló, Bruno Levorin, Cristian Duarte y Tarina Quelho compartían hace unas semanas en un encuentro en Brasil: “Así no, ¿pero cómo?”. Un reto que por lo menos hoy asumimos en su primera cláusula, pero cuya pregunta final no encuentra la manera de afirmarse ante la gran negativa, tan violenta como desafectada, que ocupa todas las facetas de la vida; aunque puede que lo interesante sea instalarse en el desplazamiento al que nos obliga, un continuo mundar de mundos, para por si acaso, alguna vez ocurre. La escena a veces, potenciada por su naturaleza, anverso y reverso de casi todo lo que puede ser, refleja o proyecta aquellos problemas que habitan las obras o nos hace mirarlas en busca de soluciones. Gerhard Richter, une pièce pour le théâtre de Mårten Spångberg, no fue por casualidad el tema de debate de la segunda semana del Kunstenfestivaldesarts.

Gerhard Richter, une pièce pour le théâtre. Imagen: Anne van Aerschot.

Hace unos días, en la presentación de Movimientos Cósmicos de El Conde de Torrefiel en el Reina Sofía, uno de sus textos contaba la historia de un futuro donde los espectadores necesitarían de obras en las que no pasara nada, teatros o cámaras anecoicas en los que se “clausuraría” la representación en respuesta a una demanda de silencio y vacío. Las personas se sentarían un tiempo, y de vuelta para la vida o lo que haya. Como casi toda ciencia ficción, anuncia y revela alguna fuga del presente. Y es que esta historia podría ser el paroxismo de una serie de prácticas que ya están en juego en muchos trabajos actuales en los que se percibe cierta sensación de vaciado. No de un espacio físico, sino temporal, para lo que la escena, por la especial importancia el presente en su engranaje, es un lugar idóneo, ya que a partir de ella se pueden crear otros tiempos. Por un lado una reacción lógica a las formas de vida de hoy, que de seguir así, cada vez será mayor, hasta que acabemos en aquel futuro que describía El Conde de Torrefiel. Por otro lado, como toda negación, es una oportunidad para decidir qué se quiere afirmar, cómo queremos llenar después de haber vaciado.

Cuando nos enfrentamos a una obra de un artista con largo recorrido, con discursos y prácticas con alta capacidad de afectación, también tenemos que relacionarnos con la tendencia de su marca, con nuestras expectativas. En el caso de Spångberg, del spangbergianism, uno de los think tanks de la coreografía actual, más. Así, al ir a ver un nuevo trabajo suyo, al intentar comprender hacia dónde se dirige ahora, si está en una época más azul o rosa, podemos esperar ver a María Jesús con su acordeón o desprendiéndose de él, que es lo que distingue un “estilo” de una “aventura”, ya que “el estilo es sobre todo cuestión de identidad, una identidad que conquistar, valorizar o conservar. Por el contrario, la aventura empieza cuando se arriesga precisamente la identidad”, según Amador. Gerhard Richter… es contundente, clara, sin concesiones en su planteamiento, y parece que afina y afianza lo que Spångberg venía desarrollando. Aunque es una pieza en la que da la sensación de que Spångberg se dirige a sí mismo, valorizando y conservando su discurso, su “estilo”, no por ello deja de seducirnos, y sigue poniendo en movimiento cuestiones clave.

Al entrar en el KVS, “The Brussels City Theatre”, con 130 años y todas las entradas vendidas, vemos sobre el escenario a modo de linóleo una gran superficie cuadrada de alfombras de piel de vaca con algunas tazas con restos esparcidas. A la izquierda una mesa de cristal con grandes velas encima. Cuelgan dos lámparas como de Zara Home, del mismo material que la superficie elevada que hace de fondo de escena. Convenciones en marcha, como en Francia, queda definido el espacio de la representación, pero quedando éste abierto a otros paisajes a la derecha con una gran proyección de un bosque quieto, o no.

Y es que quizás, en la obra, durante sus casi tres horas, lo que veamos sea un paisaje tras otro, naturalezas vivas o no, o más bien la posibilidad que desaparece frente a cada uno de esos paisajes, casi parafraseando la obra de El Conde de Torrefiel, que con acierto estaba programada el mismo fin de semana, casi como un homenaje velado a Gertrude Stein. Paisajes que se construyen y destruyen a partir de nueve bailarinas excelsas, que moviéndose con lentitud, creando otros tiempos, entran y salen vestidas como de Desigual, se paran, miran, vuelen a bailar, a veces solas, normalmente en cuerpos de dos o más, mientras entre silencios alguien en supuesto diálogo, aunque mirando siempre a público, enuncia textos que se van repitiendo una y otra vez, como los temas musicales que se escuchan en algún lugar a lo lejos. Paisajes en los que después de todo, impera la danza, la danza es lo que se impone en Gerhard Richter… Siguiendo los postulados del spangbergianism, los bailarines convierten la obra una “celebración de la danza” que se emancipa hasta de Spångberg, la coreografía, o el coreógrafo que nos creamos en la cabeza, siéndonos devuelta en todo su potencial.

Así el público, poco a poco, se acompasa con la letanía de la obra, y se produce uno de los fenómenos más interesantes que pueden provocarse en un escenario: el aburrimiento, o lo que Spångberg considera que puede devenir en “pérdida”. Un aburrimiento, una pérdida, que cuando consigue hacerte marchar, no físicamente como hizo con gran parte del público, y luego volver a lo que está pasando, supone la superación del horizonte de sucesos que plantea la obra; el cual, cuando es trascendido, y no es caprichoso, te devuelve a la escena transformado. Ya no se ven las cosas igual, también ellas, como antes del viaje, han cambiado. Una sucesión que alguna vez ocurre, y que Spångberg resume en palabras de Barthes así: “you fall in love, you fall out of love, you recover from love and you fall in love again”.

La pieza nos invita a negociar con la pérdida, el aburrimiento, la negación y la falta, algo que simplemente con el ritmo y las formas actuales pocas veces podemos permitirnos, y que seguramente no hacemos más a menudo porque se pondrían en cuestión los paisajes en los que ésta se desarrolla, como hace consigo misma, y la máquina teatral, Gerhard Richter, une pièce pour le théâtre. Un trabajo inundado por la sensación de que todavía no hay nuevas formas, cómos, o Spångberg no las ha encontrado, o algunos no sabemos producirlas a partir de su propuesta, aunque en el programa de mano se nos invite a hacerlo. En un escenario en el que se presenta un mundo intercambiable, estetizado, sin calados, donde no importa decir esto o aquello, que suene una u otra música, hay una frase de los diálogos que todavía me resuena: “War is over”. Pero, ¿qué guerra?  Porque el mundo que nos presenta Spångberg tiene algo de derrota. Como si de la falta no consiguiera hacer emerger el deseo, o se diera por perdida la necesidad de afirmar otras posibilidades. Pero es precisamente ahí, en el paisaje devastado por la negación, donde se presenta la oportunidad para construir otras formas, mundar otros mundos. Una batalla nada beligerante, que se gana jugando a la afirmación, y que no terminará nunca porque siempre está a punto de empezar, a la espera de librarse en otros campos por inventarse, allí donde alguna vez ocurre. Si no, siempre nos quedarán los cruasanes de Charli.

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