Juan Navarro y Pablo Gisbert cruzados en La Poderosa

La Poderosa, Barcelona. Sábado. Nueve de la noche, en plena fiesta de la Mercè. Pablo Gisbert y Juan Navarro presentan El Bosque, un proyecto que parte de otro proyecto cuyo origen está en otro proyecto: Cruzados. El Bosque se presentará la semana que viene en forma de instalación performática en el festival TNT, de jueves a sábado en la Sala Muncunill. Cruzados es un proyecto de La Poderosa que pretende juntar a dos artistas y sus respectivos mundos:

En un momento en el que los festivales y teatros buscan productos o artistas marca queremos invitaros a des-marcarnos, a poner en común, a des-autorizarnos y a des-identificarnos. Nuestro deseo: abrir canales de comunicación, contaminarse los unos a los otros, mezclarse, provocar terceros inesperados, enriquecer relaciones, intercambiar conocimiento, mirar las cosas desde la diferencia y sugerir otra velocidad de los acontecimientos que se rija menos por las leyes del mercado y más por las necesidades del propio proceso en los encuentros.

Pablo Gisbert, conocido sobre todo por ser parte de El conde de Torrefiel. Juan Navarro, conocido sobre todo por su trabajo como intérprete de creadores tan reconocidos como Rodrigo García pero injustamente (es mi opinión) no tan reconocido por su interesante carrera como creador escénico. La Poderosa llena para comprobar cómo se cruzan estos dos creadores, lo cual quiere decir que éramos unas cuarenta o cincuenta personas porque La Poderosa no es el Palau Sant Jordi ni pretende serlo. Hay barra. Se puede beber y comer algo. Nos sentamos en sillas y bancos que forman un semicírculo. Óscar Cornago, investigador especializado en artes escénicas contemporáneas del Centro Superior de Investigaciones Científicas, ha venido desde Madrid para romper el hielo en esta presentación. Lo hace lanzando preguntas al público sobre el concepto de habitar y su relación con el arte. Entre otras cosas, se pregunta por qué parece interesarnos tanto últimamente que los artistas habiten los espacios institucionales. Las preguntas que lanza se quedan flotando en el ambiente, sin resolverse en respuestas tranquilizadoras. Después de las preguntas que lanza Cornago, preguntas que diseccionan el problema que aborda, esta cosa del habitar, como si fuese una clase de anatomía, explorando cada una de sus ramificaciones, las luces se van apagando y en la pared que se encuentra detrás del investigador comienza a proyectarse un vídeo. El vídeo muestra el claro de un bosque y unos adolescentes moviéndose a lo lejos, sin (aparentemente) un propósito concreto. Un vídeo larguísimo, que es como contemplar un cuadro. Pasados unos minutos comienza a sonar una música, repetitiva, meditativa, de aires orientalizantes. Después contemplamos una especie de retrato warholiano de uno de los adolescentes, que sostiene la mirada a la cámara durante minutos y minutos. El adolescente sale de la escena y, por el camino, lo primero que hace es mirar el móvil. Entonces Juan Navarro ocupa el lugar desde donde nos hablaba al principio Óscar Cornago para contarnos la historia de un proyecto que nunca han llegado a realizar con Pablo, un proyecto frustrado en varias ocasiones. Pablo, que está a los mandos de la mesa de sonido, responde desde allí a los requerimientos de su compañero para que corrobore y añada detalles a la historia que Juan cuenta a partir de sus recuerdos. Poco a poco, Pablo acaba en escena, acompañando a Juan, que es quien lleva la voz cantante, y lo interrumpe de vez en cuando para añadir detalles que suenan como ráfagas de metralleta. Intentaré resumir, también de memoria, lo que nos contaron.

Juan y Pablo se encontraron en el monte barcelonés del Carmel, se adentraron en un bosque de abetos y estuvieron allí un buen rato hasta que se les hizo de noche y se les acabó la conversación. Luego fueron a un bar y se fijaron en unas fotografías antiguas que decoraban las paredes. En una de esas fotografías les llamó la atención un tipo. El camarero les contó la historia del tipo, a quien él había conocido cuando era pequeño. Se llamaba Antonio de Partida, era un obrero y fue uno de los primeros budistas en Barcelona y en España. Como no quería ser enterrado en un cementerio cristiano sino en el bosque se dedicó a cavar agujeros y plantar abetos, que no es una especie autóctona precisamente, para ser enterrado allí, clandestinamente, al final de sus días. Fruto de su labor existe ese bosque de abetos fuera de lugar. A Juan y a Pablo les impactó esta historia. Y a continuación pensaron en que lo que tenían que hacer era una procesión de ocho horas en la que lo primero de todo sería raparle la cabeza a todo el mundo, como los monjes budistas. Luego, alguien haría de Antonio de Partida muerto y, entre todos, por turnos, lo transportarían hasta su tumba, en el bosque. Irían parando y bebiendo y cantando y bailando. Desde la montaña vecina del Tibidabo, para ambientar, lanzarían humo con una máquina de humo gigante y el público lo contemplaría desde un punto del Carmelo desde donde también se ve el puerto de Barcelona, el mar. Y, al final, todos acabarían enterrando sus calzoncillos y sus bragas en el bosque, de manera que al volver a casa, cuando los participantes fuesen a desnudarse para entrar en sus camas se darían cuenta de que no llevaban ropa interior y eso sería como el punto y final de la performance. Juan y Pablo lo hicieron. Se emborracharon, volvieron otro día al bosque con unos ponchos que les hizo la novia de Juan y enterraron sus calzoncillos en la tierra. Pero nosotros nos lo perdimos y lo máximo que podemos hacer ahora es intentar revivir la cosa siguiendo las instrucciones de la recreación (reenactment, dirían los teóricos modernos de la performance) que Juan y Pablo nos propusieron el sábado en La Poderosa. Y así lo hicimos: nos levantamos de nuestras sillas y seguimos las instrucciones que iba gritando Juan mientras transportábamos a alguien que hacía de Antonio de la Partida y que iba cambiando por turnos, al mismo tiempo que cantábamos y bailábamos. Bueno, pues esto es lo que Juan y Pablo querían hacer y no llegaron a hacer nunca: una performance de ocho horas. Pero ahora se han juntado de nuevo para hacer otra, no de ocho horas, sino de tres días. Esta vez será en Terrassa y será una instalación. No sé si meterán un bosque en una sala. No sé qué papel jugarán los adolescentes. En cualquier caso parece que será algo que se irá construyendo poco a poco, por acumulación y que para verlo bien habrá que ir siguiendo lo que ocurra allí durante los tres días, entrando y saliendo de la instalación a placer. La historia continúa a partir del jueves, hasta el sábado, en el TNT.

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