Omplir-se de pols si cal

Antiguamente y hasta hace no tanto, cuando las familias payesas catalanas recogían del campo los cereales y las legumbres, la cosecha se llevaba a una explanada circular llamada “era” que solía estar delante de les masies (caseríos). Allí se batía para separar el grano de la paja, una tarea que levantaba mucho polvo, por lo que se advertía: “Si no vols pols no vagis a l’era.”

Aunque el pasado sábado 3 de mayo en Mieres no hubiera trigo para batir, nos reunimos para compartir una jornada en el Espai Nyamnyam en torno a prácticas de investigación en artes escénicas. Fue la primera de un ciclo de jornadas –las próximas serán el 14 de junio, el 5 de julio y el 22 de agosto– que este año cumple su sexta edición y que lleva por título “Si no vols pols no vinguis a l’era.” Un nombre que sirve como gesto de memoria hacia aquellas expresiones del catalán que se van perdiendo con el tiempo y los cambios sociales, pero quizás también como declaración de principios o invitación a las personas participantes a tomar parte de aquello que vaya a suceder, a estar juntas, a estar dispuestas a llenarse de polvo si hiciera falta.

Al inicio de la jornada nos sentamos en semicírculo bajo uno de los árboles de la finca para conocer Roca de migdia, la revista del pueblo de Mieres, editada en colaboración con el Ayuntamiento pero que está, como enfatizó Monfort, uno de sus editores, al servicio del pueblo (y no de la institución). Ariadna e Iñaki, núcleo del proyecto de Espai Nyamnyam, nombraron las implicaciones complejas de sostener espacios artísticos en zonas rurales y la importancia de un hacer situado. Hablaron de proyectos como Això al poble no li agradarà o el propio Si no vols pols, que tratan de articular espacios culturales para y con la gente que habita Mieres y los pueblos cercanos.

Después de un pica-pica y algo de beber, nos desplazamos a la nave para ver una muestra en proceso de Aplauso, vicio de Noela Covelo Velasco y Élise Moreau, que estuvo en residencia en La Caldera y se estrenará el próximo año en el Festival Sâlmon. Sus cuerpos, sus voces, la música y una tela grande movilizaron el imaginario colosal de la ópera en un espacio casi vacío, desdibujando la separación entre el dramatismo y la comicidad. Después de una breve conversación con las artistas, subimos al altillo para ver La Vía Láctea, parte de una investigación de Maria Garcia Vera, artista en residencia en La Caldera que, en esta ocasión, invitaba a Néstor García Díaz a conversar con ella. Un collage de textos, preguntas y gestos, que se iba des-articulando como una conversación abierta que no tiene por qué llegar a ningún lugar.

Después de una rica comida, resguardades bajo las sombras de los árboles y del porche, nos reunimos otra vez debajo del árbol, entre café e infusiones. Les representantes de las distintas instituciones o espacios que han participado en la programación y/o han dado apoyo a las piezas presentadas durante la jornada –Javier Cuevas de La Caldera, Quim Pujol del Festival Sâlmon y Elena Carmona del Teatre de Girona– hablaron de sus experiencias en esta labor de dialogar, conspirar y colaborar en el contexto de las artes escénicas.

De ahí volvimos a la nave para Neti Neti Serie Oro de Amalia Fernández. Concebida como performance participativa, ofrecía un espacio en el que deambular a la escucha de las voces que salían de varios altavoces. La performance era una primera muestra del material que la artista ha estado recogiendo, en un trabajo de largo recorrido en residencia en La Caldera, a través de entrevistas con personas con varios años de dedicación y recorrido en el contexto de la danza en el estado español: Carme Torrent, Mónica Muntaner, Janet Novás, Idoia Zabaleta, Elena Córdoba, Ana Buitrago, Teresa Lorenzo y Juan Carlos Lérida. En estos registros sonoros, Amalia conversa con elles sobre su manera de comprender y vivir la danza.

La performance terminó dando paso a la música y convirtiendo el espacio en una efímera pista de baile, para luego subir a otra sala, dónde visionamos Mirar Neti-Neti de Tamara Brito de Heer. La pieza audiovisual de Tamara surge del acompañamiento que hizo de los encuentros que Amalia tuvo en La Caldera con les artistes mencionades. Con una mirada táctil y atenta, recoge la singularidad y la sensibilidad del encuentro entre dos cuerpos que se interrogan sobre qué es, qué puede ser y qué queremos que sea aquello a lo que llamamos danza.

Júlia Sentís

Imágenes de Sebastià Masramon

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Entrevista a Ziomara Hormaetxe

Ziomara Hormaetxe estrena el 15 de mayo LĀTTICE en Azkuna Zentroa.

Estudiaste Historia del Arte antes de formarte en danza en Niza y Cannes. Después pasaste por distintas escuelas como P.A.R.T.S o S.N.D.O hasta conformar tu propia compañía. ¿Cómo describirías tu relación con la danza y la coreografía?

Comencé formándome más como bailarina, descubriendo diferentes técnicas, pero creo que al final son las personas que te vas encontrando a lo largo de tu trayectoria la que te influyen. Más que formaciones oficiales que haya hecho, me han inspirado personas o coreógrafos. Tener una compañía grande es muy complicado, y trabajamos en compañías pequeñas que nos dan la oportunidad de hacer un trabajo más profundo o interno. Como bailarina, me han inspirado las personas con las que me he ido encontrando.
Después fui pasando por etapas, y apareció la necesidad de hacer piezas de danza propias y de hacer mis propias producciones, pero de una manera muy natural e intuitiva. Empecé mezclando las nuevas tecnologías y la danza. La inspiración me venía de festivales donde solía ir como el Sónar o LEV. Yo quería hacer algo así. Hay tanto que descubrir, aunque es muy peligroso, porque la tecnología te atrapa y te invade tanto espacio que es muy fácil que te olvides de tu cuerpo y del movimiento. Mi objetivo es buscar el equilibrio sin desconectarme de mí misma, porque cuando nos desconectamos, estamos perdidos.

¿Cuál es la relación de LĀTTICE con la física cuántica?

En la obra hay conceptos de la física que yo he bajado a tierra, los he acercado a mi parte más humana. LĀTTICE es un fenómeno de la física cuántica que dice que la estructura del universo la percibimos de forma vacía o invisible, pero ahora sabemos que la estructura del universo está constituida por diferentes puntos, los cuales poseen diversas gravedades, emocionalidades, dimensiones… puntos que a pesar de tener cada uno una información, si la información de uno de ellos se altera, cambia también la de los demás. Estos puntos están unidos y componen un todo. Me interesa la idea de conexión. Siento que estoy mucho más conectada a los puntos externos alrededor mío, al ruido, a la imágenes y los estímulos, al ritmo frenético de nuestra sociedad. Por un lado esta conexión me genera angustia, y por otro lado me resulta complicado conectarme con mi parte interna. Cuando conecto con mi parte interna, para lo que tengo que hacer fuerza, logro serenidad o calma. La tecnología nos hace estar muy conectados y desconectados a la vez.

En la descripción de la obra utilizas conceptos físicos como incertidumbre o gravedad. ¿Cómo los traduces a la danza o el movimiento?

Cuando conocí a Beatriz de Paz, la otra intérprete, ya estaba indagando en la cuántica, en cuestiones sobre la doble naturaleza de la materia (onda y partícula). Al conocer a Bea pensé que era la onda y yo la partícula. Antes de empezar ya teníamos dramaturgia. La onda nos permitió indagar en una cualidad líquida, flotante o vaporosa del cuerpo, y una relación consecuente y particular con el espacio. Cómo lo atraviesas, la conciencia de la gravedad, de las caídas… La partícula era más caótica, se mueve y cae mucho más rápido. Su textura refiere a la desconexión de una misma y a la rapidez actual, al no saber qué nos está pasando. Esta cualidad del movimiento, aunque suene abstracto, consiste en unir puntos como si fueran partícula, pero frenando el movimiento, de 0 a 100. Es como si las partes de tu cuerpo fueran puntos que unir, para lo que tienes que llegar de una manera exacta, tienes que frenar el movimiento.

¿Estas cuestiones también tienen resonancia en el espacio, la escenografía de la obra, la luz o el sonido? 

Al final la obra trata de mi cabeza, de mi cerebro, de lo que ha sido todo este proceso. A pesar de esas dos naturalezas de la materia, hay un todo que está en mi cerebro. Una de las escenografías son unos plásticos con los que juego simulando ese movimiento de onda, el cual es una continuidad entre el movimiento de los plásticos y mi cuerpo. Hay una escenografía partida por dos que remite a esa naturaleza doble, aunque al final esas dos partes se juntan, porque de lo que estoy hablando es de que tenemos diferentes partes, pero al final somos un uno, como aquellos puntos que decía. Para mí lo más importante es buscar la continuidad entre todos los elementos que están en escena, los plásticos, la escenografía…. Luego está la tecnología, la parte de las imágenes, el sonido… Lo bonito es cuando hay una continuidad, cuando no te das cuenta que del movimiento pasas a la luz, entra la imagen… Encontrar el equilibro del todo es el gran reto.

El lenguaje visual de LĀTTICE «se genera en tiempo real mediante un sistema algorítmico desarrollado ad hoc con TouchDesigner, e IA real time, capaz de traducir sonido y movimiento en imágenes dinámicas y cambiantes». ¿Podrías contar más sobre este sistema de imágenes? 

He trabajado con Paco Gramaje, del estudio Girasomnis, con quien ya colaboré en mis primeras obras. Es complicado encontrar a alguien con conocimientos técnicos y sensibilidad para las artes escénicas. En este proceso probamos muchas cosas, hologramas, láseres… Cuando hablamos de tecnología, parece que si no es efectista no funciona. Aunque la tecnología está en todo el proceso, el ChatGPT, las luces, los móviles con los que nos grabamos… hasta el cuerpo mismo es tecnología. Quería hacer algo diferente, encontrar la sutileza en integrarlo todo. Para mí es importante que la imagen y la luz vayan muy unidas. Que no vaya una y luego otra. Yo podría poner una escena con imágenes increíbles, pero la cosa es qué se quiere contar. Paco ha ido generando materiales con TouchDesigner, y los hemos ido integrando lentamente con la luz, el movimiento, la dramaturgia, la música…

En la sinopsis de la obra se dice que LĀTTICE está «pensada tanto para los públicos contemporáneos de los nuevos medios, como para quienes buscan una renovación en las artes escénicas tradicionales». ¿Qué clase de público esperas que vaya al estreno? ¿Quién te gustaría que fuera? ¿A quién va dirigida la obra? 

Aunque voy pasando por distintas fases a lo largo de mi carrera, al final todo esto me lleva siempre al mismo lugar, a hablar de la humanidad. Lo que me llena y me remueve por dentro es hablar de mi parte interna, de lo que va sucediendo en cada época de la vida. Esa es la única manera de conectar con el público. A mí me sale mostrar mi vulnerabilidad, todo su poder, también lo que ha sido el proceso, y este ha sido particularmente caótico. Por lo que he tenido que buscar internamente la calma para tirar adelante. Como en la vida. Eso nos pasa a todos, y es la manera más directa y honesta de conectar con el público, que no tiene porque entender, pero que le remueva algo.

Teatron

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Cosas siendo cosas a pesar de mí

En el escenario en penumbra se abre un agujero. Nos apiñamos poco a poco en las butacas centrales y entre todxs creamos una isla de vacío todo alrededor. Lxs visitantes nos reunimos enfrente a ese hueco que flota, brillante, a la espera de que empiece el espectáculo. Hay algo de ternura que parece llegar de alguna memoria, la memoria de algún momento en que nos juntamos para que nos contaran un cuento, o para ver un teatro de marionetas. También hay algo de alegría, una expectativa de que algo va a pasar, y que va a estar bien. Aunque quizá este optimismo viniese del hecho de que era sábado y por fin había parado de llover por un momento en Vigo. Al salir iríamos a tomar algo, a cenar algo, a reírnos un poco. Supongo que tenía varios motivos para estar contento.

Se apagan las luces y empieza el espectáculo. En ese pequeño escenario de baldosas blancas aparece un objeto. Se mueve repetitivamente El movimiento dura, y aún dura un poco más. Me parece mágico. La música me gusta. Estoy dentrísimo. Luego, poco a poco empiezan a pasar cosas, una detrás de otra, una detrás de otra. Una. Detrás. De. Otra. Aparecen manos portando y moviendo objetos sencillos y reconocibles, vulgares. Nada de especial en apariencia, aunque es cierto que la estética tan cuidada y el buen trato dado a los objetos hacían que la escena fuese cualquier cosa menos banal. Y con el pasar del tiempo, y el flujo de un objeto a otro, y a otro, y a otro, ese contemplar se me fue desparramando. El contemplar fue dando paso al ver. Vi una tela roja. Vi un cartón de leche. Vi un paquete de salchichas. Que subía, y bajaba, se alineaba con otros paquetes de salchichas, hacían una diagonal, paquetes de salchichas ejecutando una coreografía que me pareció divertida, leve. Sin embargo, y a pesar de lo amable de la escena, me sorprendí a mí mismo deseando que esas salchichas fueran otra cosa; alguna parte de mí entendió su movimiento coreografiado como un vehículo para llevar a esas salchichas hacia otro estado, no sé si más sublime, pero otro. Aquello era claramente una estrategia, una promesa de que esas salchichas podrían llegar a ser otra cosa. Y ahí me encontré, a por todas, con fe en las herramientas de la escena y su poder: estaba cerca de ver a esas salchichas de otra manera, como nunca las había visto, una mirada nueva hacia un objeto tan banal, me acercaba  a una realidad a la que nunca había llegado por la falta de contemplación profunda y sentida, por dar por hecho que sabía lo que una salchicha era. Cuestionando mi mirada, automatizada, atrapada, alienada, pobre, que escapa a lo importante de las cosas alrededor, a lo esencial. Ahí estaba, accediendo a una nueva mirada, tirando del hilo, siguiendo las pistas… Peeeeeeeeero nada de eso pasó. El paquete de salchichas siguió siendo un paquete de salchichas. De hecho, cuanto más tiempo pasaba, cuanto más bailaban esas salchichas, más resbalaba todo lo que yo le añadía, todo lo que yo le imponía a ese objeto. Los objetos acababan por escurrirse para quedarse desnudos, secos, como ropa tendida. Eran cosas, siendo cosas, a pesar de mí y de mi deseo de que fueran otra cosa. Que también digo yo, ¿por qué necesitaba que un paquete de salchichas fuera otra cosa que no un paquete de salchichas? Esta intención mía me parece ahora ridícula, pero lo cierto es que, por un momento, algo automático dentro de mí buscó eso.

El tiempo fue pasando, un objeto siguió a otro, y a otro, y a otro. En algún momento unos objetos se asociaban con otros, sólo por el hecho de estar juntos. Pero en realidad, una vez más era yo quien los relacionaba: ellos estaban allí. Estando. Moviéndose o no. Era yo quien los asociaba, y volvía a activarse el mismo mecanismo: seguía las pistas en busca de una lectura más compleja, aquello tenía que ser más complejo, debía de serlo, parecía serlo. Pero otros objetos aparecían, la relación entre ellos se distanciaba, parecían no tener nada que ver unos con otros. Y volvía a ver cosas, sólo cosas. Y me rendí. No fue una acción voluntaria sino un dejarse hacer, un dejarse seducir por las cosas que aparecían, bien tratadas, muy bonitas, con su propia duración. Una duración que no sólo me permitía verlas, sino que daba entidad a esos objetos. Esa duración me decía: “Soy algo, y no necesito necesariamente tu mirada, pero sí este espacio y este tiempo. Me pertenecen”.

Y ya está. Un paquete de arroz se me mostró así, como un paquete de arroz. El paquete de arroz no me necesitaba, no necesitaba mi historia, ni mi memoria, ni mi deseo. Era a pesar de mí. Y no quisiera ponerme muy intenso pero lo cierto es que sentir esto me trajo algo que no sabría muy bien cómo explicar pero que tiene algo que ver con cierta tranquilidad, con sacarme de en medio, una confianza en que todo está ahí, pasando, todo el rato. Y la confirmación de que lo que yo quiera volcar de mí en las cosas, aunque pueda en algún momento afectarlas (por lo pegajosas que pueden llegar a ser), en realidad no importan nada. A las cosas les doy igual. “La naturaleza os ignora. El viento, las tormentas, el calor. Toda esa maravilla os ignora. El calor siente una indiferencia absoluta por vuestra puta vida y por vuestra puta muerte. Aunque encontraran vuestros cadáveres descuartizados en la orilla del río. Para el río no estáis vivos ni muertos. No sois nada para el río. A la lluvia no le conmueven vuestras jodidas alegrías, ni vuestras jodidas fatigas, ni vuestros jodidos dolores”, Lo decía Angélica en La Casa de la Fuerza.

Se me vino a la cabeza en algún momento Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley. Lo leí hace mucho tiempo, tanto que apenas lo recuerdo. Pero se me quedó grabada una imagen: la de un ramo de flores. El autor hablaba de cómo, en su estado, alterado, conseguía ver en esas flores algo que nunca antes había visto, algo sublime, esencial, verdadero. Y sé que esto se contradice con lo que decía al principio… ya, pero bueno, yo qué sé. Por qué no. El caso es que en algún momento pensé: esa cosa no va al encuentro de eso sublime que quiero ver en ella, es nada más y nada menos que una cosa, esa cosa. Pero al mismo tiempo, en un doble tirabuzón carpado, aquello se convirtió en algo muy especial por el mismo motivo: porque esa cosa era inevitablemente esa cosa. Eran cosas, a pesar de mí. Y me pareció hermoso y me dio esperanza.

Fran Martínez

Fotografías de Raúl Sánchez-La Mutant y Federico Caraduje

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Una idea (doblemente) inacabada

En casa hace mucho años que no hay televisor. Creo que desde que los pequeños crecieron y perdieron el interés por ver dibujos animados a cualquier hora. Cada uno tenía ya su pantalla particular al mundo donde escoger programación personalizada. Como nunca fuimos de la liturgia de compartir sofá y caja tonta no hubo ningún drama cuando aquella tele de tubo dejó de funcionar, tal vez aburrida del poco caso que le hacíamos. 
Desde hace años mi sustituto de la televisión es la ventana de la cocina. Desde ella se ve un buen pedazo de la ría. La película es cada día diferente. He visto enormes temporales de tres horas de duración sin perderme ni un solo rayo ni una ráfaga de viento. Me han programado días de sol inclemente en que era necesario poner sábanas mojadas colgadas para intentar aportar un poco de frescor y en los que el color de las sábanas teñían toda la realidad. He contemplado barcos de pesca que cuando le daba el sol en los cascos reflejaban el rojo más hermoso que he visto nunca. He visto bajar y subir mareas, coreografías de gaviotas surfeando las corrientes de aire. He visto películas de todos los géneros y calidades desde esa ventana.

El viernes voy al Teatro Ensalle. Voy siempre que estoy por aquí desde hace muchos años. Sin importar quién esté ese día en el teatro. Si lo conozco o no, si tengo referencias o no. Confío completamente en la programación que allí nos regalan. Siempre hay algo que lo justifica. Nunca falla. Una certeza. 

Mientras fumo el último cigarro intento vaciar la mente. Es un ritual, como el de mear antes de entrar en la sala. Vaciar la vejiga y vaciar la cabeza después de llenar los pulmones de nicotina. Rutinas. 

Entramos y en el centro de la sala negra hay una ventana blanca. Parece un televisor. Y efectivamente, en seguida me doy cuenta que lo que vamos a ver es una película.
Lo primero es la aparición de un tapón metálico de botella de vino. Desciende desde las alturas del peine. Entonces comienza la coreografía del tapón que se mueve ocupando todo el espacio. Hay algo circense. De acróbata con traje de lentejuelas plateadas seguida por dos cañones de luz. No sé cuánto dura, pero me sitúa en un lugar que me interesa. Ya no hay nada de fuera en mi cabeza. Muchos años pensando en cómo conseguir que alguien que viene del millón de estímulos que hay en cualquier calle de cualquier ciudad los deje atrás y pueda centrase en lo que nos van a contar, y ahora lo consigue un simple tapón de botella, como los que tengo en casa, bailando en el vacío. Creando pequeñas sombras, girando como un derviche metalizado y sin alma.
Después ya va todo seguido. Sin interrupción. Una buena cantidad de secuencias. Desde unas manos limpiando azulejos con estropajos, que en cuanto enfocas ves que son paquetes de salchichas, hasta el intercambio de objetos cotidianos que van de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
El telón de fondo va cambiando a un ritmo constante. Primero colores. Después entran las texturas. Combinaciones. Estampados. Lisos. Brillantes. Opacos. La variedad de horizontes. El contexto. El encuadre. El punto de fuga variando constantemente preciso e implacable.
A veces incluso hay subtítulos. Palabras sueltas y también un texto largo que llena toda la pantalla y nos cuenta una historia.

Pero sobre todo lo que me lleva es el ritmo. Algo hipnótico. Que se apodera. Y, claro, el sonido. Sin darte cuenta descubres que estás moviéndote al compás de la música, si es que se le puede decir así: música. Qué importante la banda sonora, también en la vida.
Y hay comida. La hay envasada y la hay fresca. Y hay productos de limpieza. También una sierra. Hasta un espejo en el que puedes verte reflejado si quieres. Objetos cotidianos que cobran otro significado descontextualizados. Las cosas que nuestras manos cogen todos los días, allí, en primer plano, parecen más grandes, como esos artistas que en el escenario se hacen inmensos y luego los encuentras en el bar del teatro y piensas: bueno, no es para tanto.
Y aparecen muchos “personajes” en la pantalla, aunque sea parcialmente. Caracterizados. Guantes de trabajo y guantes de vestir. Guantes de limpiar. Manos desnudas. Brazos vestidos y brazos desnudos. Brazos musculosos y brazos elegantes.
Y de repente lo que piensas que puede ser una cocina o un baño se convierte en una pecera y ves los objetos flotando en el agua ingrávidos.
Sobre todo, el ritmo que te va llevando, que te va meciendo. Las repeticiones que construyen ese ritmo que te atrapa y no te suelta.
Y de repente el cuerpo humano va tomando protagonismo, poco a poco. Hasta que un cuerpo completo invade y ocupa todo el espacio. Hermoso. Sensual.
Pero, claro, con él llega el caos.
Todo se llena, crece desmesuradamente, se abarrota. Aire encapsulado incluido.
Lo que hasta entonces era armonioso se convierte en desorden. Todo se ocupa y se rompe, incluida la cuarta pared. Se tropiezan los cuerpos, intentan ocupar el mismo espacio reducido.
Ahora sabemos que el tapón del principio era de esa botella que ha soltado todas las burbujas y embriaga el aire, el espacio se vuelve alcohólico.
Todo lo demás sería spoiler, mejor ir y vivirlo.

Pues esta es la película que vi el viernes. Otros lo llamarán teatro de objetos o danza, pero no os dejéis engañar. Además, en cualquier caso, a quién le importan las definiciones.

En Una idea inacabada (qué título tan sugerente, propone de alguna manera completar, implicarse) trabaja un puñado de gente de larga trayectoria en esto de la escena que a mí me gusta. Todos bajo el paraguas de Taller Placer (otro acierto de nombre). Desde Vicente Arlandis, que me ha hecho gozar desde los primeros trabajos de Losquequedan, hasta Adolfo García, con el que he tenido la suerte de compartir cabina en demasiadas pocas ocasiones. Un puñado de gente que me da la impresión de que, sobre todo, disfrutan de su trabajo. ¿Y qué hay más importante que eso?

Han pasado ya unos pocos días desde el viernes. En realidad ahora pienso que no sé si lo viví o lo soñé. No sé si lo que cuento sucedió en realidad o me lo he inventado.
Da igual.
La película de hoy es muy diferente. Llueve muy suave, hay un fondo gris donde un montón de nubes bailan al ritmo de las gotas que se acumulan y se precipitan desde el tejadillo. Es una peli en blanco y negro, parece antigua. Está bonito. Tranquilo. Relajante. Empiezo a sospechar que el director de fotografía de la peli de hoy puede ser el mismísimo Caravaggio…

Antoine Forgeron

Fotografías de Raúl Sánchez-La Mutant y Federico Caraduje

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Ensayo para remover el colapso

A propósito de Unending love, or love dies, on repeat like it’s endless, de Alex Baczyński-Jenkins en Réplika Teatro

Laura, Laura I am sad for you
But more than you I am sad for me
And when I make a toast to you
I make a toast to me, my friend.
Dorothea Lasky, Awe, 2012

Espacio vacío. El público entra, ocupando el lugar poco a poco. Toma asiento en las butacas o se acomoda apoyando la espalda contra cualquier superficie libre. Desde el techo se filtra la luz de una tarde primaveral de domingo. En un lateral, tres cuerpos esperan a la vista de todas. No hay señal clara de inicio, pero cuando se desplazan hacia el centro de la sala, comienza un tiempo que no se deja atrapar. Durante casi dos horas, algo sucede en presente continuo: un ritual donde se baila desde el deseo, la amistad, la pérdida, la memoria. Una liturgia mínima, un pacto silencioso entre quienes bailan y quienes sostenemos la atención.

Unending love, or love dies, on repeat like it’s endless, de Alex Baczyński-Jenkins, invita a habitar un estado compartido, más que a presenciar una pieza de danza. De primeras, convoca en mí palabras como alianza, complicidad o vínculo. Los tres bailarines construyen una coreografía reiterativa, hipnótica, donde el meñique entrelazado -como gesto de fragilidad, casi infantil- se convierte en una declaración radical: estamos aquí unidas, no nos vamos a soltar. Bailando como si no existiese opción de parar, la repetición aparece, no como obstinación, sino como un compromiso que nos ancla al presente que habitamos. La música empieza y vuelve a empezar, y continúa, siempre acabándose una vez más.

Estamos ante una danza que, como en los versos del poema «Toast to My Friend or Why Friendship Is the Best Kind of Love» de Lasky (Awe, Wave Books, 2012), es celebración de comunidad: donde se brinda por la otra, por una misma, por estar juntas. Cuerpos que hacen del movimiento una ofrenda a la amistad, una ofrenda como acto político. El tiempo no regresa y nosotras estamos aquí y lo vamos a disfrutar. Un baile de no mirar atrás. Solo nos importa unirnos en esta rave, gozar este ejercicio común de insistencia.

Las figuras -jóvenes, mojadas, constantes- ejecutan movimientos en espiral, reiterativos, sutilmente distintos cada vez. Se vuelve contagioso. Desde las butacas, nuestros cuerpos se mecen cuando el volumen se intensifica. Estamos envueltas en diferentes capas: movimientos, luces, miradas, ritmos. Cada vuelta que dan a coro ocupa más espacio del escenario, se van acercando a nuestros asientos casi invitándonos a entrar. Proximidad, mirada sostenida. A nuestros pies, papeles dispersos: planos arquitectónicos, frases, signos a modo de pistas, o quizás como invitaciones a formar parte del ritual. Todo es vínculo y ejercicios de atención afectiva.

Existe una escucha generosa entre ellos que se mezcla con miradas de complicidad. Mantenemos juntas el no saber, nos mantenemos en la posibilidad de un no-futuro.

La iluminación cambia, de forma casi imperceptible, como si las transiciones respiraran con nosotras. Solo un foco de luz azul -llegando al final de la representación- marca una diferencia transversal, de forma que va deshaciendo los cuerpos y las tonalidades de su ropa y su piel. A medida que nuestros ojos se adaptan, comenzamos a observar algunas sombras, seguimos escuchando las pisadas insistentes y acompasadas. La coreografía se va reduciendo al círculo que delimita el foco, volviéndose mínima hasta quedarnos completamente a oscuras. Se cancela la vista, solo se escuchan las respiraciones agitadas. 

Al día siguiente de ver la pieza, tuvo lugar un apagón generalizado en todo el país. Una interrupción que nos dejó durante horas sin electricidad. La información era escasa, y en las calles circulaban teorías y rumores. No todas lo vivimos igual: algunas pudimos cerrar el ordenador y tumbarnos al sol; otras quedaron atrapadas durante horas en ciudades que no son la suya, lejos de casa; muchas no pudieron salir a la calle porque dependían de un ascensor para mover su cuerpo y su silla de ruedas hacia el espacio público. En general, aparecieron velas y radios de pilas que aun guardábamos en algún cajón. En medio de la interrupción forzada, mi pensamiento principal fue: “Menos mal que estamos juntas”. Se volvió visible aquello que solemos ignorar atrapadas en la inercia del día a día: la necesidad de organizarnos, de sostenernos, de contar con redes afectivas, de estar preparadas -colectivamente- para lo imprevisible.

En este contexto, Unending love, or love dies, on repeat like it’s endless -sin intención de ser reflejo directo de lo ocurrido- adquirió, sin embargo, una claridad inesperada. La atención radical, el ritmo compartido que habitamos desde las butacas el día anterior, seguía vibrando en mi cuerpo mientras el apagón convertía el día en algo casi apocalíptico. Frente a la incertidumbre: cercanía. Frente al colapso: comunidad. Dolor y celebración, trauma y posibilidad.

El apagón vivido como gran noticia en España es la cotidianeidad para muchos territorios. Sin embargo, el pánico nos muestra la importancia de organizarnos más allá del Estado. ¿Por qué no intentar construir una forma amable de habitar estas crisis juntas? ¿Podemos hacer del colapso algo más vivible para todas? Una práctica de sostén mutuo, como en la pieza, al ritmo compartido de una rave, considerar nuestras comunidades como sistemas de apoyo fuertes. La coreografía permitía imaginar otras formas de sostenernos ante lo incierto, revelando una práctica colectiva imprescindible frente al colapso: plural, vulnerable, atenta, persistente.

En las plazas públicas, así como en el escenario, se crearon espacios donde convivieron el dolor y la celebración, la cicatriz y el movimiento. Territorios de resistencia, refugios en la intemperie. La luz se apaga, pero el movimiento persiste. En la pieza, los cuerpos siguen girando, enlazados, activando el tiempo. Parecen decirnos: “Estamos juntas en esto, creando historia y olvido”. Parecen decirse: “Te veo, te conozco; soy testigo de tu pérdida y tú de la mía. Desde lo imprevisible, bailamos”. Lo que presenciamos en Réplika alumbraba lo esencial: un vínculo necesario, como los meñiques entrelazados que, siendo lo más frágil, pueden volverse lo más resistente.

“If he knew what has died, then maybe we would not have to move so slowsly”

Irene Mahugo Amaro

Foto de Studio Pramudiya

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Me lo dijo un pajarito

A propósito de La Operación, de Norberto Llopis Segarra, presentada dentro del festival Dansa València en Espacio Inestable.

Al abrir la puerta de la sala del Espacio Inestable, nos recibe Norberto Llopis sentado en la mitad del escenario, mirando hacia la grada y hablando hacia las personas que pasan por delante. El público se va sentando y la voz del artista intenta situarnos dentro de un acuerdo temporal marcado por su propuesta, que se titula La Operación. Lo que empieza solo con la voz muy rápido se transforma en movimiento, Norberto cubre su rostro y sus manos recorren las hojas de papel que tiene por delante. Mientras nos describe, compone y descompone la situación, como también la palabra operación, robamos un poco de tiempo para pasear por toda la información que, desplegada en orden, llena el suelo de un escenario alargado que desafía la separación entre escena y grada, ya que los papeles llegan hasta los pies de las personas sentadas en la primera fila. A medida que sus manos se mueven e interactúan con objetos, parecen transformar la voz en un sonido ambiental. Esta sonoridad de la voz y de los objetos moviéndose aporta lecturas alternativas sobre su entorno. En esta disposición Norberto es un elemento más de los que aparecen ordenados cuidadosamente en el suelo. Como público, acompañando la danza que marcan sus pensamientos, experimentamos el universo y las referencias que le rodean. Las escenas creadas son abstractas y concretas a la vez, la estructura de lo hablado está impregnada de la aventura de sensaciones en continua transformación.

Norberto no reacciona con los objetos que tiene a su lado sino con las relaciones potenciales que estos pueden generar. Los objetos no son solamente lo que parecen pero cada objeto sirve para hacer eco de la voz que suena a su lado y así generar una sensación de movimiento añadido. En esta primera escena Norberto estira de una polea, gira unas páginas, levanta los papeles y hace sonar unas tijeras añadiendo lecturas alternativas a lo que a la vez propone hablando.

Norberto nos invita a pensar si entrar o qué significa entrar, una vez que ya estamos dentro. Propone al público distintas situaciones, define lo que tiene por delante o cita a otros artistas y referentes. En su intento de colocar el lenguaje dentro de un entorno complejo y multisensorial sigue creando relaciones que hacen que el espacio lingüístico sea más enrevesado de lo que las palabras simplemente connotan. Habla pero a la vez toca, recoloca o acciona los papeles y los objetos, camina, se tumba y repite movimientos de baile haciendo resonar a cada acontecimiento. Hay algo en la experiencia de Norberto que nunca vamos a entender, porque para entenderla sería necesario sentirla. El lenguaje no puede describirlo todo pero aquí se muestra capaz de aportar cierta complejidad a los conceptos que presenta creando nexos entre distintas ideas. Quizás Norberto nos está enseñando cómo se puede ordenar o articular el pensamiento mientras se siente.

En un momento, Norberto empieza a recolocar unos martillos de color y a dar golpes con ellos sobre unas maderas de color que sirven de base a estos martillos. A priori lo que pueden simbolizar los martillos o sus colores no interfieren en el curso de la pieza, este movimiento podría ser un simple hecho para generar sonido. El lenguaje no pretende sustituir la experiencia sensorial del entorno pero sigue moviéndose con ella siendo una herramienta más para su interpretación. Aunque Norberto nos vuelve a explicar su idea sobre esta propuesta, situándose en un tiempo y un espacio cada vez más amplio, el lenguaje no nos puede ayudar para ver qué es lo que hace a Norberto moverse. La descripción de los acontecimientos que vemos es una traducción que evoca mucho más de lo que sus propias palabras manifiestan.

Norberto aparentemente utiliza las palabras para ofrecer su trabajo al público pero, a su vez, desarrolla una cantidad de operaciones que a simple vista no tienen una finalidad concreta. La forma en que se mueve parece ser una respuesta continua a lo que le rodea. La Operación ofrece un lugar para poder sentir y pensar en sincronía con lo que se propone, en vez de simplemente hablar sobre esto. Los símbolos, las palabras, los colores y los elementos particulares que se disponen, en principio en el suelo pero a medida que pasa en tiempo también en las tres dimensiones del espacio, no intentan diseñar un sistema para su interpretación. Todo esto se encuentra aquí en forma de una conversación constante con el universo de la obra, en donde Norberto tiene la posibilidad de reaccionar con su cuerpo. 

Entre definiciones, descripciones o proposiciones nos encontramos en un continuo dentro y fuera de la situación. En unos momentos nos movemos en un futuro imaginario o imposible y, en otros, nos volvemos a lo que nos concierne sobre el tiempo o la duración de lo que estamos viendo en escena. Es un movimiento que cuestiona nuestras ideas en relación a lo que vemos o a cómo lo vemos. Responder a lo que nos rodea, a los colores o a los motivos, de forma corporal y física, debería considerarse también un modo natural de comunicar, como es cuando comunicamos con palabras. Esto lo podemos ver como una proposición creativa de nuestro pensamiento mientras se está generando.

Simultáneamente, en un lateral de la escena podemos leer los subtítulos en inglés que intentan seguir el ritmo y el juego de palabras que hace Norberto. La proyección sirve para ayudar a los invitados internacionales del festival Dansa València, que acoge la función, pero, a la vez, este texto nos ofrece una alternativa a lo que sucede en escena, se genera, aparece y desaparece en un tiempo paralelo a todo lo que hace Norberto en directo.

Es evidente que lo que se encuentra dentro de la sala pertenece al universo de las ideas que Norberto nos despliega para habitar. Aquí el resultado de la composición dramatúrgica no parece ser algo impuesto sobre la obra, pero se trata de una extracción o, mejor dicho, comprensión de los ritmos que proponen los objetos en el espacio. El montaje pone en primer plano el ritmo que puede generar lo que normalmente se queda entre bambalinas. Las escenas no solamente representan un movimiento por el espacio; están moviendo el espacio, reordenando su contenido para intensificar el aspecto palpable del espacio-tiempo. El plano de la dramaturgia desde la cual se articula esta operación está habitado por los pensamientos y su propio ritmo. Así que cada estructuración en movimientos y palabras alberga en su interior un devenir potencial, donde el público está invitado a participar. 

Pensar en la operación como un territorio más allá de la representación permite generar un lugar que no tiene una definición clara, un lugar que se siente en vez de un lugar que se ve, un punto de fuga que se despliega infinitamente. Así, nos podemos preguntar si la operación es la obra o si la operación genera la obra. En la sinopsis leemos que la operación en sí misma no la podemos encontrar, solo podemos ver sus efectos.

A veces es inevitable dejar que el rumbo del pensamiento se contagie entre lo que ves y lo que tienes visto, lo que de verdad tenemos por delante y lo que esto parece ser. Es quizás lo que resulta que tienen en común lo que percibimos y lo que habita nuestra percepción. El título de este texto es también el título de un texto de Erin Manning, profesora investigadora y escritora canadiense, y el contenido hace referencias a sus escritos sobre investigación-creación. Esto surge como una intuición inevitable que crea afinidades con el trabajo de Norberto. Afinidades que alteran de manera encubierta lo que podemos pensar y también potencian una recomposición participativa. Según Deleuze no hay fenómeno, palabra o pensamiento que no tenga múltiples sentidos. Una cosa tiene tantos sentidos como fuerzas que le pueden poseer. 

Aris Spentsas

Imágenes cortesía de Dansa València

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Roland mon amour, de Cris Balboa

Mientras el público entra y se acomoda, Cris Balboa, sentada en una butaca, bebiendo agua de un termo y conversando con las personas que tiene a los lados, espera.

Una vez que la gente está ubicada, toma un micrófono y empieza a hablar. Nos invita a llevar a cabo un ejercicio de respiración y relajación. Algo que ella, que dice que tiende a respirar sin llenar del todo sus pulmones, hace para controlar la ansiedad. Mientras explica esto se dirige lentamente hacia el centro de la escena, lugar que ocupará a partir de ahora. 

Cris Balboa es una artista gallega que en 2022 obtuvo una de las cuatro plazas que anualmente abre el Centro Dramático Nacional para cuatro dramaturgos que, durante un año, trabajarán con el amparo de la institución en la creación de un texto para la escena. Roland mon amour es el resultado de esa residencia, se estrenó en la Sala de la Princesa del teatro María Guerrero el 21 de marzo y todavía puede verse allí hasta finales de esta semana. 

El caso es que las Residencias Dramáticas (ese es el nombre del programa del CDN arriba mencionado) trajeron a la capital a una artista que lleva muchos años trabajando en su Galicia natal. Cris Balboa dice de sí misma que no es muy conocida en Madrid y con esta pieza parece querer poner fin a esta situación de forma bastante personal: Roland mon amour es un monólogo musical en el que la creadora habla, canta, y todo lo que está entre esas dos cosas, sobre sí misma y sobre su circunstancia. 

La sala de la Princesa está cubierta por una alfombra roja, tanto la zona de butacas, que se han colocado rodeando el espacio escénico, como la escena misma. En el centro de la sala, sobre un pie transparente, Roland, el sintetizador que otorgó a Cris Balboa la posibilidad de hacer música sin saber hacer música, y que inspiró la forma híbrida entre monólogo y concierto que acabó adoptando el relato autobiográfico que nos disponemos a escuchar. Casi toda la sala está ocupada por la intervención de Mauro Trastoy quien, usando como único material lo que probablemente sean un par de kilómetros de cinta de algodón de colores rosa-rojo-naranja, ha llenado todo de algo que podría describirse como guirnaldas, difuminando la distinción entre el espacio de butacas y el escénico. Con el correr de la pieza, la interacción entre estas cintas (fluorescentes) y la iluminación de Laura Iturralde volverá múltiple ese espacio, creando un buen número de atmósferas muy diferentes entre sí, y aportando muchísima textura a un montaje que trabaja solo con los elementos indispensables. Creo recordar que las luces de público se encendían a veces, o quizá fuera que el tamaño y disposición de la sala me dejaba ver las caras del resto de asistentes, el caso es que la combinación de todo, de la posición de las butacas, la iluminación y la escenografía, hacía que el espacio no se sintiera tanto como un teatro, con sus zonas de representación y de observación diferenciadas, sino como un lugar común en el que todas estábamos en la misma. También forman parte del equipo de esta producción, por cierto, Alberto Cortés, que colaboró con la dirección y la dramaturgia, Gloria Trenado, que confeccionó el vestuario y Óscar Villegas, a cargo del sonido. 

Según se nos cuenta, la circunstancia de Cris Balboa es que es una artista de alrededor de cuarenta años que vive en Galicia y que, desde ahí, intenta sacar adelante una carrera artística en un estado centralizado en el que lo que no pasa por la capital es siempre periférico, marginal, precario. Partiendo de aquí la performer hablará de lo más privado de sí misma para que el público se identifique con ella, para encontrar lo común en lo personal. (Sobre la posibilidad de que parte o incluso todo el relato sea ficción no diré nada, porque nada sé y, sobre todo, porque en el contexto de esta pieza, no parecía relevante.) Quien está en escena se ve a sí misma con tanta claridad y perspectiva que al narrarse se convierte en arquetipo: sé de primera mano que la artista gallega que sobrevive como puede, y algunas veces puede y otras casi que no, se parece bastante a artistas burgalesas, extremeñas, sevillanas y madrileñas (que la periferia no es cuestión solo geográfica) cada una con sus (nuestras) enfermedades metabólicas u hormonales, frecuentemente autoinmunes (porque el peor enemigo está siempre adentro), con sus remedios caseros, sus tratamientos holísticos de diseño propio y sus sensibilidades ecológicas, sus formas confusas de vivir la sexualidad, sus procedimientos para mantener agarrada a la juventud y sus disputas abiertas o soterradas con el mercado inmobiliario y los trabajos alimenticios.

Roland mon amour es un monólogo musical, un concierto de declaraciones autoinculpatorias, en el que quien habla no se permite el pudor ni la justificación, porque sabe que con autoindulgencia no se seduce al espectador. Cris Balboa se inmola, si es eso lo que hace falta, para que el público se divierta, porque si el público se divierte, la querrá, y amor es lo único que, en verdad, busca esta artista gallega.

Roland mon amour estará en la Sala de la Princesa del teatro María Guerrero hasta el 20 de abril. 

Cecilia Guelfi 

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Un fin de semana en el Rewire -de un viernes tarde haciendo ruido con cerámicas a un domingo noche de Tai Chi grupal- 

Nostalgias y fetichismo cero, pero si las coleccionara, ¿cuántas pulseras de festival tendría almacenadas en un cajón? Los festivales de música aparecen de tanto en tanto en mi vida para darme alegrías y hacerme una especie de refresh y reset a la vez. Esto se traduce en que sientan bien a cuerpo y mente. El Rewire cuenta con un carácter transversal donde además de la producción electrónica tienen cabida instalaciones audiovisuales y performances. Gran parte de los directos derivan en eso performances que incluyen coreografías y juegos de luz. 

El festival Rewire se lleva a cabo en la ciudad holandesa Den Haag, sede del tribunal internacional de justicia. Al visitarlo, entre las rejas decimonónicas de la fachada principal desee fuerte que de verdad hubiera justicia y funcionara pronto en contra de los actuales genocidas del mundo. En La Haya viven la familia real holandesa, cuando el rey está en palacio colocan una bandera, la joven de la perla y las obras más representativas del visionario Escher. Todo es precioso y barroco. Todo el mundo va en bici o tranvía y come en restaurantes de cocina indonesa o africana, allí donde Holanda tuvo colonias. La Haya es una ciudad de arquitectura y diseño contemporáneo que convive con el medievo y el Siglo XVII. Para mí fue una sorpresa descubrir que tiene playa y no tanto que está limpísima. Además, en todos los paseos encuentras flores, Holanda es el principal exportador floral del mundo y La Haya con sol, viniendo de un Madrid invernal donde tengo la sensación de que lleva lloviendo la vida entera se convirtió en una fantasía. Una villa silenciosa hasta que en el primer fin de semana de abril llega el Rewire, lo lleva haciendo desde hace 14 años y entonces la ciudad se transforma y su millón de habitantes más un gran número de visitantes extranjeros, principalmente italianos, con todo lo que de ruidismo implica esa nacionalidad, dan la vuelta a su tranquilidad y se vuelcan con la electrónica ocupando teatros, salas, tiendas de disco, clubes y hasta iglesias. 

De un par de años a esta parte es objeto de interés por la prensa la llamada “burbuja de festivales”. Holanda es junto a Gran Bretaña el país con mayor número de eventos musicales del mundo. Un buen día se decidió que eran rentables económicamente y fueron adquiridos por fondos de inversiones, se empezaron a clonar perdiendo esencia y un buen día también colapsaron. Solo en los últimos años Holanda ha cancelado hasta sesenta, algunos de ellos de música electrónica. Destacar también que en la vecina Rotterdam nacieron movimientos de la cultura de baile como la música gabber en los años 90 y algún viejo makinero te encuentras perdido también a ciertas horas de la noche. Los macro festivales resisten y también los más pequeños y especializados en un estilo de música mientras que los de medio formato y con menos personalidad están cayendo. El Rewire tiene una línea de investigación y programación muy definida y cuidada en torno a propuestas experimentales y esto es de agradecer muchas mujeres y personas no binaries formando parte del cartel. El hecho de que los espacios donde suceden las cosas tengan un aforo accesible, aunque haya que pasar por inevitables colas, ayuda bastante a lograr un festival nada masificado y sostenible.

De entre los muchos recorridos, el line-up es amplísimo y vi muchísimas actuaciones en tres días me gustaría compartiros ESTE:

VIERNES 4 DE ABRIL

Merche Blanco. Imagen de Natalia Piñuel Martín

Merche Blasco, única española de esta edición junto a Silvia Jasss y los visualistas Hamill Industries (actuaron en el opening del festival, fuera de abono con la performance CORTEX). Blasco es una desconocida para el público español que tiene que dejar de serlo sin embargo es una de nuestras artistas multimedia y compositoras con mayor proyección internacional. Su práctica se centra en la construcción de dispositivos tecnológicos diseñados para ser imprecisos, jugando con el error y permitiendo que salgan sonidos imperfectos y vibrantes. Ella misma interactúa con estos dispositivos y enreda literalmente su cuerpo con ellos. En la tarde del viernes presentó en la sala 2 (la pequeña) del Theater aan het Spui la performance Fauna que ya había estrenado un año antes en el CMT berlinés. Vestida con un top de vinilo reflectante que le daba un aire futurista, el escenario nos llevaba a una mesa clásica de DJ donde los habituales CDJ han sido sustituidos por objetos de cerámica en colores pastel que una vez abiertos simulan también un plato de vinilo que ella con sus movimientos con sensores escrachea como si fuera una peli SCI-FI. Existe una exploración tremendamente sensorial entre su propio cuerpo como artefacto sonoro y los elementos escénicos generando frecuencias muy intensas y a su vez también casi imperceptibles. Así Merche Blasco nos hace estar atentas a todo lo que en el escenario sucede. Algo que resulta muy bonito también es que estamos habituadas a tener que alcanzar la perfección y la excelencia en todo y en la composición musical también. Que el error y el proceso hacia el mismo sumado a la performatividad del cuerpo y el gesto sean lo que importa nos lleva también a un posicionamiento con la tecnología mucho más horizontal y feminista. El ruido es político. 

Oklou. Imagen cortesía del Rewire

La de Oklou era una de las actuaciones más esperadas de la jornada especialmente para les más jóvenes que llenaron la sala de conciertos grande de Paard. Oklou es el aka de la cantante y productora francesa Marylou Mayniel que lo petó en plena pandemia con su primer disco y este año acaba de sacar el segundo Choke Enough una colección de temas entre el hyperpop y el R&B con mucha postpro y autotune místico y etéreo. Su propuesta y puesta en escena resultan cercanas con su público y cuenta con un toque infantil. Es autoconsciente de que le están sacando vídeos para Instagram todo el rato y sabe cómo actuar para los miles de móviles que tiene enfrente. Esto que podría resultar un tanto pesado se convierte en todo lo contrario en un acto performativo y de comunión intima junto a todas las audiencias que la siguen. La actuación de Oklou rozó momentos extremadamente sensibles y de cuidados hacia ella misma embarazadísima que usando la estructura que atravesaba el escenario se iba sentando donde podía para descansar. También paró la actuación en un par de ocasiones preocupada por el estado de salud/falta de hidratación, sorprendentemente hacía bastante calor un 4 de abril en La Haya de algunas personas del público. Eso gustó y también la complicidad con su compañero sonidista, un tierno men in black en toda regla que se redescubrió como ejemplo de nuevas masculinades lanzando corazoncitos al final del concierto. Todo muy edulcorado y preciosista #afavor.

aya. Imagen de Natalia Piñuel Martín

La disrupción total llegó por la noche en ese mismo escenario del Paard con aya, un rayo de luz desde la oscuridad del industrial, el noise y la performance más radical. En su práctica conecta el club con el footwork, la abstracción, el techno sucio y el uso de la voz y el texto más activista dentro de la comunidad queer y muy focalizade en su posición como artista de género no binarie. En sus directos se mezclan muchas emociones, hay dureza en la forma, en la agresividad de sus movimientos por el escenario, en las palabras que dice y grita y pone por escrito a través de las visuales de MFO, pero también hay una capa fuerte de vulnerabilidad y de dolor que le hace preciose. Conocí a aya el año pasado en otro contexto de festival, el MUTEK de Montreal y me comentaba que le preocupaba cómo llegar a un público mayor con una propuesta tan personal y anticomercial, ¡creo que puede estar muy tranquile porque lo ha conseguido con su nuevo disco, hexed! llevando una línea coherente y también el ruidismo y cómo canalizar como persone neurodivergente su práctica artística a través de la producción electrónica. Además, es la portada más bonita de la historia de The Wire magazine (abril 2025). 

SÁBADO 5 DE ABRIL

Kali Malone. Imagen cortesía del Rewire

El Rewire es uno de esos festivales en los que conviven distintos espacios repartidos por la ciudad (todos a 15 minutos a pie o en bici) y diversos estilos musicales; electrónica de baile, experimental, composición electroacústica, experimentación vocal, pop también ¿por qué no? Y lo más bonito, la mezcla entre artistas emergentes, muches de elles a descubrir y veteranísimas como la norteamericana Joan la Barbara. No era la primera vez que la veía en directo, pero es una de esas grandes damas de la experimentación a la que siempre vuelves y que te da un profundo respeto y mariposas en el estómago en cada reencuentro. La exploración vocal y polifónica hace que resuenen en sus elegantes performances el trino de los pájaros, murmullos, gritos, suspiros, respiros en interminables piezas en loop basadas en cualquier momento de la vida, de su propia vida. Tanto ella como Laurie Anderson, también presente en el festival, son grandes contadoras de historias. El espacio del conservatorio en la fantástica sede principal de Amare envuelto en madera, sobrio y con luces cálidas la convierten en la venue soñada para este tipo de actuaciones.

JASSS & Ben Kreukniet. Imagen de Natalia Piñuel Martín

El sábado de festival justo después de Joan La Barbara y muy acertadamente programada actuó otra gran dama de la experimentación Olivia Block presentando en premiere su nuevo trabajo The Mountain Pass, acompañada en el directo por los músicos Paige Naylor en órgano y sintes y Jon Mueller a la batería con los momentos más logrados en sus solos pero vaya, ¡que ahora a cualquier propuesta que suena un tanto cinematográfica se le pone la etiqueta de Lynchniana! y no todo vale para recordar esas atmósferas surrealistas. Olivia, no sé si nos leerá, pero se ha quedado antigua. Kali Malone también. Ella era una de las grandes apuestas de este año. Siempre que hay conciertos en iglesias barrocas una a priori se emociona. Aquí la importancia la tenía el órgano de tubos, eje central de la que una vez fue nave principal. Una serie polifónica ancestral sumada a un coro y un ensemble hacían prever sin apenas vibración e intensidad en la propuesta una noche aburrida y monótona junto a Malone. Mucho ruido y pocas nueces. La falta de calor en este espacio pese a la multitud lo hizo todo aún más soporífero. Menos mal que a pocos metros se presentaba el A/V show más potente junto a la productora de origen asturiano y afincada ahora en Barcelona Jasss aka de Silvia Jiménez Álvarez y el artista audiovisual holandés Ben Kreukniet. En 2022 ambos estrenaron en el marco del festival Sónar un primer paso de la propuesta AWOS- A World of Service- que parte del álbum publicado por Jasss con ese mismo nombre. Pop industrial, Jasss se atreve con voz y acierta, estéticas retro futuristas y techno rupturista envuelto todo por una escenografía y vídeos espectaculares de Kreuniet. Jasss está enrejada literalmente y apenas percibimos su silueta detrás de una pantalla sólida creada ex profeso por el propio artista. Las narrativas de la película nos conducían hacía un mundo distópico e inquietante con una parte en 3D, otra de montaje en archivo de imágenes y una tercera más sugerente donde una anónima webcam recorre los espacios vacíos e íntimos de una casa. 

DOMINGO 6 DE ABRIL

Self. Imagen cortesía del Rewire

La última jornada del Rewire fue la mejor o al menos la más emocionante. Por la tarde la sala 1 (grande) del Theater aan het Spui se vistió de queerismo, brilli brilli y reivindicación socio política. A Colin Self le empecé a conocer allá por 2016 cuando formaba parte de la troupe de la famosa productora e investigadora Holly Herdnon. Self estrenó la post ópera Gasp! Muchas capas y muchas sensibilidades en un momento en el que un situacionismo político crítico, divertido, progresista y no- gender hace más falta que nunca. Estamos en un año de delirio y tristeza sin fin y un personaje como Self desbordando talento con peluca rosa, hiper maquillade y con indumentaria kitsch nos llena de esperanza en la humanidad.  Su performance es un canto de libertad hacia las disidencias haciendo una historiografía de género donde caben Klaus Nomi, Fassbinder, el teatro de marionetas, la simbología de las máscaras, coreografías grupales, la ópera en tres actos, Alicia en el país de las Maravillas, un bosque y elle un duende. También hay mucho pop excéntrico a lo Lady Gaga y el teatro musical de Broadway y mucho sentido del humor, ternura y rabia hace su país y hacia un mundo en general donde las cosas están lejos de estar bien. Esto último fue algo reivindicativo por las que viven allá en América a favor de una Europa que, con sus cosas malas, sienten como último refugio occidental.

Gasp! es la segunda ópera de la serie Shadow y trata sobre el diálogo transdimensional, la guía espiritual y la ascendencia fuera de la normatividad vigente. Una pieza coral, participan ocho bailarines que van cambiando según la ciudad en la que actúa, formando con elles comunidades horizontales y diversas. Si tenéis oportunidad en vuestras ciudades no lo dejéis pasar. 

Lyra Pramuck. Imagen cortesía del Rewire

Es bonito llorar en un festival de música electrónica, el cierre del domingo fue eso muy de llorar y de emocionarse. El Concertzaal de Amare es el escenario principal de todo el Rewire. Un teatro con aforo para más de 1500 personas. La clausura, con dos de las mejores artistas del panorama internacional. La primera Lyra Pramuck. Post-diva de la ópera y el folk futurista, iba deliciosamente vestida de rojo satén, cual una Callas del Siglo XXI con poderío y dominio escénico. Sobra todo cuando ella performa con la voz, la palabra a través de sus poemas y el cuerpo con sutiles pero firmes movimientos. Sin embargo, iba acompañada, algo muy de moda esto de que las músicas electrónicas lleven músicos y visuales en directo, siento que sobran la mayor parte de las veces y que prefiero verlas solas con sus máquinas, ese binomio mujer-máquina en el escenario sin más florituras. En La Haya estrenó su nuevo espectáculo, previo al disco que dará a luz este mismo año, Hymnal, cinco años después de su aclamado debut con Fountain. El oyente/espectador de sus conciertos se siente atrapado por su voz sinuosa y pramen que, en checo, lengua materna de Pramuk significa manantial, aprende a fluir de manera orgánica junto a elle. 

Laurie Anderson. Imagen cortesía del Rewire

La última actuación del Rewire, en ese mismo escenario fue para un artista que no necesita presentación, Laurie Anderson, la pionera, la mejor, con ella empezó todo y está en plena forma a sus casi 80 años. Anderson fue la más política y la más precisa a la hora de compartir la terrible situación de opresión que vive su país con esta segunda administración Trump, ella que ya vivió y protestó a Reagan muchos años atrás cuando sacó su famoso disco Big Science en 1982. Las cosas ahora están peor y esa distopia que estamos viviendo, donde somos perseguidas las minorías quedaron reflejadas en sus visuales y su discurso a través de una voz hipnótica que lo inunda todo. Anderson nos contó a través de IA y con mucho sentido del humor, la historia de su familia, de su abuelo migrante y de ese cómo construimos américa que ahora se quiere tirar por tierra. En escena, un estrambótico set de vídeo donde aparecía como el villano de videojuegos que es Elon Musk, toda una serie de palabras-lugares-personas-ideas prohibidas por el actual gobierno, y ella tocando su violín preparado y a ratos haciendo partícipe a su profesora de música y amiga la compositora y violinista electro acústica Martha Mooke. Anderson no se ha quedado para nada en los 80, sino que sus performances han ido evolucionando e incorpora sensores y VR en sus directos. Lo más lindo es la complicidad que genera con el público y su imponente presencia teniendo en cuenta que es una mujer mayor, menuda y de apenas metro y medio de estatura. El epílogo de su historia lo marcó un libro por terminar sobre la cultura del Tai Chi y la meditación que lleva décadas practicando. El Rewire terminó con un auditorio puesto en pie guiándose por la profesora de Tai Chi llamada Laurie Anderson y la mayor de las ovaciones después.

Después de este recorrido os animo a poner un festival de música en vuestra vida, sentir la electrónica que es la música más activista y necesaria en toda su diversidad, dejarse llevar y poner el cuerpo en la escucha y el baile en comunidad, aunque solo sea por unos días os prometo que resulta sanador.

Natalia Piñuel Martín

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Dormir como el sol

El mediodía es ese tiempo sin esquinas que revela un lugar de tensión temporal en el que el cuerpo se desliza entre el deseo de sombra, la embriaguez solar y la necesidad de caer, rendirse y dormir. Toda la luz del mediodía es segunda parte de la trilogía sobre el sol que el artista Julián Pacomio estrenó el pasado 26 de marzo en Teatros del Canal en Madrid. La obra recoge toda la sintomatología asociada al imaginario popular de la siesta y continúa la línea de investigación que inició en Apocalipsis entre amigos o el día simplemente (2021), que se centraba en el amanecer. 

Mientras que la primera performance celebraba el comienzo del día con una energía sostenida y festiva, esta nueva propuesta, concebida e interpretada en colaboración con Bibi Dória y Bruno Brandolino, se articula en torno a la idea de dejarse caer a plena luz, donde emerge un cuerpo en estado de incomodidad y vigilia. Si bien esta segunda parte podría ser una suerte de after que continúa con la fiesta, es más bien un episodio sobre el reposo forzado, un retorno al campo, al trabajo, sudor, a lo popular y al imaginario telúrico del artista. 

La pieza recoge distintas afectaciones y testimonios en torno al ideario de la siesta, como es el caso de la denominada siesta del carnero, de la que recupera una gran parte de su iconografía. Se plantea como una ceremonia solar, y trata de ser un ejercicio que desde su propio título se vuelve imposible: el de contener toda la luz cenital en un lugar cerrado, fabricarla e invocarla como uno de los demonios que aparecen en la obra. Porque eso es, en parte, lo que el sol significa a su hora más alta, desazón y malestar.

En escena hay tres imágenes que acompañan la acción, todas vinculadas al relato de la historia del arte occidental y que constituyen el imaginario popular que cose la obra. La única que se encuentra en vertical, y que enmarca la acción, es Los cosechadores (1565) de Pieter Brueghel el Viejo. Esta pintura forma parte de una serie dedicada a los meses del año, y representa a un grupo de labradores faenando y descansando durante julio y agosto, tiempo correspondiente para la siega. La imagen nos da la primera pista de la obra, comprender lo que le pasa al cuerpo durante el descanso diurno asociado comúnmente con los trabajadores del campo. El suelo del escenario acoge a otras dos imágenes fundamentales que activan el ritual escénico. Por un lado, una obra de Lucio Fontana, perteneciente a su serie Concetto spaziale en la que el artista laceraba el lienzo abriéndolo como si se tratase de una herida. Estas incisiones, lejos de ser meros gestos violentos, fueron planteadas como portales hacia otra dimensión, tal y como lo desarrolló en sus manifiestos sobre el espacialismo. A su lado está El aquelarre (ca. 1798) de Francisco de Goya, encargada por los duques de Osuna para decorar su casa de campo en el palacio de El Capricho (Madrid), y se presenta en la escena como una figura de invocación al dios Pan que emerge durante el sueño de la siesta.

Las imágenes mencionadas funcionan como puertas o umbrales, son cartas mágicas que conjuran y abren otros planos. Actúan como signos y presagios que permiten al espectador adivinar el porvenir estratégico de la siesta. La entrada a este portal se revela al inicio de la obra en el texto que aparece proyectado en el panel superior del escenario. El relato recorre distintas definiciones de lo sublime, desde las formulaciones filosóficas de Edmund Burke, Michel Montaigne, y Paul B. Preciado, entre otros, hasta los paisajes sonoros de Caterina Barbieri, con la intención de predisponernos a un estado afectivo propicio para dejarnos afectar por la embriaguez de esta siesta.

A continuación, el texto se teatraliza y los intérpretes comienzan a narrar historias autoficcionales sobre los estados del sueño en plena hora del mediodía. El sonido y la luz, excelentemente ejecutada por parte de Santiago Rodríguez Tricot y Víctor Colmenero Mir, cambian y la atmósfera se oscurece poco a poco. La penumbra acompaña a la desaparición del relato y el peso del espacio permuta. Gradualmente, los cuerpos en escena son poseídos, se convierten en vampiros o demonios solares. La sangre comienza a cubrirlos. Aparecen nuevos personajes con vestuarios marcados, figuras míticas que emergen: una lamia, un muflón, el dios Pan. Los intérpretes se transforman en criaturas deformadas por la luz, cuerpos enajenados, habitados por el mito. Se devoran entre sí como si solo al consumir al otro pudieran sobrevivir. Se amalgaman, arrastran sus formas, se estiran en un todo, y caen rendidos. El deseo de desaparecer bajo el sol busca el retorno a un estado inorgánico, a cierto aniquilamiento propio. El sudor se mezcla con la sangre en un banquete de carne, siesta, rito y herida.

Cuando finalmente caen exhaustos, comienza una negociación infinita con el sol, mientas una de las intérpretes traza un círculo de sal alrededor de todos. Es un gesto de protección, una forma de atravesar el tiempo suspendido del mediodía, ese momento que no pertenece ni a la mañana ni a la tarde. Dentro del círculo quedan a salvo y la obra se cierra en el cenit del sol, mientras en el nadir descansan los cuerpos. La vigilia de la siesta concluye.

Toda la luz del mediodía culmina como una investigación escénica sobre los estados liminales del cuerpo y el tiempo, articulada a través de un complejo entramado de referencias visuales, filosóficas y populares. La pieza no solo amplía el campo de investigación iniciada en la primera performance de la trilogía, sino que profundiza en las implicaciones simbólicas y físicas de la siesta como territorio de suspensión, vulnerabilidad y resistencia. En su diálogo constante con la historia cultural y el imaginario telúrico propio, la obra propone una poética del agotamiento que, lejos de clausurarse en el gesto ritual, abre un espacio de reflexión sobre el cuerpo contemporáneo atravesado por el trabajo, el deseo y la luz como manifestación de poder. Así, el mediodía, lejos de ser un mero intervalo temporal, se configura como un tiempo descentrado, donde no gobierna un antes ni un después; un instante en el que el cuerpo se reconfigura en una pausa que obtura el horizonte, y la escena se transforma en un espacio de invocación y tránsito.

Paula Noya de Blas

Fotografías de Aline Belfort

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El delicioso tempo lento de Robina Rose en Xcèntric

Tengo la sensación de que uno de los efectos secundarios de la aceleración de la vida en la que estamos inmersos es el olvido, la desmemoria. Todo va tan rápido que olvidamos con la misma rapidez. Si alguna vez alguien menciona en una conversación un proyecto artístico que fue más o menos conocido hace, pongamos, unos diez años, lo habitual es que ya nadie sepa de qué hablas. Pero porque, también, lo habitual es que la mayoría de proyectos nazcan y mueran rápidamente. Cuando un proyecto se mantiene durante veinticinco años, entonces estamos desafiando las lógicas imperantes.

Xcèntric, el cine del CCCB, es uno de esos proyectos. El año que viene cumplirá veinticinco años. A veces me olvido de que existe pero cada vez que me tropiezo de nuevo con él me alegro muchísimo de que siga ahí. Las últimas veces que he asistido a sus proyecciones me las he encontrado siempre llenas de público a rebosar y me ha sorprendido la cantidad de gente joven que me rodeaba en las butacas del auditorio del CCCB. Sus precios populares supongo que ayudan: 4€, 3€ si tienes descuento, abono de 15€ por 5 sesiones, o de 12€ con descuento, y gratuito para los Amigos del CCCB. Son precios de otros tiempos. Tiempos en los que podías ir a ver lo que fuese sin arruinarte. Otras instituciones públicas deberían tomar nota.

Este mes de abril, la programación del Xcèntric comienza con películas de Robina Rose, cineasta londinense que iba a viajar a Barcelona para presentar sus películas pero que desgraciadamente falleció a finales de enero. En la primera sesión, el jueves 10 de abril, se proyectará la copia restaurada de Nightshift, una deliciosa película estrenada en 1981. Robina Rose la rodó en cuatro noches en el hotel Portobello de Londres, donde ella trabajó como recepcionista durante una época. La actriz que interpreta a la recepcionista es la inquietante y fascinante Jordan, icono punk de la época y estrella de Jubilee de Derek Jarman. El resto del reparto también proviene del estrato underground ochentero londinense, como algunos de los miembros de la Penguin Cafe Orchestra, que también firman la música. O los cineastas Anne Rees-Mogg y Jon Jost, este último responsable de la bellísima fotografía. Destacan en esta película su dimensión onírica o la reivindicación del trabajo en la sombra de la mujer, también el retrato del underground londinense de principios de los ochenta y la cantidad de detalles maravillosos que trufan la película, como la escena homenaje a Cero en conducta, de Jean Vigo, en la que unos niños protagonizan una pelea de almohadas a cámara lenta, que Robina Rose convierte en una divertida pelea de almohadas entre chicas utilizando el mismo efecto de cámara lenta.

A mí me toca sobre todo ese último tema: ese tempo lento, del que Elena Gorfinkel afirma en este artículo sobre Nightshift que son las mujeres cineastas como Chantal Akerman o Margarite Duras quienes lo han llevado a extremos más radicales. Un tempo lento en el que el espectador, en vez de ser arrastrado constantemente intentando capturar su atención por todos los medios, goza de un mayor grado de libertad. Y ese tempo lento tan de agradecer en este momento actual de aceleración insoportable se percibe también, quizá aún más radicalmente, en Jigsaw, la película que Robina Rose filmó un año antes que Nightshift y que podrá verse el domingo 13, en una sesión titulada Miradas divergentes, dedicada a otras formas de mostrar el autismo más allá de los estereotipos del cine convencional. Parece como si Jigsaw siguiese a un grupo de niños autistas en una escuela londinense con el objetivo de invitarnos a percibir el mundo a través de su mirada, y no me refiero solo a la vista sino a todos sus sentidos: a su oído, su tacto y hasta su gusto. Y lo que yo percibo más fuertemente al aceptar el reto de hacer ese ejercicio activamente es ese tempo lento, un tempo que permite observar y disfrutar de detalles que habitualmente pasan desapercibidos.

A Robina Rose le agradezco que ver una película como Jigsaw en la oscuridad de una sala me haga ver de un modo nuevo algo que va más allá de su película. Por ejemplo, la novela El descubrimiento de la lentitud, de Sten Nadolny, sobre la vida de John Franklin, personaje real que se hizo famoso por sus arriesgadas expediciones al Polo Norte a finales del siglo XVIII. El comportamiento de Franklin, al menos en la novela, parece englobarse en ese tipo de neurodivergencia (ahora, después de ver Jigsaw me doy cuenta) por culpa de su exasperante lentitud, pero al final de su vida acabará gozando de un gran reconocimiento gracias precisamente a que esa misma lentitud le permitirá una inusual agudeza y profundidad de pensamiento, factores que son claves para resolver los problemas que la gente que va muy rápido casi nunca es capaz de resolver como es debido. Aunque, ahora que lo pienso, quizá esa novela pertenezca a esas narrativas convencionales que la sesión Miradas divergentes pretende, si no combatir, al menos complementar desde una perspectiva autista. Bien, pues desde aquí también mi agradecimiento a la gente de Xcèntric por invitarme a pensar en eso.

El programa Xcèntric de ese fin de semana también incluye un programa para toda la familia, El bosque encantado, una selección de cortometrajes dentro del ciclo Cinema 3/99, cuyo nombre es un guiño al intervalo de edades recomendadas que aparece en las cajas de juegos infantiles. Y después de la pausa de Semana Santa volverá a la carga el jueves 24 de abril con la sesión Ficciones sinestésicas. Cuatro cineastas californianas (de los 70: Dorothy Wiley, Amy Halpern, Janis Crystal Lipzin y Gunvor Nelson) y el domingo 27 con Penthesilea, la primera de las películas, a caballo entre el cine experimental y el cine político, que los críticos Laura Mulvey y Peter Wollen realizaron en los 70.

Y si no te van bien ninguna de estas fechas está bien acordarse de que el archivo Xcèntric está abierto de martes a domingo de 10 a 20 horas, gratuitamente pero con cita previa. En el archivo se pueden consultar a la carta mil pelis de cine experimental y documental. Este año se han incorporado al archivo la filmografía casi completa de Su Friedrich y varias películas de Takashi Ito, Al Jarnow y Maya Deren.

La historia detrás de las últimas incorporaciones es bastante curiosa. El cineasta Michael Rudnick declinó cobrar los honorarios por la proyección de sus películas al toparse con la cantidad de burocracia que debía cumplimentar para poder cobrar (¿os suena?). Solo pidió que ese dinero se destinase a cineastas jóvenes que estuviesen empezando, lo que ha permitido las nuevas incorporaciones al archivo de Many Eyes, Many Centers, Moving (2022), de Maria Pipla, y Fractura (2023), de Biviana Chauchi.

Rubén Ramos Nogueira

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