La manía de comerse a uno mismo

Entramos en Pradillo, nos acomodamos en las gradas, en el escenario, un poco a la derecha, una nevera de bebidas. Llena de tercios de cerveza, alguna botella de vermú y agua de Jamaica. Cierran las puertas. Baja la luz. Quedamos sólo iluminados por la luz azulada del frigorífico, frente a nosotros, y una indicación proyectada en la pared del fondo: COMIDA y bebida para todos. Poco a poco un ruido va aumentando y, apenas sin darnos cuenta, gana presencia. En la oscuridad de la sala se escuchan las conversaciones nerviosas de los niños que el domingo por la mañana se han acercado al teatro. En Madrid está lloviendo.

Cuando alguien en el público se levanta, camina hasta la nevera y abre su primera cerveza, el ruido se cambia por música y se encienden las luces de la sala. Ariadna e Iñaki, nyamnyam, cada uno con una camiseta en donde leemos, cito de memoria después de la fiesta, los libros se pueden tocar / las cosas se pueden tocar; comienzan a desmontar las gradas y el público llena el escenario. Una de las tarimas la sitúan frente a la pared del fondo de Pradillo, la oblicua, y ponen dos butacas mirándola. En el suelo hay un tubo fluorescente, cubierto con una caja de madera, que la ilumina. En ese momento el público ya está abriendo su primer tercio o llenando su vaso con hielo y una rodaja de naranja para beber su vermú. En la pared del fondo hay dos cascos de diadema. Una pequeña instalación sonora, que podemos escuchar cuando queramos y si queremos, donde Javi de Play nos cuenta la historia de esa pared: de cuando ellos la pitaron de blanco para convertirla en una gran pantalla en Liberté, Egalité, Beyoncé, de la miel que cayó en Sweet de Aitana Cordero, con Quim Bigas, de la leche que hace no tanto esparció por allá Patricia Caballero y cómo Javi, al fregar al día siguiente, se dio cuenta de que la leche materna era brillo frente a la pintura negro mate; de las pequeñas marcas, cicatrices, que tiene la pared y que no sabe ni cuándo ni cómo se hicieron. Una instalación en más de un sentido arqueológica. En la pared de al lado hay otros cascos por donde sale el sonido del mar.

mesa

En medio de la sala, Ariadna e Iñaki, con ayuda de algunos de los que por allí estaban, han colocado una mesa larga, en diagonal, donde, uno al lado del otro, van poniendo diferentes libros con un marcapáginas donde está escrito el título de una pieza. Sabemos que es el título de una pieza porque conocemos algunas de las obras. Los libros están intervenidos y otros los irán interviniendo, sin necesidad de reclamar nuestra atención. La atención puede devenir durante o una vez realizada la acción. También hay objetos que se relacionan con los libros y que plantean diferentes juegos con diferentes niveles de representación. Uno de ellos, tal vez con el que más disfrutaban los pequeños, era un libro de Caravaggio donde, al abrirlo, veíamos su pintura del Niño con cesto de frutas y en la mesa, a su lado, un cesto con racimos de uvas, blancas y tintas. El libro hecho carne. La fotografía de una pintura convertida en sabor. O La selección natural de Darwin con un cuchillo clavado. O Acerca de comer carne de Plutarco con papel celofán rojo en cada una de sus páginas vinculado con Accidens de Rodrigo García. En otros libros había otras indicaciones. Había instrucciones para realizar acciones que ya se habían hecho en otras sesiones del nyamnyam o, por ejemplo, un tarjetón que nos invitaba a buscar a Paulina para que nos contase la historia de un bote que había encima de la mesa. Como nadie nos había dicho quién era Paulina, escuché a más de uno, perdido, preguntar dónde estaba Paulina para descubrir la historia de aquel extraño frasco. Paulina estaba por allí, tal vez bailando en corro con los niños.

folios

Dejemos por un momento la mesa, centro de la instalación, para volver a ella más tarde. Al lado de la pared oblicua de Pradillo, Iñaki había pegado diferentes folios, parecidos a los marcapáginas de los libros, con más títulos de piezas -de esto que por aquí llamamos artes vivas-, a los que se les había borrado con rotulador negro el nombre de sus creadores. Había piezas de Play Dramaturgia, de Losquequedan, de Elena Córdoba, de El Conde de Torrefiel, etcétera. Entre esta instalación y la sonora, se proyectaban, arriba, más nombres de piezas diferentes. En el extremo contrario de la sala, debajo de la única grada que quedaba sin desmontar, había un monitor donde pasaba un vídeo en bucle.

La gente se acercaba a la nevera para tomarse otra cerveza. Los niños corrían por la sala, preguntando, se ponían los cascos para escuchar el sonido del mar o acercaban una caja a la mesa para llegar a toquetear los libros. Se rompía algún vaso. Había gente que había venido sola y que andaba y observaba en silencio, o bebía su cerveza sentada en una tarima. Los que habían venido acompañados o conocían a la gente que estaba en el teatro, charlaban animadamente. Pensé que es muy difícil ser un buen anfitrión. Que hay que estar atento a demasiadas cosas. Que no es fácil invitar a comer a gente que apenas se conoce. Que para los que desconocen sea igual de interesante que para los que conocen. Que es complicado hacer una obra para todos los públicos y que los niños disfruten igual que los mayores.

Sobre la mesa empezaron a cocinar. Sacaron una olla en la que prepararon huevos a baja temperatura. Hicieron cuscús. Había una planta de romero, otra de albahaca y tomillo. Dijeron a los niños que cortasen sus hojitas, una a una y con cuidado, para mezclarlas con el cuscús. Había también dos grandes boles con ensalada. Iñaki sacó dos botes con salsas, una de ellas más picante que la otra. Sacaron de una caja más de cuarenta vasos tipo chato de vino, los pusieron sobre la mesa y fueron cascando un huevo en cada uno. Luego nos dijeron cómo teníamos que prepararlo y comer: cogíamos un vaso con un huevo, echábamos cuscús, una salsa, algunas semillas de sésamo y algo de ensalada. En todo este tiempo, tanto Ariadna como Iñaki, de vez en cuando, cogían el micrófono, abrían un libro y nos leían una breve cita. Después las luces se hicieron de colores y la comida finalizó con una pequeña fiesta, abrieron las puertas y la sala comenzó a vaciarse poco a poco. Entonces pensé en el título de la instalación, Comida, y vi cómo todos aquellos libros y todos aquellos títulos que hacían referencia a obras que había visto y a obras que no había visto (y que conocía gracias a haber leído o hablado sobre ellas) y aquellos huevos y aquella lechuga, que todas esas cosas, en un plano no tan metafórico, eran lo mismo. Y aquello me pareció hermoso. Y me pareció verdad. Y me abrí la última cerveza.

En Madrid continuaba lloviendo y ya de vuelta a casa pensé en Pradillo. En cómo es uno de los pocos sitios en donde podemos acercarnos a este tipo de experiencias que van más allá de una etiqueta. De cómo ha sido capaz de generar cosas que no ha sido capaz de generar ningún otro espacio. Y pensaba en la cuerda floja en la que está la sala. Y veía cómo en Madrid seguía lloviendo y sentía la lluvia. Y pensaba en Pradillo no ya como en una casa, sino, más bien, como en un refugio. Un refugio de alta montaña necesario para guarecernos del frío.

La mía de comerse a uno mismo

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