Viaje a través del desierto

Comienzo estas líneas en el mismo sitio en el que terminé de escribir mi anterior crónica para Teatron. Aquella en la que te enumeraba un sinfín de paisajes que se habían dado cita sobre el escenario del Antic Teatre y que yo intentaba rescatar de mi memoria como un homenaje a los veinte años de la sala. Y si esa vez el sitio desde donde escribía me pareció la peor elección posible, esta vez opino todo lo contrario. Y es que esta vez, no se me ocurre mejor sitio para hablar de Desert, la última pieza de la compañía catalana Atresbandes, que desde esta mesa de la primera sala de la Biblioteca Nacional de Catalunya. Desde el silencio que proporcionan estas enormes bóvedas de piedra, y que solo se ve roto por el ruido sordo de la calefacción o por unos pasos lejanos que se pierden ligeros al fondo, entre la cordillera de estanterías que separan esta cueva en dos.

Y es que la nueva pieza de Atresbandes es un viaje de noventa minutos al interior del silencio. O si lo ves desde otra perspectiva, es un viaje a nuestro silencio interior. Al interior de la memoria sónica que nos constituye. De tu memoria y la mía.

Pero contraria a la idea que comúnmente se tiene de los silencios del desierto, como el de Atacama, estos, lejos de ser unos silencios sepulcrales donde no se oye nada, están plagados de un sinfín pequeños sonidos que has de aprender a escuchar. Una sinfonía de frecuencias a la que si les prestas atención puede que incluso te dejen sordo. El sonido del viento sobre la tierra dura, por ejemplo. O el crujir de las piedras que se parten cuando baja la temperatura por la noche. O el vibrar del suelo que dejan los camiones que pasan a varias decenas de kilómetros de ti. O el tremor de tu propio cuerpo, de pie, en medio de unos de los sitios más solitarios e inhóspitos del planeta.

Y de eso, creo intuir, va el último viaje que Atresbandes propone en el Teatre Lliure de Gràcia. De un viaje hacia un silencio interior repleto de pequeños gestos sonoros que
nos empujan a mirarnos hacia dentro.

Una travesía en la que más que convidarte a contemplar unas escenas que se suceden frente a ti, se te invita a entrar en el paisaje y escuchar atentamente cómo vas pasando
a través de el. A introducirte en esos paisajes sonoros para atravesarlos, para dejarte atravesar, por el simple placer de escuchar y escucharte a ti mismo. Como cuando tapas tus oídos con tus manos y ejerces presión sobre ellos para reconocer cómo de
distinta suena tu voz. Para escuchar tu propia respiración o el crujir de tu mandíbula.
Para sentir el bombeo de tu corazón.

Pero que mis palabras no te lleven a engaño. No te hablo de una sesión de meditación
en la que el sonido de tu respiración te servirá para centrarte cuanto tu mente se
disperse. Desert es todo lo contrario.

Y es que a través del potente collage sonoro, obra de Sammy Metcalfe, la invitación de
la pieza es a divagar y a perderte. A dejarte ir en un juego que, a base de frecuencias,
acoples, trozos de canciones, danzas tribales y potentes bajos que golpean tu pecho
con violencia, consiste en introducirte en esa jungla sónica para emprender una travesía sin rumbo hacia el interior de tu memoria. Hacia el interior de tus recuerdos y de todas las travesías sonoras anteriores que te conforman. De todas las frecuencias que te han atravesado, que te han hecho vibrar.

Pero, has de estar atenta. Porque frenar y escucharte, lejos de ser una situación confortable, se puede transformar en una travesía muy dura, agobiante y poco
amable. Como cuando te introduces en una cámara anecoica, en una de esos
laboratorios sonoros totalmente insonorizados, y descubres que el silencio es tan
gigante, tan insoportable, que se acaba transformando en un pitido incesante sobre
tus oídos que te enloquece, te marea y te hace perder el equilibrio. Y caes.

Y es que nadie dijo que atravesar el desierto fuera cómodo y fácil.

Pero el silencio de este desierto también lo es visual y gestual. Porque en esta pieza
todo es mínimo y esta medido. Pero mínimo no es sinónimo de pequeño o poco
importante. Porque, aunque en muchos momentos de la pieza las performers parece
que estén haciendo poco o nada o incluso estén dándonos la espalda de manera
deliberada para empastarse con el fondo, su presencia y su manera de moverse
marcan el tempo del puzle sonoro que gobierna la pieza. Transformando, a ratos, la
milimetrada coreografía de pequeños gestos en un claro contrapunto a lo que la banda
sonora propone. Como si más que personas los intérpretes fueran metrónomos de
carne y hueso. Metrónomos que, como pasa con los de madera y metal, no puedes
dejar de sentir su presencia aunque los hayas perdido de vista decenas de compases
atrás.

Y las manos.

Las manos de Rubén Ametllé abrazando a Amaranta Velarde. Con toda la firmeza y la
delicadeza del desierto más duro que se vuelve refugio.

Esas manos.

Que tengas un buen viaje.

Txalo Toloza-Fernández

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Darle a la paja lo que es del hormigón

Conozco a Mónica Planes desde el verano de 2021 en el que, a través de un amigo, le alquilé mi cuarto. Ella estaba de residencia en Nave Oporto, haciendo esculturas de hormigón en Madrid; yo me iba de residencia a Dantzagunea, a bailar o retorcerme en Rentería. En ese momento, nuestro amigo nos insistía: “tenéis que juntaros a hablar de vuestras prácticas”. Pero no lo hicimos. Resulta que lo hemos hecho ahora. 

Aquel septiembre vi las esculturas de la serie Bocas y encontré en ellas una exploración del movimiento mucho más honesta que la que a veces vemos en escena. En ese momento sentí similitudes entre su modo de trabajar el material y entender la escultura, y mi modo de insistir y poner el cuerpo. Seguíamos sin hablar, pero durante todo este tiempo su trabajo ha sido de lo más sincero y directo que he encontrado. Siento que es un hacer puesto a la escucha de los materiales, de lo que hay, de sus necesidades y posibilidades; de modificar las condiciones y volver a escuchar. 

Si me pregunto dónde veo el movimiento, es ahí; no es en el teatro, no es en talleres de danza, sino en las esculturas de Mónica. En ellas veo el cuerpo, veo el rastro, veo la resistencia del material y la organicidad del gesto. El vínculo bidireccional entre el cuerpo hacedor y la materia, emana de las piezas. Digo bidireccional porque Mónica no piensa esculturas con las manos, sino que prescindiendo de un molde o una forma determinada a la que llegar, empuja con el cuerpo el hormigón y es empujada por él. En Bocas explora el movimiento, elasticidad y límites de este material desde dentro, cambiando las proporciones de los elementos que lo componen (cemento, agua, arena, grava), y metiéndose después en él para, con las piernas, cadera y brazos, moverlo hacia afuera. En este proceso de trabajo la forma viene de dentro, del diálogo directo entre ella y el hormigón, entre las cualidades de una y del otro. En nuestra charla me cuenta que su práctica le exigía mover kilos y kilos, toneladas, de arena, para lo que su cuerpo no estaba preparado. Y por ello, se puso a nadar. Ella estiraba e intentaba despertar el hormigón, cuando este material se solidifica suele decirse que duerme, y el hormigón le obligaba a estar en forma, a nadar, haciendo que podamos preguntarnos quién retaba a quién. 

A cor fantasma ©Pol Masip

Seguimos charlando y ella dice algo que yo nunca había pensado y me maravilla: nadar es una actividad en la que todo el entorno te aprieta igual. Me da qué pensar. Todavía no sé qué es, pero hay algo en relación a esto sobrevolando mi cabeza, por ahora iré con la horizontal. En mi trabajo, la horizontal es una constante. Es ese lugar en el que me entrego y dejo de luchar contra la vertical, lo rápido y lo productivo y, por ello, es también el lugar desde el que resisto siendo blanda pero fuerte. La horizontal nos permite escuchar otra organización, y esto es justo lo que ella dice: nadando el cuerpo se organiza y se siente distinto. Las piezas de Bocas están creadas desde la sensualidad de la horizontal. Las de Hacía con el brazo (muro), expuestas en La Casa Encendida dentro del marco de Generación 2023, parten, sin embargo, de un deseo de verticalidad por parte de la artista. Estas son dos grandes piezas de paja y acero en las que Mónica, al final, ha trabajado dando estructura a la caída de la paja. Son dos cuerpos que han quedado sometidos, por su propio peso y movimiento, a la horizontal de la que parecen estar intentando salir. Para este proyecto ella ha elegido un material totalmente opuesto al hormigón: la paja. Un material, en sus palabras, “sin principio ni final y difícil de estructurar”.  Y ha optado por él, precisamente, porque le interesaba ponerse a sí misma en otra situación, en otro tipo de vínculo con el material. Contener, mantener o dar soporte, en vez de estirar, flexibilizar, despertar.  Para ello, y después de aceptar que la verticalidad que buscaba no era una opción, puesto que cada pieza que levantaba se desmoronaba, empezó a darle a la paja las cualidades del hormigón y a trabajar con lo que ya le estaba pasando: la caída. Primero densificaba la paja mojándola y comprimiéndola; luego la atravesaba con unas varas de acero para darle cierta estructura interna; después las levantaba y dejaba que los bloques de paja cedieran a su propio peso generando el movimiento; por último, a medida que todo caía y giraba, ella intentaba “agarrar” esta caída soldando los extremos de las varas.

En cierta medida (me) veo en estas esculturas el trabajo (Escarlet) que me ocupa desde hace un tiempo. Escarlet es un proyecto de investigación y creación, que vive entre lo performático y lo expositivo, a modo de lo que se deja ver y observar como imagen, volumen y movimiento. Se pregunta por la relación bidireccional entre cuerpo y voz, garganta y pelvis, y parte de la idea fundamental de que nunca nada está quieto ni en silencio absoluto. Es una práctica de movimiento y voz que comenzó o surgió en un momento en el que el material, yo, no podía hacer nada más que caer y permanecer en el suelo a la escucha de lo mínimo, a la espera de la razón para el movimiento y sus repercusiones. En Escarlet procedo, por tanto, a partir de una escucha profunda del cuerpo, de sus necesidades, dolores y placeres; de las múltiples posibilidades de movimiento y sonido, atendiendo a aquellas que en una temporalidad cotidiana pasan desapercibidas. Es un trabajo que comprendo, no tanto como un acontecimiento cerrado, sino como un material que se moldea y amasa, que aprende por acumulación y que, siendo muy parecido, es siempre distinto. 

Un cuerpo que cae, pesa, ocupa el centro y propone un paisaje en movimiento; podría ser yo o cualquiera de los cuerpos de Hacía con el brazo (muro)

Hacía con el brazo (muro) © Galerna / Escarlet © Alessia Bombaci 

Mónica habla de peso y yo pienso en los músculos relajándose y hundiéndose en el suelo; habla de respetar el movimiento del material y de no poner la forma desde fuera, y yo pienso en torsiones que cuando no vienen desde dentro, desde los límites de la materia y el placer, duelen y lesionan. Hablamos de lo sexual como presencia; de la cadera y las posibilidades asimétricas de su movimiento; de si el estado en el que una se encuentra repercute en la forma que finalmente se genera. Me gusta que hablamos de lo mismo con distintas palabras, y me gusta que hablamos de seguir hablando.

Ángela Millano

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Pura energía

© Michiel Devijver

Ya en el título, la pieza más reciente de la coreógrafa belga Miet Warlop presenta las reglas del juego: una sola canción se producirá y se escuchará a lo largo de toda la performance. Tocada en directo durante la disputa de un partido inusual, tal música será a la vez el motor y el resultado de la actuación de un grupo de músicos-atletas. Entre banderas, uniformes y una parafernalia de aparatos de gimnasio, en la escena todo remite a una recontextualización de las prácticas deportivas masivas.

Aquí, Warlop dedica una mirada decodificadora a los rituales deportivos, exponiendo a través de su dispositivo escénico, una estricta división de las funciones sociales. Hinchas y locutora observan en las gradas, una animadora baila frenéticamente alrededor de la cancha, mientras en el terreno competitivo, los performers demuestran sus habilidades por medio de un gran tour de force de resistencia física. Dada la repercusión de los eventos deportivos en la actualidad, en la que jugadores y equipos parecen asumir atributos sobrenaturales, llegando a destronar a los astros del cine y de la música para surgir como auténticos pop-stars, no sorprende que aquí la performance en sí misma sea un partido. O mejor, que el partido se convierta en un enérgico concierto de rock.

Lo que vemos es una coreografía concebida como una organización social, cuyo principio de coordinación mecánica regula las relaciones interpersonales con la precisión de las agujas de un reloj. Andrew Hewitt ha mostrado como las dinámicas de las configuraciones performativas, derivan de un contexto político y social más amplio, para luego afirmar que “la coreografía no es simplemente otra de las cosas que ‘hacemos’ a los cuerpos, sino una reflexión sobre – y una actualización de – cómo los cuerpos ‘hacen’ cosas y sobre el trabajo que realiza la obra de arte” (Hewitt, 2008). A través de un circuito cerrado de acciones repetidas, los jugadores comparten un esquema relacional de interdependencia, en el que los cuerpos se convierten en instrumentos al servicio de la vibración sonora.

Atrapados en su propio juego, el equipo de performers implica su motricidad y potencia de actuar para enseñarnos una miscelánea de técnicas singulares. En este entramado, es mediante el esfuerzo físico de cada una que suena la música. Y así, la labor colectiva abre paso a una creciente producción de energía. Al parecer, la física mecánica no dispone de una definición exacta de energía, pero se sabe que es su existencia la que posibilita la ejecución del trabajo. En otros términos, energía es la capacidad de realizar trabajo y, por consiguiente, el movimiento de la energía está ligado al mantenimiento de la economía. En definitiva, la energía está en el centro de la gestión de la fuerza de trabajo.

Por eso, en One Song, la obsesiva correspondencia entre los movimientos corporales y la fabricación sonora en un insistente carrusel se asemeja a una cadena de producción industrial. Un bucle de repeticiones y diferencias en la cinta transportadora de la hiper productividad postfordista. Si pensamos en las condiciones cambiantes del trabajo en un mundo de creciente capitalismo global, donde la producción de valor se da por medio de la precarización de la fuerza y de la energía vital, parece ser que Warlop está desafiando la propia noción de rendimiento (cuya traducción al inglés sería precisamente el término “performance”).

La circularidad de las acciones repetidas desprende las nociones de empeño, vigor y sacrificio, acabando por dibujar un aparato disciplinario. Algunas veces nos parece estar viendo a hámsteres en un parque de juegos, o quizás a bailarinas de juguete encerradas en una caja de música. Convertidos en autómatas, los participantes de esta extraña competición comparten un tiempo acelerado, regido por las pulsaciones de un metrónomo. En ese esquema que somete a todos a una temporalidad-turbo ajena, Warlop señala la desapropiación del tiempo en la constitución de nuestras subjetividades. Además, nos recuerda el rol de los humanos en la cadena del determinismo histórico y nuestra impotencia para escapar a ese rol.

Sobre eso, dos momentos del partido-espectáculo son muy elocuentes: el primero es la disputa entre dos jugadores por el control de los BPM (beats por minuto) del metrónomo. El siguiente se trata del cambio de funciones entre los competidores, una vez que ya están exhaustos. Tal como piezas en un tablero, ellos permutan sus puestos pero la estructura del juego sigue intacta. Tic Tac, la prueba no puede parar, no hay tiempo a perder. En esa línea de montaje, Sísifo canta y toca los tambores.

© Michiel Devijver

Progresivamente, el dinamismo persistente de las acciones, al reanudar una y otra vez la misma, siempre la misma canción, genera un torbellino de energía, una gran abundancia de intensidad centrífuga. No obstante, aquí el esfuerzo no engendra ninguna materia tangible, ningún producto palpable. Sino más bien, si seguimos la lógica utilitarista que rige nuestra época, estaríamos delante de un “derroche improductivo”.

De hecho, la pieza invierte todo su despliegue en una especie de “eficacia ineficiente”. Un proceso en el que la quema de calorías y la fabricación de endorfinas no tienen otra finalidad, ni están al servicio de nada más, sino que son mero residuos, resultantes del consumo de esa misma fuerza. En otras palabras: lo que vemos y oímos surge como la pura producción de energía. Si el potencial humano reside en su capacidad de movilización y en las dinámicas de sus energías vitales, One Song asume el dispendio de esa energía corporal como un valor en sí mismo.

No es casualidad que el escritor Georges Bataille incluya justamente el deporte y las artes (entre otras actividades humanas), en la categoría de dispendios innecesarios, o sea, actividades cuya finalidad radica exclusivamente en sí misma. Para Bataille, frente a los cálculos utilitarios de la modernidad, el exceso improductivo sería un acto de insubordinación. Así pues, es reivindicando la noción de dépense que él ataca a la racionalidad que aspira a reducir la potencia humana a la producción, consumo y conservación de los medios. Según él, tales derroches sin contrapartida, serían alternativas radicales para superar a esa rigidez utilitarista (Bataille, 2011).

Efectivamente, el sentido de pérdida o gasto es opuesto al principio de equilibrio económico y, en el mismo sentido, sería contrario a la noción de lucro o de plusvalía. El motor del tiempo y de la historia parece decir que toda energía debería dedicarse al trabajo de producción útil. Pero, ¿bajo qué fundamento sería posible medir o rankear los grados de utilidad? Y, del mismo modo ¿por qué limitar la complejidad de la vida a las exigencias de rentabilidad y eficiencia? Es así que la dépense revela la arbitrariedad de la idea de utilidad y se insurge contra su dominación, para afirmar que la vida no admite reservas y sólo cobra sentido al liberarse de toda prestación de cuentas.

Es curioso notar que recientemente vimos a otra pieza que también ponía en interacción las esferas de lo coreográfico, lo deportivo y el musical. Así como One Song, Mágica y Elástica, de Cuqui Jerez, tenía su punto de partida en el juego, para enseguida aventurarse en un delirio deportivo. Ahora bien, mientras en la pieza de Warlop el esfuerzo y el tiempo son concebidos de forma mecánica y acelerada, en Mágica y Elástica entrevemos una experiencia temporal extendida y toda una dilatación de las dinámicas coreográficas. Pese a sus singularidades, ambas piezas tienen en común un refinado sentido del humor, además de una presencia sonora capaz de abrir brechas en el formalismo escénico.

En ese punto, cabe destacar la participación musical en el engranaje coreográfico de One Song. Desde la coordinación rítmica de las canciones de trabajo, pasando por los himnos de las peñas futbolistas, hasta el trance de los cantos religiosos y los bailes pogo del punk, se conoce el papel cohesionador de la música. Todo es cuestión de ritmo. Ya sea a fin de sincronizar el movimiento físico de las personas, como para hacernos sentir integrantes de un colectivo o impulsarnos a trascender los límites de nuestra existencia ordinaria, parece ser que anhelamos integrarnos a una armonía o pulsación mayor.

Precisamente, la apuesta de la coreógrafa belga es por una disposición performativa coral, en la que los gestos colectivos, aunque dispares o polifónicos, constituyen una única canción. Pero, además de promover el vínculo colectivo, la música va más allá, abriendo líneas de deriva en la rigidez de la estructura de base. En efecto, durante esa vorágine atlético-musical, donde las repeticiones y el derroche de energía conducen al inevitable agotamiento, el sonido instituye una experiencia subjetiva que emancipa el sujeto de la aniquilación corporal. Resulta que, en esos vaivenes, los estados de excitación escapan a las medidas y, finalmente, permiten que la música sea encarnada.

João Lima

One Song – Miet Warlop, visto en el Teatre Lliure, 06/04/23

Bibliografía:

Georges BATAILLE, La notion de dépense, Éditions Lignes, 2011.

Andrew HEWITT, Social Choreography – Ideology as Performance in Dance and Everyday Movement, Duke University Press, 2005.

Andrew HEWITT, Choreography is a way of thinking about the relationship of aesthetics to politics, entrevistado por Goran Sergej Pristaš, 2008. Obtenido en https://thefuturecrash.files.wordpress.com/2008/07/andrew_hewitt.pdf

http://www.tea-tron.com/mambo/blog/2022/09/30/sueno-artificial/
(Artículo, João Lima, “Sueño Artificial”, a partir de Mágica y Elástica de Cuqui Jerez, Teatron, 30 septiembre 2022)

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One song de Miet Warlop

©Christophe Raynaud de Lage

Asistí al Teatre Lliure para ver la pieza One song de la artista visual belga Miet Warlop. Para quienes no la conozcan, Warlop es una de las cabezas más visibles de la escena contemporánea en Europa. Se sitúa en el cruce entre performance, artes visuales y teatro. Creadora desde 2004, trabaja con tiempos no-lineales que nos devuelven al ahora, infinitos imposibles, fuertes conexiones entre vida y muerte como espacio para lo vivo, experiencias de transición y movimientos de materia, transfiguración del cuerpo y el objeto, humor e ilusiones. La traducción de todas estas cuestiones a las formas escénicas, de fuerte carácter visual y performativo, anunciaría un cambio de guión dentro del contexto europeo. Si las hijas de un dadaísmo muy tardío seguían en pie dominando los experimentos de los dosmiles, parece que una especie de post-surrealismo fantástico le está quitando el lugar. Y creo que sí, que en Europa todavía estamos rodeando los principios de las vanguardias históricas. No digo que sea algo horrible, sólo es una observación. Miet Warolp es una artista que para mí, dentro de la estructura oficial del Arte, puede representar este cambio (fuera de la estructura hace mucho tiempo que la cosa ya cambió. Tanto, que ya volvió a cambiar). Si atendemos a sus trabajos veremos que abren la puerta a un cuerpo fantástico, dejando atrás posturas meta-referenciales o al menos en el límite de ellas, introducen plásticas extrañas en relación casi onírica y producen imágenes a medio camino entre lo real y lo ilusorio, más cerca del monstruo que del fantasma.

En el escenario de One song vemos un ambiente entre el gimansio y los juegos olímpicos, con cinco estaciones vinculadas a una actividad física. Cada estación la ocupa un músico que deberá tocar la misma canción durante una hora mientras realiza un ejercicio físico específico: la violinista hace equilibrios sobre potro, el cantante corre sobre cinta de correr, el pianista salta delante de una escalera sueca o el bajista toca su instrumento a base de abdominales. Al fondo, una grada de madera aloja cinco aficionados de esta extraña maratón, que jalean, abuchean, celebran, se pegan o vitorean, en perfecto unísono con la canción infinita que interpreta la banda-deportista. Dos figuras más: Un comentarista con megáfono retransmite en directo un relato que parece próximo al partido de fútbol, mientras que una animadora con falda y pompones, baila y anima a la afición. Y esta situación dura sesenta minutos, con juegos formales, coreográficos y musicales como slow-motions, pausas, aceleraciones, acumulaciones, interrupciones y desvíos. Sesenta minutos de tremenda intensidad musical, visual y coreográfica: hay acción y hay actividad. La performance funciona, el dispositivo se estira de forma elástica hasta sus últimas consecuencias y con todo, una puede sentir una especie de euforia colectivizada, una excitación extraña.

©Christophe Raynaud de Lage

Cuando vi el inicio del show, no pude evitar pensar en esa desagradable tentativa actual de mezclar danza y deporte (tomo como gran referencia esa esperpéntica producción del TNC a manos del Cesc Gelabert y con el sponsor del Barça en 2015. Foot-Ball, le llamaron). Digo desagradable porque no me parece suficiente la presunción de que, aplicando las reglas del movimiento de la danza al movimiento del deporte, éste termine por desarticular sus lógicas de competencia y capitalismo (no, el deporte no se practica con deportividad ni inclusión, el deporte es una actividad históricamente cis-masculina y heterosexualizada, y la misma actividad de lo deportivo se ha construido alrededor de estos principios políticos y sí, los equipos de futbol femenino y LGTBI pueden revertir esta situación). Además, la actividad de la Danza, a pesar de ser una actividad predominantemente femenina, también es capitalista, neoliberal y precarizadora, porque el punto de vista sobre el que se ha construido la danza académico-oficial también ha sido masculina (la relación espectador-hombre ha sido una relación de poder histórica que ha manipulado los cuerpos y las maneras de moverse). La relación danza-deporte no es una tendencia actual de la Danza Contemporánea europea sino que empezó antes. A finales de los 90 y los principios de los 2000 la danza-performance tomó herramientas del mundo del deporte para hablar de juego, azar, reglas, dispositivos y anti-dispositivos. Podemos tomar como ejemplo la obra Project del coreógrafo conceptual francés Xavier Le Roy (2003), en el que los cambios de ropa y de performatividad de dos supuestos equipos de futbol distorsionan la regla de grupos y el objetivo del juego, no sabemos quien juega contra quien. Como dice Roberto Fratini, una de la personas que me ha enseñando más cosas, la danza es una actividad cualitativa mientras que el deporte es una actividad cuantitativa (muchas no estarán de acuerdo, pero necesitamos de este tipo de radicalidad para colocar cada cosa en su sitio, porque la actividad física también encierra luchas históricas y jerarquías de privilegio y opresión). Lo cualitativo en la Danza para mí no tiene que ver con la capacidad de levantar una pierna o la resistencia en un triple giro. Lo cualitativo en la danza es la capacidad de ornamentación que tiene tu cuerpo cuando baila. Por lo tanto, la estrategia de lo ornamental es la única posible para desarticular la noción de deporte cuantitativo si es que esa fuera la tesis de investigación que se quiere abordar. En consecuencia, pienso en diferentes tentativas artísticas que desactivan de forma real la hegemonía cis-heterosexual del mundo del deporte, dejando a la misma actividad deportiva sin función capitalista, sin acumulación de puntos, sin competición entre equipos y protagonizada por otros cuerpos ornamentales. Ejemplo de ello es la modalidad Futbaile, un partido de fútbol donde prima la pirouette al gol y que se hizo viral en twitter en 2018, o también el Básquet de las excluidas, proyecto de la artista trans brasileña Lyn Diniz en el que se ocupó durante varias jornadas una pista de básquet pública en La Latina de Madrid en 2016. En esas jornadas las personas ocupaban la pista para travestirse, para cantar, para bailar y mientras todo eso ocurría, paralelamente se jugaba al básquet, pero se jugaba mal. Lo importante era lo ornamental. Este tipo de estrategias me parecen más punzantes, ya que atacan el corazón de ambos, deporte y práctica artística, para empezar a trenzar un nueva historia de los cuerpos. 

©Christophe Raynaud de Lage

Y todos estos previos me parecen importantes para pensar One song de Warlop. Aquí, la relación performanace-deporte enfatiza los aspectos de capitalismo y espectacularidad que dominan ambos mundos. En esta pieza, se hace un show del show. El ornamento está presente durante todo el espectáculo, en los caprichos formales de la interpretación musical (caprichos en esta ocasión como algo positivo, aquello que nutre y dispara el acto performativo). Y es a través de esta ornamentalidad coreográfica que se construye el acto deportivo, un acto performativo y realizativo y que junto a la interpretación musical coloca a los músicos entre la Task Performance y el Endurance Art. Si sumamos a esta imagen la afición hooligan, el comentarista y la animadora podemos ver, efectivamente, una micro-sociedad. Pero no es una micro-sociedad sin apellido, a secas, neutralizada o universalista como acusan las críticas de prensa en Francia y Bélgica. Estamos hablando de una representación occidental u occidentalizada de lo que es una sociedad del espectáculo. Esta representación será cis, será heterosexual y será blanca. Este dato es importante, porque el teatro europeo tiene el vicio de pensar que habla en nombre de todas. No digo que la obra de Warlop tenga directamente esa pretensión pero la crítica, que también da forma a la obra, apunta hacia una esencialidad y universalidad de lo humano en tiempos contemporáneos. Una obra de teatro europea puede representar las preguntas europeas, pero estas no son universales. Tampoco, las imágenes y estéticas que se desprenden del trabajo, son la esencia de nada. Y las europeas tenemos que empezar a colocarnos en nuestro lugar y aceptar que las críticas que hacemos hacia nuestro propio sistema de representación (como creo que activa la obra de Warlop) son críticas suaves, cómodas y contemplativas. One song es una pieza entre el dolor y la euforia que habla de las preocupaciones de una sociedad blanca cis-heterosexualizada. Unas preocupaciones a mi parecer suavizadas teniendo en cuenta la responsabilidad histórica de este grupo social. Puede que el final termine por resolver algo. Todo acaba con un himno inventado ante una bandera inventada. Todos los performers, en pie y con la mano en el corazón cantan, medio bien medio mal, su himno nacional. Y con el fascismo hemos topado. Este final aclara muchas cosas, es una posición. Los himnos son una estrategia de inclusión y exclusión de los cuerpos en una sociedad, si te sabes el himno eres de las nuestras. El himno no es una experiencia comunitaria a través de un elemento cultural, el himno es el encargado de recordarnos que somos propiedad del Estado y que así le representamos. Yo no dejo de ver una sociedad fanática que habita este concierto heroico-deportivo con coreografía hooligan y una experiencia frenético-colectiva. ¿A quién se le permite semejante frenesí en el espacio público? ¿Cuáles son los cuerpos que pueden activar esta performance? ¿Para quién es esta narrativa tecno-heroica? ¿Qué grupos sociales tienen derecho a pensar sobre sí mismos en un teatro y qué grupos no? Sí que creo que la obra esconde críticas a la organización social, a las posibilidades de encuentro y desencuentro entre los sujetos, a la exigencia de una performatividad extrema para satisfacer una expectativa. Pero en cualquier caso no puedo evitar sentir distancia. Me parece una obra de gran valor performativo pero con crítica tímida y que tiende a la universalidad del relato. 

He sido educada y me he guardado para el final aquello que más me ha revuelto el estómago: la animadora. ¿Será una travesti-travesti o quizás un hombre cisgay con falda y peluca? Preferí no preguntar en el momento e ilusionarme ante el auge de cuotas de representación que están capitalizando las compañías de teatro europeo lideradas por directores cis. No es mi intención activar ningún tipo de estrategia policial pero hay que ser responsable y un cuerpo travesti no puede ser representado por una persona disfrazada. Porque no es lo mismo salir del teatro en bragas que salir del teatro en boxers. Y como no podía ser de otra manera, las espectadoras de Teatro Contemporáneo en Catalunya tienden a la transfobia, las mismas que sueltan una solemne carcajada cada vez que la animadora se pone o se quita la peluca o cuando feminiza sus movimientos al bailar. La performatividad travesti da risa. Los programas de mediación de los teatros, también.

Sara Manubens

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Norberto Llopis, quien opera

Norberto Llopis es de los pocos coreógrafos en la escena española que ha desarrollado un trabajo de movimiento que se escapa por un lado a la creación de un lenguaje aparentemente deconstruido que estaría en búsqueda de una pulcritud formal estilizante, y por otro, a la creación a partir de lo que últimamente llamamos movimiento somático, que pondría su acento en el encuentro con una verdad original del cuerpo y su expresión.

Tiene que ver, por algunas razones que desarrollamos abajo, con que no hay una búsqueda de un lenguaje, no hay una búsqueda de una autenticidad, de un yo, sea este originario o formal, y no hay sobre todas las cosas, creación. Esta renuncia a la creación, se convierte en Norberto en una apuesta por la producción, en un devenir a través de la puesta en funcionamiento, tal y como él las nombra, de operaciones.

El tipo de trabajo que Norberto viene realizando, se escapa también de lo que en algún momento se ha querido llamar como conceptual, a pesar de las asociaciones que se podrían hacer desde una perspectiva demasiado formateada de las artes, pues encontramos en él, una huida persistente (no sólo como decisión, sino también como devenir), de plasmar con cierta claridad lo que se pone en juego en la obra, y además existe una apuesta decidida por lo material, desde el cuerpo y el movimiento, los objetos, o hasta el lenguaje.

Se intenta tentar, en lo que sigue, lo que no se quiere definir en el trabajo de Norberto a partir de las creaciones que ha ido desarrollando en los últimos años (3 piezas y una conferencia), y que hemos podido disfrutar en Valencia este último año.

Dibujo de Carlos Maiques

El lienzo en blanco, el papel en blanco, el Word en blanco. Ya no escribimos sobre piedra, ni sobre piel, ni sobre papiro, aunque a veces se haga, aunque se pueda. El lugar de inscripción es el color blanco. No hay nada de inocencia, ni de carencia de sentido, ni por supuesto de natural en el blanco como lugar de inscripción.  

La naturalización del lugar de inscripción blanco excede el régimen de la razón. La razón, en gran medida, elude su compromiso con el blanco, se hace trampas a sí misma pretendiéndose autónoma del orden simbólico que el blanco establece, o simplemente desconoce que está comprometida con el blanco.
Que el blanco se establezca como lugar de inscripción estándar predetermina la escritura, el trazo, el color y con todos ellos el lenguaje, el campo de sentido. El significante determina el significado, pero este significante ya está determinado por el significado que el significante blanco oculta a la razón.
De igual manera, el cubo blanco del museo o la caja negra del teatro son lugares de inscripción que vienen connotados por un sinfín de sentidos previos, construidos sobre todo durante la más reciente edad moderna pero que asimilan también una visión histórica sobre el arte, sobre la creación artística, sobre la literatura, sobre la forma de contar, sobre el relato, desde, evidentemente, un prisma esencialmente occidental. Y si acaso, el sentido más inmediato que ejerce la razón sobre el relato, sobre la construcción que la espectadora realiza, a partir del papel en blanco, el cubo blanco del museo o la caja negra del teatro, es la pretensión de vacío.

El trabajo que Norberto Llopis viene realizando desde hace casi veinte años no vendría a señalar esta pretensión de vacío en el lugar de inscripción que la razón naturaliza, sino a jugar con el señalamiento mismo, desplazando el dedo que señala más allá de su función racional crítica, para explorar, en su devenir propio, un campo semántico inesperado, irreconocible, nunca autónomo. La apuesta no podría ser aquí la de autonomía, la de descubrir, la de descubrirnos un campo nuevo puesto que se incurriría en un proyecto colonizador, un proyecto donde el héroe, el trazo, determinara un destino, un fin, es decir, donde se establecieran las condiciones para un nuevo papel en blanco.

Si se pasa aquí a hablar del héroe, además de la caja negra, del cubo blanco, del papel en blanco, es porque la caja negra, el cubo blanco, el papel en blanco, han colonizado el relato, el desarrollo del trazo, su devenir semántico a través del agente principal, y también a través de  los diversos juegos de estructura narrativa asimilados, empacados, o supuestamente desestructurados: el héroe y el antihéroe, la linealidad temporal y la ruptura temporal, la univocidad del discurso o la acumulación de discursos, etc. 

Es en los límites que los binomios generan que radica el desarrollo del trabajo de Norberto, pero no en un lugar intermedio entre ellos, no en un nuevo centro sino a partir de los márgenes: es en la omisión que la supuesta inocencia de vacío o que la supuesta inocencia del trazo preestablecen. Trabajar en ese lugar, haciéndolo evidente pero no nombrándolo – lo que lo haría inteligible y por tanto dejaría de ser un espacio omitido –, es lo que hace del trabajo de Norberto complejo, a veces proclive a ser comprendido como un trampantojo, como un juego conceptual, como un guiño continuo. Las operaciones que pone en funcionamiento Norberto en su trabajo, no son mecanismos para la revelación de realidades de las que no somos conscientes normalmente a la hora de asistir a una creación, sino para el desarrollo, el devenir, de realidades improbables. Hay aquí por tanto una propuesta y no tanto una crítica, aunque ésta pueda subyacer. Hay una producción que se realiza en el espacio que se omite de lo que suponemos que queda entre un punto y otro, en el espacio que se omite de lo que suponemos que queda entre el trazo y el papel en blanco.

La doble sesión

Estrenada en Espacio Inestable en enero de 2022, pasó también este año pasado por los festivales Domingo, en Madrid y TNT, en Terrassa.

Foto: Nelson Linaza

Concepto y dirección: Norberto Llopis Segarra. Asistencia dramatúrgica: Sofía Asencio. Iluminación: Carlos Molina Llorens. Vestuario y asistencia estética: Jorge Dutor. 

El elemento sobre el que se opera en La doble sesión es primordialmente el tiempo. Las operaciones que se desarrollan se establecen a través del uso del lenguaje, sus supuestas indicaciones semánticas, la repetición y la alteración en la repetición, con las consecuentes alteraciones en las indicaciones semánticas. Una pieza, La doble sesión, que se hace dos días seguidos: la primera sesión, Mañana, la segunda, Ayer. En este juego entre lo que pudo haber sucedido Mañana (ayer), si hemos asistido el segundo día, y lo que puede que suceda Ayer (mañana), si hemos asistido el primer día, no encontramos el presente. El presente, esa entelequia que ha sido la quimera de la escena contemporánea, se presenta aquí como un imposible, como un esfuerzo inútil, en tanto en cuanto se vislumbra su omisión, lo que oculta el presente.

Con los juegos de palabras, con el humor que puede provocar, nos podemos confundir: podríamos entender que se trata de lo absurdo del tiempo, de lo absurdo del lenguaje, y más preocupante aún, de esa idea lapidaria sobre la relatividad del tiempo, del lenguaje, de todo, que anula la posibilidad de acción y que establece una visión cínica del mundo. Pero en la insistencia en el dispositivo de la repetición y la diferencia que ésta desprende en el transcurso de una a otra, late un territorio que podemos percibir sin reducir nuestra percepción al absurdo o a la posible visión cínica del tiempo. Es el territorio de la latencia lo que pervive. 

Como el lenguaje conlleva una accesibilidad inmediata, pues lo reconocemos como propio sean cuales sean nuestros antecedentes, es imprescindible en un primer momento la aliteración de binomios que en el transcurso de uno de sus opuestos al otro, marque una diferencia que pueda escapar al entre, al concepto intermedio, a la idea de presente, eludiendo siempre cerrar cualquier clasificación que relajara nuestra percepción y eludiendo también cerrarse en el chiste, en el gag. Es en esta indefinición que Norberto puede producir un tiempo otro que nunca estaría determinado, que no podría ser el otro, aunque fuera hacia él indefinidamente.  

Máquinas

Estrenada en Sala Círculo (Valencia) el pasado diciembre.

Foto: Nuro Visuales

Coreografía y dirección: Norberto Llopis Segarra. Interpretación y colaboración artística: Paula Pachón, Javier J. Hedrosa y Norberto Llopis Segarra. Diseño de máquinas: Samuel H. Ramírez. Primeros prototipos de autómatas: Jorge Nieto. Asistencia dramatúrgica: Tomas Aragay y Sofía Asencio (Societat Doctor Alonso). Iluminación: Carlos Molina Llorens.

Aquí, Norberto, opera primordialmente sobre el desarrollo del movimiento. Hay en la pieza más máquinas que las máquinas a partir de las que trabaja en el movimiento, pero es la operación en el movimiento la que produce el territorio a las que las otras máquinas, producidas por Samuel H. Ramírez, responden. 

El concepto, tomado prestado de Deleuze y Guattari, que es motor operativo para la producción de movimiento, es el de máquina de deseo. Se entiende pues al deseo como productor de realidad, productor en este caso de movimiento, pero extraído de éste la posible pretensión de su propia satisfacción, extraído el objeto de deseo. Se extrae del relato, del trazo, del desarrollo del movimiento, el destino del héroe, el propósito de la acción. Queda pues la acción suspendida en el tiempo y el espacio sin más propósito que el de producir, sin caer en el producto, sin la revelación de un objeto de deseo que establezca un cosmos, poniendo de manifiesto otra vez aquí lo que oculta el trazo, y también, con la inclusión del papel kraft marrón que cubre el suelo y la interacción con éste, lo que oculta el lugar de inscripción.

En la elusión del establecimiento de un trazo reconocible en el movimiento, en la elusión del establecimiento de un lenguaje, las máquinas de deseo operan produciendo movimiento, expresión, sonido, que se relacionarán desde el cuerpo con los otros cuerpos, con las otras máquinas construidas, con el espacio, con el tiempo, en el lugar del límite de sus campos de acción. La acción no sucede pues ni por acumulación, ni por solapamiento, ni por contraste, entre todos los elementos puestos en juego, aunque sucedan acumulaciones, solapamientos, contrastes. Las actantes no manipulan los objetos o el transcurso de la acción. Aunque nuestros ojos quieran leer paralelismos, o símiles, entre los cuerpos de las performers y las máquinas mecánicas, aunque la perversión de nuestra lectura nos empuje a la relación de ideas, de entes, de personas, buscando significados, la realidad que produce la acción y las cosas involucradas, hace a los cuerpos, a las cosas, al espacio, al tiempo, indiscernibles, pues se mantiene siempre en el territorio de los márgenes.  

La sensación de que Máquinas bien podría haber durado 3 horas o 20, la sensación de que la estructura con la que se ha jugado hubiera podido ser intercambiable, la sensación de que una persona u otra de entre las performers bien podría ser la misma (una misma monstruosa), o el papel kraft del suelo, o el mecanismo maquínico que opera al parecer de forma autónoma, vienen a constatar que las operaciones que pone en marcha Norberto apuestan por la multiplicidad, como suma no de singularidades, de sentidos, sino como la potencia siempre abierta de los distintos significantes que en sus límites de enunciación no alcanzarían nunca un solo significado.   

No-Hueco

Estrenada en Espacio Inestable (Valencia) en abril de 2021, volvió a representarse el pasado noviembre en La Mutant, espai d’arts vives (Valencia).

Concepto y dirección: Norberto Llopis Segarra. Interpretación y colaboración creativa: Santiago Ribelles, Inka Romaní Escrivá, Norberto Llopis Segarra.

Foto: Nelson Linaza

No-Hueco, anterior a las anteriores, prevé en ella lo que se desarrolla en La doble sesión y en Máquinas. Por un lado, pone en funcionamiento los mecanismos del lenguaje que se matizarán en La doble sesión, aquí sólo escritos en grandes papeles expuestos al público por las performers cada vez que entran en escena, y por otro, activa las máquinas de deseo en el movimiento que usan las performers en Máquinas, aquí casi sólo al final de la pieza.

El juego primordial se realiza sin embargo en el espacio y con los objetos, como un deslizamiento continuo de superficies, ocupándose en el cúmulo de acciones comunes, banales, intranscendentales, que aunque manifiestan los engaños de la percepción que puede experimentar la espectadora, en su reiteración, transforman la escena sin ningún objetivo acorde a un relato que cumpliría su misión de identificación con la espectadora, que le haría a ésta comprender algo, el algo.

En este cúmulo de trayectos, portes y acciones innecesarias e infructuosas, podemos  pensar que la vinculación de Norberto con las vanguardias artísticas le compromete a lo que aquellas apuntaban, pero como decíamos antes, no señala con el dedo, ni hace actuar el dedo que revela la verdad, sino que genera el mecanismo, la operación por la cual el dedo se mueva, actúe, desprendido del yo, desprendido de una autorrealización o del cumplimiento de su fatalidad, de su destino.

Norberto pone en jaque el esto ya se ha visto, con el que el mundo del arte promueve la supuesta vorágine de lo original, o con el que el mundo de la escena desconfía de la novedad, para centrarse, sin ninguna pretensión de demostrar nada, en operar con los elementos que en las vanguardias cambiaron la idea de percepción, para producir. 

Si bien pareciera que el uso del texto y del movimiento apuntalan lo formal de la pieza, por un lado con el primero como creador de estructura y el segundo como síntesis y cierre de ésta (que en parte lo hacen rítmicamente), la operación primordial que realizan es la de yuxtaponerse como límites de entendimiento que rozan los límites reiterados de las acciones banales que se van sucediendo. Unos límites de entendimiento (los del uso del texto y el movimiento), que por frotación con los límites de la sucesión de acciones, de trayectos, de portes, evitan, de un lado, que entendamos una transformación completada, transcendental del espacio, como montaje y desmontaje, al aplicar al movimiento la activación de máquinas de deseo, como decíamos antes, carentes de objeto, de fin; y evitan, por otro lado, las asignaciones unívocas de sentido, al desplazar, con las repeticiones y la comicidad, las relaciones de sentido que inevitablemente realizamos cuando entra en juego el lenguaje.

No hay acto creativo

Conferencia performativa de Norberto Llopis en el marco del proyecto Motors de Creació, de la Associació de Professionals de Dansa de la Comunitat Valenciana en el IVAM.

Foto: Miguel Lorenzo

Aunque haya distintos lugares de inscripción aquí, como el suelo donde se despliegan papeles, dibujos, imágenes; como los propios papeles usados;  como las imágenes, las letras, los dibujos colocados en superposición, en capas, en pliegues sobre lo desplegado; como el uso del lenguaje: repeticiones de frases sobre poemas, sobre letras, sobre explicaciones del proceso para realizar la propia conferencia, sobre explicaciones del conjunto del trabajo de Norberto, el lugar de inscripción sobre el que se escribe sería aquí el propio discurso. Y en tanto que el discurso se construye a través de la herramienta de la razón, sería la razón misma, no el discernimiento que la razón nos proporciona, sino el territorio ya construido, ya supuesto como inocente, de la razón, donde se iría escribiendo la conferencia.

El binomio empleado, sobre el que oscila el imposible discernimiento de la razón en este despliegue de razones, unas afectadas a y por otras, es el de operación muerta y operación viva, a partir del cual se comprende la importancia del concepto operación que usa Norberto para desarrollar su trabajo y a partir del cual se comprende también que son operaciones de deseo, operaciones por tanto productoras de realidades. Lo vivo y muerto, de una y otra, proveniente de un acercamiento más deleuziano o más derridiano, nos coloca sin embargo en la opacidad. 

Asumir la opacidad significa asumir que la comprensión no puede suceder de forma categórica, que en el ejercicio de la razón el foco irá a asir una verdad al final del desarrollo del razonamiento, pero que en el transcurso de ese razonamiento, es el espacio posible donde desplegar la producción de realidades, que mantienen lo velado, pues se refieren a la superficie de los elementos usados en el razonamiento, a la carencia de profundidad, o a la huella que esa carencia establece. Viva o muerta, la operación nos interpela en el trans, pero no es transcendental. Nada que alivie nuestros espíritus en la quimera de la comprensión, si esto quisiéramos.

Apunta un poco, Norberto, en la conferencia, las condiciones materiales que propician la realización del acto creativo, en una crítica sutil a las condiciones laborales para la creación, pero al extraer el valor creador, al negar lo creativo del propio acto, al negar un producto resultante como producto de consumo reclamando las condiciones necesarias para algo que no sucede, genera un desplazamiento en la mirada sobre la estructura de la cadena de trabajo. Sostener un materialismo desplazado de las realidades objetivas constituidas desde la jerarquía del valor, manteniendo la producción, la acción, cuestiona el lugar tradicional de enunciación de lo político en el trabajo, proponiendo sin embargo trabajo, es decir haciéndolo desde el trabajo. Tal vez la reclamación de lo político vinculado al trabajo no consista tanto en dilucidar maneras a partir de premisas categóricas que nos enseñen el mundo tal y como es, distribuyendo valor, sino en persistir en la producción, desde los límites de la precariedad (mientras se esté obligado a ello), que no entre a convertirse en nuevo paradigma del valor. ¿Será entonces Norberto Llopis un marxista desplazado o un desplazamiento marxista?

Santiago Ribelles Zorita

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Proteo acariciade

Paul B. Preciado

Fundido a oscuro, silencio en la sala, texto en la pantalla: el psicoanálisis ha de actualizarse, y autocriticarse, y politizarse, o morir. Sencillo. Y cierto. Foco cenital sobre un atril, y una figura, con ligera pero indudable cifosis de filósofo, cruza desde bambalina la penumbra hacia la luz. Es un monstruo que nos va a hablar, proclama. Lleva varios anillos de plata. Le escucho y, a lo que dice, me viene a la mente algo muy particular.

En 1756, el insigne dramaturgo David Garrick invita al no menos legendario Jean Georges Noverre a representar en Londres su exitosísima chinoiserie. Vicisitudes diplomáticas aparte, y retrasándose un año entero la cuestión, Noverre cae enfermo al llegar, y convalece en casa de su amigo, siendo que Garrick resultaba custodiar probablemente la biblioteca sobre pantomima y arte de escena más rica de Europa. Porque entonces surgía en la Francia pre-ilustrada la expresión «comme un maître à danser», el maestro de danza como epíteto de lo arruinado y decadente. Y porque no hay duda de que cuando, más tarde, los sans-culottes danzaran una carmañola alrededor de la guillotina al grito de «¡Aquí bailamos!» no se referían al minuet. El ballet había quedado obsoleto, era una disciplina anacrónica que afrontaba un ultimátum: renovarse, revitalizarse, autoexaminarse y purgarse, o perecer.

Noverre, el profético y romántico Noverre, supo exactamente cómo lo iba a hacer, y todo comenzaría por importar a la coreografía las decisiones de su aliado dramaturgo. Digamos dos. Primero, el intérprete se había de quitar la máscara, literal y figuradamente; fuera prosopones: su cara sería el canal empático para un público a cuya emoción se apela, cuya humanidad se invoca por encima de su clase social. La égalité a la vuelta de la esquina. Y segundo, en la que seguramente sea la acción estética más decisiva, prominente y crucial para la historia cultural moderna de la civilización occidental: alumbrar el escenario y sumir al público en la oscuridad.

Madrid Destino nos ha dado las gracias y recomendado que apaguemos los móviles, porque la representación iba a comenzar. No es ya Preciado, sino la plétora multiforme y simbionte de mutantes, el caleidoscopio electrizante de identidades que ha tomado el escenario y convierte la lectura en un cadáver exquisito de cadencias, carismas y dicciones, quienes hilvanan el argumento con una múltiple voz «completamente fabricada y absolutamente biológica». Esa voz, desvergonzadamente enmascarada, anuncia que la nuestra también lo está, como si dijera: «quitaos la máscara, es decir, asumid que la lleváis». Al final de Testo Yonqui se lee: «Vosotros, todos, sois también el monstruo». Hace eco Víctor Hugo: «Vosotros sois la quimera y yo soy la realidad». Fuera prosopones: somos igual de artificiales, y de naturales, que los monstruos que nos van a hablar.

Pero da sosiego escuchar esto bajo la capa de invisibilidad del patio de butacas (sólo vulnerada cuando alguien mira el móvil sin bajarle el brillo a la pantalla). El mismo sosiego que pierde un boomer al que se le enuncia su identidad cisheterosexual. Se ponen de los nervios. No por ser cis y hetero, que lo suelen ser a mucha honra. No. Es por tener identidad, descubrirse particular, «salir del armario de la norma». En palabras de este multicuerpo parlante tan exacto como solemne: «Todos tenemos identidad. O, mejor dicho, nadie tiene identidad». La normalidad no es secreta sino discreta, como los masones.

El passing es andar el mundo a oscuras subiendo al escenario a los demás, y ya si eso abuchear. En Testo Yonqui también: «Opacidad performativa (ocultar el carácter construido de tu género». Identidad tienen los demás, son artificiales, yo no, soy natural, la mía es invisible, porque Noverre ha apagado la luz: yo veo sin que me vean, identifico siendo opaco, y por eso soy normal. Pero todas vivimos en jaulas, ya sean de oro o de latón. Un palacio es una cárcel de mármol, y estés donde estés oyes el aviso en tercera persona de Madrid Destino, auténtico Leviatán: cuidado con no ser invisible, muchas gracias.

Desde este escenario los monstruos nos demuestran que ser trans es más fácil y feliz que ir al colegio, que no hay más violencia en desafiar un rol de género que la que otra gente, a veces con buena intención, ejerce sobre ti para prevenir exactamente esa misma violencia que ya te están haciendo sufrir. Pero no se puede apuntar y disparar identidad hacia los demás sin sentir el retroceso de ese disparo semiótico. Eso es la normalidad: el moratón en el hombro que deja la culata de un arma que dispara identidad. ¡Uno que se puede disimular apagando la luz de sala! El psicoanálisis es una de estas armas, encasquillada y obsoleta. La diferencia sexual binaria y naturalizada es pólvora mojada, el patriarcado una escopeta de feria, un sistema oxidado y evidentemente deficiente, inidóneo, subóptimo e impreferible, como sabemos perfectamente a quienes nos atraviesa familiar y profesionalmente, o sea, casi cada ser humano vivo, lo quiera o no confesar.

La monstruosidad policéfala, polisomática y polisémica que ha tomado el cuartel del Conde Duque nos llama a sentir «la rueca» que por dentro y por fuera nos da vuelta tras vuelta fabricándonos como normales, tallando en nuestra carne y nuestro deseo un fenotipo conveniente, como si la rueda que torturó a Santa Catalina por atreverse a ser algo más libre y feliz de lo que le tocaba nunca hubiera dejado de girar. Pero cuenta el milagro que, al tocar su cuerpo la rueda, esa terrible arma identitaria y disciplinaria de castigo y disuasión reventó en cien pedazos. Dan ganas de decir: fabriquemos nosotres el milagro, desmontemos los suplicios infelices e inútiles cuyo único lugar es (y habrá que verlo) un museo de historia o del horror. La identidad es un proceso agenciable, una rueda que se puede quebrar para «proliferar prácticas y formas de vida» mutantes y múltiples, para seguir haciendo un universo siempre vivo y plural.

Friedrich Schiller, que quizá fue el pensador moderno más radical de la teoría de género occidental, era extremista al respecto: cualquier género es inmediatamente obsoleto, ninguno vale, porque darle forma a algo es mutilarlo y ocultarlo bajo una máscara anacrónica que como mucho se le parece. Por eso el verso de Novalis: «Allí donde hay niños existe una Edad de Oro». Los románticos alemanes sabían que lo sublime y lo vivo es siempre algo nuevo y sin forma aún o nunca. Cemento sin fraguar. Sólo es infinito lo que no está terminado: llamo desde aquí a que nunca pongan la última piedra de la Sagrada Familia. Judith Butler, siendo menos simplista y más efectiva, en un simposio de 2014 en Alcalá de Henares, puntualizaba:

«La teoría de la performatividad de género, como yo la entendía, nunca prescribió qué performances de género eran correctas, o más subversivas, y cuáles eran incorrectas y reaccionarias. La cuestión era precisamente relajar la presión coercitiva de las normas de género sobre la vida –que no es lo mismo que trascender todas las normas– con el fin de vivir una vida más vivible».

Y da que pensar que esos idealistas europeos que cambiaron la razón por el sentimiento se pusieran frenéticamente a pensar el cuerpo y el género justo cuando la revolución industrial amenazaba con sustituir el organismo por la máquina (el autómata, el androide y el ginoide, Frankenstein…) y que ahora lo hagamos también, justo cuando padecemos «la robotización semiótico-informática de las técnicas de producción de subjetividad». Ser algo distinto y nuevo ha de ser viable y sano.

Pero sobre gustos sí hay algo escrito, y Freud decía de los niños que eran «perversos polimorfos» (se hacen gozar de muchas maneras no normales). Eso veo en escena: cuerpos sin género que los atrape o con uno que han atrapado por gusto y propia voluntad (han eclipsado un fenotipo por otro más bello y feliz), almas doradas y pervertidas, de mil formas, colores y texturas, que están radicalmente vivas y que son infinitas. Lo digo en sentido estrictamente literal: su mera existencia se siente –elles mismes lo dicen– un paso en el vacío que crea su propio adoquín, que insinúa el camino hacia otro mundo al que dan ganas de llegar.

En fin, que varios panteones paganos compartían el mitema de la deidad que puede ver el futuro pero cambia de forma para que nadie la logre atrapar. En el griego era Proteo. Significa que si crees haberlo atrapado has tenido que fallar, como en su momento Schiller y ahora este monstruo condeducal insisten. O que el precio de la presciencia es no poderla comunicar, como le pasa a Casandra. Pero no por ello hay que cejar, sino que hay que extender la mano para tocar a Proteo y que se transforme y se aleje y luego tratar de volverlo a tocar. Por tanto hay que ser proteínas: abolir el género sabiendo que siempre se va a fracasar y sabiendo que siempre lo vamos a volver a intentar.

Decía Mónica Valenciano «Los límites hay que acariciarlos»; digo yo: quiero un cuerpo capaz de acariciar dioses mutantes. Dicen elles (¡cantan!): «Mis genitales / no son mis credenciales /  Su monstruo ya está aquí». Aplausos y flores.

Mar Valyra

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El cuento de nunca acabar

Fotografías de Luz Soria

Obra infinita es una pieza construida a partir de los cuentos populares y, como en muchos de ellos, su estructura tiende a la circularidad. También el público se coloca rodeando el escenario, en unas bancadas de dos alturas construidas especialmente para la sala, y ahí, mientras espera la aparición de los actores, puede buscar en el programa de mano una anticipación de lo que va a ver. El cartel de Obra infinita tiene un aire retro que remeda la cubierta de aquella colección que se llamaba Elige tu propia aventura y que, a la vez que transporta a un mundo fabuloso, sugiere que en el transcurso de la narración repetida desde la noche de los tiempos a cada individuo le es posible encontrar los desvíos que mejor le convengan. En la cubierta, la disposición de los distintos personajes hace pensar en un fuego de campamento, cuando todo el mundo se ha reunido para contar lo que le ha pasado en el día o para olvidarlo. De sus cabezas salen llamas, como de las de los apóstoles reunidos. A veces el fuego simboliza la reunión.

El programa ofrece también una sinopsis, que es un breve cuento sobre un hombre muy alterado porque cree que se le ha metido en el culo un lagarto y sobre cómo sus hijas le engañan para quitarle la preocupación, que en realidad es lo que está donde no debe. Llega a una conclusión sobre la capacidad balsámica de las historias, lo que en cierto modo funciona como una metamoraleja. Y como ese cuento no volverá a aparecer durante la representación, se puede tomar a su vez como el primero de los hechizos de la tarde y una especie de regalo.

El largo cuento que contarán los actores comienza de manera aparentemente casual, y con un protagonista sorprendente. Al cruzarse su camino con el de una niña acompañada por un gato y un cuervo, un diputado se ve arrastrado lejos del Congreso y hacia un mundo incomprensible por el que no le queda más remedio que seguir avanzando. Parece algo ingenuo Juan, al no haber detectado en el aire mitológico de esa insólita tríada de niña, gato y cuervo el peligro desestabilizador que lo lanzará a correr aventuras, pero esa misma inconsciencia es la que lo hermana con los personajes de los cuentos de siempre. También el mundo al que accede se parece más al que se suele asociar con los cuentos tradicionales. Hay vagabundeos por bosques en los que se cruza con personajes que suelen no ser quienes parecen; al cabo de los paseos Juan llega cada vez a una casa diferente, donde los habitantes son sorprendidos en mitad de su acción, a la que se incorpora desbaratándola. Todo esto nos lo van contando los actores, que se dan y a veces quitan la palabra unos a otros, para apostillar el relato, y también a veces representan las acciones que habían empezado describiendo, y pasan a ser personajes de su propio relato, y el estilo indirecto pasa a ser directo. Así, la narración de los hechos se reparte entre todos los personajes, atentos para intervenir en el momento más eficaz, como si fuesen echando mano de un conocimiento común que para ser mejor transmitido requiriese de la participación de todos, pues cuando el mensaje existe para que lo escuchen muchos, también muchos deben ser quienes lo cuenten.

Al comienzo la larga locución abruma un poco porque no se sabe si hay que retener los abundantes detalles del cuento, por si más adelante resultasen determinantes para comprenderlo, pero parte de la función de todo el torrente verbal, como cada vez que se cuenta un cuento, es la de inducir a un estado hipnótico en el que las cosas se comprenden en un sentido esencial, como cuando a través de los harapos de la vieja adivinamos a la reina en busca de alguien puro a quien premiar, y entonces se llega a lo que quizá el público esperaba cuando fue a ver esa obra infinita sobre los cuentos populares, que es volver a sentirse como cuando en la infancia nos contaban algo y lo que nos arrebataba era el largo caudal de imágenes, de causas y consecuencias, no siempre comprensibles pero engarzadas para siempre como si alguien hubiese pasado mucho tiempo hasta conseguir que encajasen.

Es en ese punto, en el que ya asistimos a la obra como metidos en la cama después de cenar, cuando se disfruta a fondo de la historia por el mero hecho de seguirla. Juan se ha revelado también un poco jeta o ha comprendido un mecanismo fundamental del mundo fabuloso: que las baratijas que le van dando los otros personajes tienen en realidad propiedades mágicas, aunque por el momento solo le sirvan para conseguir nuevos tesoros. Y también él parece cogerle gusto a la nueva lógica: si al principio lo que deseaba era volver a su mundo, pronto parece haberle encontrado el encanto a esa sucesión de diálogos disparatados y animales que se van sustituyendo unos por otros. Hay aquí una distorsión graciosa: en un cuento tradicional el protagonista sería un sastrecillo, o una pastora, o el ayudante de un mago, pero él es diputado en el Congreso, y en eso hay como un amarre al tiempo presente que permite detectar también los otros dos: atrás queda un pasado mítico donde se originaron los cuentos y donde están sucediendo todo el rato; el futuro, curiosamente, parece sugerido por el anacrónico vestuario y la relación entre los personajes −¿desde dónde se dirigen a nosotros?−  justo antes de empezar a relatar el cuento, como si viviesen en un futuro indeterminado que nos espera, en el que la tecnología no ha triunfado como se suponía y una de las cosas que ha sobrevivido son las historias populares, imbatibles.

Obra infinita
Los Bárbaros
Teatro María Guerrero

Bárbara Mingo Costales

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Noche cañón: Vais a alucinar con mi espectáculo

Llego a Réplika para ver Noche cañón, que en algún sitio habré oído o alguien me habrá dicho que es una comedia, pero cuando vamos entrando en la sala donde se va a desarrollar esa promesa de velada inolvidable, nos encontramos con que el personaje que nos recibe parece más una profesora imperturbable que una trapecista fuera de sí. Al menos por el momento. Esta jugarreta llevan haciéndonosla desde la infancia y seguimos picando. Quizá la Societat Doctor Alonso esté jugando con este sistema de expectativas.

Bien, pues ya la propia entrada del público en la sala, y la búsqueda de los asientos donde se acomodará cada uno, da pie a la actuación del único personaje que veremos en escena. Lo interpreta Sofía Asencio, que está sentada en una butaca que parece arrancada de un autobús de media o larga distancia. De la posición de su cuerpo, pero sobre todo de la expresión de su cara, se desprende que no solo está esperando a que todos nos sentemos, sino que está supervisando, sin tenerlas todas consigo, la compleja operación de que este grupo de inconscientes nos vayamos distribuyendo por el entramado de plazas. ¿Cómo es posible que transmita que no se fía de que cumplamos con éxito nuestra única obligación −sentarnos−?  Pues lo consigue. Los párpados bajados con displicencia hasta el meridiano del iris y una levísima sonrisa en la cara; la postura como una perfecta estructura angular, las manos en reposo sobre las rodillas. Sigue sutilmente el desplazamiento de los asistentes sin apenas pestañear. De vez en cuando hace algún comentario sencillo para facilitar la operación de acomodo, que suena como un dardo envenenado cuando se dirige a alguien en concreto. Nos reímos, por supuesto, pero la actitud de la conductora de la Noche cañón tiene algo desasosegante.

¿Ya? Por fin sentados podemos entregarnos al disfrute de la noche. La violencia contenida en el centro del escenario parece aflojarse cuando nuestra entertainer está segura de que ya cuenta con toda nuestra atención, como merece. Nosotros también podemos fijarnos en lo que hay. Por ejemplo, la butaca, que como ha sido rescatada de otros usos no parece muy adecuada para la nueva función. Ella está sentada casi hiératica como en un trono, pero el trono no tiene patas y el asiento queda a un palmo del suelo, así que no se debe de estar muy cómoda y la autoridad parece dudosa. A la vez, el tapizado demodé de la butaca no da un aire precisamente de lujo y distinción. ¿Qué hace esa mujer tan rematadamente digna sentada a un palmo del suelo en una butaca de peluche? En la tensión entre los escasos y modestos elementos con los que se cuenta para la función y la actitud casi condescendiente del personaje está para mí una de las claves de la pieza.

Esa tensión vibrante se irá transformando en un viaje monologado a lo largo de una sucesión de gags. Podríamos estar en un autobús en el que una pasajera desequillibrada ha secuestrado el micrófono aprovechando que nos hemos quedado atrapados en la nieve; quizá estemos en el espectáculo nocturno de un hotel en temporada baja. El caso es que ella está dispuesta no a distraernos por un rato, sino a demostrarnos que nos puede introducir en un mundo como nunca hemos conocido: un mundo cañón.

El decorado está resuelto de manera brillante en su sencillez. Sin abandonar el tono de bronca inminente −pero en cierto modo cariñosa−, la conductora nos indica que podemos sacar del bolsillo que tenemos colgado del asiento de delante un folleto, similar a los que hay en los asientos de los aviones. Estas instrucciones obligan, dentro de la dramaturgia, a un movimiento un poco aparatoso por parte de los espectadores que refuerza la sensación de disparate en la que nos vamos a mover todo el rato. Sólo cuando se nos vaya indicando podremos pasar las páginas del folleto, que está diseñado por una Beatriz Lobo totalmente poseída por el sentido de la mezcla imposible que empapa la pieza. A cada paso de página le acompaña un gag: puede ser un monólogo delirante, un juego con sombreros que remite al music-hall, una demostración de pasos de baile sin que haga falta levantarse del asiento… Como se nos ha instado a mirar cada vez la página que hace pareja con cada número, y solamente esa página, el folleto que tenemos entre las manos funciona como lo haría un fondo cambiante en el último término del escenario, de modo que tenemos entre las manos parte del decorado reproducido a escala.

La estrella del espectáculo parece estar absolutamente embebida en no obstruir el caótico caudal de impresiones, canciones, frases hechas como recordadas al azar que brotan de su interior y que componen el tapiz de su show, para lo que sin duda es necesaria una concentración al alcance de pocos, pero aquí y allá sorprende interpelando a algunos miembros del público, que evidentemente es distinto cada noche. Así va entrando en calor, animada por su propia versatilidad y por la certeza de que está dejando boquiabierto al auditorio, de modo que por fin se levanta y sigue con su alucinante cháchara, hasta que por fin se suelta del todo y casi como si cediese a una súplica ineludible se arranca a bailar por todo el escenario, llegando a chocar contra las paredes y a salir y entrar por el foro y en definitiva a demostrarnos que toda esa contención del principio custodiaba una capacidad expresiva arrebatadora.

Se podría sacar una deducción sociológica o psicológica del desarrollo de este espectáculo un poco disparatado que con pocos elementos va revelando el espectáculo verdaderamente mesmerizador que hay debajo, pero nos llevará mucho más profundo el mero dejarse llevar por el despliegue de trucos al que asistimos y que comienzan, insisto, con la construcción de un personaje que en su conmovedora seriedad y autoridad parece lindar con lo psiquiátrico, y que consigue por fin que todo el público participe de su fantasía.

Noche cañón
Sala Réplika, 26 de febrero de 2023
Societat Doctor Alonso

Bárbara Mingo Costales

Fotos: Inma Quesada

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Esta pieza se baila por eso

Hace un par de fines de semana se presentaba en Mercat de les Flors, en la Sala Pina Bausch, la pieza Desbordes de Amarante Velarde, ya estrenada en el Festival Grec el pasado mes de junio.

Estaba dentro del Pack Escena Híbrida, de esto me enteré porque había descuento si decidías ir a ver más de una pieza que formase parte de esa categoría.

Quise ir a ver dos y me salió más barato.

Cuando llegamos a nuestras butacas estaban en escena Amaranta, Guillem y Cristóbal, pero yo no me di cuenta hasta que se apagó la luz de patio y se encendió la luz que nos acompañaría durante una hora y cuarto más o menos.

Y cuando todo comenzó tampoco reconocí a Amaranta, a Guillem y a Cristóbal, sabía que estaban ahí pero lo que proponían me permitía distanciarme de ellos ya que habitaban otros estares.

Esos estares se tomaban su tiempo para hacer sus cosas, mirar una flor, respirarla, suspirar, caminar con pasitos cortos recorriendo una diagonal… Inauguraban una serie de acciones que tendrían lugar durante un rato sin una lógica aparente. Inauguraban un estado mental, un estado visual, un estado corporal, y otro y otro y otro…

Y digo inauguraban porque abrían con cada gesto un caminito en el que se quedaban un buen rato, un caminito que les permitía explorar, les permitía estirar el momento y la acción, sacar hasta la voz y a nosotras espectadoras nos permitía diluir las expectativas, desdibujar el final de cada gesto, olvidarnos de nuestras premoniciones, desparramarnos con ellas.

Durante los días siguientes pensé en la palabra desbordes, pensaba en los bordes y en cómo se rebasan y entonces derivó mi pensamiento hacia la idea de border, como mi gran amigo juarense Roberto Cárdenas llama a su ciudad fronteriza.

Roberto dice que el border es el lugar donde pasan las cosas más interesantes. Es difícil habitarlo pero te engancha, es difícil sostenerse pero es fascinante tambalearse ahí. Un border no es el final de algo, o el principio de otro algo, es justo el lugar que se atraviesa, y ahí, todo se derrite y se mezcla, las normas, el lenguaje, la cultura.

El border avisa de que es parte de algo y sugiere más posibilidades de las que se había sospechado que podía ser ese algo.

Y durante esos días continuó la deriva dirigiendo mi pensamiento hacia la palabra periferia.

Hace un tiempo llevo definiendo cierto tipo de prácticas que componen el panorama de las artes vivas como periféricas. A mí a veces me funciona nombrarlas así, pero está sobrevolando esa idea de que en la periferia pueden suceder las cosas más interesantes, (de nuevo esta frase) cosas que en el centro no, y empiezo a pensar que es quizás ese un romanticismo del que no me apetece formar parte, la periferia siempre será y es jodida, la periferia de verdad.

Nombrar a algo periferia es condenarlo a aplazarlo, a confirmar que te harás cargo de ello con la energía que sobre.
Nos nombramos periferia y se lo dejamos todo hecho.

Si todas fuésemos periferia, esta dejaría de serlo y sería entonces desborde, y sería todo mucho más bonito.

Y aquí me quedo atascada varios días, la deriva se convierte en una caminada circular que vuelve y vuelve sobre estas ideas, a veces aparece la idea de lo híbrido, pero no mucho.

A veces sufro un ímpetu que me lleva a desarrollar esta idea delicada de la periferia y el border, y empiezo a escribir cosas como sin sentido como que supongo que a mi amigo Roberto le creo cuando dice cómo es el border porque ha crecido y vive allí, y supongo que cuando utilizamos la palabra periferia me hace ruido porque detecto rápidamente la falta de implicación y conocimiento de ello, y es por eso que la exotizamos y utilizamos como metáfora.
Y entonces empiezo a ponerme como mal, como a enfadarme y entonces intento retomar la dirección en la que inició el viaje mental y en ese momento intento aterrizar en el trabajo de Amaranta de nuevo.

Y aparece esa palabra Desbordes, que es el título.
Y me quedo mucho más tranquila.

En la descripción de la pieza se nombra la cultura Camp, y el New Romantic, como principales referentes.

La cultura Camp fue descrita por Susan Sontag hace unos años, en un artículo precioso que lo puedes encontrar aquí:

https://docs.google.com/file/d/0B6F7Eoeev69vYV9acnY4WWFGa1U/edit?resourcekey=0-ekT-fAG08j5BcURTK5AQAA

Quizás ha elegido esta estética por eso, porque le gusta y le permite desbordarse, con todo el buen gusto y delicadeza que Amaranta propone, piensa y se mueve.

Quizás esta pieza se baila por eso, porque el desborde que permite la danza es infinito.

Un montón de diamantes desparramados, plumas de todos los colores, paraguas, tacones, puntas, un manto negro, un antifaz, la puerta abierta, de repente luz de sala, de repente un aura tremendo, pinzas de colores, brazos, ojos, piernas.

Recuerdo la pieza ahora y todo es una composición en la que aparecen y aparecen elementos, cosas, trozos de cosas, algunas risas, todo en su sitio y todo en mil sitios, el suelo repleto, desparramado y en una composición en la que se está como en casa. Al menos como en la mía.

Y no hago referencia a un desorden, sino a cómo convive todo lo que a priori parece una contradicción entre sí. Completándose en esa juntura inesperada.

Brotan sobre el linóleo imágenes que se hacen y deshacen con la aparición de objetos que invitan a navegar a los cuerpos sobre ellas y no tanto al revés.

Esos cuerpos que se mantienen en el hacer, se desaparecen ensimismados, y disfrutan del paisaje que se está provocando. Se recrean en las formas de sus manos, en la temporalidad diversa. Se convierten en cosa con muchas cosas encima. Como unas puntas de color bronce colocadas en los pies que les hacen sostenerse sobre ellas y desplazarse de esa manera entre ingrávida y martilleante durante un buen rato.

Y aunque son casi todas las frases de ese texto de Susan Sontag acerca de su pasión por lo Camp con las que puedes conectar este trabajo, hay una que especialmente apela a ese momento en el que, mientras miraba todo aquello, me embargó un coletazo de fascinación al entender que esas presencias estaban trabajadas y habitadas de una manera tan precisa.

Y así es como voy entendiendo lo Camp, o la danza Camp, o el lenguaje deseado, desplegado y logrado de Amaranta Velarde en este trabajo.

Este texto que escribo se resiste a darse por terminado, siento que al rozarse con el texto de Sontag inaugura brechas por las que me gustaría colarme y dar rienda suelta a la deriva de nuevo. Siento como si tuviera la capacidad de quedarse suspendido en el tiempo o que podría no tener fin. Como los objetos y las acciones de Desbordes. Que podrían seguir desplegándose ahí en la sala de Pina Bausch, que podrían no encontrar un final, que subidas en la danza podrían seguir apareciendo universos aunque la función haya terminado hace casi dos semanas.

Lara Brown

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A quien corresponda

Imagen de la primera actuación en el Antic Teatre de Barcelona el 23 de abril de 2003

A ti que lo estás leyendo:

¿Qué tal? ¿Cómo va todo? ¿Sigues en Buenos Aires? ¿O ya estás en Berlín?

Te escribo estas líneas desde la Biblioteca Nacional de Catalunya, en una de las larguísimas mesas de madera que están bajo las ventanas y que tú me enseñaste hace un tiempo casi sin querer. Y lo hago a varios metros de distancia de mi vecino más cercano, con el que en las dos horas que llevo aquí no he cruzado ni una palabra ni una mirada. Rodeado por un silencio ensordecedor que solo se ha visto roto por unos pasos que atravesaron por mi espalda, una silla que crujió un par de veces al fondo de la sala y algunas frases inconexas que se colaron por la cristalera de la entrada cuando entró el tipo de seguridad camino del baño.

Resumiendo, empiezo estas líneas de la peor manera posible. Fallando de entrada. Y es que soy consciente de que para hablar de lo que nos toca debiésemos hacerlo en persona, sentados en un bar ruidoso, rodeado de amigos, parroquianos, desconocidos y cervezas. Como tantas veces.

Pero como esto va de hablar del Antic Teatre y en el Antic tú y yo hemos hecho casi siempre lo que nos ha dado la gana te propongo un juego. Tú dejas esta pantalla y yo cierro mi ordenador. Y ahora tú estas frente a mí y yo frente a ti. Sentados en la mesa de un bar con seis botellas de Estrella Galicia, los restos de una tortilla de patatas y dos tenedores. Y ahora, tú y yo estamos en el Bar Restaurant El pollo, en la mesa alta de la entrada que está pegada a la ventana y que mira a la calle donde ahora juegan al fútbol tigres contra leones.

Y es justo cuando cae el primer gol de los leones que las puertas del patio se abren de golpe y entra una banda de bronces callejeros dándolo todo. Y de golpe lo que era una tranquila tarde de invierno se transforma en una gran fiesta balcánica. Y ahora, tú y yo, estamos en medio de un gran jaleo en la terraza de una sala de fiesta hasta ahora abandonada. O en el patio de la sede de la peña ciclista de barrio. O en la sede de la asociación de vecinos que hace diez años que no se reúne. Quién sabe. Lo único realmente importante es que a partir de ahora, y a ritmo de película de Kusturica en versión centro social okupado, comenzarán a rodar todas las escenas sin parar.

La primera de ellas a pocos metros de aquí, en la penumbra de una sala en ruinas donde nos esperan tres colchones y unas cuantas mantas tiradas por el suelo. Y tres flacos vestidos en calzoncillos rodeados de gente a los que intentan convencer de que es imposible conjugar el verbo amar. Tú y yo no lo sabemos, pero de ahora en adelante, veremos muchas escenas parecidas a esta en ese mismo espacio. Porque la gente desnuda en plan aquí no pasa nada y rodeada de personas que les observan en silencio sin quitar ojo se convertirá en un clásico de esta sala. En una marca de la casa. De nuestra casa.

Como el tipo aquel de los tacones que copiaba espectáculos de otros para hacer el suyo y que se ponía en calzoncillos en la puerta de la sala cuando pasaba la gente, creyéndose Ulay pero en bajito y gordo y sin la Abramovic. O como el calvo de barba que se desnudaba en casi todas sus performances y que acabó tatuándose un dragón en la espalda como parte de un ritual de despedida de kilómetros y kilómetros de furgoneta en compañía de esa malagueña que te vuela la cabeza a base de espejos y fantasía. O como la poeta que se introducía un micrófono de contacto por la vagina para amplificar la percusión que hacía sobre su vientre desnudo luego de pedirte que le llenaras su cuerpo de insultos. O como esa veinteañera que inmóvil sobre una fría camilla de tanatorio nos prestaba su cuerpo desnudo para que descubriésemos en carne ajena lo que implica morirse bajo la lógica del capital. O como la actriz que se pintaba un vestido segunda piel sobre su cuerpo con los colores de la senyera con ayuda de una silla metálica. O como esas tres punkis bellísimas que acababan follando salvajemente con las patas de una mesa también metálica porque ya sabes que las mesas y sillas metálicas de bar dan para mucho (sobre todo en la creación contemporánea). O como aquella chica morena, Nancy se llamaba, que acompañada de un pianista gemía cantaba y bailaba vestida con unos shorts rojos y sujetador y medias negras y una serpiente albina llamada Syd enroscada en su cuello. La misma chica que pocos años después nos agarraría a puñetazos en medio del escenario mientras reventaba sandías y platos contra las paredes dejando para siempre sobre ellas las marcas de los golpes y las cicatrices que otros habían dejado antes sobre la piel de sus hermanas. O como ese par de colegas que colgarían sobre esos mismos muros decenas de folios blancos y gruesas letras con el listado de todas las veces que se habían dejado el cuerpo y la piel entre paredes negras iguales a esas bendiciendo con botellas de ron una amistad que ya en ese entonces era eterna. Como eterno es para mí el recuerdo de mi hermana y su madre dejándose las piernas en un pasodoble que sonaba a Beach Boys mientras repartían galletas caseras e ichleibedichs entre la gente que las observaba maravilladas deseando sumarse deseando tener una madre como la que tiene mi hermana. Como caseras eran las morcillas que ese bello y tierno amante del metal escandinavo rapado de metroochentalargos preparaba con su propia sangre sin trampa ni cartón para repartirla como si fuese el cuerpo y la sangre del mismísimo Cristo que sus valientes amigos tragaban confiados pero apretando los ojos. Morcillas preparadas en el mismo fogón que encenderían años después esos locos que se hacían llamar los sudakas del apocalipsis y que te secuestraban los oídos y el sistema nervioso central tocando sus gameboys como si fuesen las guitarras más afiladas y los pianos más deslenguados mientras lanzaban rimas como quien lanza piedras al río entre vinos y porros. O como todos los vinos que se bebió de golpe pasándose de azteca el tipo ese que decía que creía en la ciencia porque en su esencia estaba el hecho de ser desmentida y que no creía en nada esotérico porque eso le obligaba a admitir que era verdad pero que nos prometía cruz pa’l cielo que antes de conocerla había soñado con ella. Ella solo ella vestida con short y camiseta gris bailando con su cuerpo pegado a las paredes en una pista de baile casi en penumbra en el último vagón del metro de Barcelona explicando que no quería explicar nada y que solo quería saltar y moverse. Como la valenciana aquella que no paraba de moverse y revolcarse por el suelo mientras enseñaba las gráficas de excell de cuánto cuándo cómo dónde con quién y por qué se había movido durante toda su vida. Como esos bárbaros madrileños que te invitaban a recostarte en ese mismo suelo y en total oscuridad para hacer absolutamente nada más que recordar. Como las chavalas de ese instituto que se inventaron los recuerdos de una compañera que no existía solo para recordar quiénes eran ellas y de dónde venían. Como recordaba aquel joven poeta cómo él y su amigo que ya no está se colaban de noche por los túneles del metro por una puerta mágica a pocas cuadras de ahí mientras soñaban ver ballenas en la Barceloneta y las veían y les cantaban y bailaban junto a ellas hasta que se les hacía de día y cogían un taxi conducido por un beautyfarron con aires de estibador. Bello muy bello. Como de día se nos hacía cada fin de año entre las paredes negras el patio la terraza las amigas el alcohol y todo tipo de trampas. La misma terraza donde ese flaco de sombrero que no parará nunca de viajar nos enseñó a bailar con las manos como a él se lo había enseñado su madre en la más bella de las herencias que nadie nunca dejó. En la misma terraza donde ella y él compartieron con desconocidos pisco sour ceviche asado brownie y pan amasado para honrar a la mismísima Esther Williams del desierto de Atacama. En el mismo desierto encajonado donde se enterraba hasta el cuello y bajo una potente lámpara esa baterista yugoslava que tiempo después montaría un concierto de cuarenta guitarras eléctricas para celebrar la anarquía como posibilidad de entender la vida. La misma que lo dejaría todo por recorrer los océanos por amor en un viaje donde se dejaría media vida. Tal vez la media vida más importante. La misma que se reiría a carcajadas una y otra vez desde la grada desconcentrando al personal tantas veces como se agarraría a gritos enfadada con más de uno en más de una función en más de una asamblea o en más de una eterna conversación de bar. En una conversación de bar como esta. Como tantas veces.

Txalo Toloza-Fernández

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