Pedro y el lobo

 

A mí me gustan los clásicos. Un clásico es un clásico porque habla directamente a la sociedad actual. Perdonen el tópico, pero…

Dejando a un lado la broma, frases así han sido dichas tantas veces que casi forman parte de nuestro ADN. ¿Qué es lo que significan? La mayoría nos las tragamos sin masticar igual que se traga una culebra su tentempié. Pensemos: un clásico habla a sus coetáneos y es espejo de una sociedad que muchas veces poco o nada tiene que ver con la de hoy en día. La burocracia, los códigos, la cosa del honor… son simplemente otros. Me cuesta mucho pensar en un Lope de Vega, pluma de ganso en mano, imaginando en cómo el hombre del futuro leería sus textos 500 años después, dirigiéndose a él, estableciendo con él un ten con ten directo y desdeñando al parroquiano de a pie. Boberías. El hombre del futuro es uno de esos conceptos vacíos a los que nos hemos acostumbrado demasiado. Estaría mejor decir: un clásico puede hablar a la sociedad actual -al hombre presente- dependiendo de cómo se le trate. Si se le trata mal, un clásico es una soberana estupidez.

Es cierto que el objeto de análisis de una buena obra de teatro -un clásico- es el hombre y éste ha cambiado más bien poco en taytantos años. Los temas universales: el amor, la muerte, la mentida, la verdad… son eso, temas universales y apenas sufren variaciones (aunque sí cambia el prisma desde dónde se abordan -si no, ¡menudo coñazo!-)

(He intentado encontrar el fragmento donde Michi dice: “en esta vida se puede ser de todo menos un coñazo”, pero ha sido imposible)

Ha cambiado, al menos, el envoltorio, lo que rodea al ser humano. Las circunstancias, que diría alguno. Yo soy yo y…

Por lo tanto, ¿para qué sirven los clásicos? No seré yo el que dé una respuesta clara. No la tengo. El tema es complejo. Dejando a un lado la calidad literario-dramática que se supone a un clásico igual que el valor a un torero y la valía histórico-antropológica; de un clásico se pueden extraer diversas enseñanzas -perdonen el paternalismo- para no volver a tropezar con la misma piedra (tarea titánica). Un clásico también es patrimonio: si cuidamos nuestras ruinas, también debemos cuidar nuestro teatro, ¿no?

Con un clásico se debe poder hacer algo más que guillotinar versos y versos para que el espectáculo encaje en los tiempos de representación habituales hoy en día. En esto creo que la versión de Ignacio García May es clara, ágil, bien. Lo que hay que hacer con los clásicos es intentar que hablen al hombre del presente de forma directa (aquel hombre del futuro de antaño hecho cuerpo). Por supuesto que esto, con un buen tratamiento escénico, puede hacerlo uno de los textos más importantes del barroco: La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón.

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Bueno, a lo que vamos.

A mi parecer la directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Helena Pimenta, se ha quedado corta. Le ha salido un clásico un tanto avinagrado. La verdad sospechosa de J. R. de Alarcón es el cuento de Pedro y el lobo. Al final hay una visión moralista que puede molestar a propios y a extraños, a mí no me importa.

El caso es que la directora se ha empeñado en dar al montaje un toque de contemporaneidad que no deja de ser ornamento. Hay que viajar más allá de los manidos tópicos. El montaje se queda en envoltorio vacío, en chimpún. Una gran escenografía practicable, unas cuantas proyecciones, unos letreros de COMPRO ORO y poca cosa más. Comparto la buena decisión de cantar algunos versos y del pianista, pero si me pones un pianista no me metas luego violines grabados ni hagas salir a un actor 30 segundos para que haga como que toca la flauta. Estás tirando piedras a tu propio tejado. La mayoría de las veces: menos es más (toma consejo del abuelo).

Ni que decir tiene que las luces de Cornejo son un espectáculo en sí mismo. Bravas.

Luego está el problema del verso del siglo de Oro, de cómo decir el verso. Mucha gente cree que no entiende el verso porque no han visto a buenos actores decir bien el verso. El verso dicho por un buen actor se entiende a la primera todo todito. Sin hacer esfuerzo alguno. El verso es la prueba del algodón para un actor. Los dos protagonistas de la obra tampoco están del todo finos en esto. Sí lo están algunos de los secundarios. Comparando a unos y a otros rápidamente nos damos cuenta de la diferencia entre  decir bien el verso y decirlo mal. Uno se entiende, el otro no.

En el montaje sobran algunos minutos, pero más o menos se deja ver. Aunque esto no es, ni debería ser nunca, suficiente. Los montajes de textos clásicos son montajes actuales -ante todo- y es un retroceso que se alaben estas puestas en escena solo por tener el valor de: puestas en escena de un texto clásico. Cosa que es obviedad y no habla en ningún caso de su calidad.

En algún momento alguien recomendará que se vaya a ver el montaje de un clásico con fervor porque de verdad nos habla a nosotros (los hombres del presente) y nos pasará lo mismo que pasa en Pedro y el lobo.

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Otro Perro Paco

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