¿Dime qué consumes y te diré quién eres?

El otro día fui al Teatro Español a ver Ricardo III, dirigido por Carlos Martín, con un elenco de a priori buenos actores -solventes, al menos-, y estuve pensando, durante las dos horas de montaje, lo útil que sería que las butacas tuviesen un botón de eyección como el de los aviones para estamparse contra el techo y no tener que aguantar todo aquello. Abrir un claraboya para que entrase aire, luz. Salí triste. No tengo mucho más que decir. Quizá, por eso, hoy haya escrito esto.

EjectionseatPensar que cada vez que nos acercamos al teatro saldremos transformados, que nuestra vida sufrirá un ligero cambio o que acabaremos el día un poco más “sabios” es, además de utópico, un pensamiento bobalicón. Pero de ahí al pensamiento contrario hay bastante distancia.

El sistema neoliberal, basado en el consumismo, resta, paradójicamente, cualquier tipo de importancia al acto de consumir: todo lo que consumimos, ya sea un helado ya sea una noche en la ópera, se convierte en banal, desechable e intercambiable. En una sociedad de cifras y rendimientos económicos, la cantidad gana por K.O a la calidad. La obsolescencia programada es un concepto que además de aplicarse a la tecnología puede aplicarse a las corrientes de pensamiento y las artes: los poderosos marcan el ritmo. No hay nada que no pueda ser sustituido. Es más, el sustituto, que a su vez volverá a ser sustituido, hace posible que la máquina avance. Los griegos llamaban a este apetito insaciable pleonexia, y Platón lo consideraba una enfermedad. Igual que se considera un trastorno el síndrome de Diógenes. Pienso en esa gente que se vanagloria -y mira por encima del hombro- por ir veinte veces a las semana al teatro y que se erige en lobby, en juez y parte.

En el teatro podemos observar este fenómeno en las multiprogramaciones o las programaciones plato combinado (me gusta el huevo, me lo como; no me sienta bien el arroz, lo dejo): da igual lo que vayas a ver, pues tenemos muchas más cosas que ofrecerte. La insatisfacción engrasa este mecanismo y otorga al espectador una responsabilidad que todavía no es capaz de asumir -pasa en el teatro igual que pasa en el supermercado: consumo responsable, sostenibilidad, ética ecológica…-: lo que has visto hoy es un desacierto, pero lo que verás la próxima vez seguro que es mejor, y si te equivocas, la culpa no es nuestra porque nosotros ponemos a tu alcance un gran surtido -como los dulces navideños- de espectáculos. Y si te ha gustado, vuelve, tenemos muchas más que también te gustarán.

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-programación del Teatro Lara

Esta estrategia beneficia a unos pocos políticos y empresarios teatrales, mientas arruina a dueños de salas y hace inviables sus proyectos. Proyectos comprometidos con el riesgo y otras corrientes de pensamiento que son, por decirlo de manera suave, silenciados. Por no hablar de que la mayoría de la profesión sale damnificada, ni de las salas que se aprovechan de los amigos y familiares de los actores/directores/autores, etc; creando un flujo constante de público falaz e insostenible.

Un elevado número de las obras de nuestra cartelera no llegan siquiera a la etiqueta de teatro basura y aun así, el aficionado al teatro -aquel que no suele tener ningún vínculo profesional con él- sigue yendo un fin de semana tras otro con la esperanza de ver algo que merezca la pena. ¿No nos merecemos algo más? ¿Hasta cuándo?, ¿por qué pagar entradas de 20€ cuando lo que se obtiene no llega a ocio barato? ¿Qué papel ocupan las instituciones púbicas?, ¿qué papel deben ocupar? ¿Por qué repiten modelos privados en vez de crear un teatro público de mayor calidad?

Es verdad que hay tantos tipos de espectadores como personas y que hablar de ellos no deja de ser un ejercicio de soberbia. Uno no deja de asombrarse de la gente puesta en pie cuando baja el telón de soberanos bodrios; espero que llevados por la mitomanía a un actor famoso antes que extasiados por una propuesta tan añeja y mal trabada que hiede. Pero uno también es espectador y ha hablado con unos cuantos y está algo convencido, que palabra arriba palabra abajo, más de uno firmarían estas palabras. Estaría bien hacer una huelga de espectadores para que las instituciones teatrales nos traten, al menos, con el mismo respeto que algunos tienen al Teatro.

Parte del desastre del auge de las multiprogramaciones y de la burbuja teatral en la que estamos inmersos es motivado por los medios de comunicación: medios de poderosos/afines a partidos políticos (sean cuales sean). Varios son los motivos: la crisis de valores que desde hace tiempo arrastra el periodismo, el periodista que rara vez tiene un conocimiento profundo sobre lo que escribe o el buenrollismo imperante -vacío y corto de miras- de los medios especializados en artes escénicas que, en su mayoría, dependen de la publicidad privada para sobrevivir. Todos esos redactores que salen del teatro como si hubiesen visto a la Virgen María cuando solo han visto una mancha en la pared (segundo párrafo), poco tienen de periodistas, poco de aficionados/amantes al teatro y flaco favor le hacen.

Digresión. Por ejemplo. Debemos ser conscientes de que somos cómplices de la desforestación de  Indonesia si compramos productos que contienen aceite de palma -cultivado de manera no responsable-: el desconocimiento no omite la responsabilidad. En el caso del teatro debemos ser igual de conscientes. Sin llegar a la locura. Algo que nos llevaría al suicidio o a la ermitaneidad, si acaso esa palabra existe.

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La discusión o la polémica, en definitiva, la disonancia, además de ser un divertido ejercicio para la cabeza, es un dispositivo útil para transformar y crear nuevas estructuras. Hoy en día las polémicas apenas llegan a riña de patio de colegio y las que van un poco más lejos suelen estar motivadas por intereses personales. No estaría de más sentarse a tirarnos los platos a la cabeza, con elegancia y argumentos (Perro Paco ya dixit). Utilizar las herramientas a nuestro alcance de manera crítica y responsable. Con un poco de sentido común.

El teatro rara vez nos va a cambiar la vida; pero eso no quiere decir que cualquier cosa sea válida encima de un escenario. Y menos en uno público. Que debería tener objetivos más allá de lo económico. Cuando el teatro llega a la categoría de fast food algo está fallando: algo está pasando, también, en la sociedad: lo decía Larra. La crítica teatral, si existiese, sería una buena herramienta de crítica social.

 Otro Perro Paco

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