La casa del teatro

Crítica de Teatro Promoción RESAD 2012, Editorial Fundamentos, 2013.

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Escribir teatro es como escribir novela pero en difícil. A todos los aspirantes a escritores habría que hacerles escribir una obra de teatro y si no dan la talla prohibirles publicar ni un solo libro de por vida. Es broma. Ja. Pero que es difícil, eso, eso no es ninguna broma. Por otro lado a mí leer teatro contemporáneo español me suele parecer un ejercicio historicista maravilloso para el que le guste el historicismo, yo me aburro. Realmente no le encuentro sentido al 95% de los dramas que leo, no me tocan en nada, ni en el contenido, ni en la forma, ni en las ideas, ni en nada. Creo que los escritores de teatro español, si quieren seguir escribiendo sobre el mundo en que vivimos, deberían salir de sus casas, mirar a la sociedad y reflexionar si de verdad las formas sociales siguen siendo las mismas que en la época de Chejov. Si la respuesta es que no, quizá entonces la forma de sus obras debería cambiar también. O directamente podrían darse a la heroína, a caballo uno siempre llega más lejos que caminando, aunque a veces nunca vuelve.

El librito éste se lo publican a los alumnos de la RESAD de último año con las obras que han escrito como proyecto personal. La RESAD para el que no lo sepa es la Casa del Teatro (así se llaman ellos a sí mismos, no lo digo yo) y como todo el mundo sabe, en casa es donde se saca lo peor de uno mismo, donde no nos ven y podemos mostrar nuestra mierda sin preocuparnos. Analicen el currículum del 90% de los escritores de teatro de este país y verán de dónde salen. A mí me parece un síntoma de un mal que asola la comunidad teatral española (vaya frasaca). Parece que por el hecho de licenciarte en la santa escuela ya es suficiente como para considerarte escritor de teatro y si no has estudiado, no eres nadie. Tontás sociales.

 La RESAD es una escuela de arte dramático. Dramático. DRA – MA – TI (vaya, me sobre una sílaba para hacer un ‘Lolita’). Parece que han entendido lo de dramático por lo literal y enseñan a escribir dramas, sólo dramas, como si fuese la única forma de escribir, como si otras maneras de trabajar con el texto no cupiesen en el teatro, como si fuese la única forma posible de expresión teatral y de expresión personal, en fin, de talibanes pa’ arriba. Manejan muy de primera mano a un señor que se llama Aristóteles, un teórico muy contemporáneo. No me entiendan mal, que hay que manejar a Aristóteles, me parece correctísimo; que hay que superarlo, también. En fin, este enfoque en el cómo escribir un drama y sólo dramas acaba creando pequeños monstruitos desconectados de lo teatral y pendientes de lo bien hilados que están sus personajes, sus tramas, sus diálogos y nada más. Como ejemplo tenemos al ínclito Paco Bezerra (sí, con z, mi corrector de Word acaba de sufrir un infarto), Premio Nacional de Literatura Dramática (otro gran temazo, los Premios Nacionales), que en una entrevista reciente afirmaba: “Yo escribo literatura dramática. La obra de teatro para un dramaturgo no existe. Sólo las palabras”. Primero sería bueno que aprendiese a usar la palabra dramaturgo si tanto le importan las palabras. Luego, su pensamiento, es simplemente otro síntoma del problema que mencionaba arriba, pero no es su culpa, porque es lo que le han enseñado, ¿o sí? La conclusión, obviamente, es que decir subnormalidades en prensa es gratis. Acaba su intervención en la entrevista engolado (el engolado es mío, pero cabe) “Yo moriré y mis textos quedarán”. Tonto.

Por supuesto que no todos son como aquí el amigo, hay buenos escritores y dramaturgos que han salido de la RESAD. También es cierto que tampoco es todo culpa de la escuela, entiendo que si como alumno entras a un sitio en el que te obligan a escribir de una forma que a ti te parece que se queda corta, o no concuerda con tu estilo o tu forma de hacer, lo mínimo es que le busques las vueltas para que lo que escribes cuestione el propio género, se acerque a lo que tú eres, al teatro que quieres hacer. En este libro hay algunos que lo intentan, otros lo consiguen y otros que se la bufa completamente. No obstante, estudiar estudiamos todos, y cuando uno termina de estudiar lo que tiene que hacer es seguir escribiendo. En fin, que vamos al lío.

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La primera obra es El mundo según Prosanto, trasunto de Monsanto, de Paloma Arroyo. Es muy mala. Tan mala que me la he acabado porque no tengo muchos libros para el verano y si me los voy dejando a la mitad a final de agosto no tengo nada que echarme a los ojos y tengo que poner la tele. Es como un mundo así semifuturista gobernado por un tal Prosanto que vende estiércol del suyo y lucha contra un rebelde llamado Jesús (símbolo bíblico insertado por mis huevos) y en medio de todo una pareja que quiere tener hijos en un mundo que no se puede y ella se queda embarazadísima de un tomate que al final mata a todos. ¿Han entendido algo? Pues yo tampoco. La obra es muy mamarracha pero mal. A mí me gustan las mamarrachadas si buscan destruir la lógica y crear una nueva. Aquí la autora pone alguna mamarrachada en boca de los personajes de vez en cuando como: “nos amenazan muchos grupos terroristas (entre los que destacan los MDMA)” y se queda tan ancha. Luego está lleno de monologuitos explicativos, a mi que los personajes se pongan a explicar me come la polla muy mucho, con todos los respetos. Me parece que Lope y Calderón lo hacían muy bien y que Shakespeare también lo hacía fenomenal y que en el s. XVI tendría mucho sentido pero ahora ya buf. Hay momentazos como esta acotación: “FRANKE ARTICHOKE se encuentra despatarrada, de cara al público”. Creo que habla por si sola.

Si vamos a lo obvio, la obra de Rocío Bello, Mi mamá me mima, tiene, por de pronto, un título horrible. Es más cacofónico que la palabra cacofónico. Con ese título podría estar perfectamente protagonizado por Loles León. Luego uno entra a leer como el que entra a matar y sale muerto. Es, sin duda, la mejor obra del libro. En ella, tres generaciones de mujeres de la misma familia se dan cita. Con una sencillez brutal, sin explicar, sólo a base de niveles narrativos y acciones específicas va creando una serie de capas que se extienden al infinito, dejando un gran espacio para el lector (espectador). Al estilo los cuentos de Borges o Cortázar, va creando distintas tramas a las que accedemos por puntos ciegos que va colocando a lo largo del texto y lo más importante, al menos para mí, conecta con aquello que no sabemos qué es ni sabemos decir, indaga en ello de la única forma en que se puede indagar, sin nombrarlo, pero cargando con ello página tras página.

Pasamos a Gran Oferta de Manuel Benito. Es una cosa muy graciosa de gente que se ve influenciada por una terrible oferta de una compañía telefónica y pierde la capacidad de habla. La historia no vale nada. Menos, cuando además la obra se sustenta sobre dos juegos que se vuelven demasiado protagonistas (esto no es malo en sí, lo que pasa es que se podía haber ahorrado la historia y haberse quedado con los juegos). Los juegos molan, el primero es personajes que sólo hablan con 20, o 15, o incluso 10 palabras, el segundo juego es el contrario, personajes que hablan con palabras rebuscadas, sinónimos petulantes del habla vulgar, algunos incluso en endecasílabos y componiendo sonetos. Eso, los juegos, y el personaje del padre, sobre todo en la escena V y la X, que habría que hacerle un monumento y subirlo al cielo, son lo único rescatable.

Como cocinar un hombre blanco en una olla es el intento fallido de María Ferreira de hablarnos de África y de las verdades y mentiras que nos cuentan y nos creemos. Como tema está tan demodé como la palabra demodé. En fin, todo muy multicultural con texto en inglés y español e idioma negrito. El español en una especie de realismo sucio vallecano pero en el corazón de África que no pega ni con cola, sí, ya sé que está intentando recrear un África ajena a lo que se nos impone pero no funciona, chica, qué quieres que te diga, y menos que lo hable un africanito con planes conspiranoicos. Todo muy livianito, todo con la intención de explicarnos qué es África sobrevolando el texto, de darnos leccioncitas, con la protagonista arrancándose furiosa en monólogos casi en un intento de la Liddell pero mal, en fin, y esa frase que cierra la obra, ay. Me habría interesado más un teatro documento directamente de la experiencia de la autora en África.

La última obra es de María Montenegro, No quisiera saber (cuando alguien titula así a mí siempre me apetece decir –No quisiera saber, ¿ah, sí? Pues entonces no abro el libro), en la que asistimos a la última cena de una presunta familia republicana en el 39 en Madrid. La situación político guerracivilesca del drama es como una sevillana encima de la televisión, adorna pero a veces puede ser hasta un poco de mal gusto, desde luego, no sirve para nada. Luego así la estructura de la historia no está mal, y eso de no saber quién es quién y qué rollo lleva con el otro, algo Pinteresco, funciona. Al final te hace un Tito Andrónico (que no lo ha hecho nadie nunca) y te lo explica todo todito para que no se te escape nada. Bah.

Pues eso, que regulero. Los prólogos de los profesores no me los leo que son muy pesaos y hay que echarles de comer aparte.

El Chucho

 

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