El pianista que rompió tus bragas

Ríase Usted de Justin Bieber o Nikki Sixx;[i] los músicos actuales quizá mojen mucho el churro, sin duda gracias a la aparente superioridad concedida por la posición del escenario, pero nadie lo hace como lo hacía en época Franz Liszt, el primer pianista en llevarse el auditorio hasta el orgasmo y más allá. Hasta finales del siglo XVIII el arrebato sonoro tenía sobre todo una dimensión religiosa, más que nada porque las óperas y las piezas orquestales respetaban muchísimo el calendario de santos, y la música de cámara —algo más laica— tenía el mismo valor y función que un cráneo de jabalí sobre el marco de una puerta: elemento puramente decorativo. Sea como fuere, la popularidad de la música estaba limitada a parroquias y entornos cortesanos. No será hasta el fichaje de Händel por la Reina de Inglaterra en el mercado de invierno de 1710 que se abrió la veda del compositor masivamente querido. Y pagado: a su muerte, el autor de Agripina había ahorrado 20.000 de las antiguas libras, lo que ahora mismo equivale a varias veces el patrimonio de David Bisbal; una bicoca frente a las cifras que más tarde verán estrellas como Haydn o Rossini en una sola gira por las islas del Norte. Haydn y Rossini, por cierto, sólo comparten (musicalmente hablando) las cantidades que amasaron. Una comparación entre ambos compositores ofrece ciertas pistas sobre el cambio que —nadie sabe cómo— tuvo lugar durante las Guerras Napoleónicas en materia de hábitos musicales:

(α) Marzo de 1808. Haydn cumple 76 años. El príncipe von Trauttmansdorff organiza una gala de honor en Viena. El maestro dirige La Creación, su oratorio. Tras el preludio orquestal y un recitativo sucinto aparece el coro diciendo: «Y el espíritu de Dios recorrió / la superficie de las aguas. / Y Dios dijo: Hágase la luz. / Y la luz se hizo.» El pasaje arranca pianisimo hasta la segunda ‘luz’, momento que la orquesta aprovecha para irrumpir en fortissimo, que es como recibir un manotazo después de un escalofrío. En aquella ocasión el público se arrancó en aplausos, según cuenta el Allgemeine Musikalische Zeitung, mientras Haydn «con lágrimas rodando por sus pálidas mejillas y como abrumado por las más violentas emociones, alzó sus tembloroso brazos al Cielo, como si elevara una plegaria al Padre de la Armonía.»

(β) Otoño de 1822. Rossini visita Viena. La misma revista musical informa: «Fue realmente suficiente y más que suficiente. Toda la interpretación fue como una orgía idólatra; todo el mundo actuaba como si le hubiera picado una tarántula; los chillidos y alaridos de ‘viva’ y ‘forza’ no pararon en ningún momento». Y Lord Byron corrige: «la gente lo siguió por todas partes, lo coronó, le cortó mechones de pelo como recuerdo, lo aclamó, le dedicó sonetos y lo festejó, y lo inmortalizó mucho más que a ningún emperador.» Y Stendhal concluye: «Ligero, animado, divertido, nunca pesado, pero rara vez sublime, Rossini parece haber venido a este mundo con el propósito de conjurar visiones de extático deleite en el alma común del Hombre Corriente

    Aquí entra en juego Liszt, el primer virtuoso en ganarse a la burguesía tocando el piano. A diferencia de Mozart, ese wannabe de aristócrata y cortesano biempagao,[ii] Liszt tocó ante todo tipo de públicos y tenía un trato cercano con las clases altas, se dirigía a ellas como si fuera su familia. Una anécdota de Tim Blanning mostrará el grado de reciprocidad: «Cuando se marchó de Berlín en 1842, lo hizo a bordo de un carruaje de seis caballos blancos, acompañado por una procesión de treinta coches de caballos y una guardia de honor de estudiantes, mientras el rey Federico Guillermo IV y la reina lo despedían desde el palacio real.» Viajaba además con un pasaporte expedido por las autoridades austriacas que por única patria, condición o categoría social declaraba: Celebritate sua sat notus (“De sobras conocido por su fama”). Y se alojaba en los hoteles de Paris bajo el registro de músico-filósofo en camino de la DUDA a la VERDAD. En la cima de su fama, hacia 1845, corrió el rumor de que se había prometido a la reina de España, a la sazón una teenager que había creado el ducado de Pianozares ex profeso para el pianista con los mejores dedos a este lado del Dnieper. Descuiden: en peores enredos estaba metida nuestra Isabel, hecha mayor de edad con trece años a golpe de decreto real, todo para evitar la mala sombra de los carlistas, y luego prometida en matrimonio a un Borbón primo suyo. Cuestión de genética, supongo.

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    Tanto monta la condesa de Pauline Plater, quien —ante la pregunta por el top tres de pianistas que hubieran tocado en su mansión— dijo que los mejores sin duda son Hillier, Chopin y Liszt: el primero sería el mejor amigo, el segundo el mejor marido y el tercero el mejor amante. El virtuosismo instrumental no parecía figurar entre los criterios de juicio de la condesa. Tampoco diríase que fuera el caso de las jóvenes (y entradas en años) que reclamaban la atención de nuestro músico, a pesar de que hubiera tomado órdenes menores y la gente le llamara ‘el abate’ Liszt. Algunas llevaban bordada su litografía de 1846 (obra de Kriehuber) en la ropa más inhóspita, en las prendas más insospechadas. Fue Heine quien, ante este clima de opinión, inventó la palabra ‘Lisztomanía’ para referirse a «¡Un frenesí incomparable en la historia del frenesí!». Preguntada por esta contradicción religiosa (¿acaso el entusiasmo de las lisztómanas ha decaído desde la ordenación como sacerdote de su caballero de los pentagramas y de las teclas?), Judith Gauthier estuvo tajante: «¡Al contrario, las excita más! ¡Es la atracción por el fruto prohibido!». Y sigue: «¿Era un santo? Le mostraban una veneración tan extraordinaria… ¡sobre todo las mujeres! Corrían hacia él, prácticamente se arrollidaban, le besaban las manos y le miraban la cara con éxtasis en los ojos.»

    Liszt parecía —no bromeo— un demonio tocando su instrumento. Su predecesor inmediato fue Paganini, sobre quien decían las malas lenguas que debía su técnica a un homicidio. Así se explicaba que su trayectoria como intérprete hubiera despegado tarde, cuando lo normal era ser un prodigio famoso y virtuoso desde niño, hasta el punto que la ausencia de genio y alcanzar objetivos mediante el esfuerzo —la propia idea de ascenso social— resultaba sospechosa en plena Restauración. Asesinó a una amada y estuvo veinte años en la cárcel, se rumoreaba de Paganini. Tampoco faltaba quien sospechase que la cuerda de sol de su violín estaba hecha a partir del intestino de la muerta —quien haya visto la serie Hannibal sabrá que tal cosa resulta factible (y hasta de buen gusto). En el caso de Lizst, el público exclamó ‘milagro’ durante su primer concierto público, hacia 1824, unos dicen que porque tocaba dabuten y otros que era tan pequeño (unos 12 años) que no se le veía y el piano parecía tocarse solo.

Box_4.140.Le_Paganini_du_Charivari.Caricature_du_Figaro_NoPaganini no parece haberse percatado del cambiazo:
su violín es ahora una pala y la plebe que acompaña
sus notas con sogas y cacerolas lleva el gorro frigio.
¿Mera coincidencia con la Revolución Francesa?

    Liszt y Paganini parecían demonios, en definitiva, porque su inadecuación respecto de una sociedad estamental encarnaba una variante peculiar del Diablo. Hay tantos ángeles caídos como países. Es habitual señalar (y Jankélevitch lo repite en un librito delicioso[iii]) que nuestro músico encarna el comienzo del nacionalismo o de la peculiaridad folclórica en la música clásica, sobre todo en virtud de su Rapsodias Húngaras que, junto con sus escritos sobre los cíngaros, muestran una noción de patria donde la clave no está en la identidad fortificada o prevenida del exterior, no tanto en las fronteras cuanto en el nomadismo (aquí Jankélevitch reproduce los prejuicios franceses favorables a la movilidad sin raigambre de las estepas por encima del Danubio, algo que ahora mismo nadie puede celebrar con semejante entusiasmo y atletismo filosófico) pero también debería señalarse que Liszt rompe con aquella (presunta) Ilustración monolítica sobre todo cuando aborda en su Sinfonía Fausto (op. 108) la figura del satanismo, entonces confundida en los principados protestantes alemanes con la melancolía (la Iglesia ofrecía a los exorcistas consejos prácticos para distinguir entre ambas facetas de la genialidad, entre la posesión y la malafollá, por ejemplo en el Rituale Romanium de 1614, así que seguro que había problemas de distinción entre los católicos), pero la clave está aquí: ante las ilusiones sensibles del Satán latino (cuya acechanza continúa invariable desde tiempos de San Agustín); ante la naturaleza desafiante del Lucifer británico (puesto de moda por los románticos y vinculado con Prometeo en el famoso instante del Paraíso Perdido donde Milton escribe: «Better to reign in Hell than to serve in Heav’n»); ante estos modelos aparece el símbolo de la burguesía alemana, Mefistófeles el marchante de espíritus y destinos exitosos. Ante quien Fausto toma una decisión errada, cuyo significado ideológico no resulta difícil de digerir, como indica Cesar Rendueles:

“Para mí fue un descubrimiento importante entender que el cuidado podía ser una fuente de realización personal, y no sólo de sometimiento. Es algo que mi generación, la primera educada completamente en el hiperconsumismo, ha entendido tarde y mal. Nos ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: «Tío, cómprate un perro.»”.

Ernesto Castro


[i] Por si todavía quedara alguna, el bajista de Mötley Crüe despeja todas dudas que pueda haber sobre la falta de morbo o la presunta carencia de erotismo más de la MTV: «En los comienzos del grupo juntábamos monedas para comprar un burrito de huevo en Noogles. Mordíamos el extremo y nos frotábamos la polla con la carne picada caliente para que nuestras novias no notaran el olor al coño de otras chicas. Nos tirábamos a cualquiera lo bastante idiota o borracha como para meterse en la furgoneta de Tommy Lee

[ii] Contra una opinión bastante difundida, la miseria económica de Mozart no se debían a la falta de trabajo (o a las deudas de juego. La parte del león se la llevó el costear los tratamientos para la enfermedad de su esposa); lo que trajo su ruina fue el éxodo masivo de nobles a raíz del asedio de Viena que los turcos iniciaron en 1787. Basta con echar un vistazo a los suscriptores de los conciertos benéficos de Mozart, un formato de patrocinio entonces recurridísimo: de 176 personas, el 50% pertenecen a la alta nobleza, el 42% a la baja y solo un 8% a la burguesía. Vaya esto como refutación (aunque sea parcial) del papel que, según algunos mistagogos, tuvo la burguesía en el desarrollo de las artes: hasta finales del XIX, ese papel brilla por su ausencia.

[iii] La colección de ensayos Liszt: rapsodia e improvisación resulta deliciosa —a mi juicio— en su segunda parte, donde el francés escribe cosas bien dichas, en lugar de marcarse filigranas de múltiples referencias y confusión conceptual a cascoporro (Jankèlevitch es un filósofo de las distancias cortas, más certero cuanto más concreto, pero también un creador de aforismos dentro del ensayo extenso, un prosista que cuenta las sílabas del párrafo y pondera el sentido de la reflexión a partir de su eco); oigamos cómo suena:

“La improvisación musical la mayoría de las veces solo improvisa fingiendo que lo hace o como forma de hablar; en el lugar de la conversación académica que reserva al público la obra acabada, inmaculada, increada y pone entre paréntesis el laborioso devenir, el improvisador coloca, a modo de juego, un malentendido sobre la propia sinceridad de esa génesis: la operación se ha convertido en un elemento del opus, el tiempo aparece entonces como un prolongamiento de la obra, por más que sea una obra a la que su latencia convierte en imprecisa, difluyente, atmosférica; de ahí el equívoco de un impromptu que parece salir de golpe y que progresa como si buscara su camino ante nuestros ojos cuando incluso sus tanteos están determinados de antemano por ficción e idealizados por el artificio de una reconstrucción retrospectiva: una música oral, hecha para no ser ejecutada nunca dos veces seguidas del mismo modo, se convierte en música escrita. La improvisación es la aproximación profesada; la propia vacilación engendra en el oyente una simpatía agradecida por ese proceder imperfecto, errante, aproximativo y jalonado de fracasos que se supone que es el de la vida. «Quasi improvvisando», leemos un poco en todas partes en las obras de piano de Liszt”.

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I´ve got blisters on my fingers!

Hablar de música es como bailar arquitectura
Frank Zappa

Un amigo siempre cuenta la misma historia cuando se emborracha. Que hace años fue al Auditorio Nacional a escuchar al cuarteto Alban Berg. Para él uno de los mejores, sino el mejor cuarteto de cuerda del siglo pasado. Era la última vez que tocaba en España. Por supuesto, no quedaban entradas. Así que, según dice, se fue a la puerta de la sala de cámara con un DIN A3 en el que había escrito “Quiero una entrada para escuchar al Alban Berg joder. Gracias.” O algo así. Nadie le hizo caso. Durante el descanso pidió a los espectadores que se marchaban que si le regalaban su entrada. Total, sus asientos se iban a quedar vacíos. Nada. Además tuvo que pelear con otras personas que esperaban al acecho para conseguir lo mismo. Así lo cuenta él, lo juro. Manteniendo la expectativa del relato aunque sepas que al final consigue la entrada. Pues eso. Una señora le regaló su entrada. Se iba a cenar. La entrada era de un asiento en la séptima fila del patio de butacas. Iba a escuchar el cuarteto de cuerda número 15 de Beethoven interpretado por el Alban Berg a unos metros de distancia. Siempre que se emborracha y te suelta este rollo dice que los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven son lo mejor que se ha compuesto nunca. Que son como “la nieve más pura que está en lo más alto de la más alta montaña”. En algún sitio habrá leído esa tontería. El caso es que se sienta en la butaca. A su alrededor huele a un poco a colonia cara, porque “las colonias caras no huelen mucho”. Mira a su lado, y allí está sentado un hombre calvo con una mancha de nacimiento en todo el medio de su cabeza. Le conoce. Es un tipo que mi amigo asegura que ha visto en todos y cado uno de los eventos de música académica a los que había ido. Todos y cada uno. Sale el cuarteto Alban Berg. No al completo, porque el viola murió hacía un tiempo y le sustituye la mejor alumna que tuvo éste. Y ahora sí, el Alban Berg interpreta el op.132 de Beethoven. Entonces, por fin, te cuenta lo que le pasó. Dice que en el Molto adagio le sobrevino una emoción sobrecogedora y que se pudo a llorar, y que no paró hasta que murió la última nota, y que en cierto momento volvió a mirar al hombre calvo y que él también estaba llorando. Pero lo más llamativo de la historia, a parte de esa cursilada, es que asegura que durante un tiempo vio la música. Aquí yo siempre me río, y le digo que no me lo creo. Bromeo diciéndole que si le dio un Stendhal. Y me responde que lo llame como quiera, pero que vio la música y que no hay más que hablar, que piense lo que quiera. Y pedimos otra y se acabó de nuevo hasta la siguiente.

Me la pela si esta historia es verdad o mentira. De hecho mi amigo es un borrachín mentiroso de esos a los que no hay que tomar muy en serio. Cuento todo esto porque el chaval es joven y cuando fue a escuchar al Alban Berg más. Lo cual me sirve como excusa para tratar un par de temuyis a continuación antes de la videoplaylist. La cual también es una excusa. O no. Aquí os dejo el adagio que le hizo flipar en colores.

http://youtu.be/ZvEXaPwQ67Q

No me quiero poner pesado, ni empezar por el principio ni nada de eso, pero me parece que hay que hablar de los problemas que a mi parecer tiene la mal llamada música clásica. Asumo que me van a caer hostias por todos lados y que muchos ya habrán dejado de leer este post. No me importa. Algo sacaremos en claro. Digo la mal llamada música clásica porque la palabra clásica remite a un periodo particular de la música académica, seria… Denominativos que echan para atrás a cualquiera. De nuevo, las palabras y sus problemas. De ahora en adelante escribiré MA (música académica) para no espantar al personal.

En Madrid capital se puede escuchar MA en un puñado de espacios: el Auditorio Nacional, el Teatro Monumental, la Fundación Olivar de Castillejo, el Teatro de la Zarzuela, el Teatro Real, la Fundación Juan March (por cierto, muy recomendable la exposición “Surrealistas antes del surrealismo” que hay allí ahora), los Teatros del Canal (cuya programación en general habría de ser examinada por especialistas, ¿dónde se ha visto que un bufón tenga su propia corte?) y por supuesto en bodas, bautizos y comuniones.

La media de edad en estos lugares es escandalosamente alta. La MA ha perdido al público joven, si es que en algún momento lo tuvo ganado en este país. Hablo del público joven en general, el que no está formado por músicos jóvenes ni por familiares y colegas jóvenes de músicos. Y con juventud me refiero a aquellos que tienen entre 15 y 40 años, años arriba años abajo.Y es preocupante lo de la pérdida de público joven por eso de pensar en el público de mañana.

Hoy vayas donde vayas presencias un desfile de abrigos de piel, y después en la sala la performance de siempre. La abuelita que abre un caramelo con una mano mientras con la otra se abanica y todo ello moviendo las pulseras de oro. No me entendáis mal. No tengo nada en contra de las personas de edad avanzada. Yo también tuve abuela. Pero me parece que hay que dudar de los que las personas hacen por mera costumbre. De todas formas, prefiero a la abuelita ruidosa que va por costumbre abonada a los lugares antes mencionados que al otro gran público mayoritario que allí te encuentras. Los snobs. A esas personas que encuentran en estos contextos una excusa perfecta para ponerse sus zapatos caros, sus trajes caros, sus vestidos caros, sus abrigos caros, sus colonias caras y después irse a disfrutar de una cena cara porque ir a escuchar MA les llena del orgullo y la satisfacción de pertenecer a la puta élite cultural e intelectual. Laputaéliteculturaleintelectual. A lo mejor exagero y a lo mejor me lo tomo demasiado en serio, pero creo que este último tipo de personas generan en todas las demás una sensación de exclusión que es uno de los factores de la pérdida de público (y ya no sólo joven) de la MA.

Por supuesto que el argumento del precio de las entradas es cierto para justificar la ausencia de los jóvenes en los auditorios. Pero no tanto, porque es fácilmente desmontable con responder a la pregunta de cuánto vale asistir a un partido de fútbol o a un jodido musical en Gran Vía, y cuántos jóvenes asisten. Y entonces pasamos al tema de la educación en los conservatorios, en los colegios y en las familias y me aburro sólo de plantearlo. Pero ya lo he hecho.

Y ahora es donde nos enfrentamos a otro gran problema, al del calado de la música académica contemporánea, que claro que tiene que ver con lo anterior. El debate de la MAC es todavía más amplio y peliagudo. Uff, aquí me pierdo un poco, y además tengo luchas internas con tanto dodecafonismo y atonalismo y serialismo y arte sonoro. Contradicciones supongo nacidas en mi oído tonal. Sé que hay que escuchar todo lo compuesto desde principios del siglo XX hasta nuestros días en la MAC para desmontar códigos y oídos y así aprender a valorar y degustar otras fórmulas (para lo cual volveríamos a hablar de la educación, a otro nivel, y temas por el estilo), pero a veces me cuesta y voy corriendo a buscar armonías conocidas como un niño que no quiere comer judías verdes. Y reconozco que mi deseo tiene mucho de arqueología. Supongo que un poco de cada es la dosis conveniente. Pero al paso al que vamos, si ya la MA de hace siglos muchas veces no es más que una lista de reproducción para darnos un baño con velas de IKEA o la banda sonora de una peli, parece difícil llegar a “popularizar” a nuestros compositores contemporáneos y que acaben por constituir un repertorio al que se vuelva una y otra vez como ahora se vuelve al de Haendel, Haydn, Schumann y compañía. ¿Borrón y cuenta nueva? Pensaré 4´33´´ en ello.

Ya está. Y luego España y sus tradiciones, que sin duda agudizan todo lo anterior. Ayer Daniel Verdú publicó un interesante artículo al respecto en donde retrata la situación de la MAC en nuestro país, describiendo un panorama terrorífico: “La música contemporánea, y gran parte de la del siglo XX, sufre un progresivo arrinconamiento en auditorios y teatros. Especialmente en países como España, donde la crisis económica ha socavado la confianza de unos programadores atemorizados por la caída de público”. Amigos de Centroeuropa, emigrados a Centroeuropa, cuentan que allí un mismo día puedes ir a la iglesia de un pueblo a escuchar las Suites de Bach para cello y después a la ciudad a un concierto para bicicleta y orquesta y que ambos eventos están petados. Me lo creo. Y me parece otro mundo. Pero ya estoy cansado de utilizar energías en decir lo mal que están las cosas aquí, y creo que es mejor usarlas para pensar y hacer que cambien.

Alfred Brendel

Poco a poco llegamos a la videoplaylist sobre la conferencia ilustrada que Alfred Brendel presentó el 6 de noviembre en la sala de cámara del Auditorio Nacional, titulada ¿Tiene que ser la música clásica absolutamente seria?”. No escribiré sobre lo que dijo Brendel, o no me centraré en ello, por varios motivos. El primero es que a veces es literalmente imposible hablar de música, ya que intentarlo sería como “bailar arquitectura”. También porque ya se ha comentado en otro medios. Por ejemplo, el propio Daniel Verdú al día siguiente en otro interesante artículo. Pero sobre todo porque me apetece probar otros medios de difundir la MA. Por si a alguien le pica el bicho y se engancha.

Alfred Brendel. La verdad es que me tiemblan un poco las manos al escribir sobre él. Alfred Brendel (Checoslovaquia, 1931) es uno de los grandes intérpretes que han desarrollado su carrera en el siglo XX. Podría formar parte de un selecto grupo en el que estarían Vladimir Horowitz, Elisabeth Leonskaja, Pau Casals, Isaac Stern, Mischa Maisky, Gidon Kremer, Maurizio Pollini, Martha Argerichy otros. Pero Brendel no es, o no ha sido (dejó los escenarios en 2008), sólo un gran intérprete. También escribe poesía, es comisario de cine, un magnífico escritor y un lúcido teórico, facetas estas últimas que se aúnan en sus conferencias. A sus 82 años acaba de publicar un estupendo libro, De la A a la Z de un pianista. Un libro para los amantes del piano. Texto que esta semana ha servido para una nueva entrada en el blog hermano Bailar, ¿es eso lo que queréis? Es decir, Brendel es mucho más que un pianista, y se agradece que alguien a su edad, en vez de disfrutar de una plácida jubilación, se dedique a seguir ayudándonos a aprender. 

Resultó llamativo aquel miércoles que Brendel tuviera que salir, con su paso renqueante, a recibir aplausos en cuatro ocasiones. Como parte del público, creo que los allí presentes compartíamos la triste sensación de estar despidiéndonos de él, como si todos supiésemos que no le volveríamos a ver. Tristeza que se agranda sabiendo que cuando él y unos pocos más desaparezcan, habremos perdido una forma de entender la MA. Me refiero, entrando en otro delicado debate, a las nuevas generaciones de intérpretes que ahora se consideran los grandes genios de nuestra época. Y sí, señalo porque me sirve de ejemplo más representativo a la estrella china Lang Lang. No dudo de su virtuosismo, y que si es el mejor pianista de un país en el que estudian piano más de 40 millones de personas, debe de ser muy bueno o, como la publicidad se encarga de vendérnoslo, el mejor pianista de nuestro tiempo. Un nuevo éxito de la ley de competencia neoliberal, de la que Lang Lang es otra víctima. Y es que nuestro tiempo se diferencia de otros, entre otras muchas cosas, por generar marcas a una velocidad de espanto, y hacer que los productos se consuman con el mismo ritmo. El problema es que no es lo mismo vender cartílagos de pollos informes que nuestra tradición musical. En una entretenida entrevista en El País a Brendel se dijo al respecto:

Daniel Verdú. ¿Cree que parte de los problemas que se atribuyen a los nuevos pianistas tienen que ver con el marketing de una industria en busca de estrellas del pop?

Alfred Brendel.Sí, y lo hacen muy temprano. Porque las estrellas del pop siempre son jóvenes. Y para el desarrollo artístico de un pianista y su ego eso no es bueno. Un pianista debe tener paciencia para saber que algunas cosas solo se logran en décadas. Cuando yo tenía 20 no me moría por ser una gran estrella en dos años. A los 50 vi que había conseguido ciertas cosas, pero quedaban más aún.

Ahí queda. Por mi parte, siempre me viene a la cabeza una tontería. Pienso en la mañana en la que Schubert se levanta de la cama, ve en su polla los primeros signos de gonorrea, y sabe que va a morir. Y en cómo después mira por la ventana, y en el mundo que ve a través de ella. Y después, no sé por qué, pienso en Lang Lang antes de dar un concierto en el que va a interpretar a Schubert, y en cómo mira por la ventana del avión. Y al pensar en el mundo que ven y en quién lo mira, sufro un cortocircuito sináptico.

La conferencia ilustrada de Alfred Brendel duró más de una hora. Todo muy pensado muy claro y muy interesante. No me detendré demasiado en ello. En cuanto al tema en cuestión, el sentido del humor en la MA, Brendel nos sorprendió con sus análisis musicales, diciendo que las obras instrumentales de Mozart, a quien recordamos como un niño juguetón, no tienen ni pizca de gracia. Tampoco las de Schubert o Chopin. Por el contrario sí que la tienen las de Schumann, y sobre todo las de Haydn y Beethoven. Durante la conferencia, el propio Brendel ilustraba sus argumentos tocando el piano. Durante los breves instantes que duraba su interpretación, se producía siempre uno de esos silencios. La gente incluso se esperaba a toser cuando acababa de tocar. Durante su discurso nos reímos en varias ocasiones, y creo que todos nos fuimos tan contentos a casa, aunque sólo fuera por haber oído música interpretada por Alfred Brendel. Al terminar la conferencia busqué con la mirada al hombre calvo con la mancha de nacimiento en la cabeza, pero no lo encontré. Mi amigo mentía.

Hasta aquí el post. A continuación la prometida videoplaylist sobre las obras de las que habló Alfred Brendel, y algo más. Molaría que con este escrito se iniciara una serie de posts sobre jazz, rap, rock, bakalao… ¿No?

Sonata para piano de Beethoven nº. 26 en mi bemol mayor Op. 81a, El regreso, 1810. Interpretada por Maurizio Pollini.

Sonata para piano de Haydn n.º 60 en do mayor, Hob. XVI/50, Allegro Molto, 1794. Interpretada por Alfred Brendel.

Sonata para piano de Beethoven n.º16 en sol mayor Op. 31, n.º1, Adagio grazioso, 1801. Interpretada por Daniel Barenboim.

“Si un pianista no hace reír al público después de interpretar esta obra debería dedicarse al órgano”. – See more at: http://www.hoyesarte.com/musica/clasica-musica/brendel-demuestra-que-el-piano-rie_140774/#sthash.jDE6Arsp.dpuf
“Si un pianista no hace reír al público después de interpretar esta obra debería dedicarse al órgano”. – See more at: http://www.hoyesarte.com/musica/clasica-musica/brendel-demuestra-que-el-piano-rie_140774/#sthash.jDE6Arsp.dpuf

Bagatela en Do menor de Beethoven, Op. 119, 1803. Ni puta idea del intérprete.


Variaciones para piano en Do mayor sobre un vals de Diabelli de Beethoven, Op.120, 1819-1823. Interpretadas por Sviatoslav Richter.

Concierto para piano nº. 3 de Beethoven, Op.37, Rondó: molto allegro, 1800. Interpretado por Vladimir Ashkenazy.

Y de regalo el Allegro del Concierto nº.5 para piano de Beethoven con Glenn Gould al piano. Para mí aquí la gracia reside en que si el director y los músicos de las orquesta todavía están vivos, seguirán soñando con Gould. Si están muertos, también.

Un Perro Paco

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