Nuestro turno

 

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En estos días he leído con gusto todo lo que se ha escrito sobre el último espectáculo de Angélica Liddell. Todos los perros han estado muy afinados y precisos. Me parecía que no hacía falta añadir nada más acerca del mismo. Sin embargo, han pasado los días y me he dado cuenta de que sigo dándole vuelas al asunto y he acabado sentándome a escribir para ver si así se me aquietaba la cosa.

Lo que me tiene entretenida es el movimiento que se ha generado a partir del estreno y las opiniones que han ido apareciendo. Como han apuntado algunos perros, resultó mucho más inquietante lo que sucedió fuera de escena que lo que se mostró dentro. Es duro ver a Luis María Ansón de pie aplaudiendo entusiasmado; son duras las risas complacientes durante el show; es duro ver a las fuerzas vivas del poder gaylor haciendo genuflexiones; es duro entrar en los Teatros del Canal (sin más); y es duro, en fin, la complacencia generalizada que ha rodeado a la Liddell en su último estreno. Ya nos habíamos olido algo cuando la descubrimos haciendo de Gran Dama de la Escena en la portada de un suplemento de moda de un periódico de viejos. La mediocridad de las fotos, el error del estilismo, y el hecho mismo de que ella apareciera ahí, haciendo eso y diciendo aquellas cosas que decía en la entrevista, daba que pensar. Y piensa mal y acertarás: lo que sucedió alrededor de la obra confirmó que las cosas han cambiado y que las posiciones conocidas hasta ahora se han puesto en cuestión.

Ahora, nosotras somos las traicionadas. “Nosotras” somos las que seguimos a la Liddell desde sus comienzos; las que reconocimos a la fiera; las que descubrimos su poder; las que hemos venerado su talento; las que hemos devorado sus textos; las que creímos que la justicia cósmica se encarnaba en sus palabras; las que gozamos sin fin viajando con su voz. Nosotras éramos Las Buenas, estábamos en el lugar correcto, junto a ella, en el punto de la salvación: frente al Mal, contra lo establecido, en guerra constante con la estupidez, plantándole cara a la mendacidad. Pero ahora, para nuestro espanto, hemos descubierto que el Señor Puta y sus secuaces se han infiltrado entre nosotras y, ahora, parecemos militar todas en el mismo bando.

No han llegado por su propio pie sino que ha sido ella la que les ha invitado. Ha resultado que lo que ella hace ahora es seducir y complacer a aquello de lo que nos iba a librar. Las cosas han cambiado: en vez de estar rabiando y retorciéndose de dolor al oír sus palabras, en vez de pagar por sus pecados como hacían antes, Las Malas, Los Señores Puta, se corren de gusto cada vez que ella abre la boca. Lo que dice, no solo no les duele, sino que les da placer y les hace más fuertes.

Ahora, los dientes que se oyen rechinar son los nuestros. Como decía, han cambiado las tornas y ahora somos nosotras las ofendidas. Ahora nosotras ocupamos el lugar que antes nosotras habíamos asignado a Las Malas. Lo que hace en escena nos parece muy cuestionable y sospechamos que aquello no merece mucho la pena. Nos quedamos ancladas en un pasado que poco a poco va adquiriendo tintes míticos. Entonces, sí que era buena… En los corrillos empieza el concurso de méritos:

–          “Pues yo la vi un verano en la comentada improvisación junto al artista visual Enrique Maty, en Pradillo…”

–          “Pues yo estuve en el famoso estreno censurado de Cádiz…”

–          “Pues yo escuché aquella conferencia sobre la gastronomía que leyó por primera vez en un curso de verano de la Complutense en el Escorial…”

–          …

Nos descubrimos a nosotras mismas atrapadas en la melancolía, en lo que ella ya no es, añorando sucesos que no van a repetirse. Nos descubrimos más conservadoras que nadie. Angélica Liddell no nos va a salvar de nada, ella nunca va a traer la calma. Si antes fue azote implacable de los que ahora le aplauden entusiasmados, ahora ha llegado nuestro turno. Ahora va a por nosotras, Las Buenas, las de la conciencia crítica, las informadas, las listas. Y sabe perfectamente dónde duele, sabe, con certeza, cómo llevar a cabo su maniobra de humillación pública.  Supongo que desde el escenario, nos mira sentadas en nuestras butacas de teatro burgués y nos ve a todas iguales: Las Buenas y Las Malas, finalmente, tenemos el  mismo aspecto. Pero sospecho que, en esta ocasión, las joyas que salen de su boca van especialmente dirigidas a nosotras. Por eso Las Malas ríen con tanto gusto: como para ellas las palabras no sirven para nada y no entienden lo que dice, el espectáculo es vernos a nosotras La Buenas (las que durante tanto tiempo les deseamos lo peor) retorciéndonos  en nuestros asientos de rabia y de despecho. Las Malas no van al teatro a escuchar lo que ella tiene que decir sino a asistir a nuestra humillación demostrándonos cómo su dinero es capaz de comprar hasta a la más fiera y talentosa de todas nosotras.

Y es que quizás, al final de todo, no hay posibilidad de ser buenas. Estábamos tan equivocadas que nos ha costado entender que no hay posibilidad de salvación porque la salvación es conservadora y su precio es la parálisis. Ha tenido que llegar ella a darnos un sartenazo en la nuca para hacernos despertar: hay que ser Mala siempre porque ser Buenas nos hace esclavas de nuestros propios suplementos de dignidad.

La lección está clara: tiene que doler y si no duele es porque apesta. Da igual lo que digas: las palabras dichas en público son siempre la voz del capital por mucho que creamos estar abordando temas “difíciles” por mucho que nos creamos muy comprometidos. Ya no queda posibilidad alguna para el discurso. Lo único que tenemos es la posibilidad de herir. Esta vez nos ha tocado a nosotras recibir el golpe y sentir el dolor. Aprendamos de ello. Hasta que no pasemos el trago de asumir que somos lo mismo que Ansón; que damos tanto asco como la Botella; que nos creemos las noticias de los periódicos porque nos conviene; que vivimos en Majadahonda aunque aspiramos a llegar a Aravaca; que compartimos con la mafia gayer la pasión por el confort, los marcos incomparables y la ropa bonita; que somos tan poco inteligentes como Rajoy; que levamos bigote como Aznar; que nos morimos por Tamara; y que somos muy modernas, no saldremos de este agujero cuyos bordes hemos sentido gracias al show con el que la Liddell ha vuelto a comerles la polla a todos esos indeseables de los que tenemos tanto que aprender.

Yo ya he empezado: me leo la “Hola!” de esta semana desde el principio hasta el final sin rechistar y sin pararme en las fotos.

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Paquita

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