El Grand Tour

Empecemos por el nombre. El Grand Tour fue un viaje que se puso de moda entre aristócratas europeos durante el siglo XVII. Ante la poca calidad de la enseñanza universitaria, los ingleses de altos ingresos y buena posición entendieron que una ruta por Francia e Italia era imprescindible para completar su formación una vez llegaban a la mayoría de edad, a los veintiún años. Algunos viajaban con su tutor, criado, cocinero, cargados de baúles. Otros debían ir más ligeros de equipaje. Desde el inicio este tipo de viaje atrajo a los artistas. Unas como Mary Shelley llegaban al lago de Como y se quedaban. Otros, como Lawrence Sterne, encontraban la inspiración para bellezas de libros como el Viaje Sentimental. Leo por ahí que el Grand Tour es un precursor de las estancias de los Erasmus de ahora. Me da la risa floja. El Grand Tour se llevaba a cabo a pie, caballo o carruaje, y suponía un desplazamiento de muchos kilómetros. De hecho el desarrollo del ferrocarril y las facilidades para el turismo fueron minando su prestigio hasta que el concepto desapareció. La mayoría de Erasmus se mueven más bien poco desde su ciudad de acogida, a la que llegan más por estrategias idiomáticas (lo supuestamente fácil de probar que sabes italiano) o disponibilidad de plazas (me encantaría estudiar en París, pero me ofrecen Brujas), que por una voluntad de aprendizaje europeísta. Pero igual me equivoco. Ahora que lo pienso, aunque en su momento me pareció un pelín desastroso, mi año de Erasmus en Londres fue un punto de inflexión en mi vida. Entendí que había un mundo ahí fuera por descubrir, y me puse a la tarea con entusiasmo.

Es raro este asunto de la cultura. Hay proyectos que nacen ya bendecidos, proyectos que aparecen en prensa o son apoyados por las instituciones antes incluso de entender su sentido, pertenencia o calidad. Contactos, amistades, influencias, todos rezándole al dios de las convocatorias para que reparta algo de abundancia. Hay otros proyectos que nacen por inspiración, deseo, necesidad. Germinan en terreno fértil porque detrás empuja la voluntad decidida de quien no tiene nada que perder, quien no teme al azar ni a la sabiduría de la incertidumbre, que diría mi admirado Alan Watts. El Grand Tour pertenece a este segundo grupo. Este año se cumplió la undécima edición. Tuve la inmensa fortuna de formar parte del grupo. Este texto es un intento de narrar parte de su grandeza.

El Grand Tour del siglo XXI es una idea de Clara Garí. Hablemos de Clara, una mujer que ha hecho de su modo de vivir una obra de arte, un ser sensible que derrocha energía y pasión y que un día, cansada de participar siempre de procesos creativos similares, ver el mismo tipo de obras o escuchar conversaciones similares, decidió apostar por otra cosa, un proyecto que tuviera lógicas distintas, planificado pero abierto a lo inesperado, sometido a las inclemencias del tiempo y a la creatividad de sus colaboradores, una creación que incluso pudiera no controlar del todo. En su esencia, el Gran Tour es un viaje a pie en el que los participantes caminan unos 300 km, en veinte días, con artistas de todas las disciplinas, y donde el propio viaje, sus paradas, el paisaje, su temperatura son el material con el que se dibuja, pinta, o escribe. Más que una puesta en escena, una puesta en situación. Más que una exposición, un work in progress. Más que un inicio, nudo, desenlace, una estructura sin trama, un texto híbrido que creamos desde y con los bosques, las montañas, los ríos. Porque como escribió DH Lawrence “el espacio está vivo y se agita como un cisne, cuyas plumas relumbran sedosas con el aceite esencial de la experiencia”.

El Grand Tour acostumbra a empezar donde termina el año anterior. En 2024 la ruta concluía bajo la sombra de las tres chimeneas. Dos de ellas pertenecen a Sant Adrià. La tercera a Badalona. Misterios de la geografía o un buen tema de estudio para la Temporal School of Experimental Geography (TSOEG), esa red itinerante de artistas que comparten ideas y propuestas sobre el paisaje mediante el trabajo de campo que dirige Luce Choules, una de las artistas invitadas a esta edición. Luce es una artista que se inspira en el lenguaje de la naturaleza. Su mirada dialoga con piedras, signos, señales, que son anotados, fotografiados o movidos sutilmente de lugar. Es de esas personas con las que la complicidad se construye tanto desde el silencio como desde la conversación. Su fino humor inglés no se ha agrietado tras su voluntario exilio en un pueblo francés. Y si hablamos de francesas, otra artista invitada de esta edición fue Marie Bruneau, diseñadora gráfica y autora de un libro que narra un viaje, de Hendaya a Banyuls, del Atlántico al Mediterráneo, 55 días a pie con su compañero de vida, Bertrand. Y una tercera artista invitada fue Cristina Schultz, nombrada responsable de la biblioteca, para la que diseñó y cosió un bellísimo e impermeable farcell (hatillo) que acogió los libros que cada caminante trajo y que fueron redistribuidos al final del viaje. En mi caso aporté Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog, en la edición argentina de Entropía. Me dolió deshacerme de él, lo releía esos primeros días del viaje y me emocionaba nuevamente. Pero nada de microapegos, son muy peligrosos. Lo solté, y se fue para Huesca, y en mis manos cayó Walking from scores, de Elena Biserna, una suerte de compilado de acciones, instrucciones o preguntas para hacerse caminando. Una antología inspiradora.

¿Cuál es el tempo de tu caminar normal?
¿Cuán a menudo parpadeas?
¿Cuál es el tempo de tu respiración?
¿Qué otros ritmos escuchas si prestas atención?
pregunta Pauline Oliveros en su pieza Rhytms

Las tres, Luce, Marie y Cristina, junto con Clara, fueron el cuarteto que inició el viaje. El quinto elemento, imprescindible, era Jordi Rayo, músico y maestro de la vida calmada, que aquí asumió con presteza el rol de chofer y cocinero. Porque el Grand Tour del 2025 no es aristocrático, pero se permite algunas comodidades. Los sacos, las tiendas, la comida, la ropa y demás enseres viajan en furgoneta y nos esperan cada tarde en el nuevo destino. Nuestras espaldas lo agradecen. Como agradecen nuestros estómagos los platos que cocina Jordi, siempre bien especiados, siempre generosos.

Llegué a Sant Pol de Mar en tren, el quince de agosto. Era un día de descanso tras los cuatro primeros en ruta. El alojamiento se localizaba en el camping Verneda, en Sant Cebrià, a 4 kilómetros. El tema de los campings es un temazo en el Grand Tour. Cada uno es un mundo. Mis conclusiones: 1. Cuanto más alejados de la playa, menos televisores. 2. Cuanto más arriba de la montaña, mayor disfrute. 3. Una buena piscina suple otras dejadeces. 4. ¿Por qué no hay dónde sentarse? Aprendí mucho estos días sobre montar y desmontar tiendas, y toda la parafernalia que rodea a la vida nómada. Hay que estar pendiente de muchos detalles. Te va en ello la comodidad y el descanso, claves para un buen caminar al día siguiente. Pequeños aprendizajes que a la larga son ejercicios de libertad. Poder dormir bajo un árbol amigo o despertar con un concierto matinal de pájaros es impagable.

En Sant Pol se celebraba esos días la Fira Alternativa, que dirige Alba Sauleda. En la edición anterior del Grand Tour Alba fue la artista invitada y trabajó el tema de los sueños. No sé si es el cansancio, los sonidos ambientales de la naturaleza o el estado mental que genera caminar tanto, pero se sueña mucho y variado en el Grand Tour. En mi caso anoté en mi diario sobre sueños en los que era invitado a bodas desastrosas, o a obras de teatro rarísimas e incluso a mi propia fiesta de cumpleaños, sin saberlo. También soñé con discusiones familiares con madre y hermanas. Sueños costumbristas. Siempre he envidiado a la gente que sueña ciencia ficción o sueños históricos o de otras vidas. Seguiré intentándolo.

El Grand Tour combina acampadas en campings con paradas en hostales, albergues, residencias de artistas o casas amigas. Así, dos de las primeras noches las dormí en una yurta colocada en el porche de Can Bon Amic, un espacio creado por Neus Borrell, con el apoyo de su familia, en la falda del Montseny, especializado en las artes de la voz y el cuerpo. La primera mañana asomé mi cabeza por la tela de la yurta justo en el momento en el que aparecían los primeros rayos de sol del día tras la montaña. ¡Cuánta sincronicidad! Miré a derecha e izquierda y ahí estaban Clara, e Imma, sonrientes, diciéndome en silencio: esto es el Grand Tour, disfruta. Dicen los que saben que la palabra sonrisa viene del inglés, sun rises

Todo lo que hacemos es una explicación del amanecer, escribió el poeta Robert Hass. También el Grand Tour. Quizás eso explique mi emoción al darme cuenta que había dormido a apenas medio kilómetro de la casa que se hicieron construir mis padres cuando yo tenía tres años. Carrer dels Tilers, Santa Margarida de Palautordera. Pasé diez veranos correteando y envuelto por un paisaje bellísimo que en esa época no me parecía tan especial. Un niño urbanita valora otras cosas. En esas cavilaciones andaba cuando casi aplasto un sapo que, inmóvil en medio del camino, tenía algo que decirme: “¿Estás haciendo lo que viniste a hacer? ¿Estás haciendo lo que te propusiste hacer como alma al encarnar aquí? Medita sobre eso y rectifica tu rumbo si crees que no. Aún es tiempo. Esto no se acaba hasta que te entierren o te incineran”. Imagino vuestras caras, ¿qué se tomó el cronista? Lo cierto es que sí entiendo el lenguaje de los sapos gracias al oráculo de Los animales de poder, de Karina Malpica. Fue una decisión de último minuto meterlo en la mochila. Si bien mi tarea en el grupo era impartir un taller de escritura del viaje, pensé que quizás encontrara momentos para ofrecer este otro servicio, llamémosle esotérico. Un juego, pero serio. Fue un acierto. Cada cual encontró sus aliados temporales para el viaje. Los animales regalaron consejos y respondieron a algunas preguntas. Fueron momentos breves, durante las jornadas de descanso o en tardes relajadas, lindos intercambios con los demás paseantes para los que fui un simple intermediario. Para Karina, los animales de poder son espíritus guías, arquetipos o modelos de conducta, energías que pueden ayudarnos. Gracias a mi maestra chamánica Magda, que se formó con ella, he aprendido su valor. Al final todo es un tema de presencia y conexión.

Pero basta de desvíos y sigamos el camino. Ahora estamos cruzando el Montseny. Hace calor, bebo mucha agua, la sudo toda. Nunca sudé tan a gusto como en este Grand Tour. Nunca me molestó menos pincharme con las zarzas del camino. En el Grand Tour no siempre vamos por el camino más previsible, o el más corto. Nosotros seguimos la ruta que dibujó Jordi Lafon. Se trata de evitar en lo posible el asfalto y el ruido, de apostar por el bosque y la sombra. Lafon es un artista y profesor multidisciplinar. Hace unos años fundó el colectivo Deriva Mussol, que asume el caminar y la deriva como formas de explorar posibilidades de creación y aprendizaje. Durante días Lafon fue un espectro, alguien a quien se mentaba en los cruces de caminos o a quien se maldecía cuando la ruta se complicaba. En esos momentos los pitidos del wikiloc nos asistían. Un pitido, vamos bien, dos pitidos, error. Lafon había estudiado el terreno con detalles. Teníamos que creer en Lafon. Finalmente, una noche, apareció. Lafon existía. Venía de turista. Los turistas del Grand Tour son las que no caminan etapas, pero llegan una tarde a conversar, una mañana para participar del taller de escritura, o se quedan un día a cenar. Unos, como Salvador Giralt traen vino natural hecho por él mismo, un vino que cambia en los pocos minutos que pasan entre que se abre y se bebe una botella, un vino numerado y azaroso, ampurdanés y osonenc al mismo tiempo, un vino que obliga a beber a abstemios en prácticas como yo. Cuando no habla del vino, Salvador declama poemas como aquel trovador que fue en otra vida. Salvador es también un escritor medio secreto al que quisiéramos ver más publicado.

Y entre bosques alucinantes de pinos lujuriosos llegamos a la fuente de Sant Marçal. Uno de mis lugares favoritos del viaje. Las raíces de las hayas, la luz que se filtra entre las ramas, las piedras en forma de herradura alrededor de los grifos. Recuerdo a Cristina insertada en un hueco del tronco del árbol que nos envolvía. Más tarde me mostraría una cicatriz que camina por su pierna. Cada una con su pequeña rareza. Todo es posible en este entorno. En ese momento, la actriz Rosa Cadafalch, caminante habitual del Grand Tour, mencionó La mort i la primavera, la novela de Mercè Rodoreda donde ciertas personas entran en los árboles a morir. Afortunadamente, Cristina salió del árbol. Fue un pretexto para hablar de la muerte ritual, del buen morir, de la necesidad de aprender a morir. Los paisajes excelsos inspiran conversaciones profundas. Y el agua, qué decir del agua de la Font de Sant Marçal. ¡Es del tipo de agua que ya no nos dejan beber! Les juro que no probé agua mejor en mucho tiempo. Vía directa desde el útero de la montaña. Esto es el agua. Y lo demás es cloro, microplásticos y filtros de dudosa procedencia.

Si hablamos de agua, tocará mencionar a la lluvia, a la que esquivamos con soltura durante el recorrido. Solo recuerdo dos o tres momentos “complicados”. El primero en la Riera de Ciuret, en pleno Montseny. Estaba yo leyendo a parte del grupo un texto de mi amigo Joseph Zárate en el que invoca al río Amazonas con una prosa poética elegante y musical, ese río que atraviesa fronteras imaginarias dibujadas en el agua, ese río que es también “un espacio para dialogar, para unir pensamientos indígenas y no indígenas que nos ayudan a sanar el mundo que sufre ahorita”. Les compartía que somos las historias, ciertas o inventadas, que contamos de nosotros mismos. Y agua por aquí, y agua por allá, y se largó a llover, y corrimos a recoger la ropa tendida. Fue una lluvia cariñosa, dócil, de esas que te permiten preguntarte, cuando llueve ¿quién se moja más? ¿El que corre o el que camina despacio? Nos lo preguntamos nuevamente en Vidrà, otra noche donde sí llovió con ganas, inundando algunas tiendas mal cerradas, la mía sin ir más lejos. Amaneció y seguía lloviendo y por asamblea se decidió no caminar ese día, se preveía un descenso peligroso, y llegar en automóvil a la finca de Elena y sus caballos, y su maravilloso domo. Pero a ver, de nuevo.

Cuando llueve, ¿quién se moja más? ¿El que corre o el que camina despacio? Adivina adivinador. ¿Nunca se sabrá?
Cuando llueve, el mosquito se moja menos que el elefante, y la mosca menos que el tigre y que las pulgas del tigre. Pero, ¿qué no daría el mosquito por tener la sombra de un elefante y la mosca la sombra de un tigre?
Cuando llueve, nadie quiere mojarse pero todos se mojan, menos los que consiguieron ponerse debajo de algo, techo o paraguas, que son casi todos. Así no vale.
Cuando llueve, el árbol que hace sombra de sol, hace sombra de lluvia.
Cuando llueve, no se puede volar o se vuela menos.
Y los pájaros buscan un árbol frondoso o un alero, porque nadie les enseñó a cubrirse con las alas.
Cuando llueve, a los mares o a los ríos ni les va ni les viene, porque nunca se mueren de viejos. Las lagunas y los lagos no están tan seguros y, cuando llueve, sonríen encantados.
Cuando llueve, es la fiesta de los sapos. No hay mal que por bien no venga.
Cuando llueve, fracasa la casa que no podemos terminar, como el fuego al aire libre que no podemos encender.
Pero… cuando llueve, las gotas se dan al fin un baño de tierra.
Cuando llueve, tu pelo se moja mucho y tus ojos nada… porque están bajo techo.
Cuando llueve, no hay canto de pájaros. Cantemos nosotros al ritmo del aguacero.
Cuando llueve, es mejor que sea verano que invierno, es cierto.
Pero… nunca se sabrá si se moja más el que corre o el que camina despacio.

Gracias Roberto Zelarayán. La poesía siempre lo cuenta todo mejor. Y el santuario que ha armado Elena Cuesta a los pies de Vallfogona de Ripollés es poesía en movimiento. Elena es una amante de la belleza, y se nota en cada rincón de La Plana Gran. Incluso la parte del río que discurre por su finca parece diseñada para amplificar el goce sensorial. De nuevo me sumerjo en el agua, primero la poza, luego la cascada. ¿Estaba fría? Qué va. El lugar es fascinante. El pueblo enmarcado a un lado, las montañas asomando por el otro, los caballos en libertad. Hacen lo que quieren todo el día, y lo que quieren la mayor parte del tiempo es comer de esta hierba fresca que el entorno les ofrece. Elena dice que ella no hace terapia, eso es algo del pasado, ella ofrece coaching. Los caballos que pueden vivir como caballos irradian presencia y coherencia. Su gran sensibilidad y empatía hace que actúen como un reflejo de lo que nos pasa internamente, sin filtros, ni interferencias. La noche que dormimos en La Plana Gran no soñé con caballos, sino con verde, mucho verde. En el sueño, alguien me susurraba: hace más ruido un árbol que cae, que el sonido de un bosque que crece en silencio.

El Grand Tour es terapéutico. Los pensamientos se cansan, las conversaciones se agotan y de repente un día te das cuenta que eres uno con el paisaje, que tu cuerpo echa raíces, que respira entre los árboles, estos árboles lisérgicos de les Guilleries con los que viviría por siempre jamás. Varias veces sentí ganas de perderme en el follaje, de desaparecer engullido por lo verde. Pero el Grand Tour no es el lugar para practicar el arte de perderse, tal como lo concibe Rebeca Solnit. Lo sabemos, aquello cuya naturaleza desconoces por completo suele ser lo que necesitas encontrar, y encontrarlo es cuestión de perderse. Pero aquí sacrificamos ese conocimiento en aras de la consistencia del grupo. Toca avanzar, paso a paso, en la dirección indicada. El arte de perderse no funciona en grupo.

El Grand Tour es un derroche físico, pero, para mi sorpresa, cada día me levantaba menos cansado que el anterior. Es cierto que la primera media hora cuesta un poco más. Piensas en las siete u ocho horas de ruta por delante y te estresas. Pero al rato te das cuenta que son juegos de la mente, que el cuerpo es feliz avanzando a tres o cuatro kilómetros por hora. Estamos hechos para caminar, esa fue casi mi única certeza del viaje. La otra es el llamado del agua. No resisto una poza, una cascada o incluso un charco. Soy adicto a los remojones, a sumergirme en el agua y soltar cualquier pesadez. Parece ser que es algo propio de los que somos signos de Tierra. Y bueno.

El Grand Tour es una escuela. Y algo que aprendemos es a convivir con personas con las que quizás jamás nos relacionaríamos en otro contexto, pero con las que, tras unos días, armarías una comunidad libertaria, o fundarías una religión salvaje. En pleno agosto, mientras la mayoría del país se agolpa en unos escasos metros de playa, un grupo de entusiastas recorre a pie el territorio. El Grand Tour enseña que deberíamos practicar más esto de llegar a pie a los lugares. Es más humano. El pueblo, el caserío, el hostal se despliega ante ti, se abre como una flor para que lo huelas y lo reconozcas. Bienvenido, le escuchas a las piedras.

Recuerdo un día, entre Bujons y Roda de Ter, que nos detuvimos bajo un manzano. Quizás porque intuimos que, cuando el fruto maduro cae, su dulzura destila y permea las venas de la tierra. Entre varios brazos, sacudimos al generoso árbol y recogimos unas manzanas que sabían indudablemente a manzana.

Recuerdo una noche que alguien quiso llamar a los Mossos porque se dispararon unos aspersores. Estábamos por dormir en las magníficas instalaciones de Cardant Cultura, una antigua fábrica textil que tiene unas naves que ya querrían muchos espacios de Barcelona. Habíamos asistido a una conversación suspendida bajo un tilo. Habíamos cenado y conversado de lujo cuando el agua, otra vez el agua, apareció por donde no se la esperaba. Se le mojó el equipo a la artista Carla Farreny y nunca más la vimos, ¿a dónde fuiste, Carla?

Recuerdo una mañana que practicamos yoga en el monte. La noche anterior habíamos recibido a un grupo de músicos nómadas procedentes del Rajasthan que llenaron de música y baile nuestras almas. Luego escuchamos la voz de Michael Gadish, que vino a hablarnos del Mahabharata. Lleva diez años haciéndolo. Habló de que vivimos en la era de la confusión, pero de su boca toda era claridad y belleza.

Recuerdo ese momento en la biblioteca del Mas Negre, albergue rural con unas vistas abrumadoras, cuando le leímos a Clara, o más bien a un “trapito” que la encarnaba, unos textos que le habíamos dedicado siguiendo una propuesta de Cristina Schultz. Antes habíamos discutido si dedicar un libro es lo mismo que agradecer. Me parece que no, pero no anda lejos. Opté por dedicarle un poema de Maggie Smith, en traducción de Ezequiel Zaidenwerg, que siento condensa su actitud al caminar.

POEMA QUE EMPIEZA CON UN RETUIT
Si vas por la ruta, te cruzás con caballos y no decís “¡caballos!”
es porque sos un psicópata. Lo mismo si ves un avión
pero no lo señalás. Un arcoiris,
un cardenal, una mariposa. Si no
susurrás a los gritos ¡ardilla albina! ¡Ciervo!
¡Zorro colorado! Si escuchás a un pájaro carpintero
y no hacés callar a todos los que te rodean.
Si encontrás una caracola plana en una tosquera. Si ves
una aleta hendiendo el agua.
Si ves la luna y no exclamás
por el amor de dios mirá esa luna. Si olés
humo y no buscás el fuego.
Si sentís que te desvanecés, te desvaneces,
y no le avisás a nadie hasta que ya no estás.

Y así entre poemas y recuerdos, podría seguir contando encuentros, conversaciones, lecturas, impresiones, pero es hora de terminar este texto, como terminó el Grand Tour, por todo lo alto, con una inolvidable subida al Taga. Cargamos a relevos el violoncelo de Frances Bartlett, un violoncelo que cumple su 200 aniversario como violoncelo y que lo celebró vibrando con Bach y los propios poemas de Frances en lo alto de la montaña. Fue muy emocionante. Me quité las botas, me acosté y explotó la psicodelia. Terminó Frances y nadie se movía. Estábamos todos en la cima, abducidos por los cambios de color, el sonido del viento, el ritmo de las nubes, en una suerte de subidón natural tan reconfortante que no queríamos salir de él. Con esfuerzo, descendimos la montaña muy lentamente, como si no quisiéramos dar por terminado el Grand Tour, como si nuestro destino fuera caminar día tras día sumando cada vez nuevos cómplices a esta banda de grandtouristas iluminados.

Marc Caellas

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2 Respuestas a El Grand Tour

  1. Jordi Lafon dijo:

    Un relato sentido, emocionado y bello. ¡Gracias!

  2. imma Pla Rius dijo:

    Súper Marc, un text que emociona i ilustra l’essència indescriptible del Gran Tour i el seu misteri encarnat.
    Abraçades!
    Fins aviat!
    Imma

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