Innombrable: al final no pinchaban vinilos, pero tampoco hizo falta

Es viernes tarde. Cojo el barco de pasajeros y cruzo la ría. Voy a ver Innombrable. Abre la temporada otoñal en el Teatro Ensalle.
Por el camino pienso en el título, en la palabra en sí. Innombrable es lo que no se debe o puede nombrar, hasta ahí todo claro. Pero no sé si no se hace por desconocimiento o porque, conociendo, es mejor callar. Espero resolver la duda. O no. En realidad sólo espero pasar un buen rato.
Por lo que sé, la obra es un encuentro entre dos realidades. El mundo de Caín Coronado y Cristel Romo, mexicanos de San Luís Potosí, con su compañía Intermitencia Teatro y el de Ensalle, la compañía titular de la sala. Se conocen de hace años, de las giras veraniegas de la compañía afincada en Vigo por la América Latina que les lleva con frecuencia a México. Cristel y Caín fueron en otras ocasiones anfitriones. Ahora son invitados. A este lado del Atlántico. 
La idea de partida es sencilla: juntarse dos semanas, intercambiar y mostrar. Nada más. O nada menos.

Al entrar  en la sala, Artús Rei, Raquel Hernández y Cristel están sentados en torno a una mesa. Hay vasos y botellas. Es como si estuvieran presentándose, conociéndose. Contándose de dónde son y que hacen. Pero no es una conversación. Son tres monólogos que a veces se escuchan nítidos, otras veces se superponen y algunas veces se cruzan. Por lo que veré después la idea de superposición será una pauta constante. Como si esas dos semanas, o todos los años desde que se conocieron, hubieran generado tantas cosas que decir que no hay tiempo ni espacio suficiente. Se cruzan al modo de Rayuela, la novela de Julio Cortázar, que aparece como juego y no deja de ser un baúl dónde acumular materiales diversos repletos de preguntas sin respuesta. 
Una vez terminadas las pseudo presentaciones, se retira la mesa. Ya no es necesaria. Y mientras Raquel y Artús lo hacen, Cristel empieza a contarnos recuerdos de las obras que vio de Ensalle en México. Eso subyace en toda la pieza, hablar del otro o de cosas que pasaron junto al otro. El tono va subiendo, cada vez más apasionado y cuando piensas que ya no se puede ir más arriba, Artús y Raquel la cortan diciendo: eso no era así. El recuerdo reelaborado, al que me siento tan próximo.
Se suceden las imágenes, y cuando alguna empieza a desarrollarse, viene otra capa, otra imagen que por posición o por volumen la va interviniendo y modificando. Hay textos que pasan a más velocidad de la necesaria para ser leídos completamente Hay un discurso grabado con la voz de Pedro Fresneda se ve solapado por los alaridos de los que se mueven por el espacio. Acumulación, amontonamiento. Una piñata surrealista, otro juego, que a ciegas golpean uno detrás de otro: caramelos para el público, antes pudieron ser palos, faltó un pelo.
Me viene a la cabeza cuando después de una buena fiesta en casa toca lavar los platos y los cubiertos y las copas y las cazuelas y los vasos de chupito, las tazas de café, los ceniceros. Y hay tanta vajilla que cuando se ponen a escurrir en la pila forman un montón bastante alto. Unas piezas van ocultando otras. La torre va creciendo y creciendo a medida que enjuagas y colocas, inestable, y al final inevitablemente se desmorona y algunas cosas se caen y se rompen. Y sencillamente no puedes evitar reírte. 
Porque también hay mucho humor en todo lo que veo. Y eso me gusta, siempre me gusta. No la risa fácil de un gag clásico o un chiste facilón, es una carcajada por acumulación de absurdos, por llevar las cosas al límite y entonces dejarlas caer para romper el discurso. 

Hay otra imagen que me traigo a casa. Artús, con una larga cuerda roja, va envolviéndose y enredándose cada vez más hasta quedar inmovilizado. Como un nudo tirado en el suelo. Se lo ha hecho él solito. Con una cuerda ha conseguido reflejar lo que tantos de nosotros hacemos sin siquiera necesidad de cuerda, sólo con nuestras cabezas. Liarnos de tal modo que al final quedamos paralizados. Sería otra imagen risible, si no fuera por los vídeos que, en segundo plano, nos muestran filas de personas caminando hacia una frontera o pateras a punto de naufragar.
Dejo para el final lo que, junto a la luz tan cuidada y eficaz de Pedro, más ayudaba a amalgamar todo el caos. La sucesión de temazos con los que Caín nos ha deleitado sobrevolando toda la obra. Ya me habían dicho que era muy buen pincha. Músicas de artistas mexicanos que no conozco, alguno del yanki, y para cerrar el maravilloso Augusta, Angélica e Consolação del maestro Tom Zé.

Terminado el estreno celebramos en el ambigú de Ensalle. Un mezcal siempre es bienvenido. Aprovecho para preguntar a Caín si no se debe o no se puede nombrar, ya que me han dicho que ha propuesto el título. Y me habla de la sensación que tuvo cuando, después de conocerse, se separaron por primera vez. Una sensación que no se podía decir, porque en español no existe esa palabra. Tuvieron que recurrir a un término en galego (y también en portugués): saudade. 
Yo ahora aún lo tengo demasiado fresco para tener saudades. Lo que sí me queda es gratitud por este regalo. Me ha quedado muy buen cuerpo. Me queda también la voluntad de escuchar más a menudo al gran Tom Zé. Y la nota mental de volver a zambullirme en Rayuela en cuanto pueda. 

Antoine Forgeron

 

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