Hasta lo más alto. El vuelo de Daniel Navarro en el Teatro Ensalle

I

Volar debe de ser una movida. No sé cómo lo sentirán las aves, pero a mí es lo que me parece. Un movidón. Lo digo desde mi nueva condición de cefalópodo. La perspectiva de pulpo recién adquirida. A las aves las he podido observar bastante últimamente. Desde abajo, sin que me vean. Los pequeños charranes siempre osados, el cormorán moñudo que acampa en a Pedra do Pejho observando el horizonte y sobre todo a las gaviotas patiamarillas, esas hijas de puta. A las gaviotas les lanzo una piedra cada vez que las veo. Ocho seguidas, una con cada uno de mis brazos. No lo puedo evitar. Comer tanta basura no es bueno ni para la dieta ni para la cabeza. 

II

Es viernes y, bueno, ya sabéis, blablablá. 

Esta vez voy a ver El vuelo de Daniel NavarroVoy con una piedra en cada bolsillo. Ocho bolsillos cuento entre los pantalones, la sudadera y el abrigo. Todo controlado. 

La propuesta de este fin de semana es un solo de danza. Mi primera aproximación al mundo de la danza contemporánea fue un solo. Uno de Cesc Gelabert. Por eso le tengo tanta querencia. Y cuando me convocan a uno voy corriendo. Hay mucho de valentía en eso. Quizá también de necesidad, pero cuando es el cuerpo quien lo necesita, y no sólo la economía, se nota y lo doy por bueno. Aunque en realidad lo que vi fue un dúo. Bueno, luego os cuento. 

Daniel tiene un cuerpo hecho para bailar. Él seguramente pueda decir que su cuerpo se hizo bailando pues tiendo a olvidar la cantidad de horas de trabajo físico que moldean un cuerpo para bailar. Quizá sea más acertado decir que tiene un cuerpo para estar en movimiento. Y el movimiento lo decide el lóbulo frontal, no los músculos. Daniel no necesita que ese movimiento sea amplio ni rápido, le basta con pequeños gestos continuados que tienen esa dualidad de tierno y contundente al mismo tiempo. Aprender a volar no debe de ser sencillo. Recordar, después de tres años sin hacerlo, tampoco. Una vez aterrizados ambos, siento que hay mucha tierra, mucho peso, el suelo muy presente. La línea de horizonte como línea de base. Al menos es lo que sospecho. Imagino que hay que desprenderse de demasiadas cosas que sobran, pesos cargados en la mochila, para hacerse ligero. Y aligerarse lleva su tiempo, necesita su preparación. 

En contra de volar siempre tendremos el inevitable 9,8. La gravedad dificultando, atrayendo hacia el centro de la tierra. Empujando al subsuelo, al lugar que siempre asociamos al infierno porque está en nuestra tradición cultural. Lo de abajo, lo sombrío, lo oculto, frente a lo luminoso del cielo. Para volar, para hacerse leve y despegar, un descenso a los infiernos puede ayudar. A los infiernos propios, los de la mente de cada uno. Los demonios, los fantasmas, los miedos. No siempre y no para todos, claro. Pero algo de eso también detecto. Lo de dentro y lo de fuera bailando juntos. 

A partir de la presencia abrumadora de la tierra la pieza va recorriendo muchos lugares diferentes. Hay muchas fronteras que atravesar. Y no sólo las físicas. 

«Muchas películas», escucho después a alguien que sabe de bailar y de ver. Quizá deba ir más al cine, me faltan referencias. Yo me fui a revolver en mis aprendizajes antiguos. Y me vino el más evidente de todos: Ícaro, el personaje mitológico. Aunque nunca me han gustado las pinturas clásicas sobre ese tema. Todas se centran en la caída. En lo obvio, lo trágico. Cuando lo importante del mito debiera ser el despegue: lo ingenuo, lo atrevido, el gesto inicial intrépido. 

Hay un Ícaro, el de Henry Matisse, que sí me parece más cercano a lo que intuyo sentado en la grada de Ensalle. Lo tuve muchos años, en formato postal, frente al escritorio donde se suponía que debía estudiar historia del arte. Abandoné la carrera y allí seguía la postal. Recordando que hay que despegar, desapegarse, desprenderse. Aunque una mancha roja se dibuje a la altura de tu corazón, para matarte. El mismo gesto que en la fotografía Muerte de un miliciano de Robert Capa. Me viene a la cabeza esa imagen icónica de Matisse por ese azul tan brutal que es la base del cuadro. El cuadro entero, casi. Un lee filter 195, os diría ahora. Aunque depende de la pantalla en la que lo veas, claro. Tengo que buscar financiación para visitar el Pompidou y verlo sin intermediarios. Allí podré saber el número de filtro correcto. 

Lo del color azul es porque siempre pienso que un solo puede ser dúo cuando la iluminación lo acompaña. Se puede bailar con la luz. Y acompañaba, vaya si lo hacía. Lo hermoso es cuando la luz no necesita tener entidad por sí misma. Cuando forma parte del todo. Cuando ves sin verlo, percibes. En El Vuelo los haces marcados crean la atmósfera propicia. A mitad de camino entre escultórica y pictórica. Aquí lo hermoso estaba en las manos y la cabeza de Alfredo Díez Umpierrez. En su sensibilidad y en su sutileza para mostrarlo. Y en el uso combinado de los diferentes pinceles y pigmentos. Desde el Pixie zoom, lo más de lo más en modernos led, hasta el mítico PAR 64 tan querido y que la modernidad tecnológica, lástima, no podrá ni acercarse a imitar. 

Si Daniel llegó a volar o no despegó lo podéis decidir por vosotros mismos cuando podáis ver la obra. Si tenéis oportunidad no dejéis de hacerlo. El sudor de su desnudez final es patrimonio de la escena. Sólo en un teatro, en la proximidad de una sala, es donde se puede ver, sentir, sudor. Respiración y transpiración: dos regalos del cuerpo bailando. Y esa cercanía que tienen los espacios que propician la intimidad es la que podría impulsar que seas tú el que vuele. Y volar, aunque sea bajito, mola mucho.

III

Se termina este intensivo otoñal del festival Catropezas. Y también la programación de 2025 en el Teatro Ensalle. Diciembre se reserva para residencias, ensayos, creación de nuevos proyectos. Se vienen nuevos aromas con los que dejarse embaucar. Me gusta pensar en los olores que no son aún perfumes embotellados. Este otoño hemos podido ver seis obras muy diferentes entre sí. Después de verlas todas no hay una que se parezca a otra. Y eso, la diversidad, lo heterogéneo, la heterodoxia, me pone mucho. Nada menos que tres proyectos han sido concebidos por y para la sala. Otros tres son obras pensadas para ser migrantes y poder llegar a cualquier lugar. Ya os he hablado en Teatron de casi todas. 

Amplio el foco y voy al recuerdo de todo el año. Se ha podido disfrutar de trabajos tan delicados como Si fuese una película de Macarena Recuerda Shepard (lo podéis ver estos días en Madrid, no os lo perdáis), tan bestias como Opus cero de Ben Attia, tan precisos como Una idea inacabada de Taller Placer, tan divertidas como Debut de Rosa Romero (próximamente en Festival Sur). Obras tan potentes como las dos últimas del colectivo Ensalle Sobre [14 propuestas temáticas por si tú también te aburres] , que podéis ver en Valencia en breve y deberíais ir, y Baleiro que programa gira y podéis reclamarla a vuestro programador local de confianza. También se pudo ver y oír un concierto de pura música clásica ,el Quinteto de cuerdas en Do mayor de Franz Schubert, para abrir el rango desde la performance al romanticismo alemán del XIX. 

Porque 19 han sido las propuestas para, parodiando el subtítulo de Sobre, no aburrirse lo más mínimo. Y para sentirse, también, un poco orgulloso y presumir del lugar donde me gusta vivir. 

Antoine Forgeron

Fotografía de Miguel Barreto

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *