Lo vulgar

Imágenes: Joel Beltran

Me encuentro en la sala de ensayo de un teatro público-privado de la ciudad condal, estoy sentada en una silla, mis pies descansan sobre un linóleum color verde pardo y me rodean cuatro paredes decapadas de color beis. La verdad es que no sé muy bien que hago aquí. Un colectivo joven de artistas multidisciplinares me ha convocado para charlar de las pesquisas de la creación escénica delante de una audiencia. Junto a mí, sentadas en otras sillas, hay otras cinco artistas escénicas o, como a mí me gusta llamarnos, otras cinco trabajadoras de las artes escénicas. El colectivo organizador nos lanza preguntas a una y a otra sobre cómo configuramos nuestras metodologías de trabajo y demás historias y nosotras contestamos. Hoy, aunque es impropio de mí, decido hablar aplicando un tono balsámico, es decir, decido hablar depurando, bloqueando y drenando cualquier tipo de conflicto. Estoy cansada, es tarde, vengo de otro curro y la cosa me parece el típico circo de artistas-futuros-gestores-culturales, así que como no tengo ganas de ser la toca ovarios de turno no digo lo que realmente pienso, en lugar de eso, respondo una pregunta tras otra haciendo uso de metáforas, florituras retóricas, lugares comunes y analogías cutres mientras evito trazar algún tipo de sentido, pues si hablara desde la voluntad de apelar a un sentido, me tendría que comprometer realmente con lo que digo, y la verdad es que no nos están pagando ni un euro por esta chapa.

Cuando la movida en cuestión está por acabar, entre el público oyente se alzan algunos brazos. Es entonces cuando un tío con gafas que parece madrileño y al que llamaremos como tal desde ahora, pronuncia unas palabras que tienen el demoledor efecto de un rompe-conjuros.

<<Pero… ¿qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica?>>. No lo puedo evitar y se me rompe la pose típicamente aristocrática-barcelonesa, una forma de estar aparentemente desinteresada por la parte del rostro pero rígidamente cerrada por la parte del ano. Noto cómo se me despierta la lengua, cómo se me libera la estrechez del culo, doblo la espalda hacia delante y abro mis piernotas primero para apoyar la mano cual camionera despechada y después para soltar un <<a tomar por saco>> que cause buen efecto. El caso es que me cabreo o actúo un poco el cabreo (con una actriz nunca se sabe) y matizo <<estoy cansada, ¿qué quieres que hagamos? pues romantizar, hombre, romantizar>>, eso le digo al madrileño en cuestión. No sueno muy elegante, más bien sueno como una persona vulgar que es exactamente lo que soy. Roto el sortilegio, decido irme tranquilamente a mi casa cuando todo termina. Echando a caminar, al rato… siento un pensamiento levemente punzante… <<Sería una traidora de clase muy al uso si no fuera primero de todo una cínica de pacotilla>>. Las gallinas que salen por las que entran, me digo. Noto ahora un pequeño bulto en el esternón, <<será la culpa>>, me digo. No debería haberme enfadado, me digo, <<el madrileño tenía razón>>.

De hecho, la única pregunta importante de la charla sólo puede ser esa <<Pero…¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica?>>. Una nunca espera encontrarse a un materialista en una sala de ensayo. La conciencia es un ente difícil de burlar, si la intentas esquivar suele reaparecer con la fuerza titánica de la vergüenza.

Ahora, en casa, recuerdo y escribo. Escribo en mi ordenador ASSUS VivoBook que tiene ya más de 8 años. Uso un programa Open Office libre. También uso la escritura como redención. En tanto que soy una cristiana-mierdo-marxista, me es tan necesaria la redención en una historia como un buen conflicto dialéctico. Hablando de mezclas mesiánicas, se me aparece la cita de Benjamin en la cabeza como si se tratara de un papelito en una galleta de la suerte:


<<Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de peligro>>


El recuerdo de esa charla organizada por un colectivo de jóvenes artistas multidisciplinares relumbra en el instante de peligro. Articulo ese pasado no como verdaderamente ha sido, más bien trato de adueñarme del recuerdo en el reconocimiento de la escritura. Si lo hago es para hacerle frente a la ideología dominante. Escribo una historia y me posiciono drásticamente en ella. ¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica? Debo adueñarme del recuerdo. Es ridículo darle credibilidad al término creación, esa palabra totémica en la nomenclatura cultural escénica. Como si la creación fuera razón suficiente de una realización escénica de cualquier tipo. Como si existiera teología alguna en la práctica pagana de las técnicas teatrales, como si nuestro colectivo de des-gremiados tuviera la naturaleza de un taller renacentista de Florencia, su estatus, su brillo, su renombre, su conexión con Dios. Los histriones, las juglaresas, las saltimbanquis no creamos como protodioses protoburgueses en los talleres para la gran maquinaria artística de la modernidad. Este atajo de perdidos, de plebeyos, de cortesanas arruinadas y de gente fea y bajita, sabemos más de carretas y de caminos y de plazas y de corrales y, en definitiva, de actuar en el marco de una puerta, que de techos moteados con estrellas doradas y perspectivas centrales de Vicenza. Y a eso voy. ¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica? Pues para la mayoría hay garajes, plazas, fiestas de aniversario, campings repletos de alemanes, barras de bar, clases de teatro para niños pijos, callejoncitos, patios, comedores de pisos de estudiantes, centros cívicos, salas privadas al 70/30 y, ya cuando el relato meritocrático te lo permite, un par de teatros públicos y luego a la ruina. Pues bien. Me adueño del recuerdo, articulo una historia en la que hay horas y horas de trabajo jamás remunerado, una gran cantidad de energía y de imaginación movilizada para sortear la falta absoluta de capital y de posibles, una gran capacidad para arrodillarse y perder todo tipo de soberbia a la hora de acceder a los espacios que nos permitan ensayar, una paciencia remarcable para aguantar la infantilización institucional, una entereza muy particular para aguantar la violencia burocrática y para poner buena cara al gremio más imbécil de todos, el gremio de los programadores, esa gente con gusto de borrego festivalero que viaja gratis por el país viendo teatro que nunca programará. ¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica? Hay lo que es: lo hay todo.

Las condiciones materiales moldean mi práctica, como moldean la práctica de todo cristo, mi corazón, mi forma de amar, de odiar y de encuerpar lo escénico también lo moldean las condiciones materiales. Estas me obligan a ser gloriosa cuando sobrevivo, pero también me obligan a recelar, a recelar como una perra y a pulir mi trabajo vinculándolo inevitablemente a la realidad y al sentido de lo que hay, de lo que se toca, de lo que se siente, de lo que vemos, de lo que vendemos y compramos, de lo que no podemos tirar, de lo que nos cuesta, de lo que nos duele, de lo que debemos guardar, de lo que vamos a tener que dejar de pensar, de las pocas horas que tenemos, de lo que vamos a dejar de desear, porque no se puede, para pensar en otra cosa, desear otra cosa, que sí se pueda, y conformarse con hacer uso de una abstracción hecha chiste, de un cuento hecho escenario, de una peluca de mala calidad hecha joyería, de una broma para justificar la presencia. Conformarse. Joderse. Aguantarse. Me debo a las condiciones materiales, sus posibilidades son mi estética y esa es la propuesta de mi metodología, desde ella construyo una tribuna de papel maché en la que enaltecerme unas horas y hacer la contrapartida a las patronas. ¿Qué hay de las condiciones materiales en la creación escénica? Pues que unos tienen el capital y a otros se les extrae la fuerza de trabajo, y lo que parece un intercambio entre espacios y »artistas» siempre, siempre es un enriquecimiento por parte de los equipos, del particular, de la empresa, y una precarización por parte de las trabajadoras que nos sometemos a las leyes del entusiasmo, a la romántica pasión vocacional por el teatro.

Con el colectivo del que formo parte seguimos sin podernos sostener económicamente (bueno, eso es obvio), parece ser que, por muchísimos motivos complicadísimos de comprender, no merecemos el buen trato de los teatros públicos, los teatros de los contribuyentes, los únicos teatros que pagan al juglar con la dignidad de un sueldo de ciudadano. Y por ello, por no gozar del gusto general de los teatros públicos, nuestras condiciones materiales nos llevan nuevamente a las carretas y a los caminitos y a los garajes y a los espacios ambiguos de lo privado. Experimentando, por ello, contradictoriamente, una elitización que no deseamos, un ostracismo que nunca quisimos.

Solo veo una posibilidad real que dé sentido a esta soberana explotación. Expropiar los medios de producción a la vieja usanza. Esa es la redención de la historia que inauguro para mi historia en el instante de peligro. Ocupar las salas de ensayo de los teatros mixtos público-privados. ¿Las salas privadas? Colectivizarlas. Como las públicas. Colectivizarlas. Colectivizar todos los medios, devolver el valor a los usos, dejar de producir plusvalía, pues los teatros son de quien los llena o de quien los mantiene vivos. Sería fantástico, de verdad, sería un acto de una gran belleza. Pero será que estamos demasiado ocupados en lamentarnos… será eso.

Acabo de escribir y me río por debajo de la nariz. ¿Seríamos capaces de recuperar lo que es de todas? Es eso o seguir romantizando, mistificando, poniendo cara desinteresada y ano estrecho, y yo… estoy ya tan cansada de todo eso… cada día me cuesta más olvidarme de lo vulgar que soy, cada día me cuesta más olvidarme de lo vulgar…

Núria Corominas

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Entrevista a Nazario Díaz

©Javier Pino, TenerifeLAV

Nazario Díaz estrena amanecer alto cielo en Azkuna Zentroa junto con Ibon Salvador y Julián Pacomio en la cocreación y en escena, el acompañamiento dramatúrgico de Carolina Campos, el diseño de iluminación de Leticia Skrycky y el sonido de Ce Pams. Linarense afincado en Bilbao, tras los solos Oro (2015) y Háblame cuerpo (2017), Nazario Díaz estrena su primera obra de grupo aunque posee un larga y rica trayectoria en colectivo con la compañía Vértebro, participando en contextos de aprendizaje e intercambio como PICA o PACAP, junto con Isaak Erdoiza en el colectivo Metal Performers, y trabajando como intérprete para la Societat Doctor Alonso entre otros artistas escénicos y visuales. Tras un tiempo hondo de residencias e investigación, habiendo tomado diversas formas y nombres en el proceso, amanecer alto cielo comienza una nueva andadura que esperamos pueda llevar este trabajo por distintas geografías escénicas. 

Después de un largo proceso de investigación, muchas residencias y diversas tentativas de formalización, ¿cómo te sientes al estrenar amancer alto cielo

Hay cierto desasosiego al terminar una pieza, una responsabilidad extraña. La sensación de que, más allá de la propia investigación, todo lo trabajado tiene que producir un efecto. Y pensaba que para ciertas prácticas, en especial para las artes vivas, en las que te la juegas a una carta, cristalizar un objeto escénico tiene algo de injusto. Los procesos largos dejan un sedimento, una sabiduría que se va colando entre las distintas materializaciones que ocurren a lo largo del tiempo. En las fases finales de una creación las temporalidades son otras, el material sensible se ve, a menudo, amenazado, y es necesario aprender a vislumbrar con claridad mental y un buen equipo de personas lo que se queda y lo que no.

Últimamente me pregunto por el grado de dificultad o sufrimiento en el trabajo. Disfruto mucho del proceso cuando voy con calma, encontrándome con gente, buscando los contextos más adecuados para que lo que deseo aflore de manera natural. Decía que cristalizar una pieza tiene algo de injusto, pero también de azaroso. No conozco una receta que sepa de antemano que va a funcionar. Soy anti-metodológico. Me siento un explorador que va a tientas, buscando, preguntado, atando lazos. No me identifico con una forma de trabajar que parta de certezas y estructure todo en torno a ellas. Voy en círculos. Y en este sentido, amanecer alto cielo, mi primera creación de grupo, significa todo un aprendizaje en el manejo de los tiempos, de la energía, del cuidado hacia lo que los demás ofrecen y cómo sostienes la vida de esos vínculos, ya que este oficio no deja de ser un trabajo de la relación, del relacionarse.

Maneras de trabajar como la tuya forjan, en la relación de los saberes producidos en todos sus períodos, toda una investigación a través del arte o la creación. Considerándote por tanto un investigador en tu materia, quería preguntarte por las nociones de borrado, desgaste y desaparición que acompañan iterativamente tu trabajo desde hace años. 

En cuanto al desgaste o la desaparición de un cuerpo, un cuerpo entendido como una entidad física, espiritual y social, esa noción me acompaña desde que empecé a trabajar sobre Pepe Espaliú, al entenderme a mí mismo a través de esa figura, esa vida, esa obra. Ese marco de trabajo que llamé Looking for Pepe empezó con una pequeña muestra en La Poderosa y una de sus manifestaciones acabó siendo Háblame cuerpo

Piezas anteriores como Oro (2015) están en un lugar muy transitorio de mi trabajo. Háblame cuerpo supuso la emancipación de ciertas estructuras de poder y relaciones jerárquicas que heredé cuando empecé a dedicarme a esto. La investigación en torno a Espaliú me permitió apropiarme de mi propio hacer y empezar a construir una identidad como artista. Madurar, de alguna manera, en este “negocio”. Es cómodo que te digan lo que tienes que hacer, pero saberlo, o imaginarlo, traducirlo, transmitirlo, que han sido cuestiones fundamentales en este último proceso, eso es más complicado.

En Háblame cuerpo el foco estaba precisamente en el cuerpo, sobre el cual operaba para hacerlo desaparecer a través de diversas estrategias. Cuando empiezo a pensar en amanecer alto cielo, que en un primer momento se llamaba Otro borrado a través de insistencia, quería seguir trabajando con esa materia, seguir vinculado a unas estéticas que tienen que ver con la muerte o con la desaparición, con unas energías que son menos afirmativas. En ese intentar apropiarme de mi práctica, de mi identidad creativa, continué con el intento de hacer desaparecer otros objetos y lugares, como un trozo de madera, una librería o a otras personas.

Al final no deja de ser un trabajo energético, como cualquier clase de performatividad que se coloca delante, para ser mirada. O esa es mi visión ética sobre este trabajo. Por ejemplo, si tengo que presentar en un museo, ¿cómo me relaciono con una escultura? ¿Cómo me relaciono con una escultura de Richard Serra? ¿Cómo me relaciono con los objetos que no me dejan tocar? ¿Cuál es mi compromiso en el momento presente de la representación? He ido haciendo muchas y diversas tentativas, como la desaparición de la librería Anti, en Bilbao, y otros gestos dentro del contexto de PICA, en Azala. A partir de un momento, hubo en mi vida varios contextos y vínculos que se fueron deshaciendo. Pero no desaparecían, al contrario. Esas memorias se afirmaban. Durante todo este tiempo me he preguntado por la partícula más pequeña, la que se encuentra al límite de la desaparición. La condición atómica. Esa deriva casi filosófica se ha consolidado sobre todo en Háblame cuerpo. He tenido la suerte de poder presentar esta pieza regularmente entre 2017 y 2024, es decir, la oportunidad de testear muchos parámetros y adquirir muchos aprendizajes.

© Ana Martín, Eszenabide

Durante un par de años formas parte de PICA (Programa de Imaginación Colectiva en procesos de creación Artística), impulsado por Idoia Zabaleta y Azala. ¿Cómo funcionaba PICA y cómo influyó este contexto de intercambio en tu proceso de trabajo? 

PICA reunió un grupo temporal e interdisciplinar de artistas, conformado por personas muy potentes. Fue un regalo excepcional de Idoia Zabaleta y sus colaboradoras de aquel proyecto, de aquel entonces. El cometido era estar en Azala durante dos años compartiendo nuestras prácticas y haciendo algunas investigaciones juntas. Una parte importante del trabajo era proponer gestos. Gestos como entramados de imagen, acción, texto, materia… Al igual que la CTR, estudiábamos el gesto performativo para operar en él y hacerlo durar. Entonces es 2018 y hago un gesto que llamé La niebla durante un rato calmará todas tus penas, a raíz de un ejercicio de escritura que propuso Isabel de Naverán bajo el nombre de La descripción ardiente. Después de cada gesto había una sesión de escritura que trataba de capturar lo que ardía en aquella imagen y una devolución textual colectiva, muy potente. 

Las referencias para amanecer alto cielo son Black (2011) de Mette Edvardsen y While We Were Holding It Together (2006) Ivana Müller, pero en nuestras conversaciones los últimos años también hablamos por ejemplo de Box with the sound of its own making (1961) de Robert Morris. ¿Qué te interesa de estas obras? 

Robert Morris aparece en aquellas sesiones de PICA. Supe de su muerte ese noviembre en Lasierra, y decidí trabajar con Box with the sound of its own making. De esa obra me interesa la pureza, la simplicidad y concreción de la idea. Mis intentos siempre van hacia ahí. La búsqueda de un afecto inicial contundente y fácil de entender.

Tanto Black de Mette Edvardsen como While We Were Holding It Together de Ivana Müller creo que marcaron una época para la coreografía contemporánea. En Black, Mette Edvaesen hace aparecer, a través de la palabra, en un espacio vacío, cosas que están ahí pero que no están visibles. Usando una gestualidad muy simple y repitiendo ocho veces cada palabra genera todo un universo y apela al poder de la imaginación de quien observa. 

Conocí While… de Ivana Müller en el ciclo Hacer historia(s), a través de un trabajo de Quim Bigas sobre el archivo de La Poderosa que habitaba ese momento el antiguo espacio de La Porta en la calle Sant Germá. Lo que me interesó de esa pieza era también el gesto. Cinco personas que sostienen una imagen hiperestática, y la actualización del imaginario del espectador a través de la textualidad. Tiene mucho que ver con la pieza de Mette, aunque con otra estética y otros parámetros. Me interesaba el efecto de la palabra, qué movimiento mental genera una textualidad en la persona que está observando.

¿Qué supone tu paso por el PACAP (Programa Avançado de Criação en Artes Performativas) en Forum Dança para la investigación? 

En la post-pandemia viajé a Lisboa para estudiar coreografía y Composición en Tiempo Real (CTR) con João Fiadeiro, Carolina Campos, Marcia Lança y Daniel Pizamiglio, dentro del PACAP. Allí, mi relación con la idea de desaparición entró en crisis, y me di cuenta que había estado trabajando desde una perspectiva excesivamente poética, casi naíf. Un cuerpo nunca desaparece. Insistir en un cuerpo que desaparece invoca otras cosas y afirma, en realidad, otros presencias. Empecé a entender la desaparición como un fracaso, un fracaso poético. A propósito de esto, unos meses antes, escribí el texto Follar con una roca o hacia una proxemia espiritual

Durante nueves meses en Lisboa, mi práctica y mis intereses estuvieron atravesados por los aprendizajes de otras treinta personas. El programa proponía presentar al final un trabajo individual en el Teatro de Bairro Alto. Tuve dos impulsos. Por un lado, quería invitar a colaborar a Ibon Salvador y a Julián Pacomio. Por el otro, pude conocer a Mette en unas sesiones de trabajo en Forum Dança, donde compartió algunos de sus intereses sobre la idea de publicación, texto e imaginación. Ese año en PACAP se generó un contexto muy alegre, con una presencia principalmente brasileña. Pasábamos mucho tiempo juntas y, entre otras cosas, jugábamos en las casas. Nos divertíamos con juegos de palabras, esos en los que tenías que adivinar palabras por equipos a través de diferentes estrategias, o encontrar la palabra intermedia entre otras dos, hasta decir la misma. Fui observando y reconociendo por qué esas performatividades me interesaban. Cómo la cuestión telepática afectaba a los cuerpos y qué significaba la gestión de esa expectativa. En medio de todo eso es cuando decido trabajar con la textualidad, con el texto como materia con y sobre la que operar, y la idea de un texto que borra o que se borra a sí mismo.

©Ángela Losa, Dantzagunea

En relación a la textualidad o el texto como materia de trabajo y eje central de amanecer alto cielo, ¿cómo se borra un texto a sí mismo desde la práctica performativa?

Al final estas preguntas han ido dejando de tener una posición tan central en amanecer alto cielo porque, además de irresolubles, no ayudaban al flujo de la creación, aunque hayan servido de motor en momentos iniciales. Después de todas las vueltas que hemos dado, se podría decir que el tratamiento del texto es muy simple, como por ejemplo dos líneas de texto que colisionan, generando paisajes diversos. Aunque no sea central o se haya desplazado, el borrado sí que opera, de forma que construimos mundos que se solapan y se destruyen a la vez. 

Creo que en este campo no es importante el qué sino el cómo. La materialidad de la palabra atiende más al cómo. Y para este trabajo ha sido clave encontrar el gesto performativo de la palabra. Encontrar la performatividad que opera por ejemplo en el decir, pero también en la voz mediada, la relación con la tecnología o el sonido. 

Para amanecer alto cielo parece que aflora de forma más explícita que en trabajos anteriores el interés por la visión, por las cualidades de la visión. Para este campo quizás sea importante mencionar a Olga Mesa, quien ante conceptos más amplios como el de imagen, prefiere hablar de visión en cuanto que refiere a una acción, al acto de la visión. ¿Cómo habéis trabajo la visión en la obra? ¿Qué visiones encontraremos en amanecer alto cielo?

Es guay que menciones a Olga porque vino a un ensayo el otro día y fue muy valiosa la devolución. Junto a la pregunta de la materialidad del texto apareció el tema de las cualidades de la visión. Y aquí me parece importante remarcar que esta investigación se ha hecho en diálogo con Ibon Salvador y Julián Pacomio por supuesto, y además con el acompañamiento de personas del PACAP como João Fiadeiro, Márcia Lança, Daniel Pizzamiglio o Carolina Campos, que me acompaña en la dramaturgia de la pieza, o Leticia Skrycky en la luz o Ce Pams en el sonido. Con esto quiero decir que este proceso está repleto de respuestas colectivas o es fruto de un pensamiento colectivo, por ello mencionaba antes lo complejo de su cristalización. 

¿Cuál ha sido la influencia de Lisa Nelson para vuestro trabajo sobre las cualidades de la visión? 

Conocí el trabajo de Lisa Nelson viviendo ya en País Vasco. Resumir su trabajo es imposible, pero el estado de atención que generan sus prácticas psicofísicas con ojos abiertos o cerrados, en movimiento o en quietud, me fascinan, así como la atención delicada que dedica a las personas que ponen el cuerpo. En Lisboa conocí a Mathieu Bouvier, discípulo de Lisa, con quien buscábamos sensaciones o texturas para luego transportarlas con nuestras manos por el espacio. Esta práctica incidía en la mezcla de una nueva sensación con la anterior y en cómo mantener esa vibración el mayor tiempo posible. Y aquí retomo mi interés por cómo afectan las cualidades de la visión en nuestros cuerpos y en los cuerpos de quienes nos miran.

Para amanecer alto cielo hemos experimentado muchas prácticas en torno a la visión, la tensión ocular, la presencia de la mirada, ojos abiertos y cerrados, el parpadeo, la mirada muerta, la muerte en el cine… En el estudio hubo muchas sesiones en las que repasamos desde prácticas de algunas disciplinas orientales hasta ejercicios rescatados del Odin Teatret. En la primera presentación en Lisboa, de los 50 minutos de performance, 40 permanecíamos con los ojos cerrados, y daban lugar después a un parpadeo que derivaba en ojos en blanco, como vemos a Ibon en la imagen icónica del cartel. En esta nueva evolución del trabajo hemos intentado buscar corporalidades menos técnicas o sofisticadas, y una mirada blanca, más relajada. Amanecer alto cielo propone a tres seres de mirada extraña que enuncian palabras. Tres seres sin mirada que apelan a una noción expandida de lugar. Ahí encontramos la materialidad de este trabajo, con la que hemos construido la obra que se estrena ahora en Azkuna Zentroa. 

El vacío y el vaciado también son conceptos y prácticas centrales de tu investigación por su potencia para la imaginación del público. ¿Qué relación espacial propone amanecer alto cielo

La formulación fue propuesta por Leticia Skrycky, quien ya hizo la iluminación en Lisboa y la vuelve a hacer ahora. Cuando compartimos el material en Lisboa, Leticia dijo que la pieza le sugería una infinidad de texturas escenográficas en un espacio vacío, y eso nos guió bastante en la primera versión del trabajo. Ahora seguimos profundizando en la misma línea, pero quizás ya no de forma tan radical, porque han aparecido otros elementos relacionados con el bienestar, la fantasmagoría o estados de ensoñación. Amanecer alto cielo ha sido un proceso de vaciado, en el que diversos elementos que estuvieron en escena han ido desapareciendo paulatinamente, dejando cada vez más espacio a imaginar. 

¿Quién trabaja sobre desaparición hace desaparecer o acaba desapareciendo? 

En parte sí, pero es difícil de explicar. 

©Lucas Damiani, Teatro Bairro Alto

Dos de los pilares de amanecer alto cielo son Ibon Salvador y Julián Pacomio, cocreadorxs de la obra y performers de un trabajo que se sustenta en vuestras vinculaciones o triangulaciones. ¿Por que decides trabajar con ellxs? ¿Cómo ha sido el proceso de cocreación?

Mi relación con ellxs es en primer lugar afectiva, son amigxs. Pero la decisión de invitar a Ibon y Julián se debe a mi admiración por la conexión que establecen con la textualidad en sus trabajos, aunque luego algunos elementos se hayan desplazado hacia otras esferas. Es lo que tienen los procesos largos. Con el tiempo han aparecido otros objetivos más allá de la textualidad. Pero vuelvo a nuestra amistad, y me parece importante decir que como nunca se sabe si existirá una próxima, era importante hacer esto con lxs dos.

Amanecer alto cielo está muy sustentada en nosotrxs, en nosotrxs en relación, en nuestro vínculo. Aunque haya tenido que tomar decisiones, digamos, autorales, este trabajo no existiría si no hubiera sido con ellxs. Por su riqueza en cuanto a la textualidad, las referencias, las metodologías de creación, su gestualidad performativa, y otras cuestiones como compartir códigos y aprendizajes como la CTR o las prácticas con Lisa Nelson. Más allá de que esto se convirtiera en una obra, sabía que con ellos había que permanecer un rato largo.

¿Cuál es la propuesta coreográfica de amanecer alto cielo? ¿Cómo se mueven y relacionan esos tres extraños seres con los ojos en blanco?

Mis anteriores obras eran solos en los que negociaba conmigo mismo, pero ni siquiera en Háblame cuerpo, con todo su recorrido, hay una coreografía demasiado fija, mi manera de trabajar es más caótica, y para esta obra tenía que negociar con más personas y armar una estrategia para entender quienes son esos seres, qué hacen, por qué se relacionan así. Aparece la idea de una arquitectura hauntológica, son presencias que habitan el espacio, tocando y desplazando sensaciones. En algún otro momento la obra ha estado repleta de objetos, pero ahora de ellos solo quedan los fantasmas.

El dispositivo coreográfico, formado por cuerpos que se tumban y se levantan, surge hacia el final del proceso de esta última versión, y nos ha servido para introducir materiales anteriores de forma más libre y desjerarquizada. Desde ahí empezamos a habitar esa nueva fisicalidad y temporalidad de los cuerpos. Así se ha creado un espacio fantasmagórico, con tintes cinematográficos, o expresionistas en ocasiones. Un espacio vacío con la voz en primer plano donde tres seres con ojos en blanco, sin mirada, habitan un balneario extraño, y se desplazan en otro tiempo y espacio.

¿En momento profesional te encuentras antes del estreno? ¿Qué te apetece hacer después?

Me apetece mucho colaborar más, hacer más cosas con gente. En este proceso, que coincide con un cambio vital bastante fuerte, me ha sorprendido una gran soledad, y esto es absurdo, porque estaba rodeado de personas hermosas y el mejor equipo que podría imaginar. Ahora me gustaría vivir una época más colaborativa y en relación con otras disciplinas. Por ejemplo, tuve una beca de aquí del gobierno vasco para invitar a otras artistas a repensar las preguntas de esta investigación desde otros lugares, como la joyería o la moda. Tengo el deseo de adentrarme en otros territorios que no sean solo el escénico, ponerme a crear cosas con las manos, hacer música, pensar en cine. Encuentro mucho placer en lo que no conozco.

¿Qué recorrido deseas para amanecer alto cielo

Tengo muchas ganas de presentar esta pieza en Bilbao y compartirla con la gente, con lxs amigxs, con el contexto artístico vasco que admiro. Ha sido un camino muy largo. Han aparecido materiales muy bellos y muy específicos de las personas que la estamos articulando, y por eso quiero dar las gracias a Juli, Ibon, Caro, Chichi, Pama, Silvia y a todas las personas que han estado ahí desde el principio, desde aquel gesto de la niebla hasta hoy. Y más allá de las complejidades del contexto y la profesión, deseo seguir generando espacios de resistencia para el encuentro, y que amanecer alto cielo tenga un recorrido hermoso, como lo tuvo Háblame cuerpo. Me encuentro en un cierre de ciclo y en la apertura de otro, con toda la dificultad que eso conlleva. Así que ahora mismo lo que quiero es que disfrutemos lo que nos queda con alegría.

Fernando Gandasegui

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Ese relato-no-relato-algo-lineal-pero-tampoco

Idoia Zabaleta en «Pupa, pupita, pupila. Un masaje de la visión». Foto: Rubén Vilanova

Salgo del Teatro Pradillo algo después del mediodía. Salgo emocionada, conmovida, necesitaba algo así. Va a ser muy difícil ponerle palabras a esto.

Abro el Whatsapp, son las 13:18, escribo a DaCutie: It has been soooooo nice. Like a storytelling massage dreamy adventure caretaking relaxing trip. Cambio de chat, le hago un audio a Blanca en el que entre otras cosas le digo: “Pupa, pupita, pupila. Un masaje de la visión” de Idoia Zabaleta tiene todo que ver contigo […] está el blink blink y está el exceso y está la poesía y está el cuidado y está el humor y está el acompañar.

No es habitual ir a un teatro a esas horas, tampoco lo es ir a recibir un masaje de la visión. He llegado a las doce menos cinco pensando que estaría sola, que en el teatro estaríamos únicamente Idoia y yo, pero me encuentro con una chica en el hall. Poco después salen las
performers/masajistas a buscarnos, Leticia Morales e Idoia Zabaleta, y nos invitan a pasar a la sala. Van vestidas de negro, con un lado del pelo, que ambas tienen casi blanco, recogido. En ese mismo lado, un pendiente dorado y espectacular. Una vez dentro nos quitamos los zapatos, las gafas y todo aquello que nos pueda resultar incómodo a la hora de tumbarnos. Al fondo a la izquierda hay un rincón iluminado con dos sets de masaje iguales. En cada set hay una camilla cubierta con una tela estampada, una silla negra colocada a la cabeza de la camilla que desde lejos pasa desapercibida y una mesita mucho más baja cubierta también con una tela. Sobre la mesita, varias cosas coloridas que desde donde estoy no puedo ver y una lámpara que parece una bola de luz. Es agradable, tengo la sensación de que quiero observar en detalle todo lo que hay, pero me he quitado las gafas y no veo. Me las vuelvo a poner un segundo y tampoco es suficiente, no alcanzo a distinguir todos los objetos en la distancia. Por ahora, esto es para mí una escena bonita al fondo
del escenario.

Caminamos hacia el rincón y nos piden que nos tumbemos sobre las camillas invitándonos a cerrar los ojos. “Pupa, pupita, pupila” es un masaje y es una obra de teatro, que por ello no deja de ser masaje, ni obra de teatro. “Pupa, pupita, pupila” sucede en nuestros párpados, esto es lo que nos dicen. Nos invitan a que entreguemos los párpados para que estos sean el escenario, el telón, la pantalla. Se genera en mí la expectativa de las imágenes, me pregunto cómo serán los relatos que harán que la pieza suceda. Todo comienza con las olas del Pacífico y una voz, ojos, ojos, ojos, ojos, ojos, ojos…

Cuando me tumbaba he visto las sillas y sé que esto es un masaje, así que no consigo despegarme de la expectativa del tacto, deseo el tacto. Por un momento pienso que quizás el masaje sea a través de los sonidos y la palabra. Poco después, sin poder preverlo, unos dedos se deslizan repetidamente entre mis ojos y sus cuencas. Entonces empiezan a sucederse las escenas y acontecimientos. Cuando, tras las dos primeras escenas, el color de mis párpados cambia, me digo a mí misma que no lo puedo olvidar, que esto es un pequeño goce que tiene que estar en el relato de lo que estoy viviendo. Al principio veía un color negro de luz amarilla y brillante, después era algo mate, más denso y anaranjado. La verdad es que aún no sabía de los viajes que me esperaban y de todo lo que iba a disfrutar y querer recordar.

Tengo una idea, pero quizás no exacta, de cuántas escenas componen la pieza porque intento durante un rato ir almacenando los títulos de cada una, pero después abandono la tarea. Me debato todo el tiempo entre dejarme llevar, intentar capturar para su recuerdo el mayor número de sensaciones y pensamientos posibles, visualizar las imágenes que sus cuerpos componen en la coreografía hacia los nuestros y degustar los múltiples mundos, conocidos y no, que se despliegan ante mí.

En “Pupa, pupita, pupila” se diluyen para mí los límites entre masaje, obra de teatro, novela, poesía, aventuras, cuentacuentos, viaje, alucinación, sueño, tacto, olfato, visión, imaginación, calma, excitación, ilusión, profundo pesar, juego de palabras… y todo estando tumbada e inmóvil bajo un par de mantas.

Consigo enunciar tres pensamientos concretos: el recuerdo de las horas de recreo en el instituto cuando entre amigas nos hacíamos cosquillas en la cara (¿cuándo dejamos de hacerlo?), las vidas de algunos grandes pensadores y escritores que siendo niños enfermizos viajaban a otros mundos a través de novelas, y las ganas de volver a leer “La isla del tesoro”. Una vez transitado el viaje y habiendo llegado a puerto, estas ideas parecen referencias obvias de la pieza. Los momentos que han confirmado las intuiciones e imágenes que se iban generando en mí no me han hecho perder el interés, sino sentirme conectada con ese relato-no-relato-algo-lineal-pero-tampoco que de una manera sencilla, fina y guasona me ha trasportado a lugares que no sé dónde están y a los que algún día me gustaría volver.

En cuanto a las sensaciones, resulta difícil ponerlas por escrito, pero recuerdo una leve sonrisa constante, una fascinación por las maneras bellas en las que se puede deformar el entorno con un puñado de objetos, algunos olores, admiración por las palabras y una lágrima.

Ángela Millano

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Las invocaciones de Xcèntric

Invocación. El cine de Kenneth Anger
Sesión Xcèntric del domingo 24 de marzo de 2024 en el auditorio del CCCB

No sé muy bien (ni me he esforzado mucho en saberlo) de qué trata Inauguration of the Pleasure Dome, ni de qué trata Scorpio Rising, ni siquiera de qué trata una película tan aparentemente sencilla como Fireworks (de toda la filmografía de Kenneth Anger, la película favorita de Jonas Mekas). Cuando veo una película de Kenneth Anger (uno de los cineastas más importantes de los años sesenta, según Mekas), el de qué trata que me transmite su trabajo lo encuentro en la forma, el movimiento, el color, las dimensiones, el ritmo (y en lo que produce en mí, cómo me toca, qué parte de mí toca, hasta dónde llega), y nada de eso se puede describir ni explicar. Si una película funciona sólo en niveles literarios, o sólo en niveles de significado, de ideas, y no funciona en ninguno de los demás que acabo de mencionar, entonces la película no me interesa. No es que condene los significados o las ideas, lo que quiero decir es que, aunque estas películas de Kenneth Anger son ricas en significados de ideas y símbolos (que no acabo de entender), siguen siendo más ricas en significados estéticos, que es lo que realmente importa en el arte. Eso es lo que pasa con Invocation of My Demon Brother y con Lucifer Rising y con el resto de películas que vimos el pasado domingo en un auditorio del CCCB lleno a rebosar, unas películas que no perderán nunca por más veces que se vean, unas películas que seguirán generando una energía misteriosa como solo lo hacen las grandes obras de arte. Kenneth Anger fue un verdadero (e intrépido) explorador cósmico. Y, como decía John Cage, el sentido de la aventura es algo crucial para la creación.

El párrafo anterior es un robo (que Lucifer me perdone), casi una copia literal (con algunas modificaciones y añadidos de cosecha propia) de un texto escrito por Jonas Mekas que aparecía en el programa de mano de la sesión de Xcèntric en la que se proyectaron todas esas películas mencionadas en ese párrafo. Pero es que no lo hubiese podido decir mejor, así que he decidido invocar una vez más a san Jonas Mekas aprovechando que la sesión iba de invocaciones. ¿Por qué de invocaciones? La sesión se presentaba como una invocación doble porque invocaba a Kenneth Anger, fallecido el año pasado, pero también la primera sesión de la historia de Xcèntric en 2001, en la que se proyectó exactamente el mismo programa y con las mismas copias, unas copias en 16 mm., procedentes de Cinédoc Paris Films Coop, que probablemente será la última vez que se vean porque ya no se van a hacer más copias de estas películas (las copias, con numerosos empalmes, aguantaron admirablemente bien, todo hay que decirlo).

Es curioso eso que dice Jonas Mekas sobre lo de no funcionar sólo en niveles literarios. Es curioso porque en toda la sesión no escuchamos ni una palabra dicha desde la pantalla. Ni dicha ni escrita. En esas cinco películas ni se oye ni se lee nada más allá del título de la película, el nombre de su autor y el del autor de la música (no hay ni títulos de crédito donde poder contrastar que sí, esa mujer de cincuenta años que aparece de vez en cuando haciendo de diosa fenicia en Inauguration of the Pleasure Dome es Anaïs Nin, o que Marianne Faithfull es la que hace de Lilith en Lucifer Rising). La música de Mick Jagger sí se anuncia y suena en Invocation of My Demon Brother pero curiosamente no es para nada lo que se esperaría de una música compuesta por Mick Jagger: un drone realizado con la ayuda de un sintetizador Moog. En esa película también aparece Bobby Beausoleil haciendo de Lucifer (y Mick Jagger brevemente), que es también el autor de la música de Lucifer Rising, una música que grabó detrás de las rejas mientras cumplía cadena perpetua por un asesinato relacionado con La Familia Mason (los acólitos de Charles Mason), que él siempre negó.

Sí, lo de Lucifer y el mal, así como el sexo (en especial el sexo homosexual, aún prohibido en los Estados Unidos de los años sesenta), está muy presente en la filmografía de Anger. Pero es que Lucifer (el portador de luz), el ángel caído, era el favorito de Dios, bello y rebelde al mismo tiempo. Y así lo quiere ver Anger en Lucifer Rising, yéndose a filmar esas imágenes más allá de la psicodelia a lugares sagrados para los adoradores del sol en Egipto, Alemania, Islandia, India y Gran Bretaña. Según Anger, la fotografía no es más que un intento descarado de robar el alma y por tanto las películas son malvadas por naturaleza porque tratan de controlar a las personas a través del robo de su imagen. Así que él casi que se exculpaba a sí mismo confesando que lo que hacía no era más que crear el mal en un medio absolutamente malvado.

Demos gracias a Lucifer entonces por la invención del cine y a Xcèntric por acompañarnos todos estos años sirviendo al mal mientras caminábamos sin darnos cuenta hasta las puertas de la era de Acuario, donde se supone que todo cambiará (y esperemos que no todo a peor). Mientras tanto, a partir del 18 de abril nos esperan nuevas y excitantes sesiones Xcèntric en el CCCB servidas a un precio apto para todos los bolsillos (entre 2,40€ y 4€ por sesión).

Rubén Ramos Nogueira

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Tramposas todas

Dialogar con Platón parecería una estupidez a día de hoy, algo innecesario, tarea de señoros, un ejercicio casposo, superado, en fin, fuera de onda o que ya no puede interpelarnos. Sin embargo, curiosamente, ahí están las pensadoras y las artistas trans, de alguna forma más o menos velada, dialogando con Platón, una y otra vez, dándole la vuelta como un calcetín a las ideas fundacionales de nuestra cultura de la representación y haciéndolo con la sabiduría escénica, que es la sabiduría del sortilegio, de la inversión, de todo lo que parece ser, la sabiduría que siempre dio por perdida la verdad de los cuerpos. Después de ver Symphony of the seas, la pieza que Sara Manubens presentó del 14 al 17 de marzo en el Antic Teatre, no pude dejar de pensar en el texto trampa metafísica de la filósofa McKenzie Wark, y, claro está, no pude dejar de pensar en Platón.

De la misma forma que a Platón le preocupaba la fuerza política de las representaciones escénicas, Symphony of the seas es una de esas piezas que pone de relieve con enorme sensibilidad cuestiones políticas que nos urge atender como comunidad. Sara Manubens propone una teatralidad políticamente subversiva a través de la experimentación artística, es decir, propone una teatralidad que politiza las formas estéticas de nuestro tiempo para visibilizar y defender la legitimidad de formas de vida afuera del poder, y lo hace a través de los usos del cuerpo escénico, de los usos del espacio y de las convenciones escénicas, no discursivamente, no lógicamente, no literalmente, sino somática y teatralmente, puesto que Symphony of the seas es una pieza que nos invita a percibir conjuntamente los espacios de posibilidad en los que un cuerpo existe, a pesar de todo y de todos, un cuerpo que deviene, se desmorona, se recompone, se esconde, deja de ser, aparece y se oculta para volver a aparecer, un cuerpo en transición escénica, un cuerpo que pone en duda las verdades de la representación y de sus leyes, unas leyes que se remontan ni más ni menos que al viejo platonismo.

Sabemos que para Platón (así lo leemos en el libro X de La República) la re-presentación de la cosa o copia de la cosa conlleva una degradación metafísica respecto a la cosa misma. La re-presentación de la cosa siempre es cualitativamente menos que la cosa. La cosa, asimismo, será una realidad menor a la idea de la cosa. En esta suerte de escala de realidades de menos a más, el cuerpo siempre es sospechoso, y el cuerpo travesti, tal como nos dice Manubens en su manifiesto, será el cuerpo menos real, el menos verdadero, la cuerpa más fake, la realidad más tramposa. El cuerpo travesti es la mala copia de una cosa ya, de por sí, sospechosa. El platonismo y posteriormente el neoplatonismo atribuyó a las representaciones una condición fantasmal y asimiló las imágenes a las apariencias, empeñándose siglo tras siglo en buscar la forma pura detrás del caos matérico, insistiendo en dar primacía a lo único entre lo cambiante, afianzando una verdad por encima, siempre por encima, de la condición mentirosa de la representación. 

Qué perverso nombrar cosas más verdaderas y copias más falsas, qué horror produce establecer regímenes éticos a partir del atributo de verdad en los cuerpos. La perversidad llega hasta nuestros días, cuando las ideologías fascistas y terfas siguen atribuyendo la verdad a unos cuerpos y la mentira a otros, como si algunos cuerpos fueran menos reales, meras representaciones, y por ello merecen vivir menos. Me pregunto si, a todo esto, el cuerpo travesti será ese devenir al que todas las cis-género debemos volver, si no será el cuerpo travesti el sujeto privilegiado no solo de la escena mentirosa, sino de la mismísima realidad verdadera, pues si desde el génesis las mujeres-cis hemos sido asignadas como realidad segunda, bajo los atributos de la sospecha y de la mentira, ¿no debemos renegar de nuestra cis-verdad para posicionarnos con nuestras compañeras en el lado de la representación mentirosa? Puesto que nunca fuimos del todo verdaderas, siempre un poco actrices, dramáticas, histéricas y comediantes, ¿no deberíamos aceptar nuestra condición engañosa y aprender de las compañeras que a través de la trampa defienden nuestra vida?

Pero siguiendo con Platón, para el filósofo vemos que lo importante no es que la re-presentación sea una realidad degradada y por ello inadmisible. Lo que le importa a Platón son los efectos negativos que esas realidades sospechosas producen en los jóvenes de la polis y en su educación. A Platón le importa el teatro porque le importa, por encima de todo, la educación de los jóvenes en la ciudad. Airado, Platón se hace cruces del impacto, del pathos generado, del caos emocional, de la confusión que puede producir en los jóvenes  la escenificación de pasiones, haciendo que estos sientan de forma mentirosa todo lo que la ley verdadera recomienda no sentir. Platón quiso expulsar el teatro de la ciudad porque el teatro es la forma privilegiada en la que los cuerpos se transforman sin dañarse. Eso Platón lo sabía. Y también sabía que nada puede hacer la relación socrática del maestro y del aprendiz, nada puede hacer la filosofía, nada puede hacer la línea inequívoca de la verdad en la educación de los jóvenes, nada, absolutamente nada puede hacer el saber del logos contra el saber de los cuerpos en transformación colectiva cuando coexisten en el espacio de la representación.

Recordemos ahora que es el mismo Platón quien funda la idea de mímesis como copia, quien configura la diferencia cualitativa entre la representación y la cosa representada; pues bien, el solo hecho de producir esa diferencia esconde una suerte de estratagema; la diferencia entre la representación y la cosa es ya una dicotomía tramposa per se; Sara Manubens, que es, a mi parecer, una de las artistas escénicas más inteligentes de nuestro panorama, sabe bien de qué estratagema, de qué trampa estamos hablando. Y la juega toda a su favor, la juega metafísicamente, claro está, pero lo que me parece más relevante, la juega políticamente. Igual que Platón sabía que debía poner metafísicamente por debajo la capacidad de los cuerpos para performarse con el objetivo de preservar la justa y verdadera educación en la polis, Manubens sabe que para poner en jaque la ley de la verdad, de la verdad del género, de la verdad biologicista y terfa de los cuerpos, de la verdad de la actriz, de la verdad del teatro, debe desencajar el aparato de verdad como diferencia performativa, pues performativa es también la diferencia entre el cuerpo verdadero y su falsa representación. Por eso Sara Manubens comprende que lo teatral es siempre, antes que nada, un fenómeno travesti, por eso usa la escena como un juego de creencias, como un juego de pretextos, como espacios y tiempos en transformación, asistimos a la sala del Antic y vemos la sala del Antic, pero también el escenario de Symphony, vemos la sala del Antic y jugamos con ella a hacer como si existieran unos camerinos, una escenografía que no está, jugar a hacer como si existiera un adulador, como si existiera un público expectante de una obra que es y no es. O que no llega a ser. Porque bajo el régimen de verdad es imposible llegar a ser. ¿Symphony nos miente? A final de cuentas, un cuerpo que dice ‘’miento’’ bajo el sortilegio de la representación es una lanza contra el régimen de verdad, pues está siendo el más verdadero. Si lo representado es falso y sabe que lo es, ¿representamos falsamente bajo lo verdadero? Veo lo representado gritar, llorar, reír, existir, y lloro y río con lo representado. ¿Por qué es menos o por qué debe ser mentiroso? ¿Acaso se levantó un cuerpo para gritar ‘’yo soy verdad’’? No. Estamos en el Antic y no estamos, vemos y no vemos, vamos de un lado al otro con cada juego que Symphony nos propone, hasta que las exigencias de la escena, las exigencias de ser algo de verdad se vuelven insoportables para la performer, que ya no puede más, que ya no puede hacer más. Y es entonces cuando aparecen en escena unas chavalas. ¡Son las jóvenes de nuestra polis! Vienen de la ciudad para hacerse suyo el espacio de representación, para bailar en ejercicio de lipsync la canción de 4 Non Blondes Whats going on. Unas chavalas que junto a Symphony llenan la escena con la fuerza de un manifiesto »aquí estamos, todas nosotras, que sois también vosotras, existimos y lo hacemos con el goce del juego, el goce del humor, el goce de la ternura de los cuerpos que están en constante transformación, mucho más allá de la verdad y la mentira’’ O todo eso sentí yo que me decían.

Symphony of the Seas es una pieza articulada con la sensibilidad política que necesitamos, y digo necesitamos, porque es necesario que las artistas como Sara Manubens gocen de la centralidad y de los espacios de visibilización que deben darse a las artistas que están proponiendo, aquí y ahora, aperturas del lenguaje teatral, que con su práctica artística y a través de su práctica artística, dan legitimidad a las formas de vida que deben ser defendidas con uñas y dientes. No dejo ahora de pensar en cómo debemos atender, escuchar, dar todo el espacio posible, toda la visibilidad, toda la atención y ceder, dejar, traspasar el privilegio para las compañeras travesti y trans, puesto que son ellas quien están proponiendo pragmáticamente y teóricamente la politización de formas artísticas que irrumpen en los lenguajes escénicos, que son también lenguajes políticos, y por ello efectivos para la transformación social, tal y como Platón nos enseñó a su pesar.

Texto de Núria Corominas

Imágenes de Alessia Bombaci

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Solala. Un tríptico de Amalia Fernández

¡Atención!, este artículo describe parte de la obra por lo que podría hacer spoiler

Hace poco escuché una anécdota sobre una conversación entre Meg Stuart y Pina Bausch, en la cual Meg Stuart le cuestionaba a Pina la pertinencia de poner en escena a señores con traje y a mujeres con vestido por lo que supone representar esos roles de género tan definidos. A lo que la alemana le respondió algo parecido a esto: “hay un momento en la carrera de una artista que tiene que decidir entre representar el mundo tal y como este es o representar el mundo cómo le gustaría que fuera”. Claro que no hace falta decir cuál había sido la decisión de Pina.

Sin embargo, yo creo que esta dicotomía algo reduccionista no habla por todas las artistas y las hay como Amalia Fernández que se salen de esta regla. Simplemente, están bien situadas, hablan en primera persona sin ninguna pretensión pero no necesitan ni basarse en un viejo mundo que cae por su propio peso ni hacer una revolución estética en cada obra.

En su último trabajo escénico, Solala, Amalia nos presenta un tríptico de difícil encaje entre sí y por eso encaja perfectamente, porque son tres piezas que sólo artistas con un gran recorrido y gusto podrían crear y, además, hacerlas encajar.

Tal y como ella presenta la pieza y en el mismo orden, voy a intentar desgranar cada una de ellas por separado. Yo la vi en La Caldera, en Barcelona dentro de la programación de Dansa Metropolitana, en una doble sesión compartida con Laila Tafur. Recuerdo entrar en La Caldera cerca de las 20 horas y salir pasadas las 23h. No querías chocolate…

Primera parte. Familia 

Amalia está sentada en un lateral del escenario junto a dos personas más que parecen dos técnicos. Con un micrófono de diadema puesto nos habla y la escuchamos a través de los monitores. Lo primero que nos cuenta es que la primera fotografía de la historia fue tomada en 1826. En esas primeras fotografías, que sólo las clases más pudientes se podían permitir, los tiempos de exposición eran tan largos que incluso existían estructuras para que las personas fotografiadas pudieran reposar sus cuerpos. A veces duraban hasta quince minutos de exposición. Poco a poco, un tipo de fotografía se puso de moda, la de fotografiar a los muertos. Esto facilitaba la labor del fotógrafo que podía estar tranquilo debido a que estas personas no se iban a mover, comenta Amalia entre risas del público. Porque entonces, las fotografías se hacían para el futuro. Para que en un futuro las personas que todavía estén vivas puedan traer al presente momentos compartidos con aquellas que se fueron. 

Tras esta introducción se proyecta sobre un ciclorama una fotografía tomada en 1978. La instantánea se había tomado para formalizar un carné de familia numerosa. Con un tono distanciado y todavía sentada desde la mesa técnica, Amalia comienza a describir la fotografía, primero en términos de composición y, después, especulando sobre las intenciones del fotógrafo. Se jacta de un posible TOC del fotógrafo por cómo había decidido colocar a cada miembro de la familia dentro de la fotografía. El objetivo del fotógrafo era que la composición fuera armoniosa. Amalia nos cuenta cada detalle: los niños con gafas, todos en una misma fila; las cabezas de los padres que tapan ligeramente la cara de dos de los niños pequeños; las hermanas mayores, ambas a los lados de la foto y peinadas con la misma coleta y, por si no fuera poco, en primer término, una ascensión en altura de izquierda a derecha de los más pequeños de la estirpe. 

La fotografía, en blanco y negro, es de familia de Amalia. Es una fotografía en la que aparecen ella, sus padres y sus nueve hermanos y hermanas. Después de una primera descripción, fría, distante y técnica, comienza a desmenuzar la historia familiar. Eventos, hechos y anécdotas. Las relaciones intrafamiliares. El pequeño arco dramático/biográfico de cada persona de la foto. Poco a poco, nos va conduciendo a un lugar, el hogar familiar. A lo cotidiano, a lo aparentemente banal, a lo mundano. Sin embargo el relato es afectivo, porque todas tenemos una familia, signifique lo que signifique esta palabra para cada cual.

Por ejemplo, nos explica la incoherencia de sus padres al vestir a dos de sus hermanos con la misma ropa. O posteriormente, otra estrategia que emplea es enunciar una serie de hechos en forma de estadística: “cinco de estas personas son padres, cinco de estas personas tienen pareja pero no todas las que tienen hijos tienen pareja, una de estas personas es funcionaria, una de estas personas está jubilada, dos de estas personas no se hablan entre sí, una de estas personas tiene siete pisos en propiedad…”. Con la enumeración de estos datos se produce una identificación porque alguno de ellos podría coincidir al de la propia historia familiar. En definitiva, son lugares comunes.

En un momento dado, ya de pie y dentro del escenario, empapa por momentos con su sombra la pantalla al tapar parcialmente la proyección. Su silueta se coloca al lado de la de sus familiares. Tras esta primera fotografía nos muestra otras. Todas ellas responden a lo mismo: son las fotografías realizadas para los carnets de familia numerosa.

La segunda fotografía es la misma, no obstante, los padres se habían visto obligados a borrar con un rotulador negro al hermano mayor que entonces tenía más de 21 años y ya no computaba para tal efecto administrativo. El mismo hermano que ocupaba el centro de la instantánea.

En la tercera foto, esta en colores sepia, reparamos en los cambios físicos que cada familiar ha sufrido: la bebé ya no es una bebé y ahora mira a la cámara sonriente, los hermanos pequeños están algo crecidos y en los padres se puede observar el paso del tiempo en los trazos que dejan las arrugas en sus rostros o el cabello menos frondoso del padre en comparación con la primera imagen. En esta ocasión, la mayoría muestra un aire relajado o sonriente. Dice Amalia que es la fotografía que más le gusta de todas, por la tranquilidad que le transmite. 

La cuarta y la quinta fotografía son a color. En la cuarta ya reconocemos perfectamente a la joven Amalia. En la última, ni siquiera está ella y sólo están los hermanos más pequeños. La estética ha cambiado mucho desde la primera, pero no es fácil de situar en el tiempo. Por las ropas que visten parece que sean mediados de los noventa. Ahora sí, sus padres algo envejecidos muestran semblantes cansados. La mirada del padre, profunda, como ocultando un peso. Como quien no ha vivido la vida deseada, comenta Amalia. El gesto de la madre es el de una persona ausente, que está allí pero en el fondo no está. Porque su madre también había vivido la vida no deseada: la de una ama de casa que no le gustaba cocinar ni limpiar y ni tan siquiera le gustaban los niños. No obstante, le había tocado tomar el camino que a la mayoría de mujeres coetáneas se les había impuesto. 

De todas, esta es la foto más triste para Amalia. Y a pesar de esto, Amalia realiza un gesto sencillo pero profundo y sencillo a la vez: se desnuda a lado de la proyección y cantando una canción a capela se desliza por el ciclorama fundiendo su cuerpo con los cuerpos proyectados de sus padres y hermanos. El cuerpo de Amalia deviene en material fotosensible sobre el cual se inscribe cada píxel. Con esta acción Amalia no está recordando a sus familiares, los está encarnando. Desplaza la temporalidad lineal, condensando el pasado de la imagen y el presente de su acción en un espacio temporal difícil de situar.

Tras este momento tan tierno como frágil, Amalia vuelve a la foto anterior, aquella de colores sepia, la cual es intervenida con una especie de Paint, haciendo con esta lo que todas hemos hecho de pequeñas con las fotos de los libros del instituto, o con revistas: ponerle cuernos a una persona, borrarle los dientes dejando apenas una paleta, dibujando encima un gorro de cumpleaños, o dibujándole a alguien un parche de pirata. Mientras, ella cuenta que esa foto podría pertenecer a la Navidad por la alegría que transmite y porque en su familia la Navidad era un momento muy importante. Era una festividad en el que sus padres y hermanas y hermanos se lo pasaban en grande, entre otras cosas, por la afición de cantar juntas. Su padre, con un pasado mejicano truncado, le daba por las rancheras, pero también había villancicos y otras canciones. Y cuando menos te lo esperas, de repente, alrededor de quince personas del público se adentran en el escenario para cantar con ella una canción que ella recuerda con mucho cariño cantar junto a su familia y que dice así: “salí de Granada un día, camino de Santa Fe, por el camino encontré un letrero que decía: salí de Granada un día, camino de Santa Fe, por el camino encontré, un letrero que decía…”. 

Poco a poco el coro sale del escenario, le dicen adiós con la mano a Amalia y se van de la sala, pero continúan cantando esta canción pegadiza. A medida que se alejan, la distancia de sus voces provoca un eco de nostalgia, porque de la misma manera que coges confianza y cariño a la familia de Amalia, ocurre lo mismo con el villancico. Amalia permanece allí plantada en el centro del escenario, con la misma mirada de la madre en la última foto: presente y ausente al mismo tiempo. La luz se desvanece poco a poco y en la platea se produce una respiración al unísono que sirve para relajar y soltar la contención de un público emocionado. 

PRIMER DESCANSO

¿Acaso esto no forma parte de la pieza? ¿No es esto también dramaturgia? Las responsables de la sala nos invitan a salir para tomar algo o ir al servicio durante aproximadamente quince minutos para cambiar el set. En esta pausa comentamos la ternura de Amalia y su generosidad de poner eso ahí de manera tan honesta a la vez que divertida. Mientras, yo me ocupo de registrar el canto de las coristas. Gracias María, Mía y Olga por vuestras voces:

Segunda parte. Bailar el problema

A lo primero que alude esta pieza es a ese texto de Bojana Cvejić, Coreografiar problemas. Pero al inicio de esta segunda parte se nos invita más que a bailar los problemas, a deshacerlos. Dianelis Diéguez y otro bailarín de salsa a quien no tengo el gusto de conocer nos invitan a bailar unos sencillos pasos de salsa como quien se mete en una clase multitudinaria de gimnasio. De pronto, me veo al lado de Mila con quien había venido a La Caldera dándolo todo. Antes de complejizar demasiado el asunto, entonces sí, bailar se convirtiese en un problema (al menos para los más arrítmicos), y nos invitan a entrar de nuevo en la sala. El dúo de salsa entre Dianelis y su acompañante se desliza hasta el  escenario y ya sentados en nuestras butacas observamos cómo improvisan algunos compases. 

Cuando ellos se van de la escena, Amalia, de nuevo en la mesa lateral de la técnica, nos comunica su relación con la salsa a través de un circuito cerrado de vídeo en la que ella mete dentro de plano unos folios impresos con frases y nosotras desde la butaca podemos leerlos proyectados. 

Nos explica que su relación con la salsa ha cambiado con el tiempo y que lo que se ha vuelto importante es la relación afectiva que se ha generado con las diferentes personas con quien comparte esta afición. Porque la salsa para Amalia había comenzado por ser una afición hasta que se torna un conflicto. La mayoría de estas personas son bailarines de salsa que conoce en un viaje a Cuba. Y tras comunicarnos esto, ya no es la voz escrita de Amalia la que toma el discurso, sino las voces y testimonios grabados de diferentes personas cubanas que nos explican sus problemas cotidianos, de sus dificultades y de las decisiones vitales tomadas en los últimos años tras los diversos acontecimientos que sufre Cuba, un país anquilosado a unos ideales difíciles de alcanzar dentro del capitalismo global. 

Los testimonios de unos y otros se suceden. Las voces son anónimas y los relatos personales están deslavazados para con los otros. Pero poco a poco componen un mismo hilo narrativo que sucede de nuevo en la proyección. Una vez más se utiliza un circuito cerrado de vídeo. La formalización ahora es muy diferente, se trata de un lienzo que se dibuja en directo y a través de diferentes técnicas pictóricas, en el trazo, en los materiales o en las pinturas se completa visualmente la información sonora. El resultado es una especie de collage, compuesto por pequeñas viñetas que corresponden a cada historia personal contada. Se trata de un retrato de una Cuba llena de tensiones políticas, institucionales o administrativas. 

Los problemas que aquí se bailan son los problemas típicos que ya hemos escuchado en varias ocasiones sobre la isla: la pobreza material, la dificultad de la disidencia política, la dependencia de una isla que vive un bloqueo, las alianzas con otros países, la inflación o el servicio militar obligatorio, por mencionar algunos. Pero no todo son dramas. Hay otros lugares comunes que nos resuenan: la educación pública, la excelente preparación del personal sanitario o la presencia de la música como vertebrador social y, seguramente, anestesiante para muchas personas con dificultades. Por otra parte, algunos de los problemas que se relatan son globales, que en Europa también conocemos de cerca o los hemos vivido en nuestras carnes. Las voces son cubanas porque nos lo ha enunciado Amalia, pero también creo que podría ser el relato de bailarines de salsa de l’Hospitalet, de Vallecas o de Ferrol.

En este sentido, la pieza nos resuelve poco, aunque nos acerca de nuevo a un problema que aunque lejano, acabas por comprender y empatizar. Empatizas con esas voces sin rostro. 

Cuando llegamos al último relato, observamos el lienzo que ha pasado de ser blanco a estar lleno de colores y formas. Un retrato polifónico construido a base de retales. Una especie de patchwork de experiencias. Las experiencias de las amistades de Amalia a los que llega a través de la salsa.

Para finalizar, volvemos a ver en escena al mismo dúo de salsa en acción. Hay algo que se ha transformado, y no tiene nada que ver con su ejecución, sino con los relatos contados. De repente, ya no puedes mirar ese baile que asocias a lo festivo, a lo lúdico y a lo social con los mismos ojos. Ahora más bien, ves unos cuerpos en movimiento afectados por los relatos personales de las voces anónimas. Sin embargo, sin querer ser utilitarista, ¿no es la danza una forma de celebrar la vida con todas sus complejidades? Con sus alegrías, sus triunfos, sus fracasos y también sus conflictos. En dúo, en grupo o en solitario.

SEGUNDO DESCANSO

Las reacciones de las que allí estamos ahora es diferente. Algunas estamos cansadas después de las horas transcurridas si sumamos la pieza de Laila y las dos de Amalia. Lo cierto es que había cierta perplejidad, pero también expectación. Tras este giro entre la primera y la segunda pieza había una tercera oportunidad para que Amalia nos sorprendiera de nuevo. Se podía oler en el ambiente: y ahora, ¿qué vendrá?

Tercera parte. cajadecuadraditos-squarebox 

Ahora vemos a Amalia ya en escena desde el inicio. El vestuario es austero: un vestido negro largo como de otra época y en los pies una especie de manoletinas con algo de tacón del mismo color. Y colgando de su cuello, una caja con una cuerda. 

Suena You were meant for, una de las canciones que Gene Kelly canta en Singing in the rain, y Amalia ejecuta un lip sync. A su vez desarrolla una sencilla coreografía en la que hace coincidir algunos pasos con los pulsos fuertes de la canción y no recuerdo si la coreografía corresponde a la bailada en la película. Lo que seguro añade es que va sacando de esa caja unos cuadraditos de punto que esparce por el suelo del escenario hasta que vacía la caja.

Acaba la canción, se sienta y Amalia relata que esos cuadros de punto los ha cosido ella misma porque le sirve para relajarse y descansar, pero sobre todo por puro entretenimiento. También, que la llevan acompañando un tiempo, en el que tras varias mudanzas, siempre se los ha llevado con ella aunque no sirvan para nada. Poco a poco escuchamos de fondo una base de rap y, como si nada, Amalia se sube a la silla en la que estaba sentada y de pie comienza a rapear. En este original y divertido rap con el que nos deja con el culo torcido a algunas, narra el origen y la historia de vida de los cuadraditos. Se escuchan algunas carcajadas en la platea. A ver, no nos engañemos, el salero que tiene Amalia es difícilmente superable, y de cada cinco palabras que suelta, con cuatro te dan ganas de reír. Si a esto le sumas que lo hace rapeando, pues…

Con este rap acaba el tríptico. Y en el público nos miramos sonrientes y aliviados. Aliviados por la mezcolanza de sentimientos y sensibilidades que provoca cada pieza. Pero también porque tras más de tres horas en La Caldera, irte con algo ligero facilita la digestión. Por mí parte, que Amalia continúe haciendo ganchillo por entretenimiento, pero que también haga piezas para que el público pueda seguir disfrutándolas.

Javier Hedrosa

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Dificultad del viento

Esta obra la he vivido en tres momentos. El primero, al verla: nunca una pieza se me ha hecho más corta. No me lo podía creer. Del comienzo hasta el final, una ligereza arrolladora como yo no he visto otra. La cosa empieza suave, omne principium est debile, con seis taburetes de piano y una chica de pie en delantal, que se pone a bailar. Auténtico kitchen dance, bailoteo tontorrón y jovial de mientras se hacen las lentejas, al más puro estilo confinamiento: danza con aroma a galletas al horno y a reír por no llorar, a sol dando en el alféizar; la de quien se rebaña a sí misma como a un yogur, enjoying herself, y el jazz. Por si eso no bastara, tengo sentado delante a Xosé Manuel Beiras, que luce, como siempre, un pelazo casi irreal. La cosa ya va oliendo fuerte a libertad inesperada.

Les bailarines se suceden, enganchan sus danzas entre sí, el último paso de la una se vuelve el primer paso del otro: como un engranaje de energía, o una cadena de relevos, al bailar un piano que empieza a sonar, sin duda, a jingle navideño. La danzante cocinera deja, así, paso a una especie de ser tallado en mármol con mocasines que digo no puede ser, ¿será posible que sea el mismo efebo, imposiblemente guapo, que yace derrumbado, cual Faetón en vaqueros, en la portada de Testo Yonki (Anagrama, 2020), ese que tanta gente asume que es el propio Preciado? Sí, lo es. Esto va de bien en aún mejor.

Se suceden más bailantes. La ropa está off, todo es de otra talla, de otro corte, nada está hecho a medida y, sin embargo, lo llevan bien, te lo defienden: poderío. Se ha vuelto esto un desfile regalado, se mueven lento, se mecen, van de un lado al otro sin prisa pero reaparecen de bambalina casi al instante, transformades. O sea que bailan lento pero se cambian rápido, que la pieza va a dos velocidades entre lo que ves y lo que no: es literalmente un viaje en el tiempo, digo ¿a cuándo, a dónde? Hay mucho dejarse ir sin dejar de sostenerse, un release enhiesto, como cuando un griego baila un zeibekiko, que parece que se caen pero el alma los aguanta. Aquí mueven las extremidades más que el torso, que es la fórmula de la elegancia, como los aristócratas que andan siempre como mostrándose desde un balcón. A mí me recuerda, más que a nada, al waacking, y de repente suena un «ha». 

El «ha» es una caja, o sea, una percusión de media frecuencia, con ataque súbito y decay lento, como una palmada seca («Strike a pose!»), que pioneros del vogue y la música Ballroom como Vjuan Allure, Masters at work o MikeQ convirtieron en la seña más icónica y reconocible del movimiento, y la que lo distingue propiamente del resto del House. Son casi intercambiables: no ves ball en que no suene el «ha» y ay de ti como uses el «ha» y no sea por y para la comunidad. El caso es que el vogue es un «yo existo» absoluto, y suena igual. 

Pero aquí se oye en jazz, y es difícil no entenderlo como el desafío desenfadado de quien se permite brillar de un modo que aunque sea el suyo lo entienden los demás. Y según suena un piano imparable y como roto por las esquinas, que parece rechazar su propio molde al dejarse afirmar por la música, les ves y bailan con mucha posibilidad, con mucho «¿y si?» que se siente de caramelo sin empalagar, con una lírica suavísima que se les resbala por los huesos encontrando el equilibrio entre lo caótico y lo majestuoso, como si Aquiles fuera mitad Kazuo Ohno mitad una persona al azar. Y antes de que te des cuenta se ha acabado la pieza y no puede ser que ya haya pasado casi una hora. «Brilliant…!» oigo a mi espalda, según suena la última nota, resoplado de inmediato y con firmeza. Éxito total. 

El segundo momento lo viví después, al salir, y no fue agradable. Nunca he visto pieza menos polémica, nunca he visto una declaración menos modesta de unanimidad sencilla; esto no te puede no gustar. Y es tan extremo eso, tan gustoso e irrefutable, y para nada complaciente, que te da un escalofrío, o dos. Un estudio de The Economist me confirma que Zúrich es, literalmente, la ciudad más cara del mundo, empatando con Singapur. Y hay algo que no me encaja en esta pléyade de gente bellísima, y no lo digo por ser exquisitamente normativa (que más de un par hay), sino por el verdadero desarreglo con el que alcanzan la perfección al bailar, que es lo mejor que te puede pasar. Hay una falta tan total de complejos, tal serenidad al componer y al realizar, por parte de una élite artística traída desde el confín más pudiente del planeta, que se siente, bueno, fuera de lugar.

Por supuesto, piensas «Pero es que un elenco multiracial, multietario e internacional bailando con una excelencia tan simple y con una gracia tan real es aún, y hasta dentro de mucho, algo que toca hacer y vitorear»; también piensas que ya hay muchas otras cosas que te parecen bien pero te sientan mal, aunque las goces. Aun así no puedo ni quiero evitar preguntarme si acaso algo necesario puede ser irrefutable, que cómo puede ser que las formas más normales de belleza, en las manos adecuadas, den lugar a algo nuevo y mejor, o hasta qué punto pueden ocurrir cosas en el centro, y en lo alto, de la campana de Gauss por la que cierta gente resbala como por un tobogán.

Esta pieza es genial, eso es indudable. De lo que sospecho es de que esa genialidad me llegue, una vez más, ultramarina y aderezada por los núcleos culturales más inmensamente ricos de la Tierra; porque no sé qué me inquieta más, la irresistible seducción duty free de una obra así de brillante, o el hecho de que, lo pretenda o no, evangelice en forma y contenido, en madurez y en pertinencia, siguiendo un flujo que aún parece de una sola dirección. Lo que me preocupa es, justamente, que no es ningún fraude. Lo que me escama es quién, cómo (y cuándo), desde dónde y hacia dónde, y con qué, da en el centro tan exacto de la diana una y otra y otra vez.

El tercer momento es el de escribir esto y lo comparto contigo, que me lees: hay gente, de cuyo trabajo no se escribe, que lo hace sobre el de alguien que no le va a leer. En una entrevista ya de anciano, en 1957, le preguntaron a Louis-Ferdinand Céline cuáles serían sus últimas palabras si las tuviera. Él al instante respondió quejándose de la vulgaridad de la pesadez, «Il-y-a très peu de légèreté chez l’homme, il est lourd, il est extraordinaire de lourdeur». Vicente Arlandis tituló una obra «Cuerpo gozoso se eleva ligero». Yo pienso que qué cristiana es la insistencia de la belleza por ser ligera, y que si supiese pintar la pintaría con la cara de la niña más pequeña –pero más valiente– del pueblo porfiando en escalar hasta lo alto del castell: toda la danza que me gusta y me interesa muestra algo de cielo en el cuerpo, pero no porque lo abandone, sino porque logra volar con él. 

Y viendo a Trajal Harrell (que, por cierto, no salió al escenario) y al Schauspielhaus Zürich Dance Ensemble hacer lo que hacen y bailar como bailan, se me quedan el gusto y el interés tan inmensos, y tan fugitivos, de a quien se le posa un vencejo en la ventana, o de quien llama corriendo a su amigo, asomado a la otra borda, jurando que por la suya acaba de ver un delfín. Una felicidad profunda pero un poco oxidada, como a la vez clara y ocre, que se parece a la que da enseñar a hacer cosas que tú, por enseñarlas, dejas de estar haciendo. O sea que hay un poquito de descarte en este batir de alas, como un amor que mata un poco. Pero como quiero vivir y también quiero amar, me quedo de esto con que aún queda mucho, pero mucho, por bailar. Y por disfrutar tantísimo de lo bailado: ese «¿y si?» es también mío. Arriba los corazones. 

Mar Valyra

Imágenes de Reto Schmid

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Zones of resplendence de Carolina Mendonça

Me sigue fascinando cómo la maquinaria masculino-centrada sigue operando en nuestros corazones, una evidencia palpable de la falta de actualización política del sector artístico, de que todavía se necesitan más cuerpos que luchen desde diferentes prismas, condiciones, realidades, contra esa mirada masculinizante que rige también nuestras opiniones artísticas. Las espectadoras de Artes Vivas no estamos libres de ello, al contrario, muchas veces valoramos los trabajos artísticos en relación al género y la sexualidad normativos, es decir un filtro antiguo que afianza un sistema de valor que solo beneficia a un tipo de persona. No sólo por una cuestión de representación de cuerpos en escena sino también por la jerarquía de atenciones que damos a ciertos aspectos de la creación. La manera en la que se aborda y se valora lo artístico también tiene que ver con el género y sus ficciones. 

Carolina Mendonça y Lara Ferrari generan las condiciones para que algo ocurra. Ese algo es un proceso de escucha pero también algo más. Para activar un proceso de escucha se necesita primero generar las condiciones para poder hacerlo: ‘Podéis escuchar a través de mí’, dice una de las intérpretes. Un sonido fluido pero metalizado recorre toda la performance, un silencio visual profundo, labios vaginales que se mueven, luces que balbucean: una dramaturgia de bisturí. Las performers escuchan con los pies, una especie de práctica activista y feminista que invierte y que remueve, que da la posibilidad de abrir espacio para las monstruosidades. Escuchar es política y también tiene que ver con la construcción social del género. Algunas no hemos tenido otro remedio que escuchar. Mejor, escucharnos entre nosotras. Cantarle a nuestra amiga lo que nos está pasando. Escuchar también es saber sujetar a la otra, cargar con ella cuando no puede más, arrastrarla hasta la pared para descansar juntas. Y escucharnos a nosotras mismas implicará saber qué es lo que tenemos que decir. Sólo escuchando la rabia que recorre nuestras venas podremos organizarnos.

Carolina Mendonça lee un texto autobiográfico sobre una situación de abuso. A partir de aquí, todo viró de sentido. ¿Qué ocurre con el escándalo? Rebelar un escándalo común en un espacio público genera incomodidad. Más aún en un teatro, cuando una no puede escapar. El cuerpo a cuerpo del relato en primera persona de un abuso sexual es una palanca entre mundos, el mundo de la escucha y el mundo de la violencia. Pareciera que estamos acostumbradas a los relatos violentos, la Danza siempre ha tendido a abordar el horror y la crueldad. Quizás porque el cuerpo que habla sólo puede hacerlo a través de sus heridas o el baile siempre fue un acto de sanación colectiva. La Danza no suele nombrar, de hecho su terreno favorito es la abstracción ambivalente, la ultra-subjetividad. Cuando la Danza se dispone a nombrar caen caretas y llueve sangre, pero si nadie está dispuesto a escuchar ¿de qué le sirve a la Danza llevar a cabo este sobre-esfuerzo? Habrá que habilitar espacios de escucha, para que el nombramiento no sea en vano. Y sí, somos espectadoras de las Artes del Movimiento. Y quizás todavía no hemos aprendido a escuchar la literalidad de las cosas. ¿Quién se puede permitir abstraer o poetizar un episodio de violencia estructural, patriarcal y machista? El que no lo ha sufrido, al que no le ha tocado. El poder del relato literal y también su peligro es que puede tocarte de nuevo. Y lo hace. El abuso sexual nos toca y nos hiere. Es complicado escuchar eso, es complicado explicarlo. Desde luego, no es un espacio seguro. ¿Es pertinente contarlo? ¿Es pertinente hacer uso de ello dentro de una práctica artística que toma los procesos de escucha como motor? Pues bien, estamos rodeadas de narrativas cis-masculinas en el centro de la actividad teatral. Cuando una mujer cis habla de la suya en su espectáculo mucha gente pone en duda lo necesario del relato. El género interfiere en la crítica y en la tasación artística. El sistema de valoración del Arte no es igual para todes.

Zones of Resplendences es una dramaturgia que mueve imágenes, por tanto energías, una operación vibracional que permite hablar y que permite escuchar. Carolina Mendonça es dramaturga de lo que no se puede ver y de lo que difícilmente se puede nombrar. Un movimiento de energías a través de operaciones coreográficas que mueven circunstancias, fantasmas, condiciones, sombras y decibelios. Estas y otras magias traen un nuevo sentido de lo coreográfico, empujan y mueven inmaterialidades del cuerpo: una coregorafía del devenir. La imagen ahora es envolvente, incluso en una disposición clásica del teatro. Carolina Mendonça y Lara Ferrari invocan ‘la cosa’. Y ‘la cosa’ ocurre. Aconteceu. Y eso es todo.

Sara Manubens

Imágenes de Mila Ercoli

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Paisaje tres de Kike García y Jesús Bravo

Foto: Mila Ercoli

La danza dancística resulta siempre mortecina, pero el baile de la vida es exuberante. (Dick Higgins, “Un manifiesto ejemplicista”, 1976) 

Cuando trabajas en uno de ellos, a menudo sientes que los museos no son tanto la casa de las musas como un cortijo para las preocupaciones profesionales de conservadores y restauradores. Por eso, y como antídoto ante ciertas formas de hacer de estos gremios, desde hace unos años me suelo hacer una pregunta al pensar en las mías: “¿cuál es (en qué podría consistir) la vida de esta obra concreta?”. 

¿En qué consiste la vida de una obra de “artes vivas”? 

Como un pequeño adelanto publicado en redes antes del estreno de la pieza en el Festival Sâlmon, Kike y Jesús anunciaban de Paisaje tres: “solo diremos que cuando la pieza acaba, continúa”. Que tal (aparentemente) enigmática declaración no era mero postureo se evidenció nada más entrar a la sala del Antic Teatre, porque desde el principio se nos hace caer en la cuenta de que la pieza está ya, de hecho, sucediendo antes de entrar unx ahí. 

La luz está encendida y vemos dos cuerpos a lo suyo, calentando y hablándose, no entre cuchicheos pero sí entre sí. Se inclinan el uno hacia el otro, se mueven por el espacio, ensayan algún gesto,… Muestran maneras muy diferentes, pero parecen entenderse en ese lenguaje del aquí, ahora, en esto que todo lo enuncia en pequeño. Kike se acerca al interruptor y lo apaga. Luna hace la luz. Kike va vestido de Kike y Jesús de Jesús. Es una decisión que, por ir de suyo, se le ocurre solo a alguien como Ale. Todo encaja. Y se hace de día a distintas horas y pasa la noche y se suceden cuadros como otros cuadros que pasan, que siempre están pasando. Como los cuadros del Paisaje uno y Paisaje dos: las vidas de Paisaje tres antes de ser tres los paisajes de Kike y Jesús. Pero es que antes del uno estuvo esa primera vez en que bailaron a dúo en la calle en Madrid, alrededor del año en que María dejó escrito: “En una nave vacía y preciosa, antes y en secreto, como las mejores veces de todo” y lo leemos ahora, en las postales rojas de 1 de abril

La vida de Paisaje tres se encuentra pegada a las vidas de Kike y Jesús, y esto se hace tanto más interesante e invitante cuanto que no se trata de la vida atada a una biografía, sino a lo vivo que la rodea. Por eso maravilla ver esos cuerpos que bailan como indiferentes a un público, como limitándose a ser-estar ahí

Leo que fue el filósofo George Berkeley quien en el siglo XVIII desarrolló una teoría metafísica denominada idealismo subjetivo según la cual “ser es ser percibido”, y me doy cuenta de que a día de hoy se ha instalado como una ideología que empapa nuestra cultura y anega nuestras vidas. Pienso que los paisajes de Kike y Jesús pertenecen a esa clase de obras que tienen la virtud de, por los sentidos, hacernos sentir que existe mucho más ser. No relatan ni codifican, sencillamente los hacen pasar bailando. 

¿Y qué nos pasó en el Antic? “Qué bonitos son”, le oí decir a L una fila atrás como haciéndose eco de un pensamiento que subía desde la fila de alante. Y a S que hubiera acabado bailando abajo ella también, con ellos. Y a G que volver a ver a Jesús le hizo añorar un Madrid al que no había prestado tanta atención cuando vivía en Madrid. Creo que a esa vibración afectiva que en la sensibilidad produce contemplar el paisaje que Paisaje tres da a ver Kike y Jesús lo llamarían, sin más, “amor”. Qué alegría saber que en Madrid se dan paisajes así; qué bien con piezas así poder aprender a verlos.

Foto: Kike García Gil, Berlín 2020

Créditos de Paisaje tres 

Coreografía: Kike García y Jesús Bravo / Interpretación: Kike García y Jesús Bravo / Escenografía y vestuario: Luna Miranda / Diseño de luces: Luna Miranda / Música: Ivankovà, Difunta Calva / Dirección artística: Alejandro Simón / Postales: María Salgado / Producción y estreno Festival Sâlmon, Barcelona (Antic Teatre, 15, 16 y 17 de febrero de 2024).

Fernando López

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Hablar consigo misma

El próximo 27 de febrero, La Mutant presenta YELLOW TOWEL, un solo de la coreógrafa canadiense Dana Michel. Aún poco vista por estas tierras, la artista es una relevante rara avis en el panorama internacional de las artes performativas. Reconocida por sus creaciones inclasificables, Dana se presenta ahora en Valencia, después de pasar por Barcelona en el marco del Festival Sâlmon. 

Esta será la única oportunidad para ver esta performance desconcertante, en que la artista da cuerpo y voz a un singular lenguaje coreográfico, una escritura oblicua capaz de encarar, a través del humor, los fantasmas de la historia. 

No es fácil escribir sobre YELLOW TOWEL (2014). Raramente vemos piezas que combinan de forma tan sutil libertad radical con precisión. Durante aproximadamente una hora, la coreógrafa juega al absurdo, escapando de definiciones y driblando expectativas, para asumir una presencia que dialoga consigo misma. En escena, Dana provoca intimidad y extrañamiento en igual medida, quitándonos las palabras. Finalmente, a través de este estado de suspensión, la performance hábilmente desmonta los estereotipos asociados a los cuerpos negros. 

En sus piezas, la artista afrocanadiense de origen caribeño, traslada al escenario la herencia cultural de la diáspora negra. Como veremos, a lo largo de la coreografía diversos signos caracterizan la cuestión racial. No en vano, en su infancia la artista se cubría la cabeza con una toalla amarilla, simulando una melena rubia. El tema de la representatividad no es baladí, pero puede contener trampas. 

En sus escritos, Frantz Fanon observó que la construcción de la simbología de la imagen del negro históricamente se caracteriza por la racialización. Vistos como seres inferiores y vendidos como mercancías, quien creó al negro fue el blanco a fin de sustentar su proyecto de explotación. Y así, el blanco niega al negro el reconocimiento como sujeto, proyectándose como sujeto universal. Esta situación colonial es responsable de condicionamientos históricos presentes hasta la actualidad. Basta con observar la predominancia de cuerpos blancos en la cartelera del circuito artístico, y nos percatamos de la invisibilización y el silenciamiento al que las personas racializadas aún tienen que sobreponerse. 

A primera vista, en YELLOW TOWEL todo es blanco. En el escenario observamos un paisaje crudo: bajo iluminación general, apenas observamos algunos objetos cotidianos cubiertos por telas blancas. Súbitamente, una silueta surge de los márgenes del espacio y avanza de forma errante. De espaldas, vestida de negro, con el rostro parcialmente oculto, la mirada esquiva y sin ningún atisbo de solemnidad; vemos la aparición de una figura espectral. Situada entre la visibilidad y la opacidad, paradójicamente, su imagen se afirma a la vez que se evade.  

Una vez en el espacio teatral la vemos ir y venir, ensayando un sinfín de direcciones. Al moverse, el cuerpo de Dana conjuga impulsos y contraimpulsos, generando posturas en las que el torso, piernas y brazos parecen discordar entre sí. A medida que el tiempo pasa, la performer explora estados psicofísicos ambivalentes, mientras prueba equilibrios precarios, emite gruñidos y comenta sus propias acciones. En ese zigzag, la alternancia de síncopes y torsiones esboza una figura inestable que no actúa siguiendo modelos de eficiencia o funcionalidad. 

En un contexto en el que las mercancías provocan fascinación, circulando y moviendo la economía global, ver a Dana Michel manipulando artefactos tan diversos como una trompeta dorada, un micrófono desenchufado o una peluca black power, nos lleva a preguntar de dónde vienen estos elementos y qué hacen allí, alejados de su empleo habitual. Según dicen, las cosas hacen cosas. Los objetos tienen memoria, su forma y función están vinculadas a la historia de los cuerpos. O sea, la presencia de estos materiales evidencia un largo proceso de diseño y modelaje, un recorrido que acaba por configurar la subjetividad de quien los posee. Mientras tanto, vemos cómo Dana acaricia una trompeta con la mano. La situación inevitablemente nos evoca al jazz, expresión musical enraizada en la cultura afroamericana, reúne variaciones rítmicas y el soplo instrumental como forma de sublimación del grito negro. 

En escena, Dana conversa consigo misma constantemente, estableciendo un flujo continuo entre pensamiento y habla. Este pensar en voz alta acaba por difuminar la separación entre la vida interior y la exterior. A la vez, su discurso cacofónico disuelve cualquier expectativa de unidad o coherencia. Y así, la incansable emisión de onomatopeyas, frases y ruidos ininteligibles, acaba por instalar un caos convergente en la escena. Se instala una dramaturgia que interroga los propios límites del lenguaje. Después de todo, ¿quién habla? ¿Qué está diciendo realmente? ¿Qué precede a las palabras? Frente a tal verborrea coreográfica, nos damos cuenta de que las palabras no alcanzan el sentido, de que siempre hay algo que las precede. Y, así, percibimos que la comunicación va más allá del lenguaje. 

En su ensayo, In The Break – The Aesthetics of The Black Radical Tradition, Fred Moten desarrolla la idea de que, a través de la historia, los pueblos negros fueron tratados como mercancías y, cual objetos, fueron excluidos del lenguaje. Sin embargo, más adelante, Moten expone que los sonidos preexisten a la estructura lingüística, conforman un modo de comunicación singular de orden musical. Para rematar: esta es precisamente una de las vías de resistencia que el movimiento negro tomó contra la deshumanización. 

En los matices de su danza, despojada de autocondescendencia o heroísmo, Dana Michel lentamente va tejiendo una red de situaciones pasajeras que acaban por romper el marco de las convenciones escénicas. En definitiva, la estructura de la performance provoca el desplazamiento y la resignificación de las nociones de identidad y memoria. En ese escenario, la coreógrafa opta por el absurdo y lo inusitado para enunciar un elogio a la ambigüedad. Una ambigüedad que dinamita nuestros patrones de reconocimiento y nos abre múltiples alternativas de subjetivación. Un acto capaz de convertir objetos en sujetos.

João Lima

*Imágenes de Ian Douglass

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