Reminiscencia de Malicho Vaca Valenzuela

Primera visita de la temporada a Condeduque para ver el estreno en Madrid de Reminiscencia, la obra con la que el creador chileno Malicho Vaca Valenzuela lleva tres años recorriendo América y Europa, y que vaya a saber por qué tardó tanto tiempo en llegar a esta ciudad en la que vivo. 

Malicho Vaca nació en Santiago de Chile en un hospital antiguo y medio en ruinas. En Reminiscencia nos lleva desde la Vía Láctea hasta ese hospital para contarnos partes de su vida que también son partes de la historia reciente de la ciudad que habita. En el relato aparecen, además, los abuelos que lo criaron y un/a artista que durante treinta años dejó mensajes de amor escondidos a la vista de todos en diferentes puntos de la ciudad.

Reminiscencia es una pieza que nació durante el confinamiento pandémico. Un experimento que comenzó como una presentación online de ocho minutos y que fue creciendo a medida que se configuraba su lenguaje de ventanas que se abren, superponen y multiplican en la pantalla de un ordenador. Después de hacer funciones vía streaming durante más de un año la obra estrenó su formato escénico en el FIBA, en Buenos Aires, en 2022. El paso de la pantalla al teatro no la modificó demasiado, lo que hace que esta obra traiga consigo una buena parte de la atmósfera excepcional que le dio origen. 

Sentado en un escritorio a un costado del escenario, frente a un ordenador cuya pantalla se proyecta en el ciclorama, introduciéndonos en vídeos, fotos, canciones y recorridos espaciotemporales por Google Earth, Malicho recrea para nosotros una búsqueda. 

A lo largo de la obra vemos, entre otras cosas, fragmentos de reportajes televisivos de 2006 y 2011 que dan noticia de dos levantamientos estudiantiles de los que el creador formó parte, como alumno de liceo primero y universitario después. También vemos a periodistas informando sobre el estallido social de 2019, cuando a partir del malestar ocasionado por el aumento de las tarifas del transporte público se desencadenó una protesta masiva que paralizó al país durante meses y modificó temporalmente la fisonomía de la capital chilena. De esa misma época también es un vídeo en el que vemos una avenida por la que los manifestantes corren escapando de las fuerzas del estado que disparan balas de goma y gases lacrimógenos. Por esa avenida, a lo lejos, viene Malicho en bicicleta, se ha quedado rezagado, avanza lento y se lo ve luchar por evitar el desmayo. Finalmente se detiene y se lo ve desvanecerse, hasta que entra en el plano un desconocido que lo abraza y se lo lleva mientras la persona que captura la escena con su teléfono desde una ventana grita aguanta, hermano; aguanta, compañero. 

Estas historias se mezclan con fragmentos de vídeos que Malicho hizo con sus abuelos, que también son sus vecinos, y que cantan boleros, enamorados. Más tarde nos enteraremos de que ese cantar es metódico, que es un ejercicio para mantener en su sitio a una memoria en fuga. 

Entre todo este material aparecen unas misteriosas placas de metal, parte del mobiliario urbano de Santiago, en las que a lo largo de treinta años alguien grabó mensajes que ahí quedaron, escondidos a la vista de todos. Malicho rastreó y fotografió esas placas, sin llegar a conocer nunca la identidad de su autor/a ni saber a quién estaban dirigidas ni si estaban dirigidas a alguien en particular o solo eran ideas sobre el amor lanzadas al universo.

Durante este recorrido la obra va dando una respuesta provisional a las preguntas que plantea al principio: ¿Qué va a pasar con nuestras huellas cuando ya no estemos aquí? ¿Quedarán nuestras voces en las calles en la carpeta de una memoria externa? ¿Qué relato de nosotros contará Google cuando ya no estemos acá? y también ¿Qué significa dejar un mensaje en un lugar que no está pensado para ser mensajero?”.

Digo que esta respuesta es provisional porque el estado de los lugares que vemos y de las personas de las que se nos habla es mutable, porque a medida que avanza la pieza veremos a muchas cosas desaparecer sin dejar más rastro de su existencia que una imagen en la nube que podría ser borrada en cualquier momento: hace tiempo que sabemos que Internet no es un lugar democrático y que no tenemos mucho control sobre lo que aquí permanece y lo que no. 

En una charla que dio hace unos días sobre su pieza La dignidad del insecto, la artista mexicana Hebzoariba Hernández mencionó el Síndrome de la Referencia Cambiante. Con este nombre se designa en el campo de la ecología a un fenómeno según el cual cada generación acepta como estado natural de un ecosistema las condiciones en las que lo conoció, no llegando nunca a ser consciente de la verdadera magnitud de lo que se ha perdido antes de su llegada. El problema de esto radica en que cuando se establecen objetivos para la recuperación de ese ecosistema estos son siempre insuficientes porque aspiran a volver a un estado que ya era de degradación. El mecanismo es fácilmente extrapolable a lo social, lo económico y lo político y es consecuencia en parte de la falta de comunicación entre generaciones. Esta especie de amnesia colectiva hace que sea muy difícil imaginar futuros radicalmente distintos al presente porque el abanico de referencias es cada vez más estrecho. Es responsabilidad de las generaciones mayores, entonces, hablarle a los jóvenes de que la casa que ahora cuesta 130 salarios mensuales netos hace cuarenta años se compraba con 36 para que puedan ser conscientes de que ese estado de las cosas fue posible y de que son ocho años de salarios lo que perdieron (perdimos) en el camino, y sepan a qué pueden aspirar en vez de conformarse con que se les conceda acceso a una hipoteca. 

Reminiscencia es un trabajo autobiográfico que habla de historia colectiva. Más allá del arranque de nostalgia que podamos experimentar al pensar que el tiempo es un ladrón que nos roba el presente para convertirlo en pasado y que a veces ni con eso se conforma y vuelve para meterse en nuestras cabezas y llevarse también lo que recordamos, que es lo que aparece a través de la parte más personal del relato, creo que esta pieza viene a hablar de que la memoria es algo que debe ser cuidado por la comunidad y practicado en conjunto, porque a ningún poder le conviene que aquellos sobre los que gobierna recuerden nada: hay que ver si no lo rápido que se limpiaron en Chile todos los rastros de la última revuelta. 

María Cecilia Guelfi

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La risa del poder en la obra de Las Huecas

En la capital mundial de la libertad, las fisuras de su modelo neoliberal ahogan la vida común: la sanidad pública asfixiada, el precio desorbitado de la vivienda y la crisis de la educación pública, entre otros síntomas de deterioro social. En este territorio, es donde la compañía de teatro Las Huecas estrena su último trabajo, Risa caníbal, en el Centro Dramático Nacional. Una obra mordaz que se levanta contra el auge de la extrema derecha a lo largo y ancho de Europa y contra su ideología apocalíptica y desquiciada.

La trayectoria de este colectivo ya es ciertamente conocida, fundado en 2016, trabaja desde la práctica escénica compartida, y desde entonces explora la relación entre el cuerpo biográfico y cuerpo político. Con obras como Aquellas que no deben morir, han transitado múltiples identidades —desde etnógrafas a banda punk— y actuado en espacios tan diversos como calles, teatros y redes sociales. Su estética apuesta siempre por el distanciamiento y la poetización de lo común, exponiendo la fragilidad del cuerpo y de sus condiciones materiales.

El título de este nuevo trabajo se refiere al libro La risa caníbal de Andrés Barba, que reflexiona sobre la dimensión devoradora de la risa: “cada vez que un hombre abre la boca para reír está devorando a otro hombre” (Barba, 2021, p. 2). Y es que en una época donde los afectos alterados, más que la razón, dominan la esfera pública, la risa deja de ser un simple desahogo y se convierte en un acto de poder, incluso de violencia tal y como nos permite entender la última obra de Las Huecas.

La acción arranca después de que una voz en off cuente un chiste:

¿Cómo se acoge en una escena a las líderes de derechas de Europa?

De pie y contra la pared.

Sobre el escenario aparecen cuatro mujeres en fila agarradas a una cuerda para no perderse. Dirigidas por una regidora llegan a un espacio indefinido que puede ser una oficina o una sala de espera. Aparecen algunos elementos mínimos: una planta en una maceta, una máquina dispensadora de agua y un fondo de color azul, el de la vieja Europa. Las cuatro actrices son Júlia Barbany y Nuria Corominas, habituales del colectivo, y dos intérpretes invitadas: Judit Martín y Sofía Asencio, todas encarnan versiones grotescas y reconocibles de líderes políticas de la extrema derecha europea. Los personajes son: Giorgia Meloni representando a Italia, la francesa Marine Le Pen, Alice Weidel por Alemania y una mujer española que, aunque podría ser Rocío Monasterio, su caracterización e interpretación hace que se acerque más a la imagen de Isabel Díaz Ayuso. Estos personajes nunca se presentan explícitamente, pero su excelente interpretación, caracterización, y guion bastan para reconocerlas.

A partir de ahí, el juego macabro se desata cuando las políticas empiezan a reconocerse y a interactuar entre sí. La política italiana propone un juego importado de Estados Unidos, se ponen unas narices de payaso y comienzan a satirizar gestos de los movimientos feministas o a ridiculizar el acoso sexual. La figura del payaso encarna aquí lo que sale de control, su libertad les convierte en algo peligroso, porque transforma el humor en crueldad. Las risas del juego tienen que ver con la humillación y la degradación, aquí demuestran su canibalidad, en la risa que se alimenta del dolor y la degradación del otro. 

«Haced a los demás lo que no os gustaría que os hicieran a vosotros» 

(Barba, 2021, p. 45)

La recursividad de la nariz de payaso en la escena opera como una figura de lo siniestro, sus cuerpos deformes emergen de la repetición de elementos familiares que, al reconfigurarse, provocan una imagen perturbadora. Desde aquí suceden distintos momentos donde excretan fluidos corporales (orín, mocos, vómito, sangre y heces). El cinismo de las líderes se vuelve absolutamente flagrante hasta que la líder italiana se orina encima y las demás tratan de encubrir su excreción. Le sigue la política francesa que vomita mientras una maleta que lleva empieza a supurar sangre. Esta concatenación de hechos es resuelta por los personajes a través de la manipulación del lenguaje y la invención de narrativas. La mentira se impone como relato político y el delirio sustituye a la verdad. La situación se torna cada vez más extraña hasta el punto de que se arrastran por el suelo, defecan, se alimentan de sus propios excrementos y pierden el control. La pantalla que antes les subtitulaba se subleva con la aparición fragmentos del poema Los cobardes de Miguel Hernández. 

Hacia el final de la obra el discurso sobre la raza y la tradición llega e invocan al pasado neandertal como la verdadera pureza de la raza europea. Aparece en la escena una neandertal que cobra vida, se come sus ojos, estira su piel con los dientes para despellejarlas y les arranca la cabellera. Mientras, recita un monólogo que contesta las acciones de las políticas, afirma: “Si la comedia se ha vuelto barbarie, que la barbarie sea comedia”. La neandertal apila sus cuerpos, los rocía con un líquido y enciende una llama. La obra acaba y se hace oscuro.

Este cierre, condensa la violencia latente en los discursos de la extrema derecha y da paso a una lectura más amplia del trabajo de Las Huecas. Su propuesta no solo actúa como un espejo en el que reconocemos la deformidad de nuestro presente, atrapado en esa escisión entre lo imaginado y lo real, sino que también utiliza el humor cínico como síntoma de un sistema que se devora así mismo. La obra descubre las imposturas de los discursos de la extrema derecha que invaden nuestros días, la fragilidad del individuo en la masa y la estetización del cinismo hoy. En un mundo gobernado por la creciente opacidad del capitalismo financiero y la manipulación perceptiva de las redes, esta obra emerge como un ejercicio de resistencia. Al poner en escena el absurdo de nuestra complicidad con lo monstruoso, nos recuerda que la producción artística continúa teniendo la capacidad de confrontarnos con nuestras sombras para comenzar a imaginar otras formas de existencia colectiva.

Paula Noya de Blas

Imágenes de Geraldine Leloutre y Marta Lofi

Bibliografía

Barba, A. (2021). La risa caníbal: humor, pensamiento cínico y poder. Alpha Decay.

 

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La bella Helena

El jueves pasado tuve la suerte de asistir a La bella Helena, una creación de Antoni Hervás con Elsa de Alfonso y Kika Superputa que, aunque se encuentra en proceso, el festival Salmón decidió abrir al público para dejarnos asomar un rato a lo que están tramando. La cosa tuvo lugar en el Observatorio del Placer y, desde luego, no podría haber sido en mejor sitio, tanto por su arquitectura como por la propia cosa del placer a la que invita su nombre. Con curiosidad y un poco de miedo, después de las preguntas sobre nuestra capacidad motora que había lanzado previamente Quim Pujol (comisario del festival), un pequeño grupo nos dirigimos hacia dentro del espacio, nos descalzamos y esperamos sentadas en fila en un pasillo a que diera comienzo la obra.

La bella Helena es una ópera bufa de Jacques Offenbach, original de 1864, pero que fue representada con gran éxito en 1979 en Barcelona y Madrid bajo la dirección de Pere Planella y cuyo diseño escénico corrió a cargo de Fabià Puigserver. Con motivo del estreno de la pieza y como director del Teatre Lliure en ese año, Fabià declaraba en una entrevista: “El teatro es muy minoritario y lo ha sido desde hace muchos años, y creo que lo será también en el futuro. El principal problema y el más difícil de resolver es que no exista ya teatro contemporáneo que responda a la vida de la gente de hoy.” Parece que Puigserver no se equivocaba, pues ahora, en su futuro, seguimos encontrándonos con esta problemática: ¿cómo hacer un teatro que capte el espíritu del público contemporáneo?

Y es que parece que el paisaje de las artes escénicas actuales ha olvidado aquella pregunta de Puigserver: cómo pensar en el público para hacer algo para el público. Hoy responde cada vez más a una endogamia estética producida por la institución, donde toda práctica acaba cosificada y convertida en mercancía. Es difícil escapar de los corsés de la creatividad y la originalidad que imponen quienes ponen el dinero: siempre algo nuevo, siempre algo en tendencia. En este laberinto mercantil, la precariedad obliga a las artistas a pensarse como marca, como productos de sí mismas y olvidarse del público con el que compartirán su trabajo.

Últimamente, cuando voy al teatro, tengo la impresión de que las obras buscan articularse como statement, como si la preocupación principal fuera más ser leídas que ser disfrutadas. Así, el riesgo de hace unos años de presentar materiales fuera del marco de la excelencia, nacidos del placer de hacer más que del resultado estético, se ha convertido en un lenguaje más: una tendencia dentro de lo que llamaría la cosificación de lo amateur. Lo que antes surgía de la precariedad y de la urgencia de la inmediatez como un gesto ecológico, ahora aparece como una intención forzada, obligada a parecer eso que ya no es: el amateurismo como producto más que como modo.

Y ahí hay algo que no funciona. Tiene que ver con olvidarse de quien mira, con presentar algo para impresionar más que para compartirlo con quien viene. En ese lugar, al público solo le queda ser condescendiente y esforzarse por entender qué le quieren decir, qué le quieren transmitir. En definitiva, asistimos a un teatro que, en vez de ofrecernos un espacio de esparcimiento y relax, nos hace trabajar dentro de su propia vorágine estructural.

Sin embargo, en este rehacer, revivir o rescatar de La bella Helena, Antoni, Kika y Elsa parecen haber continuado con la pregunta de su predecesor: ¿cómo poner al público contemporáneo en el centro de la creación escénica? Y eso se nota, y mucho, a lo largo de toda la muestra. El modo del diseño me recuerda a cómo un grupo de amigos se organiza para preparar un cumpleaños sorpresa, o cómo los monitores de un campamento articulan las ideas para planear una gymkana para que la chavalada la disfrute al máximo. El artificio, la espectacularidad, la sorpresa, no buscan la originalidad ni cosifican pretenciosamente una supuesta estética amateur, sino hacernos pasar un buen rato, deleitarnos, invitarnos a celebrar. Todo lo que sale al final viene después, como accidente de ese deseo inocente de hacer un regalo. El tiempo justo para prepararlo todo, la emoción de ver entrar a los invitados, hacer algo, aunque sea un gesto, en compañía de los amigos: así da gusto ir a la ópera. Quizás lo que necesitamos es solo eso, un cumple inocente, un pasaje del terror. Y que ser espectador sea más dejarse regalar, sentir que han pensado en ti, estar dentro de la cosa con los hashtags del juicio silenciados, solo esperando qué vendrá después con la emoción contenida. Me imagino si esto es posible que ocurra en los teatros, y si no está pasando ya en el club, en el cabaret, en la sala de conciertos, en las fiestas populares.

De momento, salimos de la oscuridad para deslizarnos por un tobogán al encuentro de una vaca-toro-Antoni, que nos cuenta un poco sobre la pieza. El deseo de partida es hacer un dibujo, pero estar en el punto de antes de comenzar a saber qué es. Hay dos árboles de los que nace una manzana, pero la hoja de papel está en blanco, los colores esturreados por la mesa, quizás solo la primera línea, que al principio iba a ser una cosa pero que en el papel ahora podría ser cualquier otra. Decidir continuar la línea o dejarlo para luego porque has quedado para tomar algo y se está haciendo tarde. Estar con el dibujo entre la mente y las manos, de camino a tu cita, con todo lo que tenga que suceder entre medias: ese parece el punto de partida de La bella Helena.

Bueno, el punto de partida es en realidad una boda, la de Tetis (perfecto nombre travesti, si me lo permitís), a la que Eris no ha sido invitada. Es de todos sabido que Eris siempre la lía, siempre monta el pollo, es una problematic queen; y, cómo no, aparece en la boda de sorpresa, donde están todas las diosas bien engalanadas para la ocasión. Que si Hera, que si Atenea, que si Afrodita. Todas ellas son encarnadas por la inigualable Kika Superputa, encargada de recibirnos en este bodorrio. Qué decir de Kika que los tabloides no hayan dicho ya: siempre soberbia, rápida, bella, diva. Como venganza, Eris quiere boicotear la boda, por lo que lanza a las tres diosas una manzana en forma de desafío en la que se puede leer “¿Quién es la más bella?”. Y esta será la pregunta crucial que podría convertir la boda en Miss Olympo Grande Bellezza 2025. Pero esto no llega a pasar en la pieza: en la pieza nos detendremos en la susodicha manzana, interpretada por Elsa de Alfonso.

En el mito es Paris el encargado de elegir a la diosa más bella, pero aquí la manzana se emancipa: ella es en sí misma la belleza. O Paris es la manzana misma. O Elsa es Paris que es manzana al mismo tiempo. Que Paris sea lo que quiera ser. Unos arpegios la hacen aparecer; lo hace con timidez, viene a cantarnos unas cuantas cosas. La luz cambia de dirección y de color mientras miramos embobadas la belleza de la manzana. Surgen los diferentes deseos: ¿seré yo la más bella?, ¿será para mí la manzana?, ¡quién fuera manzana para ser así pelada! Es la primera vez que tengo la suerte de ver a Elsa actuar, y creo que su estar condensa mucho de lo que he hablado anteriormente. No hace falta hacer de, no necesita interpretar a. La tarea de gestionar su presencia ya es todo un trabajo hipnótico, y se agradece mucho notar este esfuerzo tan complicado de una manera tan liviana. En este tiempo detenido para espectar lo musical, me imagino otras manzanas: las de Ana Botella, la de Charli XCX, me imagino a Manzanita cantando también mientras todas observamos. El tiempo se alarga, en el buen sentido.

¿Se ha acabado? ¿Y ahora qué? ¿Cómo continuará la historia? Muy fácil saberlo si has visto Troya, de Brad Pitt. Nos vamos un poco más contentas, pero con ganas de más. Tiene muy buena pinta, y personalmente, no me gustaría perderme lo que está por venir.

Jose Velasco 

Imágenes de Mila Ercoli y Jose Velasco

Bonus track__

(estas son las canciones que le pediría al DJ de la boda de Tetis)

Ana Botella, peras y manzanas
Charli xcx – Apple (official lyric video)
Mónica Naranjo – Diva (Letra)
Espíritu Sin Nombre

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La nueva era

De la extensa programación del festival Surge he ido a ver una sola cosa en la sala Réplika. Se llamaba LA NUEVA ERA y es el último trabajo de Marie Delgado con La Tarara Company, colectivo que dirige desde 2011 (o 2013, según la fuente) y que también integran Iván Fernández Mayo, Luis Carlos Agudo y, quizá, Jose W. Paredes (también, según la fuente).

La Tarara se formó cuando sus integrantes finalizaron sus estudios de Arte Dramático en la Universidad de Sevilla, desde entonces ha estrenado cinco espectáculos, sin contar happenings y acciones callejeras. Es la primera vez que yo veo un trabajo de esta compañía, pero es la segunda que estrenan en SURGE: en 2022 participaron del festival con una obra llamada Dismorfia sobre “las alteraciones mentales causadas por la obsesión por la apariencia física”.

Marie Delgado es de Cádiz. En esta obra habla del futuro de la humanidad como especie, de la sanidad pública en Andalucía, de la salud mental y de los afectos. También menciona la condición periférica del sur de España, pero esta es una idea que no se desarrolla demasiado. 

La sala está más o menos vacía. Contra las paredes esperan objetos de los que los intérpretes se servirán a lo largo de la obra y que parecen construidos con material de desecho. Del peine cuelgan carteles que informan sobre el lugar que esa zona del escenario será en la ficción que comenzará dentro de un rato. Los carteles tienen dibujos que recuerdan al trabajo de Derek Riggs, el que hacía las portadas de los discos de Iron Maiden, e inscripciones como “Factoría”, “Casa de LLL” o “Consultorio de LLL”. Los vestuarios y el maquillaje están muy trabajados y construyen personajes de aspecto grotesco. 

Cuando la obra comienza Marie Delgado está en el hospital de Puertollano con su abuela, acompañando a su tía agonizante. Allí se pregunta cómo gestionará la humanidad el dolor en el futuro y se responde que, probablemente, en el futuro la muerte sea abolida y con ella desaparezca también el sufrimiento. Lo que seguirá a eso será una historia de ciencia ficción que ilustrará el posible resultado de esta hipótesis: 

En la Nueva Era los humanos no mueren, aunque, al parecer, sí se deterioran sus sistemas operativos y se degradan sus cuerpos si no reciben mantenimiento. LLL es uno de estos humanos. Su cuerpo es orgánico, fue fabricado a partir del de una persona que vivió hace tiempo, su nombre era Marie Delgado. 

LLL vive sola y se especializa en reproducir la antigua gestualidad humana. Trabaja entrenando a otros robots que por avería o antigüedad carecen de la capacidad de sonreír, demostrar asombro o poner cara triste. 

Un día, mientras trabaja, LLL experimenta un sentimiento, desde entonces comienzan a asaltarla recuerdos de una vida que no es suya. Parece que algo de Marie ha quedado atrapado en el cuerpo a partir del cual construyeron a LLL y ahora pugna por salir en forma de acento gaditano. Esto es un problema grave: en la Nueva Era los sentimientos están proscritos, quien los experimente será castigado con el destierro. 

La aventura de LLL es una lucha clásica del individuo contra el sistema, del sujeto diferente contra la uniformidad imperante y de la gracia gaditana contra el mundo, como también lo fue, en cierta forma (nos vamos enterando con el correr de la obra), la vida de la tía de la que nos hablaron al principio: una persona con discapacidad intelectual y coja que cargó con la etiqueta de “loca del pueblo” desde muy pequeña.  

A medida que avance la obra la historia de lo que ocurre en la Nueva Era se irá cruzando con la de Marie y las mujeres de su familia. En todo momento el lenguaje será crudo, sin eufemismos ni sutilezas. Se construirán imágenes que representarán de forma bastante literal lo feo, lo que está en proceso de descomposición, lo exagerado, lo que se deforma, lo que es viejo, está roto, parece basura o ya no sirve.

El trabajo con el cuerpo, que recae sobre todo en la propia Marie, en Carlos Pulpón y en Victoria Aime es preciso y da gusto verlo. Creo que en las escenas que LLL tiene junto a P (Pulpón) y a la Doctora (Aime) están algunos de los momentos más interesantes de la pieza, y también más divertidos. 

Para ir terminando diré que me costó entender el significado de algunas cosas y que creo que esa dificultad es el resultado de que con el correr de la obra se fueran olvidando convenciones que se habían establecido poco antes, o de que en algunos casos se diera información contradictoria: Cuando se nos presenta a LLL se nos dice que es una humana genéticamente modificada hecha a imagen de Marie Delgado, luego, en la escena que comparte con P, LLL es un robot que emite un sonido al moverse, más tarde, cuando recuerda el pasado es, o parece ser, porque el cuerpo de Marie Delgado tiene memoria, pero, hasta donde sabíamos, el cuerpo de Marie Delgado solo había servido como imagen a partir de la cual diseñar el de LLL. Me hice un lío. Sé que entender estas cosas no resulta imprescindible para comprender la pieza en su conjunto, pero soy de la opinión de que construir las historias con precisión es mejor que no hacerlo, porque es en los detalles donde una historia puede diferenciarse de todas las otras con las que comparte arquetipo. Atender a esta precisión, creo, también habría ayudado a recortar material redundante para que la obra pudiera tener una extensión más asequible.

No quisiera extenderme más, solo decir, a modo de resumen, que me pareció que este trabajo aspira a reconciliarnos con la idea de que todo lo de lo humano que intentamos aniquilar, porque no nos gusta y porque nos duele, está inevitablemente ligado a la podredumbre, y que los intentos por despojarlo de esta siempre fracasarán y que está bien que así sea, porque lo que no se pudre no es honesto, ni es real, ni estuvo vivo nunca, y no puede hacernos bien, de ninguna manera.

María Cecilia Guelfi 

Fotos de La Tarara y de Carmen Aldama

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Innombrable: al final no pinchaban vinilos, pero tampoco hizo falta

Es viernes tarde. Cojo el barco de pasajeros y cruzo la ría. Voy a ver Innombrable. Abre la temporada otoñal en el Teatro Ensalle.
Por el camino pienso en el título, en la palabra en sí. Innombrable es lo que no se debe o puede nombrar, hasta ahí todo claro. Pero no sé si no se hace por desconocimiento o porque, conociendo, es mejor callar. Espero resolver la duda. O no. En realidad sólo espero pasar un buen rato.
Por lo que sé, la obra es un encuentro entre dos realidades. El mundo de Caín Coronado y Cristel Romo, mexicanos de San Luís Potosí, con su compañía Intermitencia Teatro y el de Ensalle, la compañía titular de la sala. Se conocen de hace años, de las giras veraniegas de la compañía afincada en Vigo por la América Latina que les lleva con frecuencia a México. Cristel y Caín fueron en otras ocasiones anfitriones. Ahora son invitados. A este lado del Atlántico. 
La idea de partida es sencilla: juntarse dos semanas, intercambiar y mostrar. Nada más. O nada menos.

Al entrar  en la sala, Artús Rei, Raquel Hernández y Cristel están sentados en torno a una mesa. Hay vasos y botellas. Es como si estuvieran presentándose, conociéndose. Contándose de dónde son y que hacen. Pero no es una conversación. Son tres monólogos que a veces se escuchan nítidos, otras veces se superponen y algunas veces se cruzan. Por lo que veré después la idea de superposición será una pauta constante. Como si esas dos semanas, o todos los años desde que se conocieron, hubieran generado tantas cosas que decir que no hay tiempo ni espacio suficiente. Se cruzan al modo de Rayuela, la novela de Julio Cortázar, que aparece como juego y no deja de ser un baúl dónde acumular materiales diversos repletos de preguntas sin respuesta. 
Una vez terminadas las pseudo presentaciones, se retira la mesa. Ya no es necesaria. Y mientras Raquel y Artús lo hacen, Cristel empieza a contarnos recuerdos de las obras que vio de Ensalle en México. Eso subyace en toda la pieza, hablar del otro o de cosas que pasaron junto al otro. El tono va subiendo, cada vez más apasionado y cuando piensas que ya no se puede ir más arriba, Artús y Raquel la cortan diciendo: eso no era así. El recuerdo reelaborado, al que me siento tan próximo.
Se suceden las imágenes, y cuando alguna empieza a desarrollarse, viene otra capa, otra imagen que por posición o por volumen la va interviniendo y modificando. Hay textos que pasan a más velocidad de la necesaria para ser leídos completamente Hay un discurso grabado con la voz de Pedro Fresneda se ve solapado por los alaridos de los que se mueven por el espacio. Acumulación, amontonamiento. Una piñata surrealista, otro juego, que a ciegas golpean uno detrás de otro: caramelos para el público, antes pudieron ser palos, faltó un pelo.
Me viene a la cabeza cuando después de una buena fiesta en casa toca lavar los platos y los cubiertos y las copas y las cazuelas y los vasos de chupito, las tazas de café, los ceniceros. Y hay tanta vajilla que cuando se ponen a escurrir en la pila forman un montón bastante alto. Unas piezas van ocultando otras. La torre va creciendo y creciendo a medida que enjuagas y colocas, inestable, y al final inevitablemente se desmorona y algunas cosas se caen y se rompen. Y sencillamente no puedes evitar reírte. 
Porque también hay mucho humor en todo lo que veo. Y eso me gusta, siempre me gusta. No la risa fácil de un gag clásico o un chiste facilón, es una carcajada por acumulación de absurdos, por llevar las cosas al límite y entonces dejarlas caer para romper el discurso. 

Hay otra imagen que me traigo a casa. Artús, con una larga cuerda roja, va envolviéndose y enredándose cada vez más hasta quedar inmovilizado. Como un nudo tirado en el suelo. Se lo ha hecho él solito. Con una cuerda ha conseguido reflejar lo que tantos de nosotros hacemos sin siquiera necesidad de cuerda, sólo con nuestras cabezas. Liarnos de tal modo que al final quedamos paralizados. Sería otra imagen risible, si no fuera por los vídeos que, en segundo plano, nos muestran filas de personas caminando hacia una frontera o pateras a punto de naufragar.
Dejo para el final lo que, junto a la luz tan cuidada y eficaz de Pedro, más ayudaba a amalgamar todo el caos. La sucesión de temazos con los que Caín nos ha deleitado sobrevolando toda la obra. Ya me habían dicho que era muy buen pincha. Músicas de artistas mexicanos que no conozco, alguno del yanki, y para cerrar el maravilloso Augusta, Angélica e Consolação del maestro Tom Zé.

Terminado el estreno celebramos en el ambigú de Ensalle. Un mezcal siempre es bienvenido. Aprovecho para preguntar a Caín si no se debe o no se puede nombrar, ya que me han dicho que ha propuesto el título. Y me habla de la sensación que tuvo cuando, después de conocerse, se separaron por primera vez. Una sensación que no se podía decir, porque en español no existe esa palabra. Tuvieron que recurrir a un término en galego (y también en portugués): saudade. 
Yo ahora aún lo tengo demasiado fresco para tener saudades. Lo que sí me queda es gratitud por este regalo. Me ha quedado muy buen cuerpo. Me queda también la voluntad de escuchar más a menudo al gran Tom Zé. Y la nota mental de volver a zambullirme en Rayuela en cuanto pueda. 

Antoine Forgeron

 

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Artista externo

Foto: Sandra Figueras Valls

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El sábado por la mañana Montjuïc es un hormiguero de gente que se mueve en todas las direcciones. Hay un escenario al costado del MNAC donde los alumnos del Conservatori (CSD) interpretan unas piezas. Una voz anuncia la actuación, no consigo enterarme de qué se trata, tengo la sensación de que en Barcelona siempre pasan cosas al carrer. Se oye música mezclada con voces, con otras músicas. Todos parecen disfrutar del suave aturdimiento de una mañana soleada de otoño. Paso deprisa, sorteando turistas, vendedores, familiares… todos convertidos en público. Los cuerpos jóvenes de los bailarines embutidos en mallas, vestidos para la escena, cruzan en dirección contraria a la mía. Es una coreografía. Intento llevar a cabo mi papel con la mayor limpieza posible en la ejecución, cuando me choco con un moño. «Perdón» —le digo— y el moño me sonríe y continúa su camino. 

Voy un poco justa de tiempo y llego corriendo al vestíbulo del museo. He venido a ver una pieza de Esteban Feune de Colombi, dentro del programa Enmedio—Guèisers, comisariado por Marc Caellas. En el texto de presentación, Marc dice que el programa Enmedio «propone utilizar el Museo como un espacio de experiencia, donde ocurran cosas más allá del aparente estatismo patrimonial; de hecho, que activen el Museo como un espacio de relación, de relaciones y de conocimiento. Para ello, recupera prácticas que incorporan la performance, la teatralidad, el acontecimiento y la ficción». 

La pieza de Esteban es la segunda de cuatro que forman este pequeño ciclo. Se llama: «Artista externo». Una mujer me indica por dónde va el grupo que se dirige hacia el lugar donde comienza, la primera parada de una caminata. Les sigo. 

Volvemos a pasar por el escenario que acabo de dejar atrás. Veo que el moño está ahora en él, junto a otros cuerpos-moño que hacen arabescos con trajes de encaje. La música ha subido de volumen. Los espectadores están sentados. Continuamos. Bajamos unas escaleras y nos detenemos en una pequeña explanada entre árboles. Reina aquí un silencio que contrasta con la algarabía de unos metros más arriba, que llega amortiguada, que casi se nos olvida. Delante de nosotros hay un obelisco coronado por un busto. Es el monumento a Frédéric Mistral, uno de los líderes del movimiento felibrista, «asociación literaria que protege y cultiva el occità». Esto nos lo cuenta Esteban, que nos dice también que Gabriela Mistral cogió el apellido prestado de ese hombre encaramado ahí en lo alto. A ambos, a Frédéric y a Gabriela, les dieron el premio Nobel. Esteban comenta divertido que en el caso de Gabriela el apellido fue una buena elección. Los apellidos, por otro lado, siempre han asegurado prebendas cuando son los correctos —pienso. 

El cuerpo de Mistral es ese obelisco de piedra. Siempre he pensado que los intelectuales hombres no tienen cuerpo, que su cuerpo raramente se representa. Pienso en la fotografía de Simone Weil en la que se ven sus hombros. ¿Hay alguna fotografía de un filósofo al que se le vean los hombros? 

Hay unas inscripciones en el cuerpo-obelisco-piedra de Frédéric que fueron borradas durante la dictadura y luego reescritas en el 2014. Las que están en el lado donde me encuentro, dicen: «Ah! se sabien entendre / Ah! se me voulien segui»

Y seguimos a Esteban.  

1.

Nos cuenta Esteban que hace casi un año que recibió la invitación de participar en el programa Guèisers  y que le dieron una acreditación que decía «Artista externo». Él llega siempre por el mismo camino al museo y en ese trayecto, la parada del monumento a Mistral, es la primera etapa de sus frecuentes paseos por la zona. 

A raíz de esos paseos por el interior y también por el exterior del museo, Esteban se fue encontrando con muchos artistas callejeros que trabajan en los alrededores de la institución. Ellos son también artistas externos—nos dice.  

Para llegar a la próxima parada: las salas de románico del museo, volvemos a subir y pasamos una vez más por el escenario de camino al museo. «Ah! se me voulien segui». Ahora hay otros dos cuerpos en escena y ni rastro del moño ni de su propietaria bailarina. La danza continúa. Nosotros somos también una hilera para ser mirada. Ellos, los que nos miran, son los espectadores de los espectadores. Esteban lleva su acreditación de artista externo y nosotras, un distintivo de espectadoras de color verde. El primer artista externo es él, disfrazado de guía. El segundo artista es el joven Simón, llegado de Córdoba, Argentina. A Simón le encontramos situado, con su guitarra y su amplificador, delante de la lapidación de San Esteban, que es la primera pintura mural que fue traspasada, de la iglesia donde se encontraba originariamente, al museo. Esteban nos habla del strappo, la técnica con la que se desprenden los murales de su lugar de origen, y pienso que este paseo es también como un strappo en el que se desprende a los artistas callejeros del suyo y se les “coloca” dentro del museo. 

A Simón le gusta Monet y adoptó el nombre artístico de ‘Simonet”, que en Catalunya se transforma en ‘el pequeño Simón”. Yo no puedo evitar pensar en Albertine Simonet y en el cogollito de Proust, el lugar de encuentro de Swann con Odette, donde los artistas son decorativos invitados de honor, cubiertos de una gloria tan fugaz como arbitraria.

Cuando acaba la actuación de Simonet, Esteban señala su bolsa, al pie de donde se encuentra tocando el artista. Podemos echar dinero, claro. Me encuentro pensando en el dinero, en la su falta, en lo que se escucha por todas partes: precariedad. La pobreza de los artistas veteranos y la de los aspirantes. ¿Hay que llegar al nombre? ¿Es el nombre lo que proporciona dinero y estatus? Permanezco brevemente delante del cuadro y pienso que los artistas del románico son, también, como los artistas externos, artistas sin nombre. 

Foto: Sandra Figueras Valls

2.

Estamos dentro del museo. Estamos dentro del teatro. Estamos dentro del cine. Estamos dentro del festival, dentro de la institución. Somos artistas, becarias, performers, mediadoras o experimentales. Pensamos, producimos, realizamos, hacemos networking, hacemos videoteasers, nos presentamos en sesiones de pitching, hacemos dossieres, muchos dossieres… Leemos teoría, leemos convocatorias que dictan —en muchos casos— los temas que debemos recorrer. Me da la risa si pienso en que Proust trabajara por “temas”, pero Marcel no vale, Marcel era rico. Conocemos muchos artistas ricos, artistas herederos, artistas que tienen tiempo. Conocemos gestoras culturales, programadoras, conocemos galeristas, conocemos gente en general. Hacemos, investigamos, nos formamos, esto es, ¿adquirimos una forma? Hacemos presupuestos, hacemos facturas, hacemos trampas. Llamamos a otras compañeras artistas. Esperamos que alguien nos llame. Nos ponemos de moda y caemos en el olvido, en plazos cada vez más reducidos, tanto una cosa como la otra. Nos reproducimos en piezas, instalaciones, obras… algunas bien efímeras. Es el signo del consumo. Estamos dentro, haciendo equilibrios, pero dentro. 

Cuando vamos en el coche y pasamos por un túnel, Marina se lamenta de que no llueva. Los túneles solo sirven, en la imaginación de una niña de seis años, para guarecer. Hoy no llueve. Tal vez Marina viera como un desperdicio albergar artistas callejeros en un museo un día que no llueve. ¿Acaso los museos no sirven para lo mismo que los túneles, para dar un techo inmortal a los artistas “internos”? 

De camino a ver al siguiente artista, Yile Lin, que se define como acuarelista (eso me gusta, estar pegado a una técnica hace que todo esté presente en el puro trabajo), yo voy pensando que todos los artistas son artistas externos. Porque, ¿qué otra actividad puede desarrollar un artista que la de quedarse fuera, que la de ser, como el sujeto de Agamben, capaz de percibir en lo contemporáneo los signos de oscuridad de su tiempo?

Hace falta una distancia. A Lin «le pesa trabajar con galerías, alquilar un taller, exponer y hacer lobby» por eso se mantiene al margen y trabaja en la calle, cerca de la tienda del museo. Y ahora, dentro, esparce sus acuarelas por el suelo: 20 € las reproducciones, 80 € los originales. Sus acuarelas son hermosas, tengo un gran amor por la acuarela, por la técnica. Hace poco le pusieron una multa de 90 € por pintar en la calle. 

El pintor chino, que en nueve años no ha vuelto a su ciudad, tiene tres gatos y uno de ellos se llama Nada. Y nos dice que cuando está pintando y quiere ir más allá, mete algún gato silencioso en su composición. Y el gato maúlla el deseo de exterior del artista, traducido en una posibilidad de abstracción.  Más allá… ¿Qué afuera busca?—me pregunto—  porque conozco el temor de quedarse en el “más acá”, en el salvaje interior de la figuración. 

Me gusta esta pintura en la que se cuela el esfuerzo, el pensamiento o el ritual, igual que se cuela siempre en la actividad artística la limitación del creador que, tal vez, no sea otra cosa que su estilo. 

Foto: Sandra Figueras Valls

3.

En la siguiente parada no nos recibe un artista, sino una trabajadora del museo. Y lo hace delante de una puerta cerrada. No se puede abrir. “La dialéctica de lo de fuera y de lo de dentro se apoya sobre un geometrismo reforzado donde los límites son barreras”. Eso dice Bachelard en uno de sus topoanálisis en La poética del espacio, al describir la relación entre el adentro y el afuera.  “Ante todo hay que comprobar que los dos términos, fuera y dentro, plantean, en antropología metafísica, problemas que no son simétricos. Hacer concreto lo de dentro y vasto lo de fuera son, parece ser, las tareas iniciales, los primeros problemas, de una antropología de la imaginación. Entre lo concreto y lo vasto, la oposición no es franca. Al menor toque, aparece la disimetría”.

El exterior siempre rebosa. Es enorme. Es inabarcable. El interior solo crece hacia adentro. Cuando lleguemos a la última etapa del viaje planteado por Esteban, en la terraza del MNAC, miraré con sed de horizonte los límites de Barcelona, hacia las montañas y hacia el mar. 

«Para eso sirven las cuestas en las ciudades, para poder ver el horizonte» —eso me dijo una vez Natalia, una de las mejores artistas que conozco, que acabó dejando el arte y buscando horizontes en Lanzarote.

Una hilera de casas, edificios, plazas y algún árbol, hasta que la masa verde ocupa más espacio, ¿eso es el exterior?

Pero volvamos al Museo. La “guardiana” —dice Esteban—, la sibila, está delante de una puerta. El exterior del museo se dibuja desde esa puerta cerrada. Me gustaría quedarme, con ella, que es la tercera invitada y la única que no es artista  —o no lo muestra aquí—, en esa puerta. 

Ella dice que, algunos días, escucha desde ahí el sonido del saxofón que toca un músico. Que se acerca justo a ese límite a escuchar el sonido de la música. Otro afuera que se cuela dentro. Lucrecia Martel dice que las ondas de sonido son lo único que nos toca en el cine. Nos toca físicamente. A través del cristal de esa puerta: un escenario de verdes encendidos, aún veraniegos. Y el sonido del saxofonista que toca, calma y permite trabajar a la guardiana que, ahora, le pregunta un poco tímida a un misterioso hombre barbudo que asiste como público, «¿No eres tú el saxofonista?» Y él, muy convincente, entre divertido y sorprendido, dice que no con la cabeza. 

Foto: Sandra Figueras Valls

4.

La siguiente parada nos lleva a la sala donde se encuentran los murales de la Iglesia de Santa María de Taüll. El público permanece arriba, apoyado en las barandillas que recorren la sala, mientras abajo una contorsionista va haciendo y deshaciendo posturas. Esta vez aparecen dos moños, no uno, son los que lleva ella en la cabeza y que le dan un aire antiguo, como si hubiera salido de un circo de principios del siglo pasado. Los colores de su camiseta son los mismos que decoran las paredes de esta sala. Su precisión y sus movimientos son hipnóticos. 

Aplaudimos y Esteban le hace entrega, como a cada uno de los otros artistas, de la credencial de artista externo.

Y entonces, el hombre barbudo saca una pequeña flauta de su bolsillo y se pone a tocar. Juraría que toca la melodía de Pippi Långstrump:  «Ahí viene Pippi Calzaslargas». Ahí vamos nosotras, las espectadoras.

«¿Has visto mi villa?—dice Pippi—Mi Villa Villekullavilla / ¿Quieres saber?/ ¿Por qué se llama así la villa?/ Sí, porque ahí vive Pippi Calzaslargas […] Sí, ahí vivo yo./ No está mal, / Tengo un caballo mono y una villa, / y una maleta llena de dinero».

Pero no os fieis de mí, puede que la música no fuera esa. De hecho, toda esta crónica puede ser un invento impreciso, como toda construcción de la memoria y como toda invención de un artista. 

Foto: Marina Castillón

5.

El mundo del arte parece ensimismado, la precariedad y la dependencia de las instituciones y el sistema de subvenciones hace que los artistas estemos sujetos a una nómina escasa —en la mayor parte de los casos—, proveyendo de contenidos para permanecer dentro. ¿Dentro de qué? Y sobre todo, ¿quiénes son los artistas internos? ¿Qué es lo que marca ese interior y ese exterior? ¿La institución? ¿El mercado? ¿Los contactos? En una época en la que los artistas vivimos de subvenciones, trabajamos por proyectos y esos proyectos se fragmentan, como las pinturas románicas, no parece que sea posible ser un artista contemporáneo, uno de aquellos que trabaja —como decía Paul Klee— para un público que aún no está, que aún no existe. Porque el arte, más allá de cumplir con las expectativas, los temas o rellenar epígrafes de convocatorias y adaptar las prácticas, abre nuevas vías. Crear para un espectador que aún no existe parece lo contrario que producir para cumplir con los contenidos y los temas de cada momento. 

6.

Llegamos a la terraza, después de dar un laberíntico paseo siguiendo al flautista. Atravesamos las salas que restan de pintura románica, la sala enorme del Museo Nacional con sus gradas, la tienda, la cafetería y las escaleras: escaleras y escaleras… Me gusta subir estas escaleras, recorrer las terrazas y pasadizos que nos llevan, finalmente, a un pequeño teatro de gradas de madera donde «¿tú eres el saxofonista?» toca: 

«All of me». 

Billie… En mi cabeza resuenan  los versos: You took the best, so why don’t take the rest? ¿Los artistas callejeros agarran los restos de los artistas que trabajan dentro? El cielo despejado, la música que hace posible. ¿Estamos fuera o dentro ahora mismo? Tal vez haya que ser un artista que trabaja fuera. ¿Es posible crear siempre desde fuera?

Me fascinan esas historias de un gran artista (esto es, un artista-dentro) que se pone a tocar en un metro, como si fuera un artista desconocido y nadie se para. Circulan videos de cómo la mayor parte de la gente ignora…, no sé, a un tipo “de la talla” de Glenn Gould, con sus guantes y todo, algo así. Las historias de artistas que son descubiertos, es decir, artistas a los que se les abren las puertas del adentro. Alguien, un cazatalentos, les ve. El cazatalentos es también un artista en lo suyo. Pienso, también, pienso en esa historia que me contaron de un hombre que echa dinero a un artista callejero y coge el cambio. 

Jaime Vallaure comenzaba una de sus performances, El desdoblamiento, midiendo el grosor de una pared que separaba el espacio público, la sala de exposiciones, del espacio interno de la institución. Vallaure decía: «Con los años uno se da cuenta de que la creación que más merece la pena, es la creación que hace uno de puertas para adentro y que no obedece a una pulsión social del aplauso, del mérito, de la masa […] ¿Por qué enseñamos las cosas o qué necesidad hay de enseñar las cosas que hacemos para nosotros y en qué medida eso mueve a los artistas a ser públicos? Con los años pasa que las personas y las mentes más creativas que uno conoce, dejan de ser artistas. […] Gran parte han perdido la fuerza, o la necesidad de enseñar… se rompe esa fuerza o esa pulsión. Hay que trabajar en la dirección que uno no se espera nunca».

Mientras nos ofrece vino hecho por él y su compañera, Esteban lee un breve texto sobre el saxofonista, como ha hecho con cada artista presente en el recorrido de hoy. Nos dice que aprendió por sí solo a tocar el instrumento, y que tardó mucho tiempo en hacerlo. La flauta era un lugar más amable donde refugiarse de vez en cuando. Y pienso que la bailarina sigue peinándose su moño bien estirado, que Simonet sigue inventando canciones propias que nadie le pide y el acuarelista sigue pintando gatos, incluso si a veces caen multas. La contorsionista sigue trabajando en sus números pese al dolor al que ella misma se refirió con una sonrisa, y el saxofonista sigue estudiando y la guardiana… la guardiana sigue yendo a escuchar al lado de una puerta cerrada, que solo se abre para ella que escucha. 

Foto: Sandra Figueras Valls

El trabajo artístico no parece ser otra cosa que una insistencia. Un dulce empeño. Una obstinada perseverancia de siempre estar fuera y siempre buscar el adentro, que es lo que guarece, lo que posibilita y lo que da dinero, también, porque los artistas no trabajan solo “por amor al arte”.

Cecilia Molano

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Una espina en la garganta

La sentencia de Adorno de que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie” se cita a menudo sin tener en cuenta que el filósofo alemán se retractó poco después: “el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a la expresión como el torturado al grito”. Nothing Will Remain Other Than The Thorn Lodged In The Throat Of This World de Noor Abed y Haig Aivazian es uno de esos necesarios gritos.

El título de esta obra deriva de las últimas palabras de Wadih Sanbar a su hijo, el historiador y poeta palestino Elias Sanbar. En su agonía Wadih le dijo: «No estés triste. Nadie conseguirá deshacerse de nosotros. Palestina es una espina clavada en la garganta del mundo. Nadie conseguirá tragársela. No te preocupes».

Si bien una de las estrategias de la propaganda sionista consiste en enumerar otros genocidios en curso para distraer de las atrocidades que los israelíes perpetran contra los palestinos, hay varios aspectos de la barbarie israelí que resultan únicos. En primer lugar está la responsabilidad europea en la creación del estado de Israel, con la implicación del Reino Unido mediante la Declaración de Balfour de 1917 antes mismo de la constitución oficial del Mandato británico en Palestina (1920-1948). Esta responsabilidad europea se ve acrecentada tras la Shoah y la transformación del trauma en arma de destrucción masiva. Ha habido otros genocidios en la historia pero ninguno donde los genocidas se presenten como víctimas. Como dijo Golda Meir: “nunca perdonaremos a los árabes que nos obliguen a matar a sus niños”. Solo la capitalización simbólica del holocausto puede explicar que occidente cerrase los ojos ante la brutalidad de la Nakba. Pero hay un trasfondo que va aún más lejos. Se trata de la mentalidad colonial, nacionalista y racista conjugada con los desmanes tecno-neoliberales y extractivistas que combinan el negocio de armas, el desarrollo de tecnologías distópicas de control y la especulación inmobiliaria ligada al robo de tierras. El ministro de finanzas ultra Bezalel Smotrich admite abiertamente que hay un plan de negocios para que norteamericanos e israelíes se repartan los beneficios inmobiliarios tras apropiarse de Gaza. En definitiva, las atrocidades de Israel contra los palestinos son un concentrado del horror inscrito en las dinámicas imperialistas de occidente. No solo está en juego la liberación del pueblo palestino, sino la posibilidad de purgar nuestra propia cultura de formas de hacer y pensar aterradoramente destructivas.

La referencia a la garganta en el título de la pieza de Noor y Haig no podría resultar más oportuna, ya que la pregunta capital es quién tiene derecho a respirar. George Floyd repitió “I can’t breathe” 27 veces durante el asalto policial que condujo a su muerte. “I can’t breathe” fue también una de las últimas frases de otras víctimas negras de la violencia policial estadounidense como Eric Garner, Javier Ambler, Manuel Ellis o Elijah McClain.

Hay una conexión directa entre la expulsión de los no cristianos de la península en 1492, el genocidio indígena en América (el santo Santiago Matamoros fue rebautizado Santiago Mataindios), el tráfico de esclavos de indianos como Antonio López o Josep Xifré, el supremacismo blanco norteamericano, los abultados vestigios del apartheid sudafricano y lo que está ocurriendo en Palestina. Se trata del convencimiento de que hay pueblos y etnias que no son realmente humanos. O que podemos ignorarlo siempre que eso resulte en un beneficio económico. No es casualidad que las primeras palabras de Nelson Mandela tras el fin oficial del apartheid fuesen “nadie será libre hasta que Palestina sea libre”. Ciertamente, esta espina no hay quien se la trague.

Los sonidos que emite la garganta solo son posibles si se garantiza el derecho a que el aire transite por ella. Los jadeos se convierten en el emblema de aquellos que viven asfixiados. ¿Qué sonidos emite una garganta cuando el derecho a la vida no está garantizado? ¿Cómo se acelera la respiración? Pero también, ¿qué sonidos podemos emitir para sanarnos a nosotros mismos y a los demás? ¿Qué sonidos son capaces de generar identificación? En su exploración sonora, la pieza de Noor y Haig habla también de la tortura sónica como una de las tácticas israelíes en el Líbano y Palestina, algo que cobraba protagonismo en Air Pressure, la performance de Lawrence Abu Hamdan que vimos en Hangar en 2023 gracias a la colaboración entre esta institución, La Virreina, La Casa Encendida y el Festival Domingo.

Sin embargo, la singularidad de la pieza de Noor y Haig tiene que ver no sólo con su capacidad para tratar el sonido desde diferentes puntos de vista sino sobre todo con su habilidad para captar su esencia simbólica. Las ondas sonoras resuenan por los cuerpos sin respetar los límites que supuestamente conforman al sujeto neoliberal. En el sonido se esconde una de las posibles claves para desmontar lo individual y construir lo colectivo. Por eso en determinadas ocasiones a lo largo de Nothing Will Remain Other Than The Thorn Lodged In The Throat Of This World se pide al público que una su voz a la de los intérpretes para generar una especie de coro. En ese coro radica la potencia de un movimiento colectivo e interseccional cuya necesidad resulta cada vez más acuciante ante los fascismos que ya están aquí. Pongámonos manos y gargantas a la obra.

Alonso del Castillo

Nothing Will Remain Other Than The Thorn Lodged In The Throat Of This World se presenta en inglés con subtítulos en castellano el sábado 25 de octubre a las 20h en La Escocesa gracias a una colaboración entre esta entidad y el festival Sâlmon. La entrada es gratuita y basta con registrarse aquí. Noor Abed es una artista palestina que trabaja en la intersección de la performance y el cine, combinando formas de lo «escénico» y lo «documental». Su práctica examina las nociones de coreografías sociales y formaciones colectivas, buscando la conexión entre la noción de «sincronía» y la acción social. Este año presentó en el Museu Tàpies A Night We Held Between y ha ganado el Gran Premio de la Bienal de Ljubljana de Artes Gráficas. Haig Aivazian aborda la naturaleza metamórfica de tres tecnologías: la luz artificial, la informática y la ley. Su trabajo, que abarca diversos medios y modos de interpelación, está animado por la investigación y los descubrimientos fortuitos, donde la historia es un zumbido omnipresente que conjura y choca contra futuros degradados y los persistentes esfuerzos por sobrevivir a los mismos. Alonso del Castillo es un comisario nacido en Granada que reside en Barcelona desde 2023.

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en la estrechez de la curva, un cencerro

Entro en la sala de exposiciones de la planta baja de La Fabra invadida por la memoria perturbadora de haber sido cercada por una jauría de perros. Un vacío inmediato por la ceguedad del blanco del espacio es rápidamente llenado por el reconocimiento de rostros familiares y por la identificación de los altavoces distribuidos por las paredes. Progress Barks (2022), de Rubén Grilo y Robert M. Ochshorn, insiste en ladrar, pero falla, a veces. Si le prestamos mayor atención, percibimos ruidos sutiles como distorsiones tonales que transforman el rottweiler en un robot. Es el primer anuncio de un programa que, guiado por el movimiento de la curva, parece querer abrir espacio a dinámicas de tensión.

Interval #1 se organiza en torno a prácticas vinculadas al sonido. Programado por Noela Covelo Velasco, es la primera edición de un ciclo que ocurrirá periódicamente dentro del proyecto de la nueva dirección de La Fabra Centre d’Art Contemporani. Bajo el título en l’estretor del revolt, una esquella, está compuesta por un ciclo de performances distribuido en dos noches y una instalación sonora que puede visitarse durante tres semanas.

Con el folleto naranja del programa en las manos, me comenta Noela que en catalán el título formaba una combinación de palabras que le parecía bastante abstracta. A mí también, pienso. Incluso en español, la palabra “cencerro”, que hasta entonces yo no conocía, me remitía a cenizas, como si de un incendio en la ruta se tratase. Esa es una experiencia que compartimos quienes vivimos en un lugar cuya lengua corriente no es la nuestra. En la traducción torcida, las palabras pueden sugerir imágenes que realmente no poseen ninguna conexión con su significado real, y eso indica que la comunicación puede estar ocurriendo en más de un plano.

Finalmente descubro que el cencerro es una campana. Comienzo por el texto del folleto porque entiendo que a partir de él surgirán las primeras emisiones sonoras, y ellas provienen de las gargantas de todas nosotras. En la lectura poco se revela acerca de las piezas. Sus títulos apuntan a un conjunto de acciones en bucle: movimientos circulares e incluso infinitos, como el progreso; señales luminosas que anuncian un verano sin fin o la próxima vuelta del faro. El texto de presentación define el desplazamiento de un cuerpo en el espacio como un ejercicio de lectura de un lugar, interrumpido, dentro de ese relato, por el sonido de un cencerro. Allí provoca un desvío para quien conduce, pero en su uso habitual, colgado al cuello de un animal, funciona como un dispositivo de orientación para quien pastorea.

Me aferro a esa idea porque la luz del faro, en el contexto náutico, también funciona como una guía a la distancia, especialmente durante la noche o en condiciones de baja visibilidad. Y el faro, en Interval #1, es evocado no solo en mebrat / መብራት, obra de Misiker Agulló, Adrasha presentada el primer día del programa, sino que también existe como resonancia de la investigación de Noela Covelo Velasco como artista. En próxima vuelta del faro, obra presentada en La Capella en septiembre de 2024, Covelo Velasco investigaba el estrechamiento como dimensión de la memoria y como acción vinculada al cuerpo a partir del movimiento vibratorio de las cuerdas vocales. El ir y venir de la cadencia de su aliento se conjugaba con un desplazamiento por el espacio que ocurría mediante un movimiento circular, configuración que vi repetirse en todas las piezas que integraron Interval #1. Es importante hacer esta observación porque Interval #1 no se anuncia como “curada por” Noela Covelo Velasco, sino como “acompañada por la práctica” de esa artista. Y este me parece un gesto pertinente que contribuye a las discusiones sobre los límites y las posibilidades del trabajo curatorial, la reconfiguración de sus formatos y de sus agentes, y que aquí se articula, de forma prometedora, por parte de un programa institucional.

Entonces viene la curva, que también por su estrechez nos sitúa en un momento de tensión. Aunque la curva se define justamente como el desvío de una línea recta, y puede instaurar, por lo tanto, un territorio de libertad, es por el rozamiento entre el neumático y el asfalto que el trayecto curvilíneo puede cumplirse. La curva es también el lugar de la incertidumbre – ¿qué viene después? – y de algún modo, el lugar de la desorientación.

Reverberación y distancia

feed ♾️ back (2025), pieza de Maguette Dieng en colaboración con Azadi Sound System, abre la programación de la segunda noche. La sala oscura está puntuada por azules que iluminan los sistemas sonoros preparados para la performance, con tres módulos del sound system triangulados por el espacio y una mesa de sonido. La sensación es que la vibración que emana de las torres transforma el espacio en una bolsa de aire que nos acoge con suavidad, un estado que es desplazado rápidamente por la imponencia vertical y totémica de los altavoces. Lo que se escucha es la modulación ondulada del sonido de los graves que crece y se complejiza a medida que nuevas capas van siendo añadidas, estrechando cada vez más la distancia entre nuestro cuerpo y lo que vibra.

A partir de aquí, la tensión que antes se establecía entre la audiencia y el sound system incorpora un tercer elemento, que es la propia artista. Acompañada por la selección de vinilos de reggae y dub traídos de Jamaica, Dieng se mueve alrededor de la mesa de sonido siguiendo los mismos códigos de un DJ set. El público, sin embargo, no se aproxima, manteniendo una distancia respetuosa que instaura un espacio intermedio lleno de vacío y que termina por dividir la sala entre escenario y platea. Sucede que, pasados algunos minutos de la performance, queda evidente que quien actúa esa noche es la música, y que, aunque sea la DJ la responsable de darle voz, quienes le daremos movimiento somos nosotras.

Se activa una negociación silenciosa entre todas, y la mirada que antes se dirigía al escenario, se rebate y distribuye por la platea. La danza es retraída. Lo que reverbera, entonces, no se restringe al campo sonoro, y pienso en los efectos causados por esa reverberación considerando la particularidad de un público que es, en su mayoría, europeo y más vinculado al circuito del arte que a la cultura Sound System o al reggae y al dub. El ruido es saludable dentro de un contexto tan habituado a los códigos de la performance, del arte contemporáneo y de las fiestas de música electrónica, donde Maguette Dieng también actúa como Mbodj o con el colectivo Jokkoo.

La cultura Sound System tiene su origen en las comunidades negras de Jamaica durante los años 50, en prácticas comunitarias y de resistencia frente a la cultura dominante. Más que un equipo sonoro, el Sound System es también un lugar. Un punto de encuentro que activa una experiencia sensorial colectiva vinculada a una conciencia política y social. El pliegue surge de la combinación entre eco y delay, y la percepción táctil del sonido de los graves, asociada al contenido de las letras, moviliza un “estar junto” que necesariamente pasa por la fisicalidad, por el roce, provoque situaciones de conflicto o de placer. Esa dimensión política y social del Sound System amplía los usos y los significados de la palabra sistema, que en toda la programación de en la estrechez de la curva, un cencerro es considerada como infraestructura, como aquello que hace posible la colectividad.

Regreso al peso de la palabra porque es un elemento implicado en todas las piezas del programa. El texto, que hasta ese momento se escuchaba fragmentado como letras de canciones como Poor and humble de Wayne Wade ou Talk Love de Sonia Spence, adquiere cierto protagonismo en los minutos finales de feed ♾️ back. A través de una lectura poética que mezcla testimonios de Dieng con los de constructores de sound systems o de personas de origen jamaicano que migraron a Europa, la artista reflexiona sobre las formas de vincularse con la música y la cultura Sound System, y la importancia de concebir la fiesta como otro lugar de compromiso e imaginación política.   

Distancia y distensión

El programa de la noche termina con endless summer (2025), de Adam Christensen. Ahora ya no estamos de pie ni nos relacionamos con el espacio desde nuestra verticalidad: nos sentamos directamente en el suelo intuyendo una dirección para nuestra mirada. Al fondo se escucha la grabación de una voz femenina en diálogos que parecen extraídos de cine antiguo, una sonoridad sombría donde el grave activa en nosotros una emoción distinta de la que habíamos experimentado en feed ♾️ back. Estamos esperando a Christensen, quien anuncia su llegada mediante el sonido de sus pasos en tacones.

Como una dama de negro, sexy, lleva un ramo de rosas rojas, un candelabro y una vela, indicando que la gravedad allí es la de un cuerpo abatido por alguna tragedia. La performance avanza a medida que estos elementos se articulan en la construcción de un espacio ritual que, aunque parece íntimo, también nos incluye. La comunicación verbal que en ocasiones establece con el público rompe el drama con algo de humor – are you okay? –, insinuando una invitación sutil y generando un instante de duda respecto a la dinámica de la performance.

Su espacio escénico incluye toda la sala, incluso los vacíos entre nosotras, por donde transita y tensiona, pero aún así sosteniendo la sensualidad y el misterio mediante gestos más pequeños, más o menos accesibles para el público, como el dibujo que hace en una pequeña placa apoyada en el suelo. El movimiento de abrir y cerrar, como indicativo de estar cerca o lejos, de incluir o aislar, revelar u ocultar, retraer o expandir, se manifestará en una variedad de acciones y objetos, como el acordeón. El instrumento, cuyo sonido es producido por el flujo de aire en movimiento a través de la contracción y distensión del fuelle, aparece como un segundo diafragma que acompaña, con cierta discreción, la modulación vocal imponente de Christensen. El timbre del acordeón trae el peso de otros escenarios a los que puede pertenecer, como el circo o el cabaré, contextos donde la risa y el llanto están tensando todo el tiempo.

La escucha es un gesto ético y espiritual. Escuchar es abrir espacio y ceder control. Es reducir distancias. En endless summer somos testigos de un relato melancólico, visceral y tragicómico que se realiza mediante la lectura de poemas, vocalizaciones y canciones transmitidas por un cuerpo que se mueve en círculos, que orbita. Nosotras frente a nosotras, y su presencia alrededor nuestro. En la práctica de Adam Christensen, su cuerpo funciona como un amplificador no sólo sonoro, sino también político. En sus piezas, el artista da voz a figuras marginadas, estirando los límites de las expectativas de género y sexualidad mediante referencias a la cultura trash y underground, al teatro de variedades y al cine de explotación y de horror de las décadas de los 70 y 80, mezclando esos materiales con expresiones de su propia vulnerabilidad.

La performance termina cuando Christensen desvía su camino hacia la salida y se va. Las rosas, el retrato, el guante, la vela y el candelabro permanecen en la sala como vestigios. Sigo pensando en la palabra “endless”, que es sin fin. Y en el movimiento de distensión, que puede ser relajamiento o lesión. Trauma, si estiramos demasiado.

Julia Coelho

Fotografías de Eva Carasol

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Kosmopolis: no solo Krasznahorkai

László Krasznahorkai (© Hartwig Klapper)

Hasta la semana pasada, László Krasznahorkai solo era un nombre más dentro de la larga lista de escritores incluidos en el programa de la nueva edición de Kosmopolis, la fiesta de la literatura amplificada que el CCCB acoge cada dos años y que se celebra del 22 al 26 de octubre. Pero desde finales de la semana pasada László Krasznahorkai es el nuevo premio Nobel de Literatura.

László Krasznahorkai publicó su primera y más famosa novela, Tango satánico, en 1985, en húngaro, cuando tenía poco más de treinta años. Edicions del Cràter acaba de publicar la traducción al catalán, Tango satànic, traducida por Carles Dachs. En 2017 Acantilado publicó la traducción al castellano de Adan Kovacsics. Está agotada pero probablemente no tardará en reeditarse, gracias al Nobel. Mientras tanto la podéis encontrar en bibliotecas (mañana mismo, en cuanto devuelva mi ejemplar, tendréis uno más disponible en la red de bibliotecas de la Diputació de Barcelona). El cineasta Béla Tarr, amigo de Krasznahorkai, adaptó la novela al cine con la ayuda del autor (que firma el guion). La película, Satántangó, se estrenó en 1994, está rodada en blanco y negro y dura siete horas. La podéis ver en Filmin, por ejemplo. Salvo contadas ocasiones, las adaptaciones de novelas al cine (o al teatro) suelen convertirse en experiencias decepcionantes si se ha disfrutado primero de la lectura del libro. Satántangó, curiosamente, podría ser una excepción a la regla. La película es muy respetuosa con la novela, la sigue muy de cerca, utiliza parte de su texto, mantiene su estructura en doce capítulos y en muchas ocasiones parece querer de verdad traducir en imágenes cada frase escrita. Una de las gracias de leer la novela y a continuación ver la película es observar cómo se las ingenian entre Béla Tarr y László Krasznahorkai para conseguirlo. El trabajo es minucioso. Hay un absoluto desprecio por lo que mandaría la convención en estos casos (recortar, suprimir, abreviar, resumir). En cambio, hay un cuidado exquisito por los detalles, por transmitir el ambiente un tanto alucinado del libro y por el tempo. Quizá por eso dure siete horas (si la novela tiene trescientas páginas, sale a algo así como un minuto y medio por página). Siete horas seguidas, según cómo, pueden ser una sobredosis pero también pueden convertirse en un tratamiento de shock contra la aceleración contemporánea. Sobre todo porque el ritmo de la película, como el del libro, es deliberadamente pausado, contemplativo. Aunque no por eso menos estimulante, porque el libro está repleto de juegos de todo tipo (formales, especulares, alegóricos) que la película recoge al tiempo que da espacio al espectador para que los capte y los procese sin prisas. Pero hay que llenar los pulmones de aire para acompasarse con el ritmo propuesto: en el caso de la novela, doce inmersiones en sendos capítulos de treinta páginas sin un solo punto y aparte (un poco como este largo párrafo en su homenaje). Para hablar del final de una civilización (aunque no se alude a él explícitamente, el final del comunismo, pero da igual, curiosamente: no en sus detalles pero sí en esencia, suena actual), de la esperanza y la desesperanza, del culto al líder, de lo ilusorio y de lo que se oculta, de la casi siempre conflictiva relación con nuestros semejantes, de lo visible de esa relación pero también del hilo invisible, como de tela de araña, que nos une a todos los seres que poblamos el planeta. Yo he hecho la prueba de sustituir durante un par de días el consumo de vídeos de Youtube y redes sociales por el visionado intensivo de Satántangó, inmediatamente después de la lectura de la novela, y no me atrevo a recomendarlo pero a mí me ha sentado de fábula. Para empezar, parecía imposible. Pero no solo es posible sino que, por lo que sea, me siento menos sucio. A pesar de la cantidad de barro que impregna la novela y la película. O quizá precisamente por eso: un poquito de destrucción de vez en cuando siempre viene bien.

Hasta hace dos días, Krasznahorkai era un autor relativamente desconocido por estas tierras. La sesión de Kosmopolis en la que participará no acababa de vender sus entradas. Si no le llegan a dar el Nobel quizá hubiese pasado desapercibido entre tanta programación. Ahora tendrá que lidiar con ese culto a la personalidad que tan bien retrata en su Tango satánico. Le deseamos buena suerte con eso. Mientras tanto, podemos disfrutar de otras sesiones de Kosmopolis, como la de la búlgara Kapka Kassabova y la catalana de origen rumano Corina Oproae, moderada por el escritor y periodista Jordi Nopca, que se centra en la contraposición de estrategias de ficción y no ficción para abordar el pasado propio (en una lengua diferente de la materna, en inglés en el caso de Kassabova y en catalán y castellano en el caso de Oproae). O la de María Reimóndez, Sara Guerrero y Blanca Llum Vidal, moderada por la investigadora y experta en literatura gallega (otro de los ejes de la programación) Helena González, sobre escrituras disidentes y políticas, donde posiblemente Raimóndez aborde cuestiones como las marcas de género y los dejes colonialistas que se nos escapan a la hora de traducir. O la de la escritora coreana Mirinae Lee (Corea es otro de los temas de esta edición), autora de Las 8 vidas de una centenaria sin nombre (Salamandra, 2025), sobre la vida de una nonagenaria coreana desde la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad. O la de Didier Eribon, que a partir de su experiencia personal (un intelectual francés de origen humilde que se aparta de su familia y vuelve a reencontrarse con ella años después), intenta explicarse por qué cuando dejó de tratar a su familia aún votaban al Partido Comunista y en cambio unos años después se los encuentra convertidos en votantes de la ultraderecha, todo un temazo del que quizá aún no hemos hablado lo suficiente y en el que Francia nos lleva unos años de ventaja que pareciera que vamos acortando a pasos agigantados.

Rubén Ramos Nogueira

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Festival TNT 2025

El pasado fin de semana estuve en Terrassa, a continuación doy cuenta de algunas de las cosas que pude ver durante esos días:

Les Chevaliers. Capítol 2, de Los Detectives

La compañía formada por María García Vera y Mariona Naudin estrena el segundo capítulo de Les Chevaliers, su serie sobre la búsqueda del Santo Grial. Este capítulo es un cuento medieval sobre dos caballeros que abandonan a sus familias, sus tierras y su patrimonio para emprender la búsqueda de un vaso mítico al que la tradición artúrica atribuye poderes grandiosos y un poco indefinidos. Durante diez años estos caballeros recorren Europa con determinación pero, a medida que el tiempo transcurre y las dificultades aumentan, su paciencia se desgasta. Con el tiempo la pareja acaba aborreciéndose: cada uno culpa al otro de su fracaso y de la pérdida de tiempo que esta búsqueda significa. 

El Santo Grial promete algo (inmortalidad) para lo que la humanidad probablemente no esté lista. El afán de perder una vida finita buscando otra que quizá nunca encuentres parece confirmar que quien va detrás del grial es incapaz de valorar lo que tiene. Quizá el objetivo de este cáliz legendario sea enseñar eso, que lo importante no es vivir mucho, sino estar atentos a cómo vivimos, aprendiendo de lo que podamos. El problema de estos caballeros es que a lo largo de su camino no parecen hacerse más sabios, sino al contrario: cuando después de viajar durante una década son interrogados por otros caminantes no aciertan a responder con inteligencia. De la ambición insatisfecha pasan a la frustración y al odio. Lo terrible no es que los personajes no encuentren lo que buscan, sino que sean incapaces de encontrar otras cosas valiosas en el proceso. Habrá que ver qué pasa con estos caballeros en el futuro, es sabido que, mientras quede aliento, todo fracaso es provisional.

No ser ni la sombra de lo que se fue, de María Jerez

La última pieza de María Jerez se estrena en el teatro Principal de Terrassa. Entramos por una puerta que atravesando unos almacenes nos lleva directo al escenario. El cortafuegos está abajo, así que el escenario será para nosotros todo el teatro. En el centro hay un cuadrado delimitado por cortinas. El público se sienta a dos bandas que están situadas en los lados opuestos del cuadrado. Al sentarte te darás cuenta de que no ves al público que tienes enfrente porque se interpone la escenografía. Con el correr de la obra te harás muchas preguntas, probablemente una de ellas sea si la mitad del público que quedó al otro lado está viendo la misma obra que tú.

No ser ni la sombra de lo que se fue es un trabajo que está entre la duermevela y la invocación. Lo que se invoca son fantasmas, personas que fueron y que insisten en no desaparecer del todo. La obra es un estado en el que se mezclan recuerdos con cosas que imaginamos que sucederán o que podrían suceder o que están sucediendo. Llamaría a estas cosas sueños, pero no lo son, son algo diferente. Durante la duermevela podemos visitar el pasado, el futuro y distintos presentes en distintas realidades. Allí, más que un cuerpo, somos un hueco con nuestra forma, un agujero por el que se ven el espacio infinito y el tiempo interminable que transcurrirá después de que hayamos muerto, cuando el conjunto abigarrado de partículas que hoy somos se esté dispersando lentamente por el universo. Igual que un recuerdo, la invocación es un esfuerzo por volver a atraer esas partículas para que vuelvan a estar unidas y recuperen la forma que solían tener. 

Es un lugar peligroso la duermevela, en el que puede pasar de todo y en el que todo pasa. Se viven vidas enteras en segundos. Te sientas en el sofá, te pesan los párpados y, de repente, un grito en la calle te devuelve a la realidad con el recuerdo de haber nacido, crecido y muerto en una tierra remota que no conocerás nunca. Por mucho que intentes explicarla, al ponerla en palabras esta experiencia pierde su sentido y se vuelve trivial. Por eso me dejó tan perpleja este trabajo, porque consigue llevarte a ese estado tan volátil y sostenerlo, y sostenerte a ti ahí adentro durante un buen rato, haciéndote transitar, además, por algunos de sus lugares más desconcertantes: pienso en cómo dudé de lo que veían mis ojos al presenciar una transmutación inesperada o en el segundo abominable en el que me vi, junto al resto del público, multiplicada por un espejo. 

Fasting girls, de Marta Azparren

Vi la versión de conferencia performativa del nuevo trabajo de Marta Azparren, Fasting girls. Una pieza en la que a través de la superposición de materiales diversos (vídeo, imágenes, testimonios en formato de audio, acciones, sonido, texto, objetos) se asocian ideas que a simple vista no están evidentemente vinculadas, o se conectan personajes que en principio no tienen nada en común a través de un hilo conductor: el ayuno voluntario. A medida que avance el discurso iremos entendiendo que en muchos casos la voluntad de no comer tiene que ver con la imagen que tenemos del propio cuerpo, y que esta imagen se construye no exclusivamente, pero casi, a través de la mirada del otro. A lo largo de la conferencia se discurre sobre las historias de personas que en distintos lugares y por diversos motivos decidieron o deciden pasar hambre. Un hambre no relacionado con la escasez ni la pobreza, sino con un deseo de delgadez, de pureza espiritual, de ocupar la menor cantidad de espacio posible o de no ser vista, de que te dejen en paz, de desaparecer.

Fogonazo, de Serrucho

La última pieza del colectivo Serrucho es una reflexión sobre la abundancia de imágenes con las que nos relacionamos a través de redes sociales. Mientras en una gran pantalla se proyectan paisajes capturados por cámaras de vigilancia situadas en lugares inhóspitos, unos robots-pantalla se mueven por el escenario, sobre ellos se proyectan transmisiones en directo de Tik Tok. Vemos canales en los que personas que se preparan para rendir exámenes de oposiciones estudian frente a la cámara, o en los que una persona rastrea objetos de metal enterrados en la arena. En otras dos pantallas más pequeñas leemos fragmentos de diálogos que algún miembro del equipo creador mantuvo (o quizá esté manteniendo en directo, creo que no) con algunos de los responsables de las transmisiones mencionadas, según entendí, con uno de los que estudiaba y con el que buscaba metales. 

De a poco la pieza avanza hacia la saturación de imágenes que se superponen en la pantalla grande, vemos sesiones de ASMR, un grupo de hombres que se acuesta, se levanta, baila un momento y se vuelve a acostar una y otra vez (es evidente que hacen esto a pedido del público que los mira), personas durmiendo, tocando el piano, haciendo ejercicio o cantando. El algoritmo (digital o humano, no lo sé) que selecciona el material que vemos parece tener cierta inclinación por la sordidez suave y por las mujeres jóvenes y atractivas. Quizá la cosa no fuera solo sobre el exceso de imágenes en general, sino sobre el exceso de un tipo de imágenes, o sobre el surgimiento de ciertos fenómenos propiciados por la facilidad de producir y compartir imágenes que surge con las redes sociales, tendré que seguir pensando. 

Extraña alegría, de Javier Hernando

Extraña Alegría es un monólogo interpretado por Rocío Bello. Un texto que es un intento de homenajear a los muertos (a algunos muertos, claro) de una forma particular: buscando formas de mantener la fe en la humanidad, o el optimismo por el futuro o las ganas de vivir. Para encontrar esta fe, este optimismo o estas ganas la obra busca en las historias de algunas personas que nos precedieron. Personas que en algún momento, de forma inesperada, se vieron envueltas en conflictos y decidieron oponerse con más o menos éxito a maquinarias que parecían imposibles de doblegar. Se habla, entre otras cosas, de un pequeño gesto que desencadenó una huelga nacional, de un intento de detener un desahucio con un poco de pintura, de una madre que se enfrentó a narcotraficantes y de un barrio que se salvó a sí mismo del olvido administrativo y el aislamiento. Creo que la obra va de recordar que quizá podamos hacer poco, pero casi siempre podemos hacer algo. En una conferencia pronunciada hace un par de años de la que hablé brevemente aquí, Andrea Soto Calderón dijo que “no es lo que existe lo que necesita de nosotros, sino lo que debería existir, lo que podría existir”. Desde entonces pienso mucho en esta idea y la recordé varias veces mientras veía esta obra: las cosas que son solo una posibilidad son las que requieren del esfuerzo de imaginarlas primero y de llevarlas a cabo después, un futuro posible es una criatura frágil de la que hay que estar pendiente, nada se arregla ni mejora si no hay alguien tomándose el trabajo de imaginar cómo podría funcionar bien. El problema es que últimamente y sobre todo en las ciudades, estamos todos muy reventados como para ponernos a imaginar, y también, creo, que nos está comiendo el discurso de que las cosas son ahora peores que nunca y que los sistemas están tan establecidos y son tan grandes y omnipresentes que un individuo no puede cambiar nada. En la obra de Javier Hernando el optimismo es una decisión política, pero no viene dado, se fabrica con voluntad y disciplina, se busca y es necesario para no languidecer en la angustia que, si bien es una respuesta natural a muchas de las cosas que nos rodean, al final nos vuelve dóciles, manejables. Algo habrá que hacer, porque los buenos no pueden haber muerto para nada. 

Symphony of horror, de Sara Manubens

El festival se cierra con el estreno del último trabajo de Sara Manubens. En una sala diáfana el público se acomoda en sillas situadas alrededor de un cuadrilátero vacío. Quien salga a ocupar ese espacio no tendrá dónde esconderse, los cuerpos que allí se sitúen estarán inevitablemente expuestos durante toda la pieza, serán observados desde todos los puntos de vista. 

El espectáculo comienza, mientras canta una canción de amor, Sara (o el personaje que Sara interpreta) es atacada por una vampira que sin que ella se diera cuenta la había estado acechando. Después de beber su sangre, la vampira descansa satisfecha y presume de su victoria. La que acaba de ser mordida queda inerte en el suelo, pero este estado dura sólo unos segundos al cabo de los cuales despierta, convertida ella también en una no-muerta que ataca a su creadora. A partir de esta primera interacción se sucederán entre Sara Manubens y Norma Pérez resurrecciones y transformaciones que las llevarán a transitar todos los estados y a habitar todos los cuerpos que son posibles en las historias de vampiros en sus diferentes versiones y variantes estéticas. El vínculo entre los dos personajes se reiniciará cada pocos minutos, una situación se convertirá en otra, cada una pasará de ser víctima indefensa a monstruo temible, de humana a criatura con poderes sobrenaturales. Cada vez que creamos que los roles se han establecido algo nuevo se desplegará y todo cambiará completamente. Los personajes se irán componiendo y descomponiendo a medida que se desprendan de su vestuario y se lo vuelvan a poner. La pieza es una sucesión de historias dentro de historias y personajes dentro de personajes en la que veremos doncellas frágiles, demonios, vírgenes puras o cazadoras. Entre las dos habrá un vínculo móvil, que irá de la amistad a la persecución, del ataque a la ayuda, como si fueran enemigas que no sabrían ni querrían vivir una sin la otra. 

La parodia y el humor aparecen a través de la sorpresa incesante y del esfuerzo máximo. Este trabajo es un ejercicio barroco durante el que las artistas entregan deliberadamente todo lo que tienen, sin preocuparse por administrar energía ni recursos, poniendo en juego todo el cuerpo que en más de un momento desborda el escenario.

María Cecilia Guelfi

Imágenes de Alessia Bombaci

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