Algo supuestamente pop que nunca volveré a hacer. Fiesta #2

 

FIESTA #2:
Algo supuestamente pop que nunca volveré a hacer.

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El Conde de Torrefiel aterriza en Madrid en la sala Pradillo justo un año después de presentar su “Haneke”. El cartel de la obra invade las marquesinas madrileñas con otro título kilométrico de herencia carnicera: “La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento.

Y El Conde nos regala otro chute de ese teatro descompuesto, de ese combate de texto contra imagen que vienen desarrollando. Textos dichos en escena y textos proyectados pelean contra imágenes construidas con cuerpos. En esta ocasión: Una clase de yoga, un grupo de heavys melenudos, unos culos-humanoides que gesticulan, una escultura humana y una fiesta que deriva en orgía de cuerpos sudados y húmedos, ocupan esa pecera blanca, esa urna enmarcada en la que desarrollan su trabajo. Herederos del teatro irónico y macarra de García, pero situados en el cubo blanco de los conceptuales. Linóleo blanco en la caja negra. Distancia y objetualización de los cuerpos. A esta gente deberían enseñarla en las escuelas de teatro, joder. Teatro desmontado: palabras, luz, espacio, sonidos, cuerpos. Teatro minimal y descuartizado.

El Conde de Torrefiel es verborrea inteligente, verbo afilado, lucidez encendida, ironía dolorosa, batidora postmoderna y multirreferencial, acidez amigable. El Conde de Torrefiel es leerte los blogs más inteligentes que conoces del tirón, metiéndote rayas durante toda la noche para aguantar. Es un empacho de palabras. Es las ganas de vomitar y es la vomitona. Es volver a pensar todo lo que sientes sobre tu puta mierda de vida en sesenta minutos. El Conde de Torrefiel es mirarte al espejo y decirte a la cara que ni yéndote un fin de semana a desconectar, tu vida va a mejorar en nada. El Conde de Torrefiel es también estar hasta los cojones de tu propia lucidez. Es la pobreza de nuestra vida disfrazada de riqueza. Y, qué coño, es lo que dicen los jóvenes y es lo que dice Rebecca Praga. El Conde de Torrefiel es inteligente y es, por tanto, malvado. El Conde de Torrefiel es, definitivamente, pop.

Si Michel Houllebecq tuviera una compañía de teatro se llamaría el Conde de Torrefiel y bebería en los ensayos hasta reventar. Si David Foster Wallace hubiera soñado con hacer teatro, habría conocido a Rebecca Praga y tal vez hubiera pospuesto lo inevitable a base de enseñar el culo en escena por medio mundo. Si Harmony Korine quiere dejar el cine y ponerse elegante, debería conocer al Conde de Torrefiel.

Hay obras escénicas que hablan de ideas, otras hablan de sí mismas y otras hablan de las demás. Y yo, el otro día me encontré con Rebecca Praga y me dijo que ya no la ponían en los créditos y que prefería que fuera así. Que está hasta el coño de que la pregunten por Pablo Gisbert y por Tanya Beyeler y ha decidido volverse un poco más invisible, desaparecer un poco para seguir escribiendo con vertiginosa ruptura. En esta nueva entrega, Rebecca nos regala un texto roto y brillante, construido como un modelo para armar, en el que cada frase corresponde a un grupo neuronal distinto, ciento veinte pensamientos por minuto, atropellado y certero, cortando y pegando, aquí y allá, pensamientos, imágenes y recuerdos inventados. Digámoslo ya: lo mejor de este nuevo artefacto escénico es el texto, desgranado en escena con irónica tranquilidad por Tanya y Cris Celada. El cuchillo en el ojo, la sonrisa cómplice, el martillo en la sonrisa. Se hablan la una a la otra. Se animan, se comprenden, se gustan. Nosotros escuchamos porque pasábamos por allí. Es curioso, pero el Conde nunca te habla de frente, ya sea mediante textos proyectados en sus blancas paredes, o a través de audios pregrabados, o diciendo los textos de espaldas al público, o con boli escribiendo en una libreta en una misa por streaming, o, como en este caso, hablando entre las actrices, El Conde nunca te habla a tí. Y así construye una cuarta pared, una pantalla, un ventanal. En esta disposición del decir construyen esa distancia que necesita su trabajo. Una distancia que hace sentirse al espectador a salvo, como mirando la televisión o un canal de youtube. Una distancia desde la que hablarte sin parar, jugando al despiste con voz tranquila y suave ironía. Se nos murió el Amor y la Política, dice. Estamos en el siglo del Sexo y el Dinero, dice. Dice también que se usa al pueblo sin conocer al pueblo. Que se habla del proletariado sin conocer al proletariado. Y que el protelariado llena las iglesias y el ejército y los campos de fútbol y los puticlubs y los centros comerciales. Y que nada bueno se puede esperar del proletariado si uno conoce al proletariado. Eso dice.

El Conde de Torrefiel utiliza la acumulación y la digresión para multiplicar su discurso y dejar clara su posición. Una posición de observador, de cronista en directo de su (nuestra) puta realidad. Y su crítica sin fin nos ahoga. Y la suavidad de su decir en escena se nos antoja amarga. Y su ironía se transforma en cinismo. Y entonces duelen las palabras. Y duele la escena. Y nos sentimos tan cansados de toda esa rabia disfrazada de sonrisa, de todo ese dolor camuflado en la voz que cuenta un cuento infantil, como para tener ganas de matar o violar a alguien desconocido. El Conde de Torrefiel nos habla a veces como si fuéramos los niños imbéciles que en realidad somos. Es el puto narrador de una película de Von Trier. El Conde de Torrefiel es un tocacojones profesional. Es mierda de la buena. Y sería una mierda igual de buena y más bonita, si en medio de esa radiografía implacable de la, como ellos dicen, “realidad contemporánea”, fueran capaces de regalarnos algún puto agujero por dónde respirar.

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Pero lo que yo me pregunto es (y ahora tenéis que poner voz de Homer Simpson pensando): ¿Dónde coño está el ciervo?

Hace un año esta perra no había aprendido a ladrar, y se quedó con ganas de comentar algunas cosas: Cuando vimos y escuchamos y olisqueamos “Haneke”, ladramos de gusto y nos sorprendió la capacidad de proponer un lenguaje desconocido y hacerlo legible a nuestras mentes perrunas. Conglomerado de sugerencia, presencia y abstracción, delirante en su opacidad y cargado de potencias que estallaban en el momento inesperado. Imágenes extrañadas, limpias, precisas y carentes de un significado conocido o reconocible, el Conde conseguía ensimismar las imágenes, que se mostraban vacías. Vacías, es decir, por rellenar. Y ese recipiente hipnótico se semantizaba en directo en lucha con las palabras, sin un vencedor claro, solo los puños de Ali y la mandíbula de Foreman confundidos, influyéndose mutuamente, enriqueciéndose. La potencia de la propuesta del Conde residía en esa lucha en la que no había claros vencedores. Los movimientos espasmódicos y sin significado, como si dijéramos, en un estado de pre-codificación, eran codificados y llenados de sentido en directo por nuestras mentes receptivas a múltiples estímulos (sonoros, textuales, lumínicos, sensitivos). Esta creación de un lenguaje por hacer, por construir en escena, provoca la apertura a un nuevo teatro libre de tantas cargas. Un vendaval de aire fresco frente a las imágenes repetidas, conocidas y autorreferenciales.

La lucha entre el texto y la escena viva no era la acumulación de palabras brillantes que desafiaban a una imagen sostenida y legible. En “La chica” las imágenes se aplanan rotundas en su obviedad. Conocidas a la primera, sin misterio por conocer. Con un desarrollo escénico inexistente o muy leve, apenas un crescendo repetido. Los heavys bailan más. Los fiesteros aligeran su ropa y se frotan piel con piel ocultando sus cabezas, los culos saludan y hacen aspavientos de manera más frenética. Pero nada cambia en la escena.Y cualquier escena encerraba la posibilidad de oscurecer las imágenes, de sabotear su literalidad, su inmediata comprensión. La escena de los culos es una obra por hacer. La escena de los fiesteros orgiásticos es el apunte de la película por hacer. Y yo la llamaría Spring Breakers, bitch!, digo, ¡perra! El trabajo de composición y elaboración les llevaría más lejos. Qué coño, no lo imagina esta Perra, lo ha visto. Echamos de menos la complejidad y capacidad de sorpresa de una polla que crece en medio de una danza rítmica y absurda o el delirio sevillano de una semana santa que se va de las manos. La extraña comunidad de seres perdidos que “Haneke” presentaba es sustituida por un grupo de actores invitados a ejecutar una serie de imágenes sin desarrollo. Y no da igual. Y no es lo mismo. ¿Dónde esta la cabeza de ciervo? ¿Dónde el culo untado de rosa? ¿Dónde todas esas cosas que no significan nada hasta entrar en contacto con el linóleo blanco y pelear?

En su nueva propuesta el Conde parece confundir sus potencias y, si bien leemos y escuchamos unos textos más elaborados, seguramente mas lúcidos e intelectualmente operativos, pensamos que las imágenes han perdido autonomía o fuerza para luchar contra las palabras. Equilibrarlas y redirigirlas. Las imágenes se han supeditado y sometido a la incontinencia del discurso y la obra se ha hecho más García, más publicitaria, más directa, más conocida. Y, joder, es más fácil olvidar las palabras y desecharlas que las putas imágenes que se clavan como puñales en el cortex cerebral.

Y lo diré una vez más: ese descuido de la escena despotencia la obra. Y despotencia, también, el propio texto.

La clase de yoga del comienzo o la escultura de los cuerpos desnudos parecen concentrar la mirada de manera diferente. Los ojos y los cerebros observan con atención. Espectadores espectantes. Un camino dual entre el hiperrealismo y la forma pura que definen muy bien el trabajo del Conde. Y que desde aquí aplaudimos como groupies en celo.

Tampoco queríamos dejar de destacar el trabajo con las luces y colores, filtros, recortes, gobos y horteradas varias, que en manos del Conde y sus aliados se convierten en delicadas piezas lumínicas de psicotrópica belleza. Así como el cuidado espacio sonoro que articula y modula los ritmos emocionales de la obra.

Esta “Chica” nos hace esperar con ansia la nueva obra del Conde. La que lleve más lejos todo lo que está construyendo. Yo creo que va a ser la hostia. La putada es que Rebecca Praga me ha soplado ya el título. Se va a llamar SPOILER: “Escenas para una conversación después del visionado de una película de Michael Haneke”. O como los perros decimos: “Haneke”.

Pero, Perra, no te pongas tan estupenda, que esto tan serio del teatro, en el fondo, da- mu-cha-pu-ta-ri-sa, joder. ¡Guau!

fu*Aquí la Fiesta #1

TU PERRA

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El futuro del pasado es el presente. Fiesta #1

Para inaugurar su espacio en Perro Paco, Tu Perra os invita a dos fiestas. Dos aproximaciones que proponen una revisión crítica de nuestro pasado y al mismo tiempo, una radiografía de nuestro presente a cargo de artistas nacidos en los años ochenta. En la primera entrega Luis López Carrasco y su película “El Futuro”. La segunda fiesta corre a cargo del Conde de Torrefiel y “La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento“. Lo dicho: ¡Fiesta!

FIESTA #1:
El futuro del pasado es el presente.

Desiertas ruinas con bellas piscinas,
mujeres resecas con voz de vampiras,
mutantes hambrientos buscando en las calles,
cadáveres frescos que calmen su hambre.

En el festival de cine europeo de Sevilla, Tu Perra observa con atención los 68 minutos de El Futuro, la primera película como director solitario de Luis López Carrasco, integrante del colectivo Los Hijos.

La película se construye con un dispositivo aparentemente sencillo:

Sobre una pantalla en negro escuchamos la voz de Felipe Gonzalez. El Psoe ha ganado las elecciones. Corre el año 1982 y España mira hacia delante. El Futuro ya llega.

CORTE A:

Unos jóvenes celebran una fiesta en una casa. Beben, bailan, hablan, se miran, se ríen, se tocan, se besan, se confiesan. No escuchamos casi nada de lo que dicen. La música está muy alta y tapa las conversaciones, los intercambios, los timbres de voz. Se sucede una canción post punk tras otra a lo largo de toda la película. 68 minutos después se acaba.

FUNDE A NEGRO.

No hay trama ni historia ni pollas. Hay Historia. O el intento de localizar algo, de reproducir un estado de ánimo, de radiografiar a través de un retrato colectivo y aparentemente banal. Como voyeurs en una máquina del tiempo, observamos el desarrollo de una fiesta en una casa a principios de los años 80. Una recreación. Una fiesta que es antes y es ahora. Una fiesta tan aburrida y divertida como cualquier otra. Y como los protagonistas de Blow Up y La conversación, nosotros, espectadores, escrutamos las imágenes y los sonidos en busca de algo que está detrás, oculto entre los cuerpos y los rostros, flotando. Alguna clave escondida que nos permita entender nuestro presente. El error original. La caída.

Rodada en 16 mm y montada a través del corte abrupto y la pérdida continua de sincronía entre imagen y sonido, lo que vemos en la pantalla se convierte en un trampantojo, una ilusión. López Carrasco nos introduce en una fiesta anacrónica, tratando de recrear las imágenes perdidas de esos años. De inventar las imágenes que nos faltan. Y la ilusión funciona. La textura de la película, su color, su grano, su obscenidad llena de jump-cuts, de imperfecciones, nos transportan a las imágenes del underground de esa época, de Warhol a Cassavettes, de Almodovar a Zulueta.

Pero “El futuro” también es el documental de una fiesta temática. Una fiesta en la que jóvenes de 2013 reproducen una fiesta de los primeros ochenta. Una fiesta de disfraces con un Dj nostálgico. Con laca y sombras de ojos y hombreras y pelos cardados. Estos jóvenes que vemos son los hijos de aquellos que representan (no casualmente, el director dedica la película “a sus padres”). Una fiesta que retrata un momento muy particular de la historia de este país. La llegada al poder de González y sus palabras de entonces, resuenan en nuestro presente. Las mismas palabras prendidas de esperanzas, de disposición de los cuerpos y las mentes, de deseo, resuenan ahora como el epitafio de algo. De algo que no se hizo o que se hizo terriblemente mal. ¿Quién es esta gente? ¿Qué es lo que hicieron mal? ¿tenemos derecho a echárselo en cara? ¿se puede reprochar a alguien la alegría? ¿podemos pensar que la falta de miedo y la libertad anularon o apagaron el cambio verdadero? ¿qué dieron por supuesto? ¿qué dificultades encontraron? ¿Cómo hicieron uso de su libertad? ¿Cómo construyeron El futuro?

La película parece reprochar el desentendimiento de ciertas luchas por hacer a toda una generación, mientras observa hipnotizada el devenir de la alegría en esos cuerpos festivos.

Escuchamos fragmentos de conversaciones que no vemos mientras miramos a gente que habla sin escuchar lo que dicen. Las palabras no importan, parece decir López Carrasco. Importan las canciones, los ojos y los cuerpos. Y lo que flota entre todos ellos. La atmósfera en la que, por fin, en España, se puede respirar. Y esnifar y follar y reír y cantar.

De aquellas lluvias estas tempestades. En un momento en que la modélica Transición es cuestionada por la generación que nació de ella. Cuando la calle denuncia la falta de democracia confrontándola a una Transición insuficiente y tramposa, observamos en 1982 la celebración de algo que en realidad estaba por hacer. De algo que, por tanto, quedó a medio hacer. Deshecho. Abortado. Vivimos, parece, una resaca monumental.

La película muestra antes de juzgar. O, en cualquier caso, juzga con sutileza terrible. Esperanza y banalidad superpuestas. Manteniéndose en un equilibrado punto intermedio entre la celebración del hedonismo, la alegría que destilan esos cuerpos, la falta de miedo, la transgresión y la esperanza, que conviven con una sombra al acecho, el agujero negro del futuro proyectándose al pasado. Impregnándolo todo. “La película nace de una gran tristeza, de un sentimiento de pérdida”, dice el director. La pérdida de una lucha no luchada. La celebración de una victoria mentirosa.

“El futuro” es la sensación paranoica e hipersensible de ir a una fiesta y sentir que en el mejor momento te invade la tristeza de su final. Es vivir sintiendo desde el futuro el deterioro de todo presente. Es sentir que todo se pierde antes de llegar a tener lugar.

Dice López Carrasco: “(…) toda película es política, ¿no? Una película que no se posicione políticamente obedecerá a la estrategia más evidente, más clara y diáfana que hemos vivido en estos últimos veinte años: la de considerar este periodo histórico como un periodo por encima de las ideologías, un periodo en el que la “ideología” no opera como categoría que se pueda conjugar. Considerarse apolítico es la mejor manera de señalarse ideológicamente, demostrar a las claras que se está instalado en una connivencia acrítica con los dictados del poder hegemónico, llámesele financiero o institucional.

Sorprende la claridad y radicalidad de López Carrasco, un rara avis junto a su colectivo Los Hijos, en un cine español que, incluso desde los márgenes, busca encontrar su espacio. Dinamitar la llamada “Cultura de la Transición” para encontrar un hueco, un sitio, su lugar bajo el sol. “Más bien da la sensación de que nos encontramos ante la pataleta de un lobby cultural enfadado con otro que se le ha adelantado generacionalmente“, observa López Carrasco. Y Tu Perra no puede estar más de acuerdo.

Si algo nos mantiene hipnotizados en el juego temporal que plantea Lopez Carrasco es la observación de los cuerpos que bailan, se drogan, fuman, beben, miran, sonríen, se tocan, ríen, seducen y son seducidos. Ahora como entonces. Aniquilados en su propia fiesta. Mientras nos invade una banda sonora arqueológica y maravillosa en la que aparecen Aviador Dro, Monaguillosh, Los Iniciados, Oviformia Sci, Ataque de Caspa o Ciudad Jardín entre otros. Hasta en esto huye López Carrasco de la obviedad y recupera la explosión musical de la época.

En mitad de la película, precisamente Aviador Dro suena de manera nuclear sobre una colección de fotografías encontradas. Observamos a una familia de clase alta, en sus viajes y celebraciones, abuelos, padres e hijos, disfrutando de una España que pasa del blanco y negro al color con el brazo en alto. Una familia de derechas cualquiera. Un contraplano necesario. Una España que sigue ahí, cada día un poco menos escondida. Sin necesidad de simular una falsa vergüenza que no siente.

Hacia el final, el celuloide se deteriora, el sonido falla y la imagen es invadida por un agujero negro que parece devorar el pasado. Un eclipse que oscurece la fiesta. Un mensaje que viene del futuro. Una advertencia:

Cuando dejamos en manos de otros la construcción de nuestra libertad, sólo podemos esperar el entierro de nuestra libertad. Cuando dejamos en manos de otros la construcción de nuestro futuro, sólo podemos esperar el entierro de nuestro futuro. Todo lo que dejemos en manos de otros será robado. Todo lo que abandonemos al cuidado de otros será destruido. Todo aquello que nuestras manos no edifiquen será derruido. Todo aquello que nuestras manos no acaricien, quedará desierto.

Esta película extraña y experimental se emparenta con las últimas obras de Santiago Sierra (véase “Los Encargados”) y constituye una singular aportación desde el audiovisual a la construcción, en marcha, de una reescritura crítica de nuestro pasado reciente. Lo llaman democracia. No lo es. Qué putada, encima, haberse perdido la fiesta.

*Aquí la Fiesta #2

TU PERRA

Links de interés:

Entrevista al autor

Una colección de las canciones que suenan en la película

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De perros, nombres, caretas y seudónimos anonymous

Cursi es todo sentimiento que no se comparte

Ramón Gómez de la Serna

 

Mucho se trata entre bambalinas en las últimas semanas la cuestión del anonimato en comentarios, foros, blogs, críticas, crónicas y escupitajos. El propio Maestro Ramos se pronunció con la ya icónica sentencia: “Perro Paco es una especie de Anonymous de la escena ¿no?” re-situando el debate sobre las máscaras, caretas y hocicos manchados que ocultan y emborronan los nombres y los rostros.

Si Tu Perra tuviera algo que decir sobre el tema, diría esto:

El anonimato, como herramienta, puede constituir una potencia. Con luces y sombras, claro. Como en casi todo, su pertinencia depende de su uso. De su aplicación y de su utilidad.

El anonimato se constituye como una identidad desdibujada. Un cualquiera. Todos somos, por tanto, susceptibles de ser parte de esa comunidad sin comunidad. La comunidad de los anónimos. Todos los rostros superpuestos dan lugar a una rostridad genérica. Y sin embargo, este nombre común permite la individualidad más radical. Un individualidad libre y conectada. Lo hemos visto en las pantallas de nuestros ordenadores y móviles. Lo hemos visto en las calles. Lo hemos leído en muchos lados. La fuerza del anonimato. La comunidad anónima reniega de jerarquías, reivindica la asamblea, el diálogo y la reflexión crítica, personal y colectiva. La comunidad de los nadie es la voz de la multiplicidad. Del entrechocar de pensamientos. Todos somos Perro Paco. Perro Paco somos todos.

Y una de las cosas que facilita el anonimato es que las palabras no estén contaminadas. Que las ideas y el ritmo de las frases construyan una comunicación. A puñetazos o con caricias. Pero sin interferencias. Y así, se discutirán las ideas, si son útiles o fértiles o pertinentes. Y se desecharán si son improductivas o nocivas o banales. Nada más justo para un Perro. Conversación o silencio. Las palabras no tendrán el timbre de voz conocido. Las relaciones personales no condicionarán estas palabras. Quitarse un poco del medio, que diría Paniker. No dejar que las alianzas, los grupos, las comunidades y las amistades interfieran en las palabras. Palabras, palabras, palabras. Para ello, como dice el gacetillero, la única consigna, la única exigencia posible es exprimir un poco las meninges. Para que las neuronas espejo habitantes de otras meninges entren en resonancia. Y trabajen también. Para rechazar, modificar, desestimar. Pero que trabajen.

Interesante parece en todo caso que las conversaciones a media voz, los silencios, las ausencias y las reacciones indecorosas salgan a la luz. Y podamos hacerlas propias, discutirlas, tomar conciencia de los desacuerdos y, en definitiva, manosearlas. Construir algo con todo ello. Una plural conversación. Creo que esto es algo extremadamente necesario para los creadores, además. Aunque fragilice. Aunque moleste. Porque un/a autor, compañía, intérprete, coreógrafo/a o director/a de escena tiene las siguientes maneras de encontrar una respuesta del “público” o del “contexto” o simplemente, de todos aquellos que van a ver la presentación de la nueva propuesta:

1/ La reacción del público durante la pieza: cómo respira, cómo reacciona, cómo atiende y observa;

2/ Las presencias y ausencias en el patio de butacas;

3/ Las conversaciones, laudatorias principalmente, de gente que se acerca al artista después del estreno;

4/ Los silencios de aquellos que no dicen nada ni se acercan a comentar nada (esa situación especialmente absurda que convierte al autor en un apestado que excitado, dudoso y ansioso después del trabajo hecho para llegar a poner sus ideas frente o junto a otros, se encuentra hablando de cualquier cosa con los espectadores) cuando es posible que ese mismo silencio signifique tantas cosas: rechazo, incapacidad de decir, éxtasis sensible o disgusto airado…;

5/ Los, en unas ocasiones insufribles y en otras, las menos, iluminadores Aftertalks que se proponen en algunos contextos y espacios (en muchas ocasiones el autor y su obra se convierten rápidamente en una excusa para hablar, lo que se agradece cuando este hablar construye algún tipo de pensamiento en común, y entonces la obra es una excusa genial para aprender y reflexionar. Pero otras veces es simplemente el momento que algunos eligen para oírse hablar a sí mismos eternamente – no hay que ir muy lejos para saber a qué me refiero si estuvisteis en la conferencia de Michael Hardt en el MNCARS…);

6/ La críticas que puedan publicarse en la prensa (en el caso de las artes vivas contemporáneas su presencia es nula o milagrosa, y no hay mejor noticia que descubrir los textos de Pablo Caralana en El País estas últimas semanas) o en blogs y webs que siguen el desarrollo de la escena. La sensación de esta Perra es que la mayoría de estos blogs (sí, generalizando y exagerando, ¿si no como cojones voy a explicarme bien?) practican la lisonja aséptica, el bienquedar y la superficialidad en su acercamiento;

7/ La proposición de actuaciones, residencias, co-producciones, giras y bolos, que se constituye como algo fundamental para el artista, pero que sitúa la única recepción relevante de la práctica artística en comisarios, programadores y acumuladores de poder;

8/ La revisión o crítica más seria y elaborada de la “Academia”, los estudios, las publicaciones de documentación y revisión artística, etc. Algo que escasea por estas tierras y que suele ir por detrás de los propios artistas y sus trayectorias, siempre un poco tarde, siempre un poco anacrónico;

9/ Las conversaciones pausadas o exaltadas con amigos y gente de confianza, seguramente las más productivas, pero con tendencias ensimismadas;

970325_10152485266120639_652952459_nFoto de Tu Perra en su cuenta de twitter

Y poco más. ¿Y los espectadores, compañeros, artistas? Silencio o lisonja. Los Seudónimos Anonymous sólo pretenden aportar una voz más. Una voz que son muchas. Porque cuando el autor no está presente se habla mucho de las propuestas. Y todos estos diálogos maravillosos entre espectadores, entre los que conforman esa mágica comunidad incierta de “los que lo han visto”. Y también las conversaciones de los que explican lo que vieron a los que no pudieron o no quisieron acercarse al teatro, a la sala, al museo. El intercambio, las preguntas, las conclusiones inacabables. Todo eso, es lo que los Perros, de manera humilde y con tono pedante (no os preocupéis: nos estamos controlando…) pretenden arrimar a la luz. Iniciar la conversación. Con el convencimiento de que nos va a enriquecer. A todos.

Recordemos: los Perros escriben porque les sale de los huevos, sin cobrar un duro (pagando su entrada, en realidad), peleándose con el teclado del ordenador. Discutiendo consigo mismos. Tratando de generar pensamiento, coreografiar las ideas, encontrar las preguntas adecuadas. Exponer las dudas. Valorar los hallazgos. Construyendo con sus recién salidos dientes una manera de mirar múltiple. Y con todos los errores que produce una experiencia “en práctica”, no están utilizando su liquidez anónima para convertirse en un comentarista de periódico digital. ¿Escupen, a veces? Sí, claro, es que nos han dibujado así.

Es obvio que el anonimato tiene sus riesgos. Su mal uso problemático. El insulto personal y gratuito desde esa invisibilidad. Lo podemos leer en cualquier noticia del periódico. Lo más básico y rudimentario de la comunicación alienada encuentra su lugar. La reducción de la dialéctica al improperio. Llevado al extremo, el desprestigio y la calumnia desde una posición confortable. Todo esto lo vemos a diario. Pero que los árboles quemados no nos impidan ver la potencia del bosque en crecimiento.

(Flashback),

En el 2005 se creó la plataforma Youtube. En 2006 se inventaron Twitter, aunque alcanzaría el uso masivo años después. En 2007 Zuckerberg da forma a Facebook. Pero hubo un internet pre-conexión. Una world wide web pre 2.0. Era la época del anonimato. De la explosión de los chats. De la quimera de los “portales”. De los avatares. De las máscaras. Del juego y la personificación. En aquellos años, la consigna fundamental era no dejar tus datos, ni tu nombre real, no ser controlado. Cuando internet era una red que aspiraba al control a través de los portales de contenidos y el desembarco empresarial en el entorno virtual. Este control explícito tuvo como respuesta el anonimato. Años después, el desarrollo de blogs, del universo de la 2.0, traía una idea revolucionaria: que los usuarios generaran sus propios contenidos. El control pareció ceder y entonces todo explotó. Internet invadió nuestra cotidianeidad. Nos habíamos convertido en trabajadores esporádicos sin sueldo de google, facebook, tmblr, twitter y demás empresas de recogida de datos. Estos datos están siendo vendidos a multinacionales, gobiernos y lobbies empresariales. Cotizando en bolsa mientras colgamos nuestros gatitos y nuestros vídeos de la policía pegándonos y las fotos de nuestros pies en la playa y nuestros caretos en todos los estados posibles. Paradójicamente, lo que antes era dificilísimo de conseguir, ahora, en esta era de control difuso y global, está siendo regalado. Todos los “me gusta”, todos los clics, todas las galletitas. Comenzaba la era del Control. ¿Mr. Burroughs donde estará?

Y, por supuesto, la primera consecuencia de todo esto fue la marginación y desprecio a los seudónimos. No queríamos más diferencias entre el mundo virtual y nuestro día a día real. Estaba todo tan ligado, que no tenía sentido ser “muchos”. Bastante teníamos con intentar ser uno en medio de toda esta velocidad. Y ahora queríamos saber con quién estábamos hablando. Hacer amigos. Confundir la esfera pública y privada, la esfera personal y la profesional. ¡Fuera las caretas! ¡Abajo los seudónimos!

Y la posibilidad de un mundo virtual distinto del real se esfumó. Uno y otro mundo se fusionaron y el nuevo proletariado ocupó sus asientos frente a la pantalla del ordenador. Y los Cualquiera sólo podían ser quienes eran. Y llamarse con sus nombres. No podían soñar ni creerse otros. Game Over. Insert coin. Se acabó el teatro.

Especialmente sorprendente son las dudas y recelos entre la comunidad de escénicas ante estas máscaras, personificaciones y juegos performativos con la identidad. ¡Perro Paco es una puta performance! Y, a veces, mejor que muchas de las cosas que se ven en los escenarios. Recomendaría a los recelosos y jóvenes imbéciles que se rían un poco y disfruten del espectáculo. Con nombres o sin nombres, con caretas o a hocico descubierto, qué más da. ¡Que corra el aire!

Bueno, ya he llenado tres folios y necesito que me saquen a pasear si no quieren que mee en la alfombra del salón. Ni dueño ni amo. ¡Guau!

TU PERRA.

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La palabras alternativas

Las Palabras. Pablo Messiez. Sala Cuarta Pared. Festival de Otoño.

 

1378538_10151519166069159_1141700243_nTu Perra mordiendo la mano que le da de comer.

 

Al hilo del post anterior “Invisible o la apoteosis del espectador” e interviniendo la conversación múltiple de estos días en Teatrón. Estos perros somos así, como no nos conocemos ni nos llamamos por teléfono, tenemos está molesta costumbre de hablar en público. No te preocupes, no es obligatorio leernos. ¿O sí?

En tiempos de desprecio hacia la cultura (¿fue alguna vez diferente? ¿las diferencias eran esenciales o sólo de grado?), se debe apoyar a cualquier persona, colectivo o estructura que de cabida a todo aquello que no tiene lugar en la cultura oficial. No solo hay que apoyarlo, sino generarlo, animarlo, cuidarlo y protegerlo. Es más, hay propuestas que, desde su concepción y nacimiento, son conscientes de su recorrido, de sus posibilidades, de sus límites. De la lucha que supone crear una “sala alternativa”. Del cansancio y de la energía. Del desvelo. Y aquí incluyo desde la locura Pradillo a la locura Kubik. Cada uno a su manera.

Ahora, es conveniente, al hilo de la discusión organizada en Teatrón, dejar de tirarse trastos a la cabeza y tratar de dilucidar qué significa que las salas alternativas se diferencien en cuestiones de aforo y tamaño o, además, sean los espacios donde se desarrollan “otros lenguajes”. Veamos.

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Si las salas alternativas son una alternativa estética, un lugar donde ver crecer y multiplicarse la experimentación, las propuestas innovadoras, los lenguajes bastardos y, en definitiva, el futuro del arte escénico; si las salas alternativas proponen esto, y son agentes propositivos, no sólo en su programación, sino también en su apoyo a la gente joven, en la vinculación de los artistas a las salas, en la solicitación y obtención de recursos públicos (esto es, dinero) para dar continuidad a toda esta línea de trabajo, en la creación de redes con otros espacios, festivales, estructuras; y, además, son capaces de traducir sus modos de gestión y organización, haciéndolos coherentes con sus presupuestos (éticos y económicos, en el doble sentido); e incluso luchar y dialogar con los estamentos oficiales y burocráticos, colaborando con festivales “oficiales” y espacios “públicos”. Si todo esto se cumple (atentos: primera paradoja), entonces, estos centros y estructuras oficiales encuentran la excusa perfecta para NO programar nunca esas cosas. Encuentran la herramienta fundamental de defensa del corralito que han aplicado en los últimos quince años.

En otras palabras, ¿la existencia de La Porta implica la imposibilidad de la Sección Irregular del Mercat de les Flors? ¿La existencia de Pradillo debe implicar el paso por la guillotina de Sismo en Matadero? Si la diferencia entre los centros oficiales y las salas alternativas es una diferencia no sólo de presupuesto, objetivos, tamaños, aforos y visibilidad; sino también de orientación artística, es decir, si las salas alternativas cubren un rango de la creación (el teatro o la danza “contemporáneo”, la performance, los experimentos escénicos, las propuestas inusuales) que no está teniendo cabida en esos mismos centros oficiales, ¿qué posibilidad de crecimiento le quedan a esas compañías, esos creadores, esos nuevos lenguajes? Me respondo a mí misma (era una pregunta retórica, claro): el techo de lo innovador, el límite del propio espacio de “lo alternativo”. La cárcel austera de lo diferente.

Y existe un problema añadido, una paradoja curatorial. Veamos, los grandes ejemplos de esta escena contemporánea y radical, las compañías y autores que, en otros países, reciben apoyo, generan público, son exhibidos en los contextos adecuados, etc. son caros. Castelluci, Delbono, Liddell, Lauwers, Waltz, Fabre, Superamas, Vandekeybus, García, Charmatz, Cassiers, Lupa, Marthaler, Stuart, Bêl, Ostermeier, etc. por citar sólo a los mas conocidos, a las vacas sagradas, a los que llevan ya tiempo, sin entrar en gustos o calidades, son caros. Muy caros. No pueden programarse en estos espacios alternativos y resistentes (más allá de los milagros de asistir a la presentación del libro de Castellucci editado por Continta Me Tienes en Pradillo hace unos meses, yeah…). Tienen que ser programados en los centros oficiales (teatros que todos estos autores conocen de sobra, pues es donde muestran su trabajo en toda Europa). Tienen que ser programados en el Festival de Otoño de Madrid o en el Mercat de les Flors de Barcelona o en el Teatro Central de Sevilla, etc. Es decir, estos autores son programados ante un público que desconoce el teatro contemporáneo local, el teatro refugiado en los espacios resistentes, un teatro, en gran medida, invisible. Y esto cuando son programados, claro. Algunos cada 10 años. Otros nunca.

Esta es la segunda paradoja: si se les programa, se les programa en los centros y festivales “oficiales”, si no se les programa no existen. Pero nunca parecen vincularse a ese teatro etiquetado, a nivel local, como “alternativo”.

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Por otro lado, si las salas alternativas se diferencian única y exclusivamente en su presupuesto y aforo, como expone Pablo Messiez y sobre lo que ironiza Jaime Conde Salazar. Si es exactamente lo mismo que se programa en los teatros oficiales, pero con menos dinero, con menos recursos, con menos público, poseen también una ventaja. Una ventaja precisa y creemos que para nada inocente. Sus obras, tarde o temprano, podrán ocupar esos espacios oficiales. Qué coño, ¡aspiran a ello! Pues lo que hacen no será extraño a esas estructuras. Y, según esta Perra, harán bien. Si lo que hacen no es muy diferente a lo que se propone en el CDN (y habría que entrar un poco más en estas diferencias, y en los modos de producción tan diferentes en uno u otro sitio), entonces, cómo no tener la aspiración de hacer tu teatro en los lugares con mayor visibilidad y por tanto, pregnancia en la vida cultural de la ciudad.

En este sentido, y adelantándonos a las críticas sobre la bisoñez y oportunismo de muchos de estos espacios de nacimiento reciente. Y estando de acuerdo con la mediocridad que supone repetir modelos tan endebles como los del teatro oficial, Tu Perra no puede evitar observar y anticiparse a la jugada que está por venir. Habrá que empezar a hablar de un teatro alternativo “de verdad” y otro “falso”, y en este sentido, quién se vestirá con los mantos de lo auténtico me hace rascarme las orejas y repensar la fórmula Messiez, que simplemente señala hechos comprobables: menos dinero, menos espacio, menos aforo. Punto. A partir de aquí, cada uno que haga lo que quiera y cómo quiera. La Casa de la Portera no tiene absolutamente nada que ver con Pradillo, sus maneras de gestión y apertura a creadores son fácilmente criticables y sus obras podrían formar parte de cualquier teatro público, sin embargo, es difícil acusarles de falta de coherencia en la programación de su sala… Tu Perra propone, desde su mente perruna y su mirada en blanco y negro, que este teatro innovador y diferente posibilite espacios en esos centros oficiales, que se empuje su presencia, que se utilicen las influencias y oportunidades para que este “otro” teatro no quede relegado a la precariedad infinita en esos espacios alternativos. Deseamos una colaboración activa y fructífera entre los espacios y centros oficiales y los espacios como Pradillo. Para que no existan techos y barreras entre uno y otro. Para que la energía creativa de la ciudad no se ahogue. Y los creadores puedan respirar y proyectarse. La responsabilidad de que esto suceda es de todos los agentes implicados: creadores, estructuras, gestores, salas, centros oficiales, cronistas y gacetilleros, perros y padrinos.

En este sentido la inclusión de El Conde de Torrefiel en la programación del festival de Otoño (en Pradillo, es decir, estás, pero en tu sitio) es significativa. No sabemos cual habrá sido la influencia de Getsemaní y su equipo en esto ni qué se le habrá pasado por la cabeza a Ariel para que suceda… Y encima le encargan un textito a Pablo Caralana para la revista del festival. Ver para creer.

Oxigenemos con una digresión prestada:

“Nada es lineal, todo acontece en un sin fin de pliegues, por debajo del juego macropolítico hay una miríada de interacciones micropolíticas produciéndose a las que siempre hay que estar ligado, porque allí se reabren las posibilidades. Hay algo de este orden que debemos aprender a cultivar como una potencia propiamente política, para evitar tener que seguir manejándonos con la imagen de un gran movimiento social que nos atraviesa y alcanza una forma magnífica, definitivamente fantástica, nueva y deslumbrante. Sobre todo, porque una vez que la movilidad circula por otras frecuencias o alcanza otras gradaciones -como en América Latina empezó a ocurrir a partir de 2003- pues la sensación de fracaso se vuelve inevitable y todo el mundo queda deprimido” (Suely Rolnik)

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Tu Perra no quiere repetirse demasiado, así que les recuerdo el consejo perruno de la semana pasada: escupan a todo aquel que pretenda encerrar bajo el techo de lo “alternativo”. A no ser que esa etiqueta se acompañe de recursos, apoyo, medios, visibilidad. Y si no, salivazo.

Un Perro Paco proponía una alternativa llena de inventiva (ya van saliendo las rimas…un poco de paciencia…): reventar este techo a hostias. Tu Perra no está muy segura de que los techos se revienten a hostias, o no sólo, y sospecha que habrá que usar una conjunción de estrategias que incluyan violencia, seducción, talento y oportunidad. Siempre habrá tiempo para recolocar el techo y cobijarse si la lluvia arrecia, rain dogs.

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Todo lo anterior apuntala el problema de “lo alternativo” como concepto y yugo. El uso de “lo alternativo” a modo de palabras mágicas. La manipulación del lenguaje. Un inocente mecanismo de defensa de la mediocridad oficial ante la pujanza de lo innovador. Un corsé. Que puede ser seductor y lleno de encanto. Erótico y seductor. Ocupar portadas de revistas. Pero que, con el paso del tiempo, no deja respirar.

Y así, con el uso interesado de las palabras y nuestra manera de nombrar y etiquetar llegamos a Messiez: Las palabras. Cuarta Pared. Festival de Otoño a Primavera (sic).

Las palabras nos presenta un mundo golpeado por la peste. Una enfermedad incurable que hace crecer bultos a través del sistema linfático, en las axilas, en el cuello, en el sexo. Una peste que no encuentra cura y acumula cadáveres en las aceras. La muerte se instala en las calles, en las casas, en las plazas. Llueve ceniza y la desesperación es sumisa y tranquila. Se espera, tan solo, que pase. No hay mal que cien años dure.

Messiez encuentra en esta peste una oportunidad. Si nada se puede hacer, ¿qué podemos hacer?

Y nos dice: las palabras se descuidan, se usan sin pensar, dándolas por supuesto, arrancando de ellas su capacidad estética, su belleza. Y en esta belleza encuentra un valor. Y de esta estética, Messiez infiere una ética. Una ética del decir. Y cree en la belleza de las palabras como garante del buen vivir. Un formalista optimista. Un viejo sueño este de unir belleza y bondad. Si algo es bello será bueno, decían algunos.

Y el rumor corre por todos lados: ¡las rimas y la poesía curan! y los consejos se escuchan a media voz: ¡si hablas en verso te bajan los bultos! Y la gente empieza a rimar. Y a sanar. Las palabras bellas destierran la peste. Y la peste se va. Y es bello escucharlo.

Esto es lo que Messiez nos presenta en la primera parte de su obra. Y mientras, cantan ¡Ay qué dolor! ¡Ay que dolor! para detener el dolor de su cuerpo, disfrutamos de estar allí. Escuchando el decir.

Messiez, luego, también nos dice otras cosas. Nos dice que ante los tiempos oscuros uno debe sonreír. Y construye toda una escena para contárnoslo. Y nos dice que las palabras del amor son las más sinceras, las más bellas, las más puras.

Que cuando el amor se muere
las palabras se afean,
las rupturas no riman,
tu tristeza se llena,
y los cuerpos, chillan.

Hay un médico y una historia de amor, también. El médico no tiene cura para la peste. Y se refugia en el amor. Pero es difícil empatizar con los protagonistas de esta love story. Todo es muy rápido y la conjunción escénica de Orazi y Javivi no acaba de funcionar. Para estar a la altura de la intensidad argentina, el médico grita y empuja su expresión como como si fuera un personajes de una obra distinta. Y este amor total, relega a todo el resto de la historia a la función de fondo, de entorno. Que escuchamos y conocemos a través del Coro que comenta la historia de la peste y de las rimas. Pero la potencia de esta historia que plantea Messiez queda sepultada bajo la historia de amor más grande jamás contada. Y aquí es donde esta Perra cree que la obra pierde gran parte de su capacidad de sugerencia. Cuando queríamos habitar este mundo en busca de belleza y palabras, ese mundo atemorizado y violentado, asistimos a una historia de amor que no necesitaba este contexto. O que no lo usa. O que no le afecta, en realidad. Desdibujada de pura intensidad.

Las palabras es una obra cursi, sí. ¿Y qué pasa? Como las películas de Douglas Sirk o los pasteles del domingo. Como las bayas Goji y la música indie. Lo cursi es siempre introducido por David Lynch en un mundo oscuro. Y funciona. No hace falta hacer Meditación Trascendental para sentirlo, joder. Messiez tenía lo cursi y tenía lo oscuro. Y en vez de introducir el uno en el otro, los ha yuxtapuesto. O incluso ha hecho a uno la figura y al otro el fondo. Y de esta forma ha desactivado su oscuridad en una catarata de palabras (rimadas). Y sí, las rimas quitan gran parte de su fuerza a la capacidad expresiva de Messiez, paradójicamente. Y la puesta en escena es convencional y sin brillo. La búsqueda de las palabras para contarse, se ha visto atraída por la propia belleza del lenguaje. Encerrada.

Sin embargo, esta Perra cree que las ideas que habitan Las Palabras son útiles para pensar(nos). Fértiles. Si la belleza es lo que nos dará una buena vida. ¿Qué hacemos con la belleza que nos rodea? Todo este brillo, toda esta juventud, toda esta energía que vemos por todos lados. Si el capitalismo nos vende belleza a cada paso. La belleza de lo nuevo. De lo diferente. Si cada pervertido discurso se enmascara con el aspecto de lo bello a través de sus empresas de marketing, asesores, creativos publicitarios. Entonces, ¿Podemos seguir confiando en que la belleza nos salvará? ¿Podemos creer todavía en la inocencia de las palabras que nombran? ¿Es el teatro el escenario de esta belleza? No hay poesía después de Auschwitz, ¡alternativo!

TU PERRA

Pd: Una cosa más: la carta de Cornago está que te cagas.

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Invisible o la apoteosis del espectador

Invisible. Victor Iriarte. MNCARS. Ciclo: Narraciones sin final.

Si se creen los cineastas, artistas plásticos, literatos o músicos que están a salvo de la saliva de esta Perra, déjenme decirles una cosa: se equivocan.

Si de algo estamos convencidos es de nuestra absoluta falta de prejuicio a la hora de valorar, experimentar y reflexionar sobre cualquier manifestación artística. Lo que no nos da la escena, que nos lo de la pantalla.

Así, Tu Perra se acercó a ver la primera película de Victor Iriarte, Invisible, al Museo Reina Sofía. Películas y museos. Ese otro cine. Bla bla bla. Desde aquí una advertencia: Siempre que a un grupúsculo de artistas (ya sean cineastas, poetas, escritores, músicos o teatreros) les cuelguen la etiqueta de “alternativos”, nuevo cine, secciones irregulares, los raros, los nuevos, los experimentales, los rompedores, escupan al que lo dice. Sin preguntar. Escupan. Y que solo se libre del salivazo aquel que acompañe su etiqueta con dinero. O con visibilidad. O con apoyo. O con recursos. Y si no: escupitajo a la cara. Sin preguntar. Y antes de que consigan que todos juntitos se metan en el saco de la vanguardia, de los diferentes, de los rompedores, de los novedosos. Y antes de que hagan grupito y se hagan amigos y se sientan contentos de haberse conocido y haber encontrado un entorno o un contexto o unos compañeros o una sala o un festival amigo, piensen en lo que significan esas etiquetas. Y dónde les coloca. Y a qué o a cuánto les da acceso. Y a cuánto no. Y qué lugares les van a dejar para desarrollar su trabajo. Y con qué proyección. Y con qué dinero. Y qué público conocerá su trabajo. Y cuánto podrá ese público multiplicarse. Y qué se consigue a cambio de vivir bajo un techo. El techo de lo diferente. El límite de lo experimental. Y entonces, una vez hayan conseguido pensar en esto, una vez hayan dejado de chuparse las pollas y lamerse los coños unos a otros, piensen a quien le conviene encerrar lo nuevo. Acotar la disidencia. Explicar lo diferente. Y a quienes les conviene controlar la Ruptura. Y pregúntense, también, cuánto tiempo van a aguantar viviendo bajo ese techo. Y en qué condiciones. Y cuando se hayan preguntado todas estas cosas, entonces, miren hacia atrás. A hace diez años. A hace veinte años. Y piensen qué era lo nuevo, lo diferente, lo alternativo, lo rompedor entonces. Y qué edad tenían aquellos rompedores alternativos de la música, del teatro, del cine. Y qué hizo ese techo con ellos. Y qué hizo con aquellos que pusieron el techo y aplaudieron y les dejaron sus salas para alternativos, y sus circuitos para alternativos. Y el público que eso creó. Y el que no. Y sin llegar a conclusiones, piensen, cuestionen, replanteen. Dónde, cómo, cuándo, para quién y en qué condiciones quieren desarrollar su trabajo. Y después, escupan. A no ser que la etiqueta se acompañe de recursos, de dinero, de visibilidad, de apoyo real, escupan. A todo el que encierre en lo emergente, en lo nuevo, en lo rompedor. Y traten de localizar a los vampiros. A los que sonríen a lo alternativo y chupan la sangre de lo alternativo. Al que aplaude lo alternativo y somete lo alternativo. Y okupen los teatros públicos, los museos y las salas comerciales, los festivales de alto abolengo y las fiestas de los pueblos, las ayudas públicas, las portadas de periódicos, la mirada de todos los agentes de la cultura. No se encierren en lo minúsculo, en lo confortable, en lo resistente. No se dejen avasallar por la incultura generalizada. Sí, qué risa lo de Angélica, ¿no? Qué fácil hacer leña del árbol que está por caer. Qué fácil agitar el hacha. País envidioso y pequeñopensante. Imiten a Angélica. Piensen en grande, joder. Y nunca nunca se conformen con ser alternativos (¿alternativo a qué? ¿a la mierda reinante?).

Pero no nos alejemos, que esta Perra se pone muy pesada: Invisible. Victor Iriarte.

 

 Ella escucha cosas que nosotros no escuchamos.

 

En la introducción, Victor en persona nos dejó una imagen con la que comenzar el visionado de la película. Una noche lluviosa. Un coche. Encender las luces, subir el volumen de la radio y arrancar. Y mirar de frente a ese negro que todo lo engulle, donde las imágenes se desdibujan y se tornan invisibles.

De esta manera, Iriarte nos introduce en un experimento fílmico que funciona de modo multicapa. Un mecanismo preciso de montaje y construcción. Así tenemos una banda sonora multipista que se convierte en protagonista. El soundtrack es la película.

Invisible es una película en la que casi no hay película. Es lo menos que dan como película. Es cine de cartilla de racionamiento. Cine anoréxico. Es la película que no has querido hacer en tu casa por falta de talento o por pereza. Invisible es un musical y la grabación de la música del musical. Invisible no es la película que necesitas ver cuando echas de menos Breaking Bad. Invisible son las putas proyecciones de texto que te encuentras en cualquier obrita de teatro contemporáneo, de esas que te hacen preguntas profundas mientras alguien se embadurna con nocilla o se mueve espasmódicamente. Invisible es un poema del todo a 100, pero también es una película honesta de cojones. Y el hueco que Invisible deja al espectador, es tan oscuro y profundo que asusta.

Y lo mejor es que Invisible es una película que extrema la paciencia del espectador de forma que ni Dios la vea (y es una pena), y en esa exageración de su apuesta, es donde encuentra su potencia. Resumiendo: si me vas a tocar los cojones, tócamelos pero bien. Y nosotros, los espectadores, decimos: si yo voy a hacer tu puta película por tí, y voy a tener que montarla en mi cabeza por ti, y llenarla con todos mis putos recuerdos por tí, pues qué cojones, deja la pantalla negra y así sabemos a qué estamos jugando. Invisible se convierte en una experiencia cojonuda para currar. Y está muy bien que el espectador curre, y se juegue el cuello, se juegue la vida, su vida, enfrentándola con lo que (no) ve en la pantalla. Enfrentándola a la oscuridad. Ahora, si no te apetece hacer el esfuerzo, mejor acércate a ver otra cosa. Porque aquí, ver, vas a ver poco.

Invisible es una película hecha desde el dolor por alguien que sabe dejar de lloriquear y ponerse a trabajar. Es el documental que tú nunca hubieras hecho.

El comienzo es brutal y te enfrenta a una manera de mirar, o mejor dicho, de no mirar, y de encogerte en tu butaca y de acojonarte un poco ante lo que vas a tener que poner de ti en la película. Y entonces cualquier palabra, cualquier nombre de ciudad, te meten el miedo en el cuerpo. Porque no quieres recordar. E Invisible es la fascinación ante la construcción de la belleza. Y la fascinación ante la dignidad del que construye la belleza. Y cada corte, cada herida rojo sangre en la pantalla, acechen tu pupila.

La película se articula como un mecanismo multicapa. El negro, las palabras escritas en blanco de ÉL, las palabras escritas en amarillo de ELLA, los violentos cortes a rojo, la voz del cineasta y la música de mursego. La únicas imágenes que vemos son el registro preciso y enmarcado de las grabaciones de Maite Arroitajauregui (aka. Mursego). Vemos construir y superponerse las capas de música, creando estados emocionales de alta intensidad. Una amalgama de sonoridades, un canto ancestral, una mixtape de valses, operas barrocas, conciertos punk y alaridos deliciosos. El negro sigue siendo el mismo, pero nosotros ya no.

Jugando con estos elementos, Iriarte nos introduce en un relato, en una ficción, la noche, la pareja, los encuentros, los recuerdos, el bosque, la separación. El relato se convierte en un retrato, el retrato en el minucioso documento del trabajo del artista, el documento en una carta de amor, la carta de amor en la historia de un amor perdido, la historia de amor perdido en una película de vampiros y vuelta a empezar. En el fondo Invisible es un musical, y del mismo modo que Coppola traicionaba el original para hacer de Drácula una historia de amor a través del tiempo, Iriarte nos cuenta que está haciendo una película de vampiros para no reconocer que está reescribiendo una historia de amor. O el recuerdo de una historia de amor. O el intento de volver a contar un amor, un encuentro compuesto de muchos encuentros, de viajes y confidencias, que hace ya dos años que terminó (y entonces la voz amarilla susurra: ya casi tres).

 

El cineasta y su musa. Un vampiro del recuerdo. Un vampiro cinemático.

Es difícil hablar de una película que se esconde, que deja esa noche abierta frente a los ojos, en la que cualquier palabra (bosque, nieve, Berlín) entra en resonancia con nuestros propios recuerdos, nuestras propias vivencias y, cuando queremos dejar de rellenar la película con nuestras cosas, con nuestras vidas, el espacio oscuro se llena de esas sonoridades profundas y dolorosas que invaden nuestro cerebro y golpean nuestros oídos para que no podamos dejar de vivir nuestro Invisible. Nuestro recuerdo.

La película funciona de manera violenta en sus pausas y en sus rupturas coléricas. Y por supuesto, es un viaje al particular universo de Maite Arroitajauregi, el rostro detrás de Mursego, una artista de la que sólo vemos su trabajo artesanal y minucioso, insistente y concentrado en la búsqueda de inspiración. del momentum. Construyendo capa tras capa, sonoridad tras sonoridad, edificando el espacio a solas. Su meticuloso proceder, siempre con los cascos escuchando todo aquello que nosotros no, inunda el espacio de la imagen, cantando, gritando, repitiendo y variando cada vez, tocando timbales, pianos, xilófonos, flautas, maracas y extraños instrumentos. Y tocando el cello, de manera suave y violenta, con arranques de furia desafinada y musicalidades deliciosas. Siempre que vemos a Maite, el relato se detiene, la narración desaparece y sólo observamos su búsqueda solitaria. Cuando la imagen ocupa la pantalla sólo escuchamos aquello que producen sus dedos o su garganta, hasta que un brusco fogonazo rojo sangre nos devuelve a la oscuridad y entonces sí, entonces todas las capas sonoras se superponen, provocándonos con sus texturas. Rellenando la oscuridad.

El problema es que cuando la película establece sus coordenadas y el negro envuelve tu mirada y tus recuerdos empiezan a llenar la pantalla, la película pierde importancia. Y te vas. Te vas de la película porque la película eres tú. Y entonces la película ya da un poco igual. Llegamos al paroxismo de la apuesta de Iriarte. Y el espectador, emancipado, se desprende de la película, descubriéndose el protagonista de lo que su imaginación crea.

Sin embargo, el quehacer y el rostro concentrado de Maite, sus manos y su garganta, sus dedos y sus ojos, nos devuelven una y otra vez al territorio inmanente de la creación. Y no podemos dejar de observar la evolución de esas melodías, de preguntarnos por cómo van a re-componerse todos esos sonidos. A sumarse, a potenciarse. Y vuelve el negro y la masa sonora nos vuelve a arrastrar.

Iriarte dice que es una película de vampiros. Una película en la que al final moriremos. Sin embargo al final, por fin, aparece el bosque, y no es de noche, sino que el día nevado se posa en las ramas de los árboles. Escuálidos los árboles, escuálida nuestra mirada. Vemos a Maite levantarse del suelo y caminar. Resucitada como en un sueño. Y con las pupilas encogidas por la luminosidad del recuerdo, cerramos los ojos. El viaje ha terminado y sólo queda la luz.

Victor, al terminar la película nos miente o no nos cuenta todas las verdades, y dice que lo que terminará haciendo es simplemente cantar. Subirse al escenario y cantar. Pero antes de cantar ha decidido hacerse canto. Y oscurecer el canto. Y hacer de la noche el lugar de su recuerdo.

 

Y para terminar, un poema para los curiosos:

¿Quién es Tu Perra? Dices mientras clavas

en mi pupila tu pupila inquisitiva.

¿Quién es Tu Perra? ¿Y tú me lo preguntas?

Tu Perra… eres tú.

 

 Y una cosa más: Tiemble Messiez. Tiemble Faüstino. Tiemble El conde de Torrefiel. Tiemble el cielo sobre la tierra. Están en la agenda y Tu Perra está en celo. Guau.

 

TU PERRA

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